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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
XXXI<br />
Centinelas de hielo<br />
En el zaguán de la Penitenciaría brillaban las bayonetas de la guardia sentada en dos filas,<br />
soldado contra soldado, como de viaje en un vagón oscuro. Entre los vehículos que pasaban,<br />
bruscamente se detuvo un carruaje. El cochero, con el cuerpo echado hacia atrás para tirar de<br />
las riendas con más fuerza, se bamboleó de lado y lado, muñeco de trapos sucios,<br />
escupimordiendo una blasfemia. ¡Por poco más se cae! Por las murallas lisas y altísimas del<br />
edificio patibulario resbalaron los chillidos de las ruedas castigadas por las rozaderas, y un<br />
hombre barrigón que apenas alcanzaba el suelo con las piernas apeóse poco a poco. El<br />
cochero, sintiendo aligerarse el carruaje del peso del Auditor de Guerra, apretó el cigarrillo<br />
apagado en los labios resecos —¡qué alegre quedarse solo con los caballos!— y dio rienda<br />
para ir a esperar enfrente, al costado de un jardín yerto como la culpa traidora, en el<br />
momento en que una dama se arrodillaba a los pies del Auditor implorando a gritos que la<br />
atendiera.<br />
—¡Levántese, señora! Así no la puedo atender; no, no, levántese, hágame favor... Sin tener<br />
el honor de conocerla...<br />
—Soy la esposa del licenciado Carvajal...<br />
—Levántese...<br />
Ella le cortó la palabra.<br />
—De día, de noche, a todas horas, por todas partes, en su casa, en la casa de su mamá, en<br />
su despacho le he buscado, señor, sin lograr encontrarlo. Sólo usted sabe qué es de mi marido,<br />
sólo usted lo sabe, sólo usted me lo puede decir. ¿Dónde está? ¿Qué es de él? ¡Dígame, señor,<br />
si está vivo! ¡Dígame, señor, que está vivo!<br />
Se había puesto de pie; pero no levantaba la cabeza, rota la nuca de pena, ni dejaba de<br />
llorar.<br />
—¡Dígame, señor, que está vivo!<br />
—Cabalmente, señora, el Consejo de Guerra que conocerá del proceso del colega ha sido<br />
citado con urgencia para esta noche.<br />
—¡Aaaaah!<br />
Cosquilleo de cicatriz en los labios, que no pudo juntar del gusto. ¡Vivo! A la noticia unió<br />
la esperanza. ¡Vivo!... Y, como era inocente, libre...<br />
Pero el Auditor, sin mudar el gesto frío, añadió:<br />
—La situación política del país no permite al Gobierno piedad de ninguna especie con sus<br />
enemigos, señora. Es lo único que le digo. Vea al Señor <strong>Presidente</strong> y pídale la vida de su<br />
marido, que puede ser sentenciado a muerte y fusilado, conforme a la ley, antes de<br />
veinticuatro horas...<br />
—¡... le, le, le!<br />
—La Ley es superior a los hombres, señora, y salvo que el Señor <strong>Presidente</strong> lo indulte...<br />
—¡... le, le, le!<br />
No pudo hablar. Blanca, como el pañuelo que rasgaba con los dientes, se quedó quieta,<br />
inerte, ausente, gesticulando con las manos perdidas en los dedos.<br />
El Auditor se marchó por la puerta erizada de bayonetas. La calle, momentáneamente<br />
animada por el trajín de los coches que volvían del paseo principal a la ciudad, ocupados por<br />
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