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Nº 1-2 (nov. 1953) - Publicaciones Periódicas del Uruguay

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sé por qué puedo evocar todavía, con tan clara impresión, la sorpresa que<br />

me causó, en una primera caída (al menos que yo la recuerde) la dureza<br />

<strong>del</strong> suelo. En todo mi cuerpo. Diré mejor, en la intimidad, inconfesable<br />

aún, de mis huesos, de mi esqueleto. ¡Y aquél romperse la máscara <strong>del</strong><br />

rostro, dejando correr, tan dolorosamente, su sangre! La quemadura atroz<br />

<strong>del</strong> árnica curadora. Una fea costra sangrienta, luego, pegada como una<br />

piel nueva y extraña a la carne viva, o que pugnaba debajo, por serlo,<br />

por vivir. Ver correr mi sangre no me dolía: ni perderla. Me dolía en el<br />

alma la dureza de aquél mundo exterior que me había causado ese daño:<br />

y en mi cuerpo, en mi piel, el sentirlo cuajarse, coagularse, sin lágrimas,<br />

pegajosamente, con su mentira superpuesta, como una máscara, a mis<br />

sentidos. Sufría -podría decir- de mi dolor por parecerme atrozmente<br />

y estúpidamente producido, injustamente producido. Miraba al suelo con<br />

espanto. Sintiendo en los labios una especie de abultamiento y escozor<br />

que me hacía apartar mis manos doloridas de aquel mismo suelo, aquella<br />

dura o endurecida tierra, que me hería, por eso mismo, una y otra vez,<br />

repetidas, como si me abofetease absurdamente el rostro, golpeándome<br />

en la <strong>del</strong>icadeza, más débil, de los labios -o de la lengua mordida entre<br />

los dientes-: sangre a flor de sí misma, a la que ni siquiera me atrevería,<br />

por tan sutil y trasparente, a llamar piel. Tal vez flor de piel. No puedo<br />

fijar con exactitud esta fecha. Sé que ya, desde entonces, (y debió de ser,<br />

probablemente, a los cinco, a los seis años... ) aprendí, o empecé a<br />

aprender, a conocerme, a sentirme a mí mismo como extrañísimo esqueleto<br />

vivo. Y creo que, desde entonces, se me están riendo los huesos por<br />

conocerlo, por sentirlo de tal manera. [Qué raro humor el mío de jugar<br />

conmigo mortalmente tan desde niño, en ese trance de sentirme, de<br />

conocerme, o reconocerme, y pensar mi vida, mi propia vida, como la de<br />

un esqueleto alegre, y diría, que, en cierto modo bailarín, muy contento de<br />

serlo! [Esquelero de sombra, de sueño: burlador <strong>del</strong> alma que lo crea!<br />

O que lo cree tan juguetonamente existente. ¡Esqueleto torero, ante la<br />

vida -o ante la muerte-, preso, vestido en la luz de esas vivas llamas<br />

encendidas por su pura, invisible burla! ¡Burla y pasión en mí, ya, desde<br />

niño, <strong>del</strong> hombre invisible! Porque "el hombre está muerto para el<br />

hombre" -leí en el Vico- "y solo está vivo para Dios".<br />

Desde mi a<strong>del</strong>gazada, esquelética infancia, memorable o memoralizable,<br />

me siento, o sentí, sin saberlo, esqueléticamente vivo para Dios. Como en<br />

una especie de disposición o predisposición natural, y sobrenatural, de<br />

resurrección permanente. Algo que me atrevería a llamar: caprichoso<br />

fervor, como el de la llama, por destruírme, quemándome, consumiéndome<br />

en todo. ¿Para poder resucitar? Desde mis recuerdos más remotos me gusta<br />

sentir el olor <strong>del</strong> humo mezclado con el sabor amargo de la ceniza, Y de<br />

lo que yo suponía, entonces, en mi boca, el sabor cálido de la sangre. ¿El<br />

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sabor de la vida? Ahora que me acuerdo, que todavía me acuerdo, puedo<br />

descifrar en ese gusto, un sabor mortal. Diría mejor, tal vez, temporal,<br />

pasajero. Como el de la flor de la hierba que dice el profeta: <strong>del</strong> olor de<br />

la hierba, fresca aún, antes de secarse, recién cortada. O el de las hojas, ya<br />

secas, muertas, empezando a pudrirse en los senderos de arena peinada,<br />

apenas humedecida por una lluvia primeriza <strong>del</strong> otoño, en el Retiro:<br />

rincones de parque sombrío o soleado, donde con más ahínco penetrante<br />

me duelen los primeros dolores esqueléticos de mi niñez: ¡Y con qué<br />

timidez inocente y precursora de un adolescer solitario: de una juvenil,<br />

orgullosa voluntad o voluntariedad, más bien querencia animal, pudorosa,<br />

temerosa, de estar solo! Entretanto, mis más lejanos recuerdos infantiles<br />

me cercan de suave ensoñación penumbrosa: de atardeceres en que se<br />

sumía toda mi ansiedad interrogante de niño, embriagándome hasta<br />

hacérseme dolorosa, de olores madrileños de acacia, aligustres y tierra<br />

húmeda. Después, más tarde, las primeras salidas al campo. .. Recuerdo<br />

primero de los pinares de la Moncloa; de los olorosos, intensamente<br />

olorosos aleares <strong>del</strong> Pardo; de los linderos, extremados en frontera suya,<br />

de la Casa de campo... tomillo, mejorana, zarza ardiente... con la<br />

nevada floración primaveral de las jaras... Y aún, aún, el recuerdo de<br />

mi esqueleto se afianza, como apretado, ceñido por mi piel, más que por<br />

mi carne, por el afán, sacudido de un deseo ágil, inquieto, huidero de sí,<br />

de mirar, de ver, las rápidas apariciones fugitivas de los ciervos <strong>del</strong> Pardo,<br />

siempre lejanos para mi ansia infantil de contemplarlos, de poseerlos como<br />

algo misterioso, maravilloso, milagroso; ciervos y paletos <strong>del</strong> Pardo:<br />

reducidas manadas muy rara vez vistas. En ese deseo, en ese afán,<br />

quería fijar el alma en el instante como en una eterna repetición,<br />

imprecisa, indecible, de su leve realidad de cuento.<br />

Mi esqueleto, desde aquí, y ahora, me parecería recordar que empezó<br />

por decirme: no eres más que un niño; ¿para qué querrás dejar de serlo?<br />

y acaso lo fuí: lo quise ser, por eso, tanto, hasta dejar de serlo, hasta dejar<br />

de podezlo ser; enmascarando ese deseo con la ilusión de una juventud<br />

silenciosa, sin voz, sin palabra que se atreviese a decirse a sí misma que,<br />

en efecto, lo era: una juventud temerosa, asustada de poder amar tanto;<br />

de amar tan temblorosamente hasta aquella misma tierra dura, sin cobijo<br />

de sueño, que me había hecho sentirme desde la niñez duro esqueleto de<br />

huesos doloridos. Como si debajo <strong>del</strong> suelo, invisible, perdido, sin raíz, aunque<br />

entre raíces de umbrosas arboledas, palpitara un divino corazón astral,<br />

sobrenatural, misterioso, al unísono con el mío, y en el que sintiera sin percibirlo<br />

materialmente con el sentido, con los sentidos, una palpitación espiritual<br />

<strong>del</strong> amor por la sangre. ¿La semilla <strong>del</strong> hombre muerto? ¿Cuál era el<br />

sabor de la sangre, el sabor de la vida, para aquel infantil fantasma,<br />

espectro, esqueleto, que nacía en mí, a la caricia de la luz, <strong>del</strong> aire, de una<br />

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