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Martha Chapa - Revista EL BUHO

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78<br />

El Búho<br />

MARCO AUR<strong>EL</strong>IO CARBALLO<br />

Chavos de hoy<br />

Pechos: La mujer con su aire a lo Sofía Loren y<br />

sus dos hijos tomaron asiento en la sala de espera<br />

del aeropuerto. Ojos claros, tez aduraznada y<br />

pantorrillas de concurso. Ella abrió el celular. Su hijo adolescente<br />

su minicompu y el niño un iPad. El torso de una<br />

mujer apareció en la pantalla del iPad. Un recién nacido<br />

estaba en su regazo. Entonces, de la blusa, brotó un<br />

pecho rotundo y una mano de largos dedos delicados y de<br />

uñas manicuradas lo manipuló y lo encajó en la diminuta<br />

húmeda boca desdentada del nene, ahora de unos siete<br />

años. Algo así como nostálgico, el chamaco se veía a sí<br />

mismo en la pantalla, abstraído en esa avidez alimenticia<br />

de todo ser humano con la suerte de tener madre tan<br />

sana y tan bien dotada, y un iPad.<br />

Traseros: En la calle solitaria, caminando rumbo al<br />

oeste, vio a la pareja en espera del micro o del camión,<br />

procedente del Este. Era medio día pero el ciclón “Arlene”<br />

había nublado el DF. Feldespato llevaba lentes oscuros por<br />

prescripción médica. También escuchaba un noticiario<br />

en su iPod. La mujer era morena de gafas graduadas, baja<br />

de estatura y obesa y el joven, albino, también con gafas<br />

de miope. La abrazaba de la cintura y el contacto semejaba<br />

el “perreo” musical.<br />

Al pasar junto a ellos, escuchó una sonora y húmeda<br />

trompetilla. La mujer rompió en carcajadas. Pero ¿qué<br />

diablos?..., se dijo Feldespato. Conocía a los albinos desde<br />

su niñez allá en la costa de la selva. Los veía caminar casi<br />

a tientas y parpadear bajo el sol rajabanquetas. Era por<br />

falta de melanina en el organismo, sabía, y hereditario.<br />

Siempre le despertaron sentimientos de compasión.<br />

Así que se volvió a ver por encima del hombro.<br />

La pareja seguía de cara al Este y con el trasero hacia<br />

el Oeste. ¿Confiaba el albino en que no oirían su pedorreta<br />

porque Feldespato iba escuchando cualquier cosa?<br />

Llevaba encajado sólo un audífono. Podía volver sobre<br />

sus pasos y asestarle un puntapié al trasero, pero ¿y si<br />

tumbaba de paso a la mujer? ¿Se lo merecía ella?<br />

Feldespato se encogió de hombros. También entre<br />

albinos hay zafios, se dijo. Era como todo enamorado<br />

mamón. Están con su querida, le había dicho alguna vez<br />

el capitán Quintero, y me truenan los dedos y ordenan<br />

como si yo fuera el garrotero y no el capitán. Para entonces<br />

Feldespato iba a una cuadra y se felicitó de no haber<br />

encajado la puntera de su zapato en culo tan blanco.<br />

El otro arco del triunfo<br />

Como si alguien se la fuera a ganar o fuera su manera<br />

de separarla, el cliente llegó hasta la mesa vacía del restaurante<br />

de plástico y arrojó encima una bolsa de la tienda<br />

tamaño revista. El tenedor saltó por los aires. El tipo vio a<br />

diestro y siniestro. Nadie se había dado cuenta al parecer.<br />

Era un setentón de traje gris y de corbata a rayas.<br />

Zapatos cafés bostonianos. Gafas de piloto aviador. En<br />

la mano izquierda llevaba tres anillos diversos. Alto,<br />

flaco, moreno. Cabello entrecano casi a rape. Se quitó<br />

las gafas pero no las arrojó sino las plegó y colocó sobre<br />

la mesa. Un caballero originario como de Paso de Macho,<br />

Veracruz. Pero actuaba como doble de Barack Obama.<br />

Cuando la mesera se acercó, él le dijo quiero café…<br />

¡rápido!, porque tengo prisa. Enseguida le sonrió. La

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