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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
—¿Cómo se llama su hijo, señora?<br />
—Ismael, siñor...<br />
—¿Ismael qué...?<br />
—Ismael Mijo, siñor.<br />
El oficial escupió ralo.<br />
—Pero ¿cuál es su apellido?<br />
—Es Mijo, siñor...<br />
—Vea, mejor venga otro día, hoy estamos ocupados.<br />
La anciana se retiró sin bajarse el rebozo, poco a poco, contando los pasos como si<br />
midiera su infortunio; se detuvo un momentito en la orilla del andén y luego acercóse otra vez<br />
al oficial, que seguía sentado.<br />
—Perdone, siñor, es que yo no estoy aquí no más; vengo de bien lejos, de más de veinte<br />
leguas, y ansina es que si no le veyo hoy a saber hasta cuándo voy a poder volver. Hágame la<br />
gracia de llamarlo...<br />
—Ya le dije que estamos ocupados. ¡Retírese, no sea molesta!<br />
Cara de Ángel, que asistía a la escena, impulsado por el deseo de hacer bien para que Dios<br />
se lo devolviera a Camila en salud, dijo al oficial en voz baja:<br />
—Llame a ese muchacho, teniente, y tome para cigarrillos.<br />
El militar recibió el dinero, sin mirar al desconocido, y ordenó que llamaran a Ismael<br />
Mijo. La viejecita quedóse contemplando a su bienhechor como a un ángel.<br />
El mayor Farfán no estaba en el cuartel. Un oficinista asomóse a un balcón, con la pluma<br />
tras de la oreja, e informó al favorito que a esas horas y de noche sólo podía encontrarlo en El<br />
Dulce Encanto, pues el noble hijo de Marte repartía su tiempo entre las obligaciones del<br />
servicio y el amor. No era malo, sin embargo, que lo buscara en su casa. Cara de Ángel tomó<br />
un carruaje. Farfán alquilaba una pieza redonda en el quinto infierno. La puerta del piso sin<br />
pintar, desajustada por la acción de la humedad, dejaba ver el interior oscuro. Dos, tres veces<br />
llamó Cara de Ángel. No había nadie. Regresó en seguida, pero antes de ir a El Dulce Encanto<br />
pasaría a ver cómo seguía Camila. Le sorprendió el ruido del carruaje, al dejar las calles de<br />
tierra, en las calles empedradas. Ruido de cascos y de llantas, de llantas y de cascos.<br />
El favorito volvió al salón cuando la Diente de Oro acabó de relatarle sus amores con el<br />
Señor <strong>Presidente</strong>. Era preciso no perder de vista al mayor Farfán y averiguar algo más acerca<br />
de la mujer capturada en casa del general Canales y vendida por el canalla del Auditor en<br />
diez mil pesos.<br />
El baile seguía en lo mejor. Las parejas danzaban al compás de un vals de modo que<br />
Farfán, perdido de borracho, acompañaba con la voz más de allá que de acá:<br />
¿Por qué me quieren<br />
las putas a mí?<br />
Porque les canto<br />
la «Flor del Café...».<br />
De pronto se incorporó y al darse cuenta que le faltaba la Marrana, dejó de cantar y dijo a<br />
gritos cortados por el hipo:<br />
—¿No está la Marrana, verdá, babosos...? ¿Está ocupada, verdá, babosos...? ... Pues me<br />
voy..., lo creo que me voy, ya loc... creo que me voy... Me voy... ¿Pues por qué no me de ir<br />
yo?... Lo creo que me voy...<br />
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