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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

XXVII<br />

Camino al destierro<br />

La cabalgadura del general Canales tonteaba en la poca luz del atardecer, borracha de<br />

cansancio, con la masa inerte del jinete cogido a la manzana de la silla. Los pájaros pasaban<br />

sobre las arboledas y las nubes sobre las montañas subiendo por aquí, por allá bajando,<br />

bajando por aquí, por allá subiendo, como este jinete, antes que le vencieran el sueño y la<br />

fatiga, por cuestas intransitables, por ríos anchos con piedra que tenía reposo en el fondo del<br />

agua revuelta para avivar el paso de la cabalgadura, por flancos castigados de lodo que<br />

resbalaban lajas quebradizas a precipicios cortados a pico, por bosques inextricables con<br />

berrinche de zarzas, y por caminos cabríos con historia de brujas y salteadores.<br />

La noche traía la lengua fuera. Una legua de campo húmedo. Un bulto despegó al jinete<br />

de la caballería, le condujo a una vivienda abandonada y se marchó sin hacer ruido. Pero<br />

volvió en seguida. Sin duda fue por ahí no más, por donde cantaban los chiquirines:<br />

¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!... Estuvo en el rancho un ratito y tornó a las del humo.<br />

Pero ya regresaba... Entraba y salía. Iba y volvía. Iba como a dar parte del hallazgo y volvía<br />

como a cerciorarse si aún estaba. El paisaje estrellado le seguía las carreritas de lagartija<br />

como perro fiel moviendo en el silencio nocturno su cola de sonidos: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!,<br />

¡chiquirín!...<br />

Por último se quedó en el rancho. El viento andaba a saltos en las ramas de las arboledas.<br />

Amanecía en la escuela nocturna de las ranas que enseñaban a leer a las estrellas. Ambiente<br />

de digestión dichosa. Los cinco sentidos de la luz. Las cosas se iban formando a los ojos de un<br />

hombre encuclillado junto a la puerta, religioso y tímido, cohibido por el amanecer y por la<br />

respiración impecable del jinete que dormía. Anoche un bulto, hoy un hombre; éste fue el que<br />

le apeó. Al aclarar se puso a juntar fuego: colocó en cruz los tetuntes ahumados, escarbó con<br />

astilla de ocote la ceniza vieja y con palito seco y leña verde compuso la hoguera. La leña<br />

verde no arde tranquila; habla como cotorra, suda, se contrae, ríe, llora... El jinete despertó<br />

helado en lo que veía y extraño en su propia carne y plantóse de un salto en la puerta, pistola<br />

en mano, resuelto a vender caro el pellejo. Sin turbarse ante el cañón del arma, aquél le señaló<br />

con gesto desabrido el jarro de café que empezaba a hervir junto al fuego. Pero el jinete no le<br />

hizo caso. Poco a poco se asomó a la puerta —la cabaña sin duda estaba rodeada de<br />

soldados— y encontró sólo el llano grande en plena evaporación color de rosa. Distancia.<br />

Enjabonamiento azul. Árboles. Nubes. Cosquilleo de trinos. Su mula dormitaba al pie de un<br />

amate. Sin mover los párpados se quedó escuchando para acabar de creer lo que veía y no oyó<br />

nada, fuera del concierto armonioso de los pájaros y del lento resbalar de un río caudaloso<br />

que dejaba en la atmósfera adolescente el fusss... casi imperceptible del polvo de azúcar que<br />

caía en el guacal de café caliente.<br />

—¡No vas a ser autoridá!... —murmuró el hombre que lo había desmontado, afanándose<br />

por esconder cuarenta o cincuenta mazorcas de maíz tras las espaldas.<br />

El jinete alzó los ojos para mirar a su acompañante. Movía la cabeza de un lado a otro con<br />

la boca pegada al guacal.<br />

—¡Tatita!... —murmuró aquél con disimulado gusto, dejando vagar por la estancia sus<br />

ojos de perro perdido.<br />

—Vengo de fuga...<br />

El hombre dejó de tapar las mazorcas y acercóse al jinete para servirle más café. Canales<br />

no podía hablar de la pena.<br />

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