Nº 1-2 (nov. 1953) - Publicaciones Periódicas del Uruguay

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misma, la expresron vrvisuna de una amorosidad contagiosa. Al salir de una de esas gripes o dengues o trancazos, que entonces se decía, con esa voluptuosa dejadez suavísima, delicadísima, de las convalecencias, era cuando, sin saber lo que aquello significase, me sentía enteramente preso en el hechizo de la voz, de los ojos, de todo el movimiento rítmico, acompasado y como trascendido de algo sobrenaturalmente animal, irresistible, melodioso, delicioso, del encanto femenino y francés de Carmencita. ¿Pensaría, soñaría, con los gamos corredores, entrevistos casi sobrenaturalmente en sus fugitivas apariciones ilusorias del Pardo o la Casa de Campo? Creo ahora, al recordarlo, que era una tradición de siglos de jardinería racional del alma por los sentidos, de cultivo místico de las sensaciones, los que le daban a esta burguesita francesa tan exquisita resonancia. Fué al salir de una de aquellas rápidas convalecencias, tras breves días de fiebre, cargados de la repetición en mis oídos de ritmos obsesionantes; y alucinado, por las noches, con raras imágenes fantasmales y figuraciones móviles que veía aparecer y desaparecer en las paredes, cuando empecé a darme cuenta, sin atreverme a preguntarlo nunca, de la ausencia definitiva de Gloria y Mailín. Parecía como si Carmencita lo hubiese sentido -nada menos probable- y pusiese toda su encantadora presencia femenina ante mí para hacerme olvidarlas. JII. La virtud mágica del recuerdo puede engañarnos fácilmente si no la manejamos con cautela. Porque las imágenes y figuraciones que nos evoca, tienden a precipitarse por salir a luz, unas antes que otras, para hacerse reconocer por la conciencia. Y lo que es más grave, suelen interceptar el paso a las sensaciones de que nacieron, o con las que nacieron, evocando un mundo de imaginativas complejidades aparentes, entre las cuales se desliza, como un gusanillo corruptor de esas mismas sensaciones e imágenes evocadas, la sutileza enredadora de nuestro juicio. De manera que, a veces, se sobreponen, con tiempos y espacios diferentes, las figuraciones del recuerdo, no por obedecer al encanto vivo con que las promueve el alma en nosotros, por la memoria, sino a esa especie de conceptuación prematura, de clarificación o cristalización racional que nos anuncia su presencia, como su paso fugitivo, por quedarse solo con su huella, con el vestigio imperceptible, fuera de esa misma conceptuación racional que digo de su paso: huella, vestigio mortal siempre para el poder ilusorio de los recuerdos. San Agustín, que fué tal vez el primero en descubrirle a la conciencia humana el poder creador, la poesía de este mecanismo espiritual, diríamos, de los recuerdos, de la memoria, nos trazó, con palabra 62 poética imborrable, la pauta dominadora, por la voluntad, para nuestra conciencia, en esta peligrosa aventura de volver atrás, contra sí misma, f?rzando expresamente al alma, para que lo haga, nuestra propia experiencia temporal, pasajera, momentánea de la vida. Yo puedo decir que de lo primero que empecé a desconfiar, desde mi infancia, fué de la inestabilidad huidiza de mi propia experiencia viva. De modo que empecé a sufrir, desde muy niño, creo, desde que amanecía el albor primero de la conciencia en mí, no de la idea de la muerte, como podría hacérmelo creer ahora una tendenciosa razón, antipática juzgadora de mis propios actos, sino de la aguda, sutil percepción vivísima, y tan dolorosa como placentera, como gozosamente insinuante, tan triste como alegre, -aumentándose en su pena y en su alegría con ritmo igual, por contradictorio, y recíprocamente corroborativo de su movimiento,- de esa inconsistencia fundamental de lo permanente. Sufría y gozaba, al mismo tiempo, digo, de sentir, de pensar, conmovido, de soñar, en un solo momento, en un solo instante pasajero, la venturosa impresión del mundo de amor que me rodeaba: casa, padres, hermanos... y, con ellos, de todas las cosas: desde ~l pequeño rincón del cuarto más íntimo de la casa, del animal amigo, del Juguete, de las personas, o las plantas... y aún del lecho en que acurrucarme para dormir, soñando antes de hacerlo, hasta la inmensidad abierta de los cielos, las nubes, las estrellas, las lluvias, los vientos... poniendo, entre todos esos mundos maravillosos y el interior, secreto, invisible del mío, una continuidad ininterrumpida de sensaciones o sentimientos, nuevos cada vez, cada día, cada noche. .. y, sin embargo, unidos, reunidos, por el hilo, imperceptible, sutilísimo, pero firme, irrompible, poderoso, más poderoso por su misma pasibilidad y variabilidad, temporal, sucesiva, del alma, que los iba tejiendo, diría, como una vestidura de sueños tan reales alrededor mío. Soñar era vivir: y no al contrario. El sueño era mi vida. Pero por que ese sueño -aquel sueño- o sueños, eran, para mí, la realidad misma; pues nunca, nunca, me parece recordar, que yo separase, en mi infancia, toda esa, que dizo experiencia iluminada mázica ~ '-' , b , misteriosa de mis mundos imaginarios, de la viva, real, material percepción soñadora que los promovía. * * * El recuerdo de algunas habitaciones de mi casa localiza diversas evocaciones de tiempo, que no puedo precisar del todo, pero que, por su lejana resonancia, me parece que tienen sus raicillas en las más distantes imágenes de mi niñez. Así el cuarto de la plancha, que decíamos solamente de plancha} al lado de la cocina, donde desayunábamos los niños y las 63

criadas: donde, por las tardes y algunas noches invernales, empe:é a oír, leídos por una de mis hermanas mayores los cuentos de Las mzl y Ulla noches. También allá leían las criadas sus novelas en voz alta. Gener.almente eran lecturas de folletín, novelas por entregas. Recuerdo muy bien haber oído la lectura de El Jorobado,' por que la estocada de Nevers y Lagardere, son nombres que no se borraron de mi me~oria d:sde .entonces. En el cuarto de plancha, además, oía contar a las criadas historias reales o cuentos fantásticos de los pueblos de donde venían. Estas cosas, como su diálogo, con sus diferencias de tonos y de acentos, se~, la región de España de la que llegaban, creo que fueron educando .mI oído -dada ~a profunda atención de mi silencio infantil- en una rrqueza de lenguaje español, a la que debo, más, tal vez, que a mis devora.doras .lecturas posteriores de adolescente, la formación imaginativa de mi propio vocabulario parabolero. Un cierto gusto, diré que bar:oco.' por las palabras, y por sus infinitas posibilidades de expresión imaginativa, po~ su enorme poder de evocación fantástica, creo que lo debo al contacto VIV~ de aquel lenguaje popular que escuchaba, de niño, oyend~ la charla ma~otable, como fuente viva de figuraciones y sentidos poéticos, de las ~uJeres de los pueblos, que venían a servir a Madrid, desde todos los rincones de España: gallegas, asturianas, vascas, levantinas, caste~lanas,.andaluzas.. ', Así se enriquecía nuestra tradición malagueña propia -dIgo la d~ mi casa andaluza- con todas aquellas aportaciones vivas de lenguaje y creación imaginativa de todas las vertientes populares de España. Al ~tro lado del cuarto de plancha, pasando la cocina, comenzaba un pasillo larguísimo, que llamábamos pasillo falso, creo que por la costumbr~ ~e llamar puerta falsa a la que daba a una escalera interior para el serVICIO, o servicios, de la casa, a la que se llamaba escalera falsa. La otra escalera y su puerta correspondiente se llamaban pl'irzcipal. Aquel pasillo fals,o era el terror nocturno de nuestras figuraciones infantiles. Nunca nos arreviamos a lanzarnos solos por su semioscuridad inquietante. Siemp:e lo h~cíamos, por lo menos, dos juntos, y cogidos de la mano. ~uando hacia la mitad uno de los dos se soltaba y salía corriendo para dejar al otro solo, el que se quedaba, si no le seguía corriendo a su vez, optaba por volverse. atr~s, a veces casi lloriqueando de miedo. A ese pasillo falso daba~ las hablta~lOnes de las criadas, y a su mitad, tenía una ventanita que ahría a los patlOs ~e las casas vecinas: por ella curioseábamos de niño, aquellos mundos mas lejanos de la casa o casas de al lado, que, por aquel ojo de patio, eran las de enfrente. Recuerdo como se entablaban relaciones infantile.s ~e ve~tana a ventana con los vecinos más distantes. Recuerdo a dos vecirutas lejanas a las que llamábamos las del gato, porque siempre andaban con ~l a cuestas, asomándolo para que lo viésemos a aquella ventana del patIo. o a los balcones, más distantes, que daban a la plaza de la Independencia. 64 Las del gato, supe más tarde, que eran las hijas del novelista PALACIOS V ALDÉS, que allá vivía, y aún creo que vivió hasta su muerte. El cuarto en que dormíamos de niños, uno de mis hermanos y yo, abría, por un lado, al final de aquél pasillo falso, frente al cuarto que decíamos trinchero, y que comunicaba, por una ventanita de torno, con el comedor. La comida tenía que hacer todo aquél recorrido larguísimo, desde la cocina, para llegar hasta el cuarto trinchero,' por lo que, a las horas de almorzar y cenar, todo el mundo debía estar en el comedor, dejando libre el tránsito del largo pasillo. También por él tenían que venir las criadas para abrir la puerta principal de la casa, muy cerca ya del cuarto en que yo entonces dormía. No sé si por esto de hallarme situado entre las dos puertas, oyendo sus llamadas, que en la falsa me acuerdo que sonaba con una campanilla y en la principal con un timbre, le tenía yo miedo a los ladrones. De noche sólo, naturalmente. Nunca tuve miedo de fantasmas. Mejor diría que a lo que yo tenía miedo era a una especie de ladrones fantasmales. Aquel cuartito donde yo dormía con mi hermano, daba por una doble puerta de cristales, opacada con vidrio empapelado de color crema y con cortina azul, o verde oscura, con la habitación donde dormían Mademoiselle Rachel y Antoñica, Estas dos figuras de mi infancia son inolvidables para mí. Mademoiselle Rachel Radix era nuestra profesora de todo. Era francesa, del sur, creo que del Garona, aunque su francés, que nos enseñaba al mismo tiempo que el español, era correctísimo. Tenía como treinta años, me parece, cuando yo tenía seis o siete. Siempre conservó esa misma edad, por otra parte indefinible, de soltera, algo histérica, delgada, feucha, pero buena y cariñosa con nosotros, por lo que todos la queríamos. Tenía, de cuando en cuando, ataques de nervios, que, a lo mejor, le daban en mitad de la clase, con regocijo nuestro, aunque la atendíamos enseguida, y mimábamos para que se le pasase. Empezaba con una gran risa, luego hacía como unos hipidos suspirantes, dando grititos, hasta que rompía a llorar y se le pasaba. Entonces decía que le dolía mucho la cabeza y se untaba las sienes con un pomito blanco, que nunca supe si era algún medicamento o una piedrecita tocada a la gruta de Lourdes. Casi siempre se iba a acostar, con lo que nosotros teníamos esa vacación imprevista. Llegaba a la mesa muy pálida, y mis padres, que la querían mucho, la atendían, preguntándole como estaba, y, a veces, mi padre gastándole alguna broma cariñosa. Antoñica era una vieja costurera de casa que había visto nacer a mi madre y nunca se había separado de ella. Había perdido la cuenta de sus años propios, y mi madre tampoco la sabía. Hasta que murió (y tenía yo entonces más de veinte años) no se separó de nosotros. Era una andaluza, creo que de Antequera, como mi madre. Hacía de todo en casa: cosía, nos cuidaba de niños, dirigía a las criadas como un ama de llaves. Me quería muchísimo y yo a ella. Creo que ha sido una de 65

criadas: donde, por las tardes y algunas noches invernales, empe:é a oír,<br />

leídos por una de mis hermanas mayores los cuentos de Las mzl y Ulla<br />

noches. También allá leían las criadas sus <strong>nov</strong>elas en voz alta. Gener.almente<br />

eran lecturas de folletín, <strong>nov</strong>elas por entregas. Recuerdo muy bien<br />

haber oído la lectura de El Jorobado,' por que la estocada de Nevers y<br />

Lagardere, son nombres que no se borraron de mi me~oria d:sde .entonces.<br />

En el cuarto de plancha, además, oía contar a las criadas historias reales<br />

o cuentos fantásticos de los pueblos de donde venían. Estas cosas, como<br />

su diálogo, con sus diferencias de tonos y de acentos, se~, la región de<br />

España de la que llegaban, creo que fueron educando .mI oído -dada ~a<br />

profunda atención de mi silencio infantil- en una rrqueza de lenguaje<br />

español, a la que debo, más, tal vez, que a mis devora.doras .lecturas<br />

posteriores de adolescente, la formación imaginativa de mi propio vocabulario<br />

parabolero. Un cierto gusto, diré que bar:oco.' por las palabras,<br />

y por sus infinitas posibilidades de expresión imaginativa, po~ su enorme<br />

poder de evocación fantástica, creo que lo debo al contacto VIV~ de aquel<br />

lenguaje popular que escuchaba, de niño, oyend~ la charla ma~otable,<br />

como fuente viva de figuraciones y sentidos poéticos, de las ~uJeres de<br />

los pueblos, que venían a servir a Madrid, desde todos los rincones de<br />

España: gallegas, asturianas, vascas, levantinas, caste~lanas,.andaluzas.. ',<br />

Así se enriquecía nuestra tradición malagueña propia -dIgo la d~ mi<br />

casa andaluza- con todas aquellas aportaciones vivas de lenguaje y<br />

creación imaginativa de todas las vertientes populares de España. Al ~tro<br />

lado <strong>del</strong> cuarto de plancha, pasando la cocina, comenzaba un pasillo<br />

larguísimo, que llamábamos pasillo falso, creo que por la costumbr~ ~e<br />

llamar puerta falsa a la que daba a una escalera interior para el serVICIO,<br />

o servicios, de la casa, a la que se llamaba escalera falsa. La otra escalera<br />

y su puerta correspondiente se llamaban pl'irzcipal. Aquel pasillo fals,o era<br />

el terror nocturno de nuestras figuraciones infantiles. Nunca nos arreviamos<br />

a lanzarnos solos por su semioscuridad inquietante. Siemp:e lo h~cíamos,<br />

por lo menos, dos juntos, y cogidos de la mano. ~uando hacia la mitad uno<br />

de los dos se soltaba y salía corriendo para dejar al otro solo, el que se<br />

quedaba, si no le seguía corriendo a su vez, optaba por volverse. atr~s, a<br />

veces casi lloriqueando de miedo. A ese pasillo falso daba~ las hablta~lOnes<br />

de las criadas, y a su mitad, tenía una ventanita que ahría a los patlOs ~e<br />

las casas vecinas: por ella curioseábamos de niño, aquellos mundos mas<br />

lejanos de la casa o casas de al lado, que, por aquel ojo de patio, eran las<br />

de enfrente. Recuerdo como se entablaban relaciones infantile.s ~e ve~tana<br />

a ventana con los vecinos más distantes. Recuerdo a dos vecirutas lejanas<br />

a las que llamábamos las <strong>del</strong> gato, porque siempre andaban con ~l a<br />

cuestas, asomándolo para que lo viésemos a aquella ventana <strong>del</strong> patIo. o<br />

a los balcones, más distantes, que daban a la plaza de la Independencia.<br />

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Las <strong>del</strong> gato, supe más tarde, que eran las hijas <strong>del</strong> <strong>nov</strong>elista PALACIOS<br />

V ALDÉS, que allá vivía, y aún creo que vivió hasta su muerte. El cuarto<br />

en que dormíamos de niños, uno de mis hermanos y yo, abría, por un lado,<br />

al final de aquél pasillo falso, frente al cuarto que decíamos trinchero, y<br />

que comunicaba, por una ventanita de torno, con el comedor. La comida<br />

tenía que hacer todo aquél recorrido larguísimo, desde la cocina, para<br />

llegar hasta el cuarto trinchero,' por lo que, a las horas de almorzar y<br />

cenar, todo el mundo debía estar en el comedor, dejando libre el tránsito<br />

<strong>del</strong> largo pasillo. También por él tenían que venir las criadas para abrir<br />

la puerta principal de la casa, muy cerca ya <strong>del</strong> cuarto en que yo entonces<br />

dormía. No sé si por esto de hallarme situado entre las dos puertas, oyendo<br />

sus llamadas, que en la falsa me acuerdo que sonaba con una campanilla<br />

y en la principal con un timbre, le tenía yo miedo a los ladrones. De noche<br />

sólo, naturalmente. Nunca tuve miedo de fantasmas. Mejor diría que a lo<br />

que yo tenía miedo era a una especie de ladrones fantasmales. Aquel cuartito<br />

donde yo dormía con mi hermano, daba por una doble puerta de cristales,<br />

opacada con vidrio empapelado de color crema y con cortina azul, o<br />

verde oscura, con la habitación donde dormían Mademoiselle Rachel y<br />

Antoñica, Estas dos figuras de mi infancia son inolvidables para mí.<br />

Mademoiselle Rachel Radix era nuestra profesora de todo. Era francesa,<br />

<strong>del</strong> sur, creo que <strong>del</strong> Garona, aunque su francés, que nos enseñaba al<br />

mismo tiempo que el español, era correctísimo. Tenía como treinta años,<br />

me parece, cuando yo tenía seis o siete. Siempre conservó esa misma edad,<br />

por otra parte indefinible, de soltera, algo histérica, <strong>del</strong>gada, feucha, pero<br />

buena y cariñosa con nosotros, por lo que todos la queríamos. Tenía, de<br />

cuando en cuando, ataques de nervios, que, a lo mejor, le daban en mitad<br />

de la clase, con regocijo nuestro, aunque la atendíamos enseguida, y<br />

mimábamos para que se le pasase. Empezaba con una gran risa, luego<br />

hacía como unos hipidos suspirantes, dando grititos, hasta que rompía a<br />

llorar y se le pasaba. Entonces decía que le dolía mucho la cabeza y se<br />

untaba las sienes con un pomito blanco, que nunca supe si era algún<br />

medicamento o una piedrecita tocada a la gruta de Lourdes. Casi siempre<br />

se iba a acostar, con lo que nosotros teníamos esa vacación imprevista.<br />

Llegaba a la mesa muy pálida, y mis padres, que la querían mucho, la<br />

atendían, preguntándole como estaba, y, a veces, mi padre gastándole<br />

alguna broma cariñosa. Antoñica era una vieja costurera de casa que<br />

había visto nacer a mi madre y nunca se había separado de ella. Había<br />

perdido la cuenta de sus años propios, y mi madre tampoco la sabía. Hasta<br />

que murió (y tenía yo entonces más de veinte años) no se separó de<br />

nosotros. Era una andaluza, creo que de Antequera, como mi madre. Hacía<br />

de todo en casa: cosía, nos cuidaba de niños, dirigía a las criadas como un<br />

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