Martha Chapa - Revista EL BUHO
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El Búho<br />
MARCO AUR<strong>EL</strong>IO CARBALLO<br />
Chavos de hoy<br />
Pechos: La mujer con su aire a lo Sofía Loren y<br />
sus dos hijos tomaron asiento en la sala de espera<br />
del aeropuerto. Ojos claros, tez aduraznada y<br />
pantorrillas de concurso. Ella abrió el celular. Su hijo adolescente<br />
su minicompu y el niño un iPad. El torso de una<br />
mujer apareció en la pantalla del iPad. Un recién nacido<br />
estaba en su regazo. Entonces, de la blusa, brotó un<br />
pecho rotundo y una mano de largos dedos delicados y de<br />
uñas manicuradas lo manipuló y lo encajó en la diminuta<br />
húmeda boca desdentada del nene, ahora de unos siete<br />
años. Algo así como nostálgico, el chamaco se veía a sí<br />
mismo en la pantalla, abstraído en esa avidez alimenticia<br />
de todo ser humano con la suerte de tener madre tan<br />
sana y tan bien dotada, y un iPad.<br />
Traseros: En la calle solitaria, caminando rumbo al<br />
oeste, vio a la pareja en espera del micro o del camión,<br />
procedente del Este. Era medio día pero el ciclón “Arlene”<br />
había nublado el DF. Feldespato llevaba lentes oscuros por<br />
prescripción médica. También escuchaba un noticiario<br />
en su iPod. La mujer era morena de gafas graduadas, baja<br />
de estatura y obesa y el joven, albino, también con gafas<br />
de miope. La abrazaba de la cintura y el contacto semejaba<br />
el “perreo” musical.<br />
Al pasar junto a ellos, escuchó una sonora y húmeda<br />
trompetilla. La mujer rompió en carcajadas. Pero ¿qué<br />
diablos?..., se dijo Feldespato. Conocía a los albinos desde<br />
su niñez allá en la costa de la selva. Los veía caminar casi<br />
a tientas y parpadear bajo el sol rajabanquetas. Era por<br />
falta de melanina en el organismo, sabía, y hereditario.<br />
Siempre le despertaron sentimientos de compasión.<br />
Así que se volvió a ver por encima del hombro.<br />
La pareja seguía de cara al Este y con el trasero hacia<br />
el Oeste. ¿Confiaba el albino en que no oirían su pedorreta<br />
porque Feldespato iba escuchando cualquier cosa?<br />
Llevaba encajado sólo un audífono. Podía volver sobre<br />
sus pasos y asestarle un puntapié al trasero, pero ¿y si<br />
tumbaba de paso a la mujer? ¿Se lo merecía ella?<br />
Feldespato se encogió de hombros. También entre<br />
albinos hay zafios, se dijo. Era como todo enamorado<br />
mamón. Están con su querida, le había dicho alguna vez<br />
el capitán Quintero, y me truenan los dedos y ordenan<br />
como si yo fuera el garrotero y no el capitán. Para entonces<br />
Feldespato iba a una cuadra y se felicitó de no haber<br />
encajado la puntera de su zapato en culo tan blanco.<br />
El otro arco del triunfo<br />
Como si alguien se la fuera a ganar o fuera su manera<br />
de separarla, el cliente llegó hasta la mesa vacía del restaurante<br />
de plástico y arrojó encima una bolsa de la tienda<br />
tamaño revista. El tenedor saltó por los aires. El tipo vio a<br />
diestro y siniestro. Nadie se había dado cuenta al parecer.<br />
Era un setentón de traje gris y de corbata a rayas.<br />
Zapatos cafés bostonianos. Gafas de piloto aviador. En<br />
la mano izquierda llevaba tres anillos diversos. Alto,<br />
flaco, moreno. Cabello entrecano casi a rape. Se quitó<br />
las gafas pero no las arrojó sino las plegó y colocó sobre<br />
la mesa. Un caballero originario como de Paso de Macho,<br />
Veracruz. Pero actuaba como doble de Barack Obama.<br />
Cuando la mesera se acercó, él le dijo quiero café…<br />
¡rápido!, porque tengo prisa. Enseguida le sonrió. La