mayo 1967 - Publicaciones Periódicas del Uruguay
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FRANCISCO PEREZ MARICEVICH<br />
El Coronel, mientras agonizo<br />
Debo hablar contigo, Timoteo Gamarra. Contigo,<br />
ahora que todo está en su sitio. Porque es necesario<br />
que me digan la verdad, ahora que puedo<br />
verla, ahora que estoy viendo a los hombres en su<br />
intimidad recoleta. Y con usted, coronel. Con usted<br />
a quien creí... Pero usted ya sabe qué creí de<br />
usted.<br />
¿Quién da importancia a las palabras de su chofer<br />
cuando le dice: "Su Excelencia debe cuidarse»?<br />
Nadie, Timoteo, porque nadie cree en las palabras<br />
de los hombres enteros y sencillos que hablan<br />
a través de su humildad como desde una<br />
orilla desconocida. Nadie cree en la sabiduría profética<br />
de los ignorantes. Nadie de entre nosotros,<br />
que nos creemos inteligentes. Nosotros somos<br />
complicados, mentirosos, analíticos, suspicaces, enceguecidos,<br />
absurdos y demasiado asustadizos y<br />
cobardes para reconocer el peso de las palabras<br />
o mirarlas de frente. Porque nunca hemos conocido<br />
la verdad, porque no la hemos vivido al decirla,<br />
porque no la hemos dicho nunca.<br />
Yo no creí en tus palabras, Timoteo. Tenías el<br />
exagerado defecto de ser un hombre de pueblo,<br />
una persona honrada y monolítica, folklórica y llana,<br />
sin compromisos ni afluentes que engrosaran el<br />
caudal de aguas de tu vida. Fuera <strong>del</strong> escueto saludo,<br />
nunca me habías dirigido antes ni una sola<br />
palabra. Te limitabas obstinadamente a tu función<br />
de conductor, hundido en tu silencio. De ti no conocía,<br />
en realidad, sino tus hombros y tu nuca.<br />
Durante tres años, cuatro veces al día, tus hombros<br />
y tu nuca, Timoteo. Unos hombros densos, enterizos,<br />
terrosos, tan sólidos que parecían inmemoriales.<br />
Jamás se me ocurrió mirarte realmente al<br />
rostro, ese rostro que ahora veo, impasible, oscuro,<br />
calcinado, remotísimo.<br />
Te limitabas a conducir el automóvil de la residencia<br />
al palacio, y <strong>del</strong> palacio a la residencia.<br />
y no decías nada, absolutamente nada hasta aquel<br />
día (hace tres semanas) en que me dijiste: "Su<br />
Excelencia debe cuidarse". Lo sorpresivo de tus<br />
palabras no tuvo otra virtud que la de irritarme.<br />
pues me pareció que ellas ponían súbitamente en<br />
evidencia mi secreto. No dijiste nada más. Me<br />
quedé en silencio reprochándote, con mi actitud,<br />
el haberte entrometido en lo que no te importaba.<br />
Pero después supuse que te habrías referido sencillamente<br />
a mís relaciones con Susanita, que se<br />
estaban volviendo, es verdad, demasiado públicas.<br />
Había pasado la noche con ella, y me sentía verdaderamente<br />
cansado y somnoliento. Pero mi ridícula<br />
frivolidad donjuanesca se había sentido halagada<br />
con la posibilidad de que esa nueva conquista<br />
hubiera llegado ya a oídos de Gasparito.<br />
La irritación volvió, sin embargo, apenas pensé en<br />
Gasparito y en lo que esa tarde debíamos hacer.<br />
En el fondo, me dominaba una inquietud temerosa,<br />
una desazón y un violento odio por el coronel. Fue<br />
una desgracia que hubiera pensado en Gasparito<br />
cuando estábamos a corta distancia de la Central<br />
de Policía. Porque la confusión que me cegaba me<br />
hizo ver en ti a un secuaz <strong>del</strong> coronel. No creía<br />
en tus palabras, Timoteo, pero me pareció enteramente<br />
correcto el arrestarte. Descendiste <strong>del</strong> coche<br />
con tu impertubabilidad silenciosa, sin mirarme, y<br />
desapareciste en el interior <strong>del</strong> edificio. Eras demasiado<br />
hombre para quejarte, o para pedir explicaciones.<br />
Mi absurda reacción no me dejó ningún<br />
remordimiento, pero ahora sé que ella me puso<br />
completamente en manos de Gasparito. Tú no lo sabías,<br />
Timoteo, pero intuíste oscuramente que yo<br />
había caído en una trampa. Creías en mí y quisiste<br />
demostrarlo llamándome <strong>del</strong>icadamente la atención<br />
con tus palabras. Pero yo ya estaba entrampado,<br />
Timoteo. Absurdamente entrampado.<br />
Tres días antes el doctor José Domingo Real<br />
me había dicho palabras idénticas a las tuyas. Y<br />
yo las creí, Timoteo, yo las creí con la misma facilidad<br />
con que no creí en las tuyas, con esa facilidad<br />
ingenua y fatal con que se recibe la mentira.<br />
Ahora comprendo que no se encuentra en las palabras<br />
ajenas sino aquello que llevamos adentro,<br />
aquello que somos desde siempre. Yo creí en<br />
la mentira, porque yo mismo no era otra cosa que<br />
un amasijo de traiciones, de falsedades, de hipocresías.<br />
Y las palabras <strong>del</strong> doctor crecieron en mí,<br />
se alimentaron de mí como el itakarú, la piedra<br />
imán en la cual creías supersticiosamente. Las palabras<br />
son nuestro itakarú, Timoteo, las palabras<br />
que nos sorben, que nos matan. El doctor José Domingo<br />
Real era mi médico y jamás se le habían<br />
conocido actividades políticas. Se negaba obstinadamente<br />
a ocupar cargo público alguno, y ello<br />
le daba un prestigio popular invulnerable. Su fama<br />
de hombre honesto y caritatívo era tan sólida como<br />
la de su sabiduría. Yo confiaba plenamente en<br />
él, y la eficacia de su medicina (tal me lo parecía)<br />
hizo que concediera análoga fe en la rectitud de<br />
su juicio. Poco a poco -y sín que yo cayera de<br />
ningún modo en la cuenta de ello- fue haciéndose