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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Rodas se detuvo a la puerta del escritorio. El Auditor le ordenó que pasara y sobre una<br />

mesa cubierta de libros y papeles fue poniendo las armas que llevaba encima: un revólver, un<br />

puñal, una manopla, un «casse-tête».<br />

—Ya te deben haber notificado la sentencia.<br />

—Sí, señor, ya...<br />

—Seis años ocho meses, si no me equivoco.<br />

—Pero, señor, yo no fuí complicís de Lucio Vásquez; lo que él hizo lo hizo sin contar<br />

conmigo; cuando yo me vine a dar cuenta ya el Pelele rodaba ensangrentado por las gradas<br />

del Portal, casi muerto. ¡Qué iba yo a hacer! ¡Qué podía yo hacer! Era orden. Según dijo él<br />

era orden...<br />

—Ahora ya está juzgado de Dios...<br />

Rodas volvió los ojos al auditor, como dudando de lo que su cara siniestra le confirmó, y<br />

guardaron silencio.<br />

—Y no era malo aquél... —suspiró Rodas adelgazando la voz para cubrir con estas pocas<br />

palabras la memoria de su amigo; entre dos latidos cogió la noticia y ahora ya la sentía en la<br />

sangre—... ¡Qué se ha de hacer!... El Terciopelo le clavamos porque era muy de al pelo y<br />

corría unos terciotes.<br />

—Los autos lo condenaban a él como autor del delito, y a vos como cómplice.<br />

—Pero, pa mí, que hubiera cabido defensa.<br />

—El defensor fue cabalmente el que conociendo la opinión del Señor <strong>Presidente</strong>, reclamó<br />

para Vásquez la pena de muerte, y para vos el máximum de la pena.<br />

—Pobre aquél, yo siquiera puedo contar el cuento...<br />

—Y podés salir libre, pues el Señor <strong>Presidente</strong> necesita de uno que, como vos, haya estado<br />

preso un poco por política. Se trata de vigilar a uno de sus amigos, que él tiene sus razones<br />

para creer que lo está traicionando.<br />

—Dirá usté...<br />

—¿Conocés a don Miguel Cara de Ángel?<br />

—No, sólo de nombre lo he oído mentar; es el que se sacó a la hija del general Canales,<br />

según creo.<br />

—El mismo. Lo reconocerás en seguida, porque es muy guapo: hombre alto, bien hecho,<br />

de ojos negros, cara pálida, cabello sedoso, movimientos muy finos. Una fiera. El Gobierno<br />

necesita saber todo lo que hace, a qué personas visita, a qué personas saluda por la calle, qué<br />

sitios frecuenta por la mañana, por la tarde, por la noche, y lo mismo de su mujer; para todo<br />

eso te daré instrucciones y dinero.<br />

Los ojos estúpidos del preso siguieron los movimientos del Auditor que, mientras decía<br />

estas últimas palabras, tomó un canutero de la mesa, lo mojó en un tinterote que ostentaba,<br />

entre dos fuentes de tinta negra, una estatua de la diosa Themis, y se lo tendió agregando:<br />

—Firma aquí; mañana te mando poner en libertad. Prepará ya tus cosas para salir<br />

mañana.<br />

Rodas firmó. La alegría le bailaba en el cuerpo como torito de pólvora.<br />

—No sabe cuánto le agradezco —dijo al salir; recogió al soldado, casi le da un abrazo, y<br />

marchóse a la Penitenciaría como el que va a subir al cielo.<br />

Pero más contento se quedó el Auditor con el papel que aquel acababa de firmarle y que a<br />

la letra decía:<br />

«Por $ 10.000 m/n. —Recibí de doña Concepción Gamucino (a) “la Diente de<br />

Oro”, propietaria del prostíbulo “El Dulce Encanto”, la suma de diez mil pesos<br />

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