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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

—¡Todo lo que vos quedrás, pero lo que yo te aseguro es que conmigo no se asegunda la<br />

bañada!... ¡No son zompopos, sino los meros culones, achís...!<br />

No concluyó la frase por asomarse a la ventana a ver quién tocaba.<br />

—¡Jesúsmaríasantísima, y toda la corte celestial! ¡Pensando en usté estaba y Dios me lo<br />

manda! —dijo en alta voz al caballero que esperaba a la puerta con el embozo hasta los ojos,<br />

bañados por la luz purpúrea del foco, y, sin contestarle las buenas noches, entróse a ordenar a<br />

la interina que abriera pronto.<br />

—¡Ve, Pancha, abrí ligerito, date priesa; abrí, corré, ve, que es don Miguelito!<br />

Doña Chón lo había conocido por pura corazonada y por los ojos de Satanás.<br />

—¡Esos sí que son milagros!<br />

Cara de Ángel paseó la mirada por el salón, mientras saludaba, tranquilizándose al<br />

encontrar un bulto que debía ser el mayor Farfán; una baba larga le colgaba del labio caído.<br />

—¡Un milagrote, porque lo que es usté no sabe visitar a los pobres!<br />

—No, doña Chón, ¡cómo va a ser eso!...<br />

—¡Y viene que ni mandado a traer! Estaba yo clamando con todos los santos con un<br />

apuro que tengo y me lo traen a usté... —Pues ya sabe que estoy siempre a sus órdenes...<br />

—Muchas gracias. Ando en un apuro que ái le voy a contar; pero antes quiero que se<br />

beba un trago.<br />

—No se moleste...<br />

—¡Qué molestia! ¡Alguna cosita, cualquier cosa, lo que desee, lo que le pida su corazón!...<br />

¡Vaya, por no hacernos el desprecio...! Un güisquey le cae bien. Pero que se lo sirvan allá<br />

conmigo. Pase por aquí.<br />

Las habitaciones de la Diente de Oro, separadas por completo del resto de la casa,<br />

quedaban como en un mundo aparte. En mesas, cómodas y consolas de mármol<br />

amontonábanse estampas, esculturas y relicarios de imágenes piadosas. Una Sagrada Familia<br />

sobresalía por el tamaño y la perfección del trabajo. Al Niñito Dios, alto como un lirio, lo<br />

único que le faltaba era hablar. Relumbraban a sus lados San José y la Virgen en traje de<br />

estrellas. La Virgen alhajada y San José con un tecomatillo formado con dos perlas que valían<br />

cada una un Potosí. En larga bomba agonizaba un Cristo moreno bañado en sangre y en<br />

ancho escaparate recubierto de conchas subía al cielo una Purísima, imitación en escultura<br />

del cuadro de Murillo, aunque lo que más valía era la serpiente de esmeralda enroscada a sus<br />

pies. Alternaban con las imágenes piadosas los retratos de dos Chón (diminutivo de<br />

Concepción, su verdadero nombre), a la edad de veinte años, cuando tuvo a sus plantas a un<br />

<strong>Presidente</strong> de la República que le ofrecía llevársela a París de Francia, dos magistrados de la<br />

Corte Suprema y tres carniceros que pelearon por ella a cuchilladas en una feria. Por ahí<br />

había arrinconado, para que no lo vieran las visitas, el retrato del sobreviviente, un mechudo<br />

que con el tiempo llegó a ser su marido.<br />

—Siéntese en el sofá, don Miguelito, que en el sofá quedará más a su gusto.<br />

—¡Vive usted muy bien, doña Chón!<br />

—Procuro no pasar trabajos...<br />

—¡Como en una iglesia!<br />

—¡Vaya, no sea masón, no se burle de mis santos!<br />

—¿Y en qué la puedo servir?...<br />

—Pero antes bébase su güisquey...<br />

—¡A su salud, pues!<br />

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