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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
de los Cielos —jesucristerías—, para que aguanten a todos esos pícaros. ¡Pues no! ¡Basta ya<br />
de Reino de Camelos! Yo juro hacer la revolución completa, total, de abajo arriba y de arriba<br />
abajo; el pueblo debe alzarse contra tanto zángano, vividores con título, haraganes que<br />
estarían mejor trabajando la tierra. Todos tienen que demoler algo; demoler, demoler... Que<br />
no quede Dios ni títere con cabeza...<br />
La fuga se fijó para las diez de la noche, de acuerdo con un contrabandista amigo de la<br />
casa. El general escribió varias cartas, una de urgencia para su hija. El indio pasaría como<br />
mozo carguero por el camino real. No hubo adioses. Las cabalgaduras se alejaron con las<br />
patas envueltas en trapos. Pegadas a la pared, lloraban las hermanas en la tiniebla de un<br />
callejón oscuro. Al salir a la calle ancha, una mano detuvo el caballo del general. Se oyeron<br />
pasos arrastrados.<br />
—¡Qué miedo el que pasé —murmuró el contrabandista—, se me fue hasta la respiración!<br />
Pero no hay cuidado, es gente que va pallá, donde el doctor le debe estar dando serenata a su<br />
quequereque.<br />
Un hachón de ocote, encendido al final de la calle, juntaba y separaba en las lenguas de su<br />
resplandor luminoso los bultos de las casas, de los árboles y de cinco o seis hombres<br />
agrupados al pie de una ventana.<br />
—¿Cuál de todos es el médico...? —preguntó el general con la pistola en la mano.<br />
El contrabandista arrendó el caballo, levantó el brazo y señaló con el dedo al de la<br />
guitarra. Un disparo rasgó el aire y como plátano desgajado del racimo se desplomó un<br />
hombre.<br />
—¡Ju-juy!... ¡Vea lo que ha hecho!... ¡Huygamos, vamos! ¡Nos cogen..., vamos..., meta las<br />
espuelas...!<br />
—¡Lo... que... to... dos... de... bié... ra... mos... ha... cer... pa... ra... com... po... ner... es... te...<br />
pue... blo!... —dijo Canales con la voz cortada por el galope del caballo.<br />
El paso de las bestias despertó a los perros, los perros despertaron a las gallinas, las<br />
gallinas a los gallos, los gallos a las gentes, a las gentes que volvían a la vida sin gusto,<br />
bostezando, desperezándose, con miedo.<br />
La escolta llegó a levantar el cadáver del médico. De las casas cercanas salieron con<br />
faroles. La dueña de la serenata no podía llorar y atolondrada del susto, medio desnuda, con<br />
un farol chino en la mano lívida, perdía los ojos en la negrura de la noche asesina.<br />
—Ya estamos tentando el río, general; pero por onde vamos a pasar nosotros no pasan<br />
sino los meros hombres, soy yo quien se lo digo... ¡Ay, vida, para que fueras eterna...!<br />
—¡Quién dijo miedo! —contestó Canales que venía atrás, en un caballo retinto.<br />
—¡Ándele! ¡Ay juerzas de colemico, las que le agarran a uno cuando lo vienen siguiendo!<br />
¡Arrebiáteseme bien, bien, para que no se me en-pierda!<br />
El paisaje era difuso, el aire tibio, a veces halado como de vidrio. El rumor del río iba<br />
tumbando cañas.<br />
Por un desfiladero bajaron corriendo a pie. El contrabandista apersogó las bestias en un<br />
sitio conocido para recogerlas a la vuelta. Manchas de río reflejaban, entre las sombras, la luz<br />
del cielo constelado. Flotaba una vegetación extraña, una vegetación de árboles con viruela<br />
verde, ojos color de talco y dientes blancos. El agua bullía a sus costados adormecida,<br />
mantecosa, con olor a rana...<br />
De islote en islote saltaban el contrabandista y el general, los dos pistola en mano, sin<br />
pronunciar palabra. Sus sombras los perseguían como lagartos. Los lagartos como sus<br />
sombras. Nubes de insectos los pinchaban. Veneno alado en el viento. Olía a mar, a mar<br />
pescado en red de selva, con todos sus peces, sus estrellas, sus corales, sus madréporas, sus<br />
abismos, sus corrientes... Largas babosidades de pulpo columpiaba el paxte sobre sus cabezas<br />
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