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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

que en paz descanse, ya quien, vea usté lo que es la torcidura, me la dejó tuerta un loro de un<br />

picotazo; excuso decirle que tosté al loro —dos que hubieran sido— y se lo di a un chucho que<br />

por chucán se lo comió y le dio rabia. Lo más alegre que me acuerdo de ese tiempo es que por<br />

la casa pasaban todos los entierros. Va de pasar y va de pasar muertos... Y que por esa<br />

singraciada quebramos para siempre jamás con el Señor <strong>Presidente</strong>. A él le daban miedo los<br />

entierros, pero yo qué culpa tenía. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que<br />

fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento. Al<br />

principio, yo, que estaba bien gas por él, le borraba a puros besos largos aquel interminable<br />

pasar de muertos en cajones de todos colores. Después me cansé y lo dejé estar. Su mero<br />

cuatro era que uno le lamiera la oreja, aunque a veces le sabía a difunto. Como si lo estuviera<br />

viendo, ahí donde usté está sentado: su pañuelo de seda blanco amarrado al cuello con un<br />

nudito, el sombrero limeño, los botines con orejas rosadas y el vestido azul...<br />

—Y después, lo que son las cosas; ya de <strong>Presidente</strong>, debe haber sido su padrino de<br />

matrimonio...<br />

—Nequis... Al difunto de mi marido, que en paz descanse, no le venían esas cosas. «Sólo<br />

los chuchos necesitan de padrinos y testigos que los estén mirando cuando se casan», decía, y<br />

ái andan con racimo de chuchos detrás, todos con la lengua fuera y la baba caída... A la<br />

fotografía, sí fuimos, para que vea. Nos retrataron al ladito de un tremol, entre palomas<br />

disecadas. En el suelo había una alfombra muy tres piedras y un pellejo de tigre. Yo quedé de<br />

medio lado y mi marido echándome el brazo. Media vida el viejito que sacó el retrato, era<br />

bigotudo y algo curcucho; pero, eso sí, no sólo la máquina volaba lente, sino él también, al<br />

verme tan galanota. «Una sonrisita y entrelácense», decía con la voz muy hueca. Pero ésas si<br />

son viejadas, hablar de lo que pasó...<br />

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