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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las<br />

mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre<br />

lisos y lamidos. Doña Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante<br />

tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no<br />

disgustar a las reinas. ¡Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres —protectores<br />

que las explotaban, amantes que las mordían— por hambre de ternura, de tener quién por<br />

ellas!<br />

También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban<br />

temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas<br />

aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas.<br />

Al mandado y no al retozo. Quince años. «Buenas noches.» «No me olvides.» Salían del burdel<br />

con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con<br />

esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban<br />

fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las<br />

estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.<br />

Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso,<br />

barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de<br />

almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía<br />

como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el<br />

sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El<br />

provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las<br />

mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento<br />

se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más<br />

silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista...<br />

La sala ardía a media noche. Hombres y mujeres se quemaban con la boca. Los besos,<br />

triquitraques lascivos de carne y de saliva, alternaban con los mordiscos, las confidencias con<br />

los golpes, las sonrisas con las risotadas y los taponazos de champán con los taponazos de<br />

plomo cuando había valientes.<br />

—¡Ésta es media vida! —decía un viejo acodado a una mesa, con los ojos bailarines, los<br />

pies inquietos y en la frente un haz de venas que le saltaban enardecidas.<br />

Y cada vez más entusiasmado, preguntaba a un compañero de juerga:<br />

—¿Me podré ir con aquella mujer que está allá?...<br />

—Sí, hombre, si para eso son...<br />

—¿Y aquélla que está junto a ésa?... ¡Ésa me gusta más!<br />

—Pues con ésa también.<br />

Una morena que por coquetería llevaba los pies desnudos, atravesó la sala.<br />

—¿Y con ésa que va allí?<br />

—¿Cuál? ¿La mulatísima?...<br />

—¿Cómo se llama?<br />

—Adelaida, y le dicen la Marrana. Pero no te fijes en ella, porque está con el mayor<br />

Farfán. Creo que es su casera.<br />

—¡Marrana, cómo lo acaricia! —observó el viejo en voz baja.<br />

La cocota embriagaba a Farfán con sus artes de serpiente, acercándole los filtros<br />

embrujadores de sus ojos, más hermosos que nunca bajo la acción de la belladona; el<br />

cansancio de sus labios pulposos —besaba con la lengua como pegando sellos— y el peso de<br />

sus senos tibios y del vientre combo.<br />

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