DESCARTE~ SPINOZA }T LEIBJ.!¡Z por FRANCISCO ROMERO REFLEXIONES Y CONFRONTACIONES eüN todas sus inflexiones, fluctuaciones y aun frecuentes desviaciones y parciales retrocesos, es visible en el proceso histórico un avance, una marcha hacia a<strong>del</strong>ante en la que el hombre paulatinamente se va haciendo consciente y dueño de su destino y va acomodando su vida individual y colectiva a sus necesidades y aspiraciones más profundas y permanentes. En esta marcha, corresponde a la filosofía la función de elaborar poco a poco una visión satisfactoria <strong>del</strong> conjunto, esto es, de abarcar cognoscitivamente la totalidad y de poner en claro al hombre sobre su propio ser y sentido. Todo el trajín histórico, en sus dimensiones principales, es un proceso de liberación; el hombre va venciendo en él las fuerzas que lo subyugan y lo someten a imposiciones extrañas a su índole fundamental, fuerzas que operan unas desde el exterior, desde su contorno físico, y otras en su interior mismo, como impulsos que contradicen aquel ser suyo más auténtico y esencial, que sale lentamente a luz en la medida en que descubre en él lo humano y se encuentra a sí mismo. La filosofía constituye la instancia intelectual suprema en esta faena capital, porque, por un lado, se aplica directamente a la comprensión de la realidad, y, por otro, organiza y valora todas las demás tentativas de orden intelectual mediante las cuales ejerce el hombre su gobierno material y espiritual sobre las cosas y los seres <strong>del</strong> mundo. La historia de la filosofía no registra, por lo tanto, una mera serie de opiniones sobre el conjunto, una abigarrada 35
sucesión de esquemas mentales, sino que se inserta en la total historia humana como un esfuerzo persistente de aclaración y comprensión, que corona la múltiple tarea por la cual el hombre se hace dueño de la realidad y de sí mismo y se convierte en el palpitante corazón de cuanto existe, en la viva conciencia <strong>del</strong> universo. Por muchas razones, en este trabajo de largos siglos, reviste particular importancia el tramo denominado Edad Moderna, en el cual, tras la etapa medieval, en que el libre ejercicio de la inteligencia se halla trabado por el predominio de los intereses religiosos, la mente occidental busca configurar imágenes de 10 real que sólo respondan al propio perfil de las cosas, dejando de lado los mandatos exteriores de la autoridad y de la tradición. Las distintas secciones de la Edad Moderna, como es bien sabido, ofrecen cada una su especial cariz, su propia faz, que es al mismo tiempo una peculiar estructura interna y una determinada ocupación en el curso de la vida histórica. El Renacimiento, por la voz de sus más típicos representantes filosóficos, se rebela contra las consignas medievales, busca inspiraciones en la Antigüedad, propugna una visión unitaria y animista de la realidad, concibiéndola como traspasada de energías psíquicas y vitales, como una confluencia de 10 terreno y 10 divino, en la cual la belleza y la perfección son cualidades intrínsecas de las cosas, y no reflejos de una divinidad exterior al cosmos. Este panteísmo con ribetes de misticismo, que no desdeña la alianza con los seudosaberes <strong>del</strong> ocultismo y que se suele expresar en términos de exaltada poesía, es barrido por la represión, con frecuencia inmisericorde, de los poderes establecidos. Tras el brillante lapso renacentista, jalonado por los procesos y las hogueras inquisitoriales, la filosofía moderna casi tiene que comenzar de nuevo en el siglo XVII, con mayor cautela en sus relaciones con la sociedad <strong>del</strong> tiempo, y también con mayor rigor intelectual, asociada en a<strong>del</strong>ante a la flamante ciencia de raíz experimental y matemática que crece desde las demandas de BACON y los hallazgos de GALILEO y que se convierte desde entonces en una de las más ilustres empresas <strong>del</strong> hombre moderno. El sentido de esencial empeño histórico <strong>del</strong> pensamiento filosófico en la Edad Moderna se revela, entre otras condiciones suyas, en la colaboración en él, simultánea o sucesiva, de casi todos los pueblos europeos que forjan la civilización moderna. El aporte de Italia es sustancial en el Renacimiento. Los grupos nacionales que componen las Islas Británicas, con su propensión al realismo concreto y a la acción práctica, están representados por los ingleses BACON y LOCKE, por el irlandés BERKELEY, por el escocés HUME. No sólo se distinguen estos pensadores en configurar una doctrina empirista <strong>del</strong> conocimiento y una interpretación psicológica <strong>del</strong> hombre, sino que con sus sensatas impugnaciones contribuirán indirectamente a la depuración y transformación paulatina <strong>del</strong> racionalismo 36 continental, muchas veces poco atento a los dictados de la experiencia. Francia se hace presente con DESCARTES, PASCAL Y MALEBRANCHE. Alemania, que había preanunciado el Renacimiento con el Cardenal de Cusa, ofrece las figuras excelsas de LEIBNIZ y KANT. SPINOZA asume el doble papel de representar a Holanda, por su nativa Amsterdam, y a su prosapia judía, que no deja de imprimir una vibración en su pensamiento. Alrededor de estas personalidades sobresalientes, otras muchas confirman la activa colaboración de las diversas regiones europeas en la organización de la re<strong>nov</strong>ada concepción de las cosas y de la existencia humana. Se trata, pues, de una obra plural, que en el plano de las ideas repite la vasta cooperación que en el terreno de los hechos, <strong>del</strong> acontecer social y político, va construyendo el mundo nuevo, en el cual, desde los albores renacentistas, se" perfilan y cobran relieve cada vez más, con rasgos propios e inconfundibles, los complejos nacionales, aportando una variedad, una movilidad y una energía creadora que dan el tono a la época. Desde otro punto de vista, todavía es más perceptible la condición de gran faena histórica que asume el pensamiento moderno. Es fácil discernir en él tres grandes tramos bien diferentes, perfectamente acordes con las necesidades y aspiraciones de la conciencia colectiva en los respectivos momentos. El Renacimiento es la preparación de la filosofía moderna y la oposición militante contra el sistema medieval; movimiento de avanzada, emprendido en una especie de deslumbramiento ante los horizontes recién descubiertos, muchos esfuerzos se consumen en ensayar nuevas posturas y en arrojar semillas que unas veces se perderán, como en toda siembra generosa, y otras fructificarán en muy diversas sazones, hasta en muy remotas oportunidades. En el siglo XVII la modernidad se ha encontrado a sí misma, el programa de los nuevos tiempos se diseña con claridad, y ya no se usará pedir elementos en préstamo a la Antigüedad, porque la Edad Moderna ha hallado su propio camino. Es la ocasión de la sosegada elaboración <strong>del</strong> sistema moderno, llevada a<strong>del</strong>ante con una hermandad de la ciencia con la filosofía que pocas veces se desmentirá en las personalidades de más fuste. En esta laboriosa gestación, es habitual que el filósofo se hurte a la publicidad para defender su autonomía espiritual y también para hallar el clima adecuado a sus difíciles especulaciones. En el siglo XVIII el panorama cambia. El sistema nuevo, en sus grandes bases, está constituído, y las ideas quieren salir a la calle; el pensamiento no quiere permanecer encerrado en sí mismo, sino que aspira a inspirar la vida, a derramar su influjo por todas partes, a transformar el mundo de acuerdo con sus pautas. De aquí la especial índole de muchos de los más significativos pensadores <strong>del</strong> siglo, un LESSING, un VOLTAIRE, un DIDEROT, hombres lanzados a la acción político-ideológica, mezclados a las grandes polémicas <strong>del</strong> tiempo, bien distintos por cierto de los pensa- 37
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