oct.-dic. 1967 - Publicaciones Periódicas del Uruguay
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Herido, molido, contuso de golpes y picado de espinos, aquí estoy, todavía<br />
más lejos de mi destino, más desamparado que nunca. Me angustio<br />
y estoy a pique de llorar alto. ¡Dios de todos! Oh... Diablos y diabIas...<br />
Oh...<br />
En esto, me callé.<br />
Pero, entonces, otra vez llegó la orden, el grito compañero:<br />
-«Aguanta el lance, Izé... »<br />
y, justo, no sé por qué artes y partes. Aurisio Manquitola, un lejano<br />
Aurisio Manquitola, blandiendo enorme hoz, gritó también:<br />
-«¡Te conjuro! ¡Te conjuro! ... »<br />
Desvarío. " Desvarío... y, pronto, sin pensar, me puse a rezar la<br />
oración-salvaje de San Marcos. Mi voz cambió de sonido, lo recuerdo, al<br />
proferir las palabras, las blasfemias, que yo sabía de memoria. Me creció<br />
un deseo loco de derribar, de aplastar, destruir... Y entonces fue sólo<br />
el enloquecimiento y el atontamiento, unidos a un pavor creciente. Corrí.<br />
A veces, sabía que estaba corriendo. A veces, me paraba, y mi jadeo<br />
me parecía el rebufe de una gran fiera que se hubiese estacado junto a mí.<br />
y un horror extraño me erizaba piel y pelos. La amenaza, el peligro,<br />
yo los palpaba, casi. Había ojos malos espiándome. Árboles saliendo de<br />
detrás de otros árboles y tomándome la <strong>del</strong>antera. Y yo corría.<br />
Pero, en un momento, cesó el bosque. Un caballero galopó, acullá, y<br />
el retiñir de las herraduras en las piedras fue un tono de alivio.<br />
Gruñidos de puercos. Los puercos de Juan Mangoló. ¡Juan Mangoló!<br />
-¡Toma, demonio!, di un puñetazo al aire, con formidable intención.<br />
Porque la amenaza procedía de la casa de Mangoló. Mi furia me<br />
empujaba hacia la casa de Mangoló. ¡Quería, tenía que exterminar a Juan<br />
Mangoló...!<br />
Salté, sin tener necesidad de ver el camino. Me di, tropecé contra la<br />
puerta. Entré. Había mujeres consultantes, y gritaron. Y oí luego al hechicero,<br />
que gimió, lloriqueando:<br />
-¡Espere, por el amor de Dios, señó! ¡No me mata!<br />
Me fui encima de la voz. Corrió él. Rodamos juntos, hacia el fondo de<br />
la cabaña. Pero, cuando ya le estaba estrangulando, clareó todo, de sopetón.<br />
¡Luz! Luz tan fuerte que cabeceé y se me aflojaron las piernas.<br />
Me precipité, sin embargo, para ver lo que el negro quería esconder<br />
detrás de la cajonera: un muñeco, bruja de paño, especie de exvoto, grosero<br />
manipanso.<br />
-¡Di sin mentirme lo que has hecho, demonio!, grité aplicándole un<br />
trompazo.<br />
-Por el amor de Dios, señó... Fue una broma... Cosí el retrato,<br />
pa'explicale a usté... .<br />
-¡¿y qué más?!-. Otro bofetón, y Mangoló retrocedió hasta la pared<br />
y volvió <strong>del</strong> viaje, con movimientos de rotación y traslación alrededor <strong>del</strong><br />
sol, <strong>del</strong> cual recibe luz y calor.<br />
-No he querido matá, no he querido ofendé... He atao sólo esta<br />
tirita de tela negra a las vistas <strong>del</strong> retrato, p' qu'el senó pase unos<br />
ratos sin podé divisá. .. Ojo que tiene que quedá cerrao, pa no tené que<br />
vé al negro feo ...<br />
Había mucha maldad mansa en el payé apaleado y la rabia se me<br />
había p::rsado casi por completo, tan glorioso me hallaba. Así, me pareció<br />
magnánimo llegar a un acuerdo y, con decencia, desplegué la bandera<br />
blanca: un billete de diez mil reis.<br />
-Mira, Mangoló: ya has visto que no consigues nada contra mí, por-<br />
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