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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
Se levantó con dificultad, ayudándose de la mesa en que había fondeado, de las sillas, de la<br />
pared y fue danto traspiés hacia la puerta que la interina se precipitó a abrir.<br />
—¡Ya loc... creo que me voy-oy...! ¡La que es puta vuelve, ¿verdá, Ña-Chón?, pero yo me<br />
voy? ¡Ji-jiripago...; a los militares de escuela no nos queda más que beber hasta la muerte y<br />
que después en lugar de incinerarnos nos destilen! ¡Que viva el chojín y la chamuchina!...<br />
¡Chujú!<br />
Cara de Ángel lo alcanzó en seguida. Iba por la cuerda floja de la calle como volatín: ora<br />
se quedaba con el pie derecho en el aire, ora con el izquierdo, ora con el izquierdo, ora con el<br />
derecho, ora con los dos. Ya para caerse daba el paso y decía: «¡Está bueno, le dijo la mula al<br />
freno!»<br />
Alumbraban la calle las ventanas abiertas de otro burdel. Un pianista melenudo tocaba el<br />
Claro de Luna de Beethoven. Sólo las sillas le escuchaban en el salón vacío, repartidas como<br />
invitados alrededor del piano de media cola, no más grande que la ballena de Jonás. El<br />
favorito se detuvo herido por la música, pegó al mayor contra la pared, pobre muñeco<br />
manejable, y acercóse a intercalar su corazón destrozado en los sonidos: resucitaba entre los<br />
muertos —muerto de ojos cálidos—, suspenso, lejos de la tierra, mientras apagábanse los ojos<br />
del alumbrado público y goteaban los tejados clavos de sereno para crucificar borrachos y<br />
reclavar féretros. Cada martillito del piano, caja de imanes, reunía las arenas finísimas del<br />
sonido, soltándolas, luego de tenerlas juntas, en los dedos de los arpegios que des... do... bla....<br />
ban las falanges para llamar a la puerta del amor cerrada para siempre; siempre los mismos<br />
dedos; siempre la misma mano. La luna derivaba por empedrado cielo hacia prados<br />
dormidos, huía y tras ella los oquedales infundían miedo a los pájaros y a las almas a quienes<br />
el mundo se antoja inmenso y sobrenatural cuando el amor nace, y pequeño cuando el amor<br />
se extingue.<br />
Farfán despertó en el mostrador de un fondín, entre las manos de un desconocido que le<br />
sacudía, como se hace con un árbol para que caigan los frutos maduros.<br />
—¿No me reconoce, mi mayor?<br />
—Sí... no..., por el momento..., de momento...<br />
—Recuérdese...<br />
—¡Aj... uuUU! —bostezó Farfán apeándose del mostrador donde estaba alargado, como<br />
de una bestia de trote, todo molido. —Miguel Cara de Ángel, para servir a usted.<br />
El mayor se cuadró.<br />
—Perdóneme, vea que no le había reconocido; es verdad, usted es el que anda siempre con<br />
el Señor <strong>Presidente</strong>.<br />
—¡Muy bien! No extrañe, mayor, que me haya permitido despertarle así, bruscamente...<br />
—No tenga cuidado.<br />
—Pero usted tendrá que volver al cuartel y por otra parte yo necesitaba hablarle a solas y<br />
ahora cabe la casualidad que la dueña de este... cuento, de esta cantina, no está. Ayer le he<br />
buscado como aguja toda la tarde, en el cuartel, en su casa... Lo que le voy a decir no debe<br />
usted repetirlo a nadie.<br />
—Palabra de caballero...<br />
El favorito estrechó con gusto la mano del mayor y con los ojos puestos en la puerta, le<br />
dijo muy quedito:<br />
—Tengo por qué saber que existe orden de acabar con usted. Se han dado instrucciones al<br />
Hospital Militar para que le den un calmante definitivo en la primera borrachera que se<br />
ponga de hacer cama. La meretriz que usted frecuenta en El Dulce Encanto informó al Señor<br />
<strong>Presidente</strong> de sus farfanadas revolucionarias.<br />
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