80 LIBROS Y AUTORES de proyectar épicamente la historia que contemplaba Miguel Vera enancándola en una alucinada pasión paraguaya y jalonada toda ella por episodios violentos, tensos, aquí no hay !JO solo I:b1SAtS Ell:l:7 no maneje una cuota&rte de horror y crueldaW Desde el breve y pulido relato que da título al vcflumen (donde un asesino, que va arrastrando el cuerpo de su víctima por un terreno baldío en una noche cargada de presagios tormentosos, encuentra un niño abandonado y sucumbe a su llanto) hasta el cuento que lo cierra, «El pájaro mosca», ~ el libro hay un tono de violencia indeterminada, de goípes crueles dirigidos a la parte baja <strong>del</strong> hombre, á-1a"s implacables flaquezas descritas con piedad -sí, es cierto-, pero sin tono catequistico o morjIlzador alguno .,apenas para demostrar, una vez m5 la ambiaÜedad de la conducta humana, lo-ttr=trcBes que son los laberintos <strong>del</strong> hombre. Constante, afinada como nunca basta ahora, presente siempre en sus obras y que Roa Bastos ha explicitado al calific'arla en un coloquio latinoamericano de escritores de dimensión agudamente dramática, en lucha con 'nSs enigmas centrales <strong>del</strong> indiViduo, c:on rca6tica y oscura condiciÓn humana. pero tambien en lucha con la naturaleza fisica y con las f'ller"zas <strong>del</strong> mundo inhumano de las alienaciones; esta dimenSión dramática trágica de la condicióll. enclal <strong>del</strong> hombre con!emPAráneo es, ,Ja.Que_ ñi':>dula en el repertorio de' la narrativa de las úl ,.-... . , timas décadas los temas y problemas más signifi ~. y lo más importante es que Roa Bastos no la definía entonces sólo para si: hablaba de una aspiración que ha roto fronteras y que ya tiene en América Latina a muchos escritores empeñados en su difícil logro. El baldio no es más que un escalón en este desarrollo, pero como todo escalón, es también ineludible. O Los hijos de Barnabooth La cámara <strong>del</strong> novelista -¿se trata de un «nouveau roman»?- se acerca lentamente a una isla, penetra entre rocas que caen a pico en el agua, sigue un sendero abrupto hasta una llanura discretamente verde, cuenta ocho gradas, cincuenta metros de jardin, traspasa el umbral de una casa de estBo colonial, atraviesa el vestíbulo: en el gran salón rectangular, luego de rozar algunos objetos, se detiene por primera vez en primer plano sobre ..un libro encuadernado en gamuza marrón -una edición, acaso la primera, de A. O. Barnabooth de Valery Larbaud, París, Nouvelle Revue Francaise, 1913». Héctor Bianciotti atribuye de esta manera un antepasado a los personajes de su novela Los desiertos dorados (1). Es el mismo grupo de eternos exilados para quienes «la patria es el mundo entero» y cuyo exilio se halla acentuado dada la exigüidad de la pequeña isla <strong>del</strong> Pacífico en la que pasan juntos un verano. Pero si Paul Bourget escuchaba seriamente hablar a sus «cosmopolites», si Barrés admiraba y reprobaba a la vez a sus «déracinés», si el mismo Larbaud se identifica con su millonario esteta suramericano, Bianciotti sabe que cualquier conversación, la más «inteligente.., está hecha de clisés más o menos sofisticados que encubren otros conflictos, más secretos. Cuando los huéspedes de Consuelo Perth hablan, es como si una araña colectiva tejiera una tela que excluye, ya a uno ya a otro, <strong>del</strong> único placer verdadero que persiguen: el de un acuerdo implícito. Bianciotti cierne con agudeza esos movimientos profundos que transforman cualquier conversación en una fabulosa batalla que se puede perder o ganar, en una partida de ajedrez, en un viaje en tren de lujo <strong>del</strong> que uno puede fácilmente ser excluido. Se podría pensar en los Tropismos de Nathalie Sarraute, pero estas exploraciones <strong>del</strong> psiquismo «intersubjetivo», estos buceos por debajo <strong>del</strong> mismo subconsciente no agotan este libro complejo. En Los desiertos dorados hay una especie de halo luminoso que nos resulta familiar por otros motivos. Un rumor de olas nos lo advierte, quizá, y también ese paseo cotidiano hacia la bahía que Consuelo efectuaba cuando era joven y que, como otro paseo -el paseo al Faro-, es la llamada de una felicidad inaccesible. Como Virginia Woolf, Bianciotti repite sin tregua, bajo un aparente desapego y sin la menOr complacencia, las preguntas para las cuales no hay respuesta: ¿Cómo vencer el tiempo?, ¿cómo escapar a la muerte?, ¿qué es el arte?, ¿qué es la vida? En uno de sus ensayos sobre la novela, Virginia Woolf evoca un viaje en un compartimento con dos desconocidos. A partir de algunos fragmentos de conversación entre ese hombre y esa mujer que hablan de botánica, de problemas domésticos, Virginia Woolf cree poder reconstruir la vida de ellos en una situación concreta, dramática. Es la medida <strong>del</strong> arte de Bianciotti, que no nos da ninguna información sobre el pasado de sus protagonistas pero que, a partir de lo que nos dicen sobre ciertos cuadros, algunos objetos, la música, o recuerdos de viajes, podemos reconstruir nosotros mismos. Pues uno de los motivos de interés que ofre (1) Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1965. Aceba de publicarse en francés con el titulo Les Déserts dorés (Collectlon Les LeUres Nouvelles, Oenoal, Parls).
LIBROS Y AUTORES 81 ce esta novela -y no el menor- es el de darnos la clave de la sociología de un pequeño grupo, clave tan precisa como la de Los hijos de Sánchez, si bien situada en el extremo opuesto: la sociología de una oligarquía latinoamericana cosmopolita y agonizante. La dueña de casa, Consuelo Perth, ¿no será chilena? A mí me parece prima de Madame Errázuriz, de Tony Gandarillas, de los López-Willshaw. Como ellos, ha pasado la <strong>mayo</strong>r parte de su vida en Europa. Su madre fue pintada en 1910 por José María Sert (¡qué hermosa debía de estar en aquel baile de los Greffulhe!). Amiga de Stravinsky (lo sabemos por unas fotografías dedicadas: «A Consuelo, Igor, 1927»), de Arturo Rubinstein (
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