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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
jugadores, cholojeras, cuatreros, visto de menos por sus colegas que seguían pleitos de<br />
campanillas.<br />
Una tras otra vació muchas copas. En la cara de jade le brillaban los ojos entumecidos y<br />
en las manos pequeñas las uñas ribeteadas de medias lunas negras.<br />
—¡Ingratos!<br />
El favorito lo sostuvo del brazo. Por la sala en desorden paseó la mirada llena de<br />
cadáveres y repitió:<br />
—¡Ingratos! —añadió, después, a media voz—. Quise y querré siempre a Parrales<br />
Sonriente, y lo iba a hacer general, porque potreó a mis paisanos, porque los puso en cintura,<br />
se repaseó en ellos, y de no ser mi madre acaba con todos para vengarme de lo mucho que<br />
tengo que sentirles y que sólo yo sé... ¡Ingratos!... Y no me pasa —porque no me pasa— que lo<br />
hayan asesinado, cuando por todos lados se atenta contra mi vida, me dejan los amigos, se<br />
multiplican los enemigos y... ¡No!, ¡no!, de ese Portal no quedará una piedra...<br />
Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el<br />
hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos<br />
sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario<br />
vino corriendo con una palangana que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República,<br />
y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron<br />
arrastrando a una cama. Lloraba y repetía:<br />
—¡Ingratos!... ¡Ingratos!...<br />
—Lo felicito, don Miguelito, lo felicito —murmuró el Subsecretario cuando ya salían—; el<br />
Señor <strong>Presidente</strong> ordenó que se publicara en los periódicos la noticia de su casamiento y él<br />
encabeza la lista de padrinos.<br />
Asomaron al corredor. El Subsecretario alzó la voz.<br />
—Y eso que al principio no estaba muy contento con usted. Un amigo de Parrales<br />
Sonriente no debía haber hecho —me dijo— lo que este Miguel ha hecho; en todo caso debió<br />
consultarme antes de casarse con la hija de uno de mis enemigos. Le están haciendo la cama,<br />
don Miguelito, le están haciendo la cama. Por supuesto; yo traté de hacerle ver que el amor es<br />
fregado, lamido, belitre y embustero.<br />
—Muchas gracias, general.<br />
—¡Vean, pues, al cimarrón! —continuó el Subsecretario en tono jovial y, entre risa y risa,<br />
empujándolo a su despacho con afectuosas palmaditas, remató—. ¡Venga, venga a estudiar el<br />
periódico! El retrato de la señora se lo pedimos a su tío Juan. ¡Muy bien, amigo, muy bien!<br />
El favorito enterró las uñas en el papelote. Además del Supremo Padrino figuraban el<br />
ingeniero don Juan Canales y su hermano don José Antonio.<br />
«Boda en el gran mundo. Ayer por la noche contrajeron matrimonio la bella señorita<br />
Camila Canales y el señor don Miguel Cara de Ángel. Ambos contrayentes... —de aquí pasó<br />
los ojos a la lista de los padrinos— ... boda que fue apadrinada ante la Ley por el<br />
Excelentísimo Señor <strong>Presidente</strong> Constitucional de la República, en cuya casa-habitación tuvo<br />
lugar la ceremonia, por los señores Ministros de Estado, por los generales (saltó la lista) y por<br />
los apreciables tíos de la novia, ingeniero don Juan Canales y don José Antonio del mismo<br />
apellido. El Nacional, concluía, ilustra las sociales de hoy con el retrato de la señorita Canales<br />
y augura a los contrayentes, al felicitarles, toda clase de bienandanzas en su nuevo hogar.» No<br />
supo dónde poner los ojos. «Sigue la batalla de Verdún. Un desesperado esfuerzo de las tropas<br />
alemanas se espera para esta noche...» Apartó la vista de la página de cables y releyó la<br />
noticia que calzaba el retrato de Camila. El único ser que le era querido bailaba ya en la farsa<br />
en que bailaban todos.<br />
El Subsecretario le arrancó el periódico.<br />
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