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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

La sirvienta del Auditor de Guerra dejó en la puerta a la viuda de Carvajal, mientras<br />

atendía a dos mujeres que hablaban a gritos en el zaguán.<br />

—¡Oiga, pues, oiga —decía una de ellas—; ái le dice que no le esperé, porque, achís, yo no<br />

soy su india para enfriarme el trasero en ese poyo que está como su linda cara! Dígale que<br />

vine a buscarlo para ver si por las buenas me devuelve los diez mil pesos que me quitó por una<br />

mujer de la Casa Nueva que no me sacó de apuros, porque el día que la llevé allá conmigo le<br />

dio el sincopié. Dígale, vea, que es la última vez que lo molesto, que lo que voy a hacer es<br />

quejarme con el <strong>Presidente</strong>.<br />

—¡Vonos, doña Chón, no se incomode, dejemos a esta vieja cara de mi...seria!<br />

—La señori... —intentó decir la sirvienta, pero la señorita se interpuso:<br />

—¡Shó, verdá!<br />

—Dígale lo que le dejo dicho con usté, por aquello, veya, que no diga después que no se lo<br />

advertí a tiempo: que estuvieron a buscarlo doña Chón y una muchacha, que lo esperaron y<br />

que como vieron que no venía se fueron y le dejaron dicho que zacatillo como el conejo...<br />

Sumida en sus pensamientos, la viuda de Carvajal no se dio cuenta de lo que pasaba. De<br />

su traje negro, como muerta en ataúd con cristal, no asomaba más que la cara. La sirvienta le<br />

tocó el hombro —tacto de telaraña tenía la vieja en la punta de los dedos—, y le dijo que<br />

pasara adelante. Pasaron. La viuda habló con palabras que no se resolvían en sonidos<br />

distintos, sino en un como bisbiseo de lector cansado.<br />

—Sí, señora, déjeme la carta que traye escrita. Así, cuando él venga que no tardará en<br />

venir —ya debía estar aquí—, yo se la entrego y le hablo a ver si se logra.<br />

—Por vida suya...<br />

Un individuo vestido de lona café, seguido de un soldado que le custodiaba remington al<br />

hombro, puñal a la cintura, cartuchera de tiros al riñón, entró cuando salía la viuda de<br />

Carvajal.<br />

—Es que me dispensa —dijo a la sirvienta—; ¿estará el licenciado?<br />

—No, no está.<br />

—¿Y por dónde podría esperarlo?<br />

—Siéntese por ái, vea; que se siente el soldado.<br />

Reo y custodio ocuparon en silencio el poyo que la sirvienta les señaló de mal modo.<br />

El patio trascendía a verbena del monte y a begonia cortada. Un gato se paseaba por la<br />

azotea. Un cenzontle preso en una jaula de palito de canasto ensayaba a volar. Lejos se oía el<br />

chorro de la pila, zonzo de tanto caer, adormecido.<br />

El Auditor sacudió sus llaves al cerrar la puerta y, guardándoselas<br />

en el bolsillo, acercóse al preso y al soldado. Ambos se pusieron de pie.<br />

—¿Genaro Rodas? —preguntó. Venía olfateando. Siempre que entraba de la calle le<br />

parecía sentir en su casa hedentina a caca de gato.<br />

—Sí, señor, pa servirlo.<br />

—¿El custodio entiende español?<br />

—No muy bien —respondió Rodas. Y volviéndose al soldado, añadió—: ¿Qué decís, vos,<br />

entendés Castilla?<br />

—Medie entiende.<br />

—Entonces —zanjó el Auditor—, mejor te quedás aquí: yo voy a hablar con el señor.<br />

Espéralo, ya va a volver; va a hablar conmigo.<br />

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