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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
Farfán, a quien las palabras del favorito habían clavado en el suelo, alzó las manos<br />
empuñadas.<br />
—¡Ah, la bandida!<br />
Y tras el ademán de golpear, dobló la cabeza anonadado.<br />
—¿Qué hago yo, Dios mío?<br />
—Por de pronto, no emborracharse; así conjura el peligro inmediato, y no...<br />
—Si eso es lo que estoy pensando, pero no voy a poder, va a ser difícil. ¿Qué me iba a<br />
decir?<br />
—Le iba a decir, además, que no comiera en el cuartel. —No tengo cómo pagar a usted.<br />
—Con el silencio...<br />
—Naturalmente, pero eso no es bastante; en fin, ya habrá ocasión y, desde luego, cuente<br />
usted siempre con este hombre que le debe la vida.<br />
—Bueno es también que le aconseje como amigo que busque la manera de halagar al<br />
Señor <strong>Presidente</strong>.<br />
—Sí, ¿verdá?<br />
—Nada le cuesta.<br />
Ambos agregaron con el pensamiento «cometer un delito», por ejemplo, medio el más<br />
eficaz para captarse la buena voluntad del mandatario o «ultrajar públicamente a las<br />
personas indefensas» o «hacer sentir la superioridad de la fuerza sobre la opinión del país» o<br />
«enriquecerse a costillas de la Nación» o...<br />
El delito de sangre era ideal; la supresión de un prójimo constituía la adhesión más<br />
completa del ciudadano al Señor <strong>Presidente</strong>.<br />
Dos meses de cárcel, para cubrir las apariencias, y derechito después a un puesto público<br />
de los de confianza, lo que sólo se dispensaba a servidores con proceso pendiente, por la<br />
comodidad de devolverlos a la cárcel conforme a la ley, si no se portaban bien.<br />
Nada le cuesta.<br />
—Es usted bondadosísimo...<br />
—No, mayor, no debe agradecerme nada; mi propósito de salvar a usted está ofrecido a<br />
Dios por la salud de una enferma que tengo muy, muy grave. Vaya su vida por la de ella.<br />
—Su esposa, quizás...<br />
La palabra más dulce de El Cantar de los Cantares flotó un instante, adorable bordado,<br />
entre árboles que daban querubines y flores de azahar.<br />
Al marcharse el mayor, Cara de Ángel se tocó para saber si era el mismo que a tantos<br />
había empujado hacia la muerte, el que ahora, ante el azul infrangible de la mañana,<br />
empujaba a un hombre hacia la vida.<br />
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