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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
—Lo ve y no lo cree, ¿verdá, dichosote...?<br />
Cara de Ángel sonrió.<br />
—Pero, amigo, usted necesita mudarse; tome mi carruaje...<br />
—Muchas gracias, general...<br />
—Vea, allí está; dígale al cochero que lo vaya a dejar en una carrerita y que vuelva<br />
después por mí. Buenas noches y felicidades. ¡Ah, vea! Llévese el periódico para que lo estudie<br />
la señora, y felicítela de parte de un humilde servidor.<br />
—Muy agradecido por todo, y buenas noches.<br />
El carruaje en que iba el favorito arrancó sin ruido, como una sombra tirada por dos<br />
caballos de humo. El canto de los grillos techaba la soledad del campo desnudo, oloroso a<br />
reseda, la soledad tibia de los maizales primerizos, los pastos mojados de sereno y las cercas<br />
de los huertos tupidas de jazmines.<br />
—... Sí; si se sigue burlando de mí lo ahorc... —có su pensamiento, escondiendo la cara en<br />
el respaldo del vehículo, temeroso de que el cochero adivinara lo que veían sus ojos: una masa<br />
de carne helada con la banda presidencial en el pecho, yerta la cara chata, las manos<br />
envueltas en los puños postizos, sólo la punta de los dedos visibles, y los zapatos de charol<br />
ensangrentados.<br />
Su ánimo belicoso se acomodaba mal a los saltos del carruaje. Habría querido estar<br />
inmóvil, en esa primera inmovilidad del homicida que se sienta en la cárcel a reconstruir su<br />
crimen, inmovilidad aparente, externa, necesaria compensación a la tempestad de sus ideas.<br />
Le hormigueaba la sangre. Sacó la cara a la noche fresca, mientras se limpiaba el vómito del<br />
amo con el pañuelo húmedo de sudor y llanto. ¡Ah! —maldecía y lloraba de la rabia—, ¡si<br />
pudiera limpiarme la carcajada que me vomitó en el alma!<br />
Un carruaje ocupado por un oficial los pasó rozando. El cielo parpadeaba sobre su eterna<br />
partida de ajedrez. Los caballos huracanados corrían hacia la ciudad envueltos en nubes de<br />
polvo. ¡Jaque a la Reina!, se dijo Cara de Ángel, viendo desaparecer la exhalación en que iba<br />
aquel oficial en busca de una de las concubinas del Señor <strong>Presidente</strong>. Parecía un mensajero de<br />
los dioses.<br />
En la estación central se revolcaba el ruido de las mercaderías descargadas a golpes, entre<br />
los estornudos de las locomotoras calientes. Llenaba la calle la presencia de un negro asomado<br />
a la baranda verde de una casa de altillo, el paso inseguro de los borrachos y una música de<br />
carreta que iba tirando un hombre con la cara amarrada, como una pieza de artillería<br />
después de una derrota.<br />
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