Pardo%20Bazan,%20Emilia%20-%20Pazos%20de%20Ulloa,%20Los
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Los Pazos de Ulloa<br />
Emilia Pardo Bazán<br />
1
PRIMERA PARTE<br />
Tomo I<br />
- I -<br />
Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de<br />
cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar<br />
la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos<br />
desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de<br />
Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando<br />
que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al<br />
llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna<br />
quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía andar cerca.<br />
Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de<br />
personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba,<br />
pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de<br />
amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño<br />
negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar<br />
vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y<br />
nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos<br />
de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el<br />
cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio.<br />
Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y<br />
a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si<br />
fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.<br />
Al acabarse el repecho, volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete<br />
enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le había descoyuntado los<br />
huesos todos de la región sacro-ilíaca. Respiró, quitóse el sombrero y recibió en la frente<br />
sudorosa el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y<br />
un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de<br />
granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el<br />
jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las<br />
ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero<br />
relució un instante.<br />
-¿Tendrá usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del señor marqués de Ulloa?<br />
-¿Para los Pazos de Ulloa? - contestó el peón repitiendo la pregunta.<br />
- Eso es.<br />
- Los Pazos de Ulloa están allí - murmuró extendiendo la mano para señalar a un punto en el<br />
horizonte.- Si la bestia anda bien, el camino que queda pronto se pasa... Ahora tiene que seguir<br />
hasta aquel pinar ¿ve? y luego le cumple torcer a mano izquierda, y luego le cumple bajar a<br />
2
mano derecha por un atajito, hasta el crucero... En el crucero ya no tiene pérdida, porque se ven<br />
los Pazos, una construcción muy grandísima...<br />
- Pero... ¿como cuánto faltará? - preguntó con inquietud el clérigo.<br />
Meneó el peón la tostada cabeza.<br />
- Un bocadito, un bocadito...<br />
Y sin más explicaciones, emprendió otra vez su desmayada faena, manejando el azadón lo<br />
mismo que si pesase cuatro arrobas.<br />
Se resignó el viajero a continuar ignorando las leguas de que se compone un bocadito, y taloneó<br />
al rocín. El pinar no estaba muy distante, y por el centro de su sombría masa serpeaba una trocha<br />
angostísima, en la cual se colaron montura y jinete. El sendero, sepultado en las oscuras<br />
profundidades del pinar, era casi impracticable; pero el jaco, que no desmentía las aptitudes<br />
especiales de la raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precaución,<br />
cabizbajo, tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por la llanta<br />
de los carros, los pedruscos, los troncos de pino cortados y atravesados donde hacían menos<br />
falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a senda más desahogada, abierta<br />
entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad<br />
labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo<br />
cesaron de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol vegetal,<br />
tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un labrador. A la puerta una mujer daba de<br />
mamar a una criatura. El jinete se detuvo.<br />
- Señora, ¿sabe si voy bien para la casa del marqués de Ulloa?<br />
- Va bien, va...<br />
-¿Y... falta mucho?<br />
Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:<br />
- La carrerita de un can...<br />
¡Estamos frescos!, pensó el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una<br />
carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero vería los<br />
Pazos de Ulloa... Todo se le volvía buscar el atajo, a la derecha... Ni señales. La vereda,<br />
ensanchándose, se internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún<br />
que otro castaño todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían<br />
desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien,<br />
nacido y criado en un pueblo tranquilo y soñoliento, se halla por vez primera frente a frente con<br />
la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes<br />
asesinadas en sitios desiertos.<br />
-¡Qué país de lobos! - dijo para sí, tétricamente impresionado.<br />
Alegrósele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente,<br />
entre un doble vallado de piedra, límite de dos montes. Bajaba fiándose en la maña del jaco para<br />
evitar tropezones, cuando divisó casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una<br />
cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio caída ya sobre el murallón que la<br />
sustentaba. El clérigo sabía que estas cruces señalan el lugar donde un hombre pereció de muerte<br />
violenta; y, persignándose, rezó un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el<br />
rastro de algún zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo<br />
medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de<br />
un castaño colosal, erguíase el crucero.<br />
Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por<br />
más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de<br />
escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era<br />
poético y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoción, pronunció descubriéndose:<br />
«Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, pues por tu Santísima Cruz redimiste al mundo», y de<br />
paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran<br />
3
edificio cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la contemplación, y a punto<br />
estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas,<br />
loco de terror. El caso no era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros.<br />
Quedóse el jinete frío de espanto, agarrado al arzón, sin atreverse ni a registrar la maleza para<br />
averiguar dónde estarían ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo<br />
situado a espaldas del crucero descendía un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos<br />
canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no<br />
amenazaban sino a las alimañas monteses.<br />
El cazador que venía delante representaba veintiocho o treinta años: alto y bien barbado, tenía el<br />
pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se<br />
advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho,<br />
cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso<br />
que dividía ambas tetillas. Protegían sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con<br />
hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y<br />
en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos cañones. El segundo cazador<br />
parecía hombre de edad madura y condición baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni<br />
más morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pistón,<br />
viejísima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de enérgicas facciones<br />
rectilíneas, una expresión de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, más propia de un piel roja<br />
que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendióse el jinete al notar que era un<br />
sacerdote. ¿En qué se le conocía? No ciertamente en la tonsura, borrada por una selva de pelo<br />
gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuración, pues los duros cañones de su azulada barba contarían<br />
un mes de antigüedad; menos aún en el alzacuello, que no traía, ni en la ropa, que era semejante<br />
a la de sus compañeros de caza, con el aditamento de unas botas de montar, de charol de vaca<br />
muy descascaradas y cortadas por las arrugas. Y no obstante trascendía a clérigo, revelándose el<br />
sello formidable de la ordenación, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no sé<br />
qué expresión de la fisonomía, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo.<br />
No cabía duda: era un sacerdote.<br />
Aproximóse al grupo el jinete, y repitió la consabida pregunta:<br />
-¿Pueden ustedes decirme si voy bien para casa del señor marqués de Ulloa?<br />
El cazador alto se volvió hacia los demás, con familiaridad y dominio.<br />
-¡Qué casualidad! - exclamó -. Aquí tenemos al forastero... Tú, Primitivo... Pues te cayó la<br />
lotería: mañana pensaba yo enviarte a Cebre a buscar al señor... Y usted, señor abad de Ulloa...<br />
¡ya tiene usted aquí quien le ayude a arreglar la parroquia!<br />
Como el jinete permanecía indeciso, el cazador añadió:<br />
-¿Supongo que es usted el recomendado de mi tío, el señor de la Lage?<br />
- Servidor y capellán... - respondió gozoso el eclesiástico, tratando de echar pie a tierra, ardua<br />
operación en que le auxilió el abad -. ¿Y usted... - exclamó, encarándose con su interlocutor - es<br />
el señor marqués?<br />
-¿Cómo queda el tío? ¿Usted... a caballo desde Cebre, eh? - repuso éste evasivamente, mientras<br />
el capellán le miraba con interés rayano en viva curiosidad. No hay duda que así, varonilmente<br />
desaliñado, húmeda la piel de transpiración ligera, terciada la escopeta al hombro, era un cacho<br />
de buen mozo el marqués; y sin embargo, despedía su arrogante persona cierto tufillo bravío y<br />
montaraz, y lo duro de su mirada contrastaba con lo afable y llano de su acogida.<br />
El capellán, muy respetuoso, se deshacía en explicaciones.<br />
- Sí, señor; justamente... En Cebre he dejado la diligencia y me dieron esta caballería, que tiene<br />
unos arreos, que vaya todo por Dios... El señor de la Lage, tan bueno, y con el humor aquél de<br />
siempre... Hace reír a las piedras... Y guapote, para su edad... Estoy reparando que si fuese su<br />
señor papá de usted, no se le parecería más... Las señoritas, muy bien, muy contentas y muy<br />
saludables... Del señorito, que está en Segovia, buenas noticias. Y antes que se me olvide...<br />
4
Buscó en el bolsillo interior de su levitón, y fue sacando un pañuelo muy planchado y doblado,<br />
un Semanario chico, y por último una cartera de tafilete negro, cerrada con elástico, de la cual<br />
extrajo una carta que entregó al marqués. Los perros de caza, despeados y anhelantes de fatiga,<br />
se habían sentado al pie del crucero; el abad picaba con la uña una tagarnina para liar un pitillo,<br />
cuyo papel sostenía adherido por una punta al borde de los labios; Primitivo, descansando la<br />
culata de la escopeta en el suelo, y en el cañón de la escopeta la barba, clavaba sus ojuelos<br />
negros en el recién venido, con pertinacia escrutadora. El sol se ponía lentamente en medio de la<br />
tranquilidad otoñal del paisaje. De improviso el marqués soltó una carcajada. Era su risa, como<br />
suya, vigorosa y pujante, y, más que comunicativa, despótica.<br />
- El tío - exclamó, doblando la carta - siempre tan guasón y tan célebre... Dice que aquí me<br />
manda un santo para que me predique y me convierta... No parece sino que tiene uno pecados:<br />
¿eh, señor abad? ¿Qué dice usted a esto? ¿Verdad que ni uno?<br />
- Ya se sabe, ya se sabe - masculló el abad en voz bronca... Aquí todos conservamos la inocencia<br />
bautismal.<br />
Y al decirlo, miraba al recién llegado al través de sus erizadas y salvajinas cejas, como el<br />
veterano al inexperto recluta, sintiendo allá en su interior profundo desdén hacia el curita<br />
barbilindo, con cara de niña, donde sólo era sacerdotal la severidad del rubio entrecejo y la<br />
compostura ascética de las facciones.<br />
-¿Y usted se llama Julián Álvarez? - interrogó el marqués.<br />
- Para servir a usted muchos años.<br />
-¿Y no acertaba usted con los Pazos?<br />
- Me costaba trabajo el acertar. Aquí los paisanos no le sacan a uno de dudas, ni le dicen<br />
categóricamente las distancias. De modo que...<br />
- Pues ahora ya no se perderá usted. ¿Quiere montar otra vez?<br />
-¡Señor! No faltaba más.<br />
- Primitivo - ordenó el marqués -, coge del ramal a esa bestia.<br />
Y echó a andar, dialogando con el capellán que le seguía. Primitivo, obediente, se quedó<br />
rezagado, y lo mismo el abad, que encendía su pitillo con un misto de cartón. El cazador se<br />
arrimó al cura.<br />
-¿Y qué le parece el rapaz, diga? ¿Verdad que no mete respeto?<br />
- Boh... Ahora se estila ordenar mequetrefes... Y luego mucho de alzacuellitos, guantecitos,<br />
perejiles con escarola... ¡Si yo fuera el arzobispo, ya les daría el demontre de los guantes!<br />
- II -<br />
Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole<br />
de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes<br />
proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz<br />
brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parecía cerrada a piedra y lodo. Dirigióse el<br />
marqués a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareció una mujer corpulenta,<br />
alumbrando con un candil. Después de cruzar corredores sombríos, penetraron todos en una<br />
especie de sótano con piso terrizo y bóveda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas<br />
adosadas a sus paredes, debía ser bodega; y desde allí llegaron presto a la espaciosa cocina,<br />
alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo lo que se llama<br />
arcaicamente un mediano monte de leña y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de<br />
tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de<br />
chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura, y a un lado y a otro sendos bancos<br />
brindaban asiento cómodo para calentarse oyendo hervir el negro pote, que, pendiente de los<br />
llares, ofrecía a los ósculos de la llama su insensible vientre de hierro.<br />
5
A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja, que<br />
sólo pudo Julián Álvarez distinguir un instante - con greñas blancas y rudas como cerro que le<br />
caían sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego -, pues no bien advirtió que venía gente,<br />
levantóse más aprisa de lo que permitían sus años, y murmurando en voz quejumbrosa y<br />
humilde: «Buenas nochiñas nos dé Dios», se desvaneció como una sombra, sin que nadie<br />
pudiese notar por dónde. El marqués se encaró con la moza.<br />
-¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?<br />
Y ella contestó apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea:<br />
- No hacía mal..., me ayudaba a pelar castañas.<br />
Tal vez iba el marqués a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo<br />
mismo, no terciase en la cuestión, reprendiendo a la muchacha.<br />
-¿Qué estás parolando ahí...? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das<br />
corriendito? Menéate, despabílate.<br />
En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un<br />
mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta,<br />
vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados<br />
y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos<br />
de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un<br />
jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del<br />
vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.<br />
-¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?<br />
Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron<br />
desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando<br />
la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado el número<br />
de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que<br />
proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a<br />
cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa,<br />
podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el<br />
chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en<br />
cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el<br />
marqués - que vigilaba la operación -, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de<br />
hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue<br />
distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y<br />
deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de<br />
golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su<br />
lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en<br />
fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los<br />
dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que<br />
sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la<br />
cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole<br />
a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en<br />
servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del<br />
chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo<br />
y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.<br />
-¡Pobre! - murmuró cariñosamente -. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre? ¿Dónde te<br />
duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!<br />
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se<br />
contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco<br />
movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o<br />
lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.<br />
6
-¡Farsante! - gritó -. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un<br />
día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se<br />
conocen los valientes?<br />
Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo<br />
apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:<br />
-¡Retebién! ¡Viva la gente templada!<br />
- No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta - murmuró el abad de Ulloa.<br />
-¿Y no le hará daño tanto vino? - objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.<br />
-¡Daño! ¡Sí, buen daño nos dé Dios! - respondió el marqués, con no sé qué inflexiones de orgullo<br />
en el acento -. Déle usted otros tres, y ya verá... ¿Quiere usted que hagamos la prueba?<br />
- Los chupa, los chupa - afirmó el abad.<br />
- No señor; no señor... Es capaz de morirse el pequeño... He oído que el vino es un veneno para<br />
las criaturas... Lo que tendrá será hambre.<br />
- Sabel, que coma el chiquillo - ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.<br />
Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el niño<br />
fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.<br />
En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un<br />
cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba<br />
de noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos<br />
desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.<br />
- Tráenos un par de botellitas... De el del año 59.<br />
Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:<br />
- Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce... Es de la casa de Molende: se<br />
corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se<br />
parezca al mejor jerez... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se<br />
vuelven azúcar.<br />
- Es cosa de gusto - aseveró el abad, rebañando con una miga de pan lo que restaba de yema en<br />
su plato.<br />
- Yo - declaró tímidamente Julián - poco entiendo de vinos... Casi no bebo sino agua.<br />
Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desdeñosa,<br />
rectificó:<br />
- Es decir... con el café, ciertos días señalados, no me disgusta el anisete.<br />
- El vino alegra el corazón... El que no bebe, no es hombre - pronunció el abad<br />
sentenciosamente.<br />
Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y<br />
telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los<br />
vasos chicos traídos ad hoc. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el<br />
abad y el señorito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor<br />
calentaba las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa para reír algún<br />
chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián, bisoño en materia de sobremesas de cazadores.<br />
Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía, como por no ver a Sabel, cuyo<br />
aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa<br />
de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su<br />
color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta<br />
más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso<br />
de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar<br />
a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue<br />
poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí,<br />
alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono<br />
suplicante:<br />
7
-¿Me lo da?<br />
Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.<br />
-¿Qué pide? - preguntó.<br />
-¿Qué ha de pedir? - respondió el marqués festivamente -. ¡El vino, hombre! ¡El vaso de tostado!<br />
-¡Mama! - exclamó el abad.<br />
Antes de que Julián se resolviese a dar al niño su vaso casi lleno, el marqués había aupado al<br />
mocoso, que sería realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parecíase a Sabel, y aún se le<br />
aventajaba en la claridad y alegría de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y<br />
especialmente en el correcto diseño de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tendían<br />
hacia el vino color de topacio; el marqués se lo acercó a la boca, divirtiéndose un rato en<br />
quitárselo cuando ya el rapaz creía ser dueño de él. Por fin consiguió el niño atrapar el vaso, y en<br />
un decir Jesús trasegó el contenido, relamiéndose.<br />
-¡Éste no se anda con requisitos! - exclamó el abad.<br />
-¡Quiá! - confirmó el marqués -. ¡Si es un veterano! ¿A que te zampas otro vaso, Perucho?<br />
Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica<br />
naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo<br />
izquierdo, escancióle otro vaso, que él tomó a dos manos y se embocó sin perder gota; en<br />
seguida soltó la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica, dejó caer la cabeza,<br />
muy descolorido, en el pecho del marqués.<br />
-¿Lo ven ustedes? - gritó Julián angustiadísimo -. Es muy chiquito para beber así, y va a ponerse<br />
malo. Estas cosas no son para criaturas.<br />
-¡Bah! - intervino Primitivo -. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ¡Con eso y<br />
con otro tanto! Y si no verá.<br />
A su vez tomó en brazos al niño y, mojando en agua fresca los dedos, se los pasó por las sienes.<br />
Perucho abrió los párpados y miró alrededor con asombro, y su cara se sonroseó.<br />
-¿Qué tal? - le preguntó Primitivo -. ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado?<br />
Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza,<br />
sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan<br />
fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre.<br />
- De ese modo... - refunfuñó el abad.<br />
- No seas bárbaro, Primitivo - murmuró el marqués entre placentero y grave.<br />
-¡Por Dios y por la Virgen! - imploró Julián -. ¡Van a matar a esa criatura! Hombre, no se<br />
empeñe en emborrachar al niño: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No<br />
se pueden presenciar ciertas cosas!<br />
Al protestar, Julián se había incorporado, encendido de indignación, echando a un lado su<br />
mansedumbre y timidez congénita. Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al<br />
capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento.<br />
Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y<br />
terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de<br />
Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya<br />
descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a<br />
no sostenerlo Primitivo. El marqués, un tanto serio, empezó a inundar de agua fría la frente y los<br />
pulsos del niño; Sabel se acercó, y ayudó también a la aspersión; todo inútil: lo que es por esta<br />
vez, Perucho la tenía.<br />
- Como un pellejo - gruñó el abad.<br />
- Como una cuba - murmuró el marqués -. A la cama con él en seguida. Que duerma y mañana<br />
estará más fresco que una lechuga. Esto no es nada.<br />
Sabel se alejó cargada con el niño, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de<br />
su madre. La cena se acabó menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y<br />
Julián había enmudecido por completo. Cuando terminó el convite y se pensó en dormir,<br />
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eapareció Sabel armada de un velón de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por<br />
la ancha escalera de piedra que conducía al piso alto, y ascendía a la torre en rápido caracol. Era<br />
grande la habitación destinada a Julián, y la luz del velón apenas disipaba las tinieblas, de entre<br />
las cuales no se destacaba más que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidió el<br />
marqués, deseándole buenas noches y añadiendo con brusca cordialidad:<br />
- Mañana tendrá usted su equipaje... Ya irán a Cebre por él... Ea, descansar, mientras yo echo de<br />
casa al abad de Ulloa... Está un poco... ¿eh? ¡Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la<br />
noche al abrigo de un vallado!<br />
Solo ya, sacó Julián de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de<br />
lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la colocó de pie sobre la mesa donde<br />
Sabel acababa de depositar el velón. Arrodillóse, y rezó la media corona, contando por los dedos<br />
de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hacía apetecer las gruesas y frescas<br />
sábanas, y omitió la letanía, los actos de fe y algún padrenuestro. Desnudóse honestamente,<br />
colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apagó el velón antes de echarse.<br />
Entonces empezaron a danzar en su fantasía los sucesos todos de la jornada: el caballejo que<br />
estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le causó escalofríos, pero sobre todo<br />
la cena, la bulla, el niño borracho. Juzgando a las gentes con quienes había trabado conocimiento<br />
en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado<br />
bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al<br />
marqués... En cuanto al marqués, Julián recordaba unas palabras del señor de la Lage:<br />
- Encontrará usted a mi sobrino bastante adocenado... La aldea, cuando se cría uno en ella y no<br />
sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece.<br />
Y casi al punto mismo en que acudió a su memoria tan severo dictamen, arrepintióse el capellán,<br />
sintiendo cierta penosa inquietud que no podía vencer. ¿Quién le mandaba formar juicios<br />
temerarios? Él venía allí para decir misa y ayudar al marqués en la administración, no para fallar<br />
acerca de su conducta y su carácter... Con que... a dormir...<br />
- III -<br />
Despertó Julián cuando entraba de lleno en la habitación un sol de otoño dorado y apacible.<br />
Mientras se vestía, examinaba la estancia con algún detenimiento. Era vastísima, sin cielo raso;<br />
alumbrábanla tres ventanas guarnecidas de anchos poyos y de vidrieras faltosas de vidrios cuanto<br />
abastecidas de remiendos de papel pegados con obleas. Los muebles no pecaban de suntuosos ni<br />
de abundantes, y en todos los rincones permanecían señales evidentes de los hábitos del último<br />
inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capellán del marqués: puntas de cigarros adheridas al piso,<br />
dos pares de botas inservibles en un rincón, sobre la mesa un paquete de pólvora y en un poyo<br />
varios objetos cinegéticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo<br />
mal curtida y peor oliente. Amén de estas reliquias, entre las vigas pendían pálidas telarañas, y<br />
por todas partes descansaba tranquilamente el polvo, enseñoreado allí desde tiempo inmemorial.<br />
Miraba Julián las huellas de la incuria de su antecesor, y sin querer acusarle, ni tratarle en sus<br />
adentros de cochino, el caso es que tanta porquería y rusticidad le infundía grandes deseos de<br />
primor y limpieza, una aspiración a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma. Julián<br />
pertenecía a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y<br />
pudores de doncella intacta. No habiéndose descosido jamás de las faldas de su madre sino para<br />
asistir a cátedra en el Seminario, sabía de la vida lo que enseñan los libros piadosos. Los demás<br />
seminaristas le llamaban San Julián, añadiendo que sólo le faltaba la palomita en la mano.<br />
Ignoraba cuándo pudo venirle la vocación; tal vez su madre, ama de llaves de los señores de la<br />
Lage, mujer que pasaba por beatona, le empujó suavemente, desde la más tierna edad, hacia la<br />
Iglesia, y él se dejó llevar de buen grado. Lo cierto es que de niño jugaba a cantar misa, y de<br />
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grande no paró hasta conseguirlo. La continencia le fue fácil, casi insensible, por lo mismo que la<br />
guardó incólume, pues sienten los moralistas que es más hacedero no pecar una vez que pecar<br />
una sola. A Julián le ayudaba en su triunfo, amén de la gracia de Dios que él solicitaba muy de<br />
veras, la endeblez de su temperamento linfático-nervioso, puramente femenino, sin ardores ni<br />
rebeldías, propenso a la ternura, dulce y benigno como las propias malvas, pero no exento, en<br />
ocasiones, de esas energías súbitas que también se observan en la mujer, el ser que posee menos<br />
fuerza en estado normal, y más cantidad de ella desarrolla en las crisis convulsivas. Julián, por su<br />
compostura y hábitos de pulcritud - aprendidos de su madre, que le sahumaba toda la ropa con<br />
espliego y le ponía entre cada par de calcetines una manzana camuesa - cogió fama de<br />
seminarista pollo, máxime cuando averiguaron que se lavaba mucho manos y cara. En efecto era<br />
así, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, él extendería las abluciones frecuentes al<br />
resto del cuerpo, que procuraba traer lo más aseado posible.<br />
El primer día de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo<br />
de la carretera que traía adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba<br />
artículo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Julián por allí más que una palangana de<br />
hojalata, a la cual servía de palanganero el poyo. Ni jarra, ni toalla, ni jabón, ni cubo. Quedóse<br />
parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qué hacer, hasta que,<br />
convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un baño de aire, y<br />
abrió la vidriera.<br />
Lo que abarcaba la vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo<br />
ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz. Viñas, castañares, campos de maíz<br />
granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, subían trepando hasta un montecillo,<br />
cuya falda gris parecía, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los<br />
Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la<br />
luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque. El aire, oxigenado y<br />
regenerador, penetraba en los pulmones de Julián, que sintió disiparse inmediatamente parte del<br />
vago terror que le infundía la gran casa solariega y lo que de sus moradores había visto. Como<br />
para renovarlo, entreoyó detrás de sí rumor de pisadas cautelosas, y al volverse vio a Sabel, que<br />
le presentaba con una mano platillo y jícara, con la otra, en plato de peltre, un púlpito de agua<br />
fresca y una servilleta gorda muy doblada encima. Venía la moza arremangada hasta el codo, con<br />
el pelo alborotado, seco y volandero, del calor de la cama sin duda: y a la luz del día se notaba<br />
más la frescura de su tez, muy blanca y como infiltrada de sangre. Julián se apresuró a ponerse el<br />
levitín, murmurando:<br />
- Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar... Conforme estoy a pie,<br />
pudo cuadrar que estuviese en la cama todavía... o vistiéndome.<br />
Miróle Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclamó:<br />
- Disimule, señor... Yo no sabía... El que no sabe, hace como el que no ve.<br />
- Bien, bien... Yo quería decir misa antes de tomar el chocolate.<br />
- Hoy no podrá, porque tiene la llave de la capilla el señor abad de Ulloa, y Dios sabe hasta qué<br />
horas dormirá, ni si habrá quién vaya allá por ella.<br />
Julián contuvo un suspiro. ¡Dos días ya sin misar! Cabalmente desde que era presbítero se había<br />
redoblado su fervor religioso, y sentía el entusiasmo juvenil del nuevo misacantano, conmovido<br />
aún por la impresión de la augusta investidura; de suerte que celebraba el sacrificio esmerándose<br />
en perfilar la menor ceremonia, temblando cuando alzaba, anonadándose cuando consumía,<br />
siempre con recogimiento indecible. En fin, si no había remedio...<br />
- Ponga el chocolate ahí - dijo a Sabel.<br />
Mientras la moza ejecutaba esta orden, Julián alzaba los ojos al techo y los bajaba al piso, y<br />
tosía, tratando de buscar una fórmula, un modo discreto de explicarse.<br />
-¿Hace mucho que no duerme en este cuarto el señor abad?<br />
- Poco... Hará dos semanas que bajó a la parroquia.<br />
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- Ah... Por eso... Esto está algo... sucio, ¿no le parece? Sería bueno barrer... y pasar también la<br />
escoba por entre las vigas.<br />
Sabel se encogió de hombros.<br />
- El señor abad no me mandó nunca que le barriese el cuarto.<br />
- Pues, francamente, la limpieza es una cosa que a todo el mundo gusta.<br />
- Sí, señor, ya se sabe... No pase cuidado, que yo lo arreglaré muy arregladito.<br />
Lo pronunció con tanta sumisión, que Julián a su vez quiso mostrarle un poco de caritativo<br />
interés.<br />
-¿Y el niño? - preguntó -. ¿No le hizo mal lo de ayer?<br />
- No, señor... Durmió como un santiño y ya anda corriendo por la huerta. ¿Ve? Allí está.<br />
Mirando por la abierta ventana, y haciéndose una pantalla con la mano, Julián divisó a Perucho,<br />
que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque.<br />
- Lo que no sucede en un año sucede en un día, Sabel - advirtió gravemente el capellán -. ¡No<br />
debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto<br />
más en un inocente así! ¿Para qué le aguanta a Primitivo que le dé tanta bebida? Es obligación de<br />
usted el impedirlo.<br />
Sabel fijaba pesadamente en Julián sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el<br />
menor relámpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articuló con pausa:<br />
- Yo qué quiere que le haga... No me voy a reponer contra mi señor padre.<br />
Julián calló un momento atónito. ¡De modo que quien había embriagado a la criatura era su<br />
propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamación de censura.<br />
Llevóse la taza a la boca para encubrir la turbación, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se<br />
retiraba despacio, cuando el capellán le dirigió una pregunta más.<br />
-¿El señor marqués anda ya levantado?<br />
- Sí, señor... Debe estar por la huerta o por los alpendres.<br />
- Haga el favor de llevarme allí - dijo Julián levantándose y limpiándose apresuradamente los<br />
labios sin desdoblar la servilleta.<br />
Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta<br />
extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los<br />
adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual<br />
apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora<br />
intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos,<br />
torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y,<br />
sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El<br />
borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo<br />
guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como<br />
gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque<br />
parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los<br />
que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de<br />
maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz<br />
reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad<br />
selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral que tenían enfrente.<br />
Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las<br />
manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo. La<br />
presencia de Julián le dio la solución del problema. Señorito y capellán emparejaron y alabando<br />
la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el<br />
soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués. Julián<br />
abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la ciencia rústica, a fin<br />
de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado;<br />
pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la<br />
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naturaleza le parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital impetuosidad que<br />
sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la<br />
fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclamó con desconsuelo<br />
sincerísimo:<br />
- Yo confieso la verdad, señorito... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.<br />
- Vamos a ver la casa - indicó el señor de Ulloa -. Es la más grande del país - añadió con orgullo.<br />
Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al<br />
huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones<br />
con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la<br />
humedad, no siendo más clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una<br />
habitación relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban<br />
remotísimas, y asombraban la vista grandes estanterías de castaño sin barnizar, que en vez de<br />
cristales tenían enrejado de alambre grueso. Decoraba tan tétrica pieza una mesa-escritorio, y<br />
sobre ella un tintero de cuerno, un viejísimo balde de suela, no sé cuántas plumas de ganso y una<br />
caja de obleas vacía.<br />
Las estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en<br />
las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había<br />
más papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería<br />
exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El<br />
marqués de Ulloa, deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronunció:<br />
- El archivo de la casa.<br />
Desocupó en seguida las sillas de cuero, y explicó muy acalorado que aquello estaba<br />
revueltísimo - aclaración de todo punto innecesaria - y que semejante desorden se debía al<br />
descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas<br />
manos pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía...<br />
- Pues así no puede seguir - exclamaba el capellán -. ¡Papeles de importancia tratados de este<br />
modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.<br />
-¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán causado, y cómo andará todo,<br />
porque yo ni mirarlo quiero... Esto es lo que usted ve: ¡un desastre, una perdición! ¡Mire usted...,<br />
mire usted lo que tiene ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!<br />
Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro<br />
delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo<br />
Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura<br />
heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años.<br />
-¡Una ejecutoria de nobleza! - declaró el señorito gravemente.<br />
Por medio de su pañuelo doblado, la limpiaba Julián del moho, tocándola con manos delicadas.<br />
Desde niño le había enseñado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito<br />
con tinta roja, miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber<br />
sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía serio, de codos<br />
en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del señor de la Lage acudieron a la<br />
memoria del capellán: «Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste... Haría usted<br />
una obra de caridad si lo arreglase un poco.» La verdad es que él no entendía gran cosa de<br />
papelotes, pero con buena voluntad y cachaza...<br />
- Señorito - murmuró -, ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre<br />
usted y yo, mal sería que no acertásemos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo<br />
antiguo; de lo que esté muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito<br />
con unas tiras de papel transparente...<br />
El proyecto le pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la mañana<br />
siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en un maizal próximo un<br />
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ando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqués se terció la<br />
carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán bregar con los documentos.<br />
- IV -<br />
Y el capellán lidió con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las mañanas.<br />
Primero limpió, sacudió, planchó sirviéndose de la palma de la mano, pegó papelitos de cigarro a<br />
fin de juntar los pedazos rotos de alguna escritura. Parecíale estar desempolvando, encolando y<br />
poniendo en orden la misma casa de Ulloa, que iba a salir de sus manos hecha una plata. La<br />
tarea, en apariencia fácil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presbítero: le sofocaba una<br />
atmósfera de mohosa humedad; cuando alzaba un montón de papeles depositado desde tiempo<br />
inmemorial en el suelo, caía a veces la mitad de los documentos hecha añicos por el diente<br />
menudo e incansable del ratón; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus<br />
alas y se le metían por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus más secretos asilos, salían<br />
ciegas de furor o de miedo, obligándole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los<br />
tacones, tapándose los oídos para no percibir el ¡chac! estremecedor que produce el cuerpo<br />
estrujado del insecto; las arañas, columpiando su hidrópica panza sobre sus descomunales<br />
zancos, solían ser más listas y refugiarse prontísimamente en los rincones oscuros, a donde las<br />
guía misterioso instinto estratégico. De tanto asqueroso bicho tal vez el que más repugnaba a<br />
Julián era una especie de lombriz o gusano de humedad, frío y negro, que se encontraba siempre<br />
inmóvil y hecho una rosca debajo de los papeles, y al tocarlo producía la sensación de un trozo<br />
de hielo blando y pegajoso.<br />
Al cabo, a fuerza de paciencia y resolución, triunfó Julián en su batalla con aquellas alimañas<br />
impertinentes, y en los estantes, ya despejados, fueron alineándose los documentos, ocupando,<br />
por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron<br />
jamás. Tres o cuatro ejecutorias, todas con su colgante de plomo, quedaron apartadas, envueltas<br />
en paños limpios. Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estantería donde Julián<br />
columbró los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos. Era la biblioteca de un<br />
Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Julián extendió la mano, cogió un tomo al azar, lo abrió,<br />
leyó la portada... «La Henriada, poema francés, puesto en verso español: su autor, el señor de<br />
Voltaire...» Volvió a su sitio el volumen, con los labios contraídos y los ojos bajos, como<br />
siempre que algo le hería o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a<br />
Voltaire, de buena gana le haría lo que a las cucarachas; no obstante, limitóse a condenar la<br />
biblioteca, a no pasar ni un mal paño por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y<br />
arañas, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risueño Arouet y su enemigo el<br />
sentimental Juan Jacobo, que también dormía allí sosegadamente desde los años de 1816.<br />
No era tortas y pan pintado la limpieza material del archivo; sin embargo, la verdadera obra de<br />
romanos fue la clasificación. ¡Aquí te quiero! parecían decir los papelotes así que Julián<br />
intentaba distinguirlos. Un embrollo, una madeja sin cabo, un laberinto sin hilo conductor. No<br />
existía faro que pudiese guiar por el piélago insondable: ni libros becerros, ni estados, ni nada.<br />
Los únicos documentos que encontró fueron dos cuadernos mugrientos y apestando a tabaco,<br />
donde su antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de<br />
la casa, y al margen, con un signo inteligible para él solo, o con palabras más enigmáticas aún, el<br />
balance de sus pagos. Los unos tenían una cruz, los otros un garabato, los de más allá una<br />
llamada, y los menos, las frases no paga, pagará, va pagando, ya pagó. ¿Qué significaban pues el<br />
garabato y la cruz? Misterio insondable. En una misma página se mezclaban gastos e ingresos:<br />
aquí aparecía Fulano como deudor insolvente, y dos renglones más abajo, como acreedor por<br />
jornales. Julián sacó del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray<br />
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Venancio, que, más radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga<br />
gestión.<br />
Había puesto Julián manos a la obra con sumo celo, creyendo no le sería imposible orientarse en<br />
semejante caos de papeles. Se desojaba para entender la letra antigua y las enrevesadas rúbricas<br />
de las escrituras; quería al menos separar lo correspondiente a cada uno de los tres o cuatro<br />
principales partidos de renta con que contaba la casa; y se asombraba de que para cobrar tan<br />
poco dinero, tan mezquinas cantidades de centeno y trigo, se necesitase tanto fárrago de<br />
procedimientos, tanta documentación indigesta. Perdíase en un dédalo de foros y subforos,<br />
prorrateos, censos, pensiones, vinculaciones, cartas dotales, diezmos, tercios, pleitecillos<br />
menudos, de atrasos, y pleitazos gordos, de partijas. A cada paso se le confundía más en la<br />
cabeza toda aquella papelería trasconejada; si las obras de reparación, como poner carpetas de<br />
papel fuerte y blanco a las escrituras que se deshacían de puro viejas le eran ya fáciles, no así el<br />
conocimiento científico de los malditos papelotes, indescifrables para quien no tuviese lecciones<br />
y práctica. Ya desalentado se lo confesó al marqués.<br />
- Señorito, yo no salgo del paso... Aquí convenía un abogado, una persona entendida.<br />
- Sí, sí, hace mucho tiempo que lo pienso yo también... Es indispensable tomar mano en eso,<br />
porque la documentación debe andar perdida... ¿Cómo la ha encontrado usted? ¿Hecha una<br />
lástima? Apuesto a que sí.<br />
Dijo esto el marqués con aquella entonación vehemente y sombría que adoptaba al tratar de sus<br />
propios asuntos, por insignificantes que fuesen; y mientras hablaba, entretenía las manos ciñendo<br />
su collar de cascabeles a la Chula, con la cual iba a salir a matar unas codornices.<br />
- Sí, señor... - murmuró Julián -. No está nada bien, no... Pero la persona acostumbrada a estas<br />
cosas se desenreda de ellas en un soplo... Y tiene que venir pronto quien sea, porque los papeles<br />
no ganan así.<br />
La verdad era que el archivo había producido en el alma de Julián la misma impresión que toda<br />
la casa: la de una ruina, ruina vasta y amenazadora, que representaba algo grande en lo pasado,<br />
pero en la actualidad se desmoronaba a toda prisa. Era esto en Julián aprensión no razonada, que<br />
se transformaría en convicción si conociese bien algunos antecedentes de familia del marqués.<br />
Don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún. A<br />
no ser por semejante desgracia, acaso hubiera tenido carrera: los Moscosos conservaban, desde el<br />
abuelo afrancesado, enciclopedista y francmasón que se permitía leer al señor de Voltaire, cierta<br />
tradición de cultura trasañeja, medio extinguida ya, pero suficiente todavía para empujar a un<br />
Moscoso a los bancos del aula. En los Pardos de la Lage era, al contrario, axiomático que más<br />
vale asno vivo que doctor muerto. Vivían entonces los Pardos en su casa solariega, no muy<br />
distante de la de Ulloa: al enviudar la madre de don Pedro, el mayorazgo de la Lage iba a casarse<br />
en Santiago con una señorita de distinción, trasladando sus reales al pueblo; y don Gabriel, el<br />
segundón, se vino a los Pazos de Ulloa, para acompañar a su hermana, según decía, y servirle de<br />
amparo; en realidad, afirmaban los maldicientes, para disfrutar a su talante las rentas del cuñado<br />
difunto. Lo cierto es que don Gabriel en poco tiempo asumió el mando de la casa: él descubrió y<br />
propuso para administrador a aquel bendito exclaustrado fray Venancio, medio chocho desde la<br />
exclaustración, medio idiota de nacimiento ya, a cuya sombra pudo manejar a su gusto la<br />
hacienda del sobrino, desempeñando la tutela. Una de las habilidades de don Gabriel fue hacer<br />
partijas con su hermana cogiéndole mañosamente casi toda su legítima, despojo a que asintió la<br />
pobre señora, absolutamente inepta en materia de negocios, hábil sólo para ahorrar el dinero que<br />
guardaba con sórdida avaricia, y que tuvo la imprudente niñería de ir poniendo en onzas de oro,<br />
de las más antiguas, de premio. Cortos eran los réditos del caudal de Moscoso que no se<br />
deslizaban de entre los dedos temblones de fray Venancio a las robustas palmas del tutor; pero si<br />
lograban pasar a las de doña Micaela, ya no salían de allí sino en forma de peluconas, camino de<br />
cierto escondrijo misterioso, acerca del cual iba poco a poco formándose una leyenda en el país.<br />
Mientras la madre atesoraba, don Gabriel educaba al sobrino a su imagen y semejanza,<br />
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llevándolo consigo a ferias, cazatas, francachelas rústicas, y acaso distracciones menos<br />
inocentes, y enseñándole, como decían allí, a cazar la perdiz blanca; y el chico adoraba en aquel<br />
tío jovial, vigoroso y resuelto, diestro en los ejercicios corporales, groseramente chistoso, como<br />
todos los de la Lage, en las sobremesas: especie de señor feudal acatado en el país, que enseñaba<br />
prácticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza. Un<br />
día que tío y sobrino se deportaban, según costumbre, a cuatro o seis leguas de distancia de los<br />
Pazos, habiéndose llevado consigo al criado y al mozo de cuadra, a las cuatro de la tarde y<br />
estando abiertas todas las puertas del caserón solariego, se presentó en él una gavilla de veinte<br />
hombres enmascarados o tiznados de carbón, que maniató y amordazó a la criada, hizo echarse<br />
boca abajo a fray Venancio, y apoderándose de doña Micaela, le intimó que enseñase el<br />
escondrijo de las onzas; y como la señora se negase, después de abofetearla, empezaron a<br />
mecharla con la punta de una navaja, mientras unos cuantos proponían que se calentase aceite<br />
para freírle los pies. Así que le acribillaron un brazo y un pecho, pidió compasión y descubrió,<br />
debajo de un arca enorme, el famoso escondrijo, trampa hábilmente disimulada por medio de una<br />
tabla igual a las demás del piso, pero que subía y bajaba a voluntad. Recogieron los ladrones las<br />
hermosas medallas, apoderáronse también de la plata labrada que hallaron a mano, y se retiraron<br />
de los Pazos a las seis, antes que anocheciese del todo. Algún labrador o jornalero les vio salir,<br />
pero ¿qué había de hacer? Eran veinte, bien armados con escopetas, pistolas y trabucos.<br />
Fray Venancio, que sólo había recibido tal cual puntapié o puñada despreciativa, no necesitó más<br />
pasaporte para irse al otro mundo, de puro miedo, en una semana; la señora se apresuró menos,<br />
pero, como suele decirse, no levantó cabeza, y de allí a pocos meses una apoplejía serosa le<br />
impidió seguir guardando onzas en un agujero mejor disimulado. Del robo se habló largo tiempo<br />
en el país, y corrieron rumores muy extraños: se afirmó que los criminales no eran bandidos de<br />
profesión, sino gentes conocidas y acomodadas, alguna de las cuales desempeñaba cargo<br />
público, y entre ellas se contaban personas relacionadas de antiguo con la familia de Ulloa, que<br />
por lo tanto estaban al corriente de las costumbres de la casa, de los días en que se quedaba sin<br />
hombres, y de la insaciable constancia de doña Micaela en recoger y conservar la más valiosa<br />
moneda de oro. Fuese lo que fuese, la justicia no descubrió a los autores del delito, y don Pedro<br />
quedó en breve sin otro pariente que su tío Gabriel. Éste buscó para el sitio de fray Venancio a<br />
un sacerdote brusco, gran cazador, incapaz de morirse de miedo ante los ladrones. Desde tiempo<br />
atrás les ayudaba en sus expediciones cinegéticas Primitivo, la mejor escopeta furtiva del país, la<br />
puntería más certera, y el padre de la moza más guapa que se encontraba en diez leguas a la<br />
redonda. El fallecimiento de doña Micaela permitió que hija y padre se instalasen en los Pazos,<br />
ella a título de criada, él a título de... montero mayor, diríamos hace siglos; hoy no hay nombre<br />
adecuado para el empleo. Don Gabriel los tenía muy a raya a entrambos, olfateando en Primitivo<br />
un riesgo serio para su influencia; pero tres o cuatro años después de la muerte de su hermana,<br />
don Gabriel sufrió ataques de gota que pusieron en peligro su vida, y entonces se divulgó lo que<br />
ya se susurraba acerca de su casamiento secreto con la hija del carcelero de Cebre. El hidalgo se<br />
trasladó a vivir, mejor dicho a rabiar, en la villita; otorgó testamento legando a tres hijos que<br />
tenía sus bienes y caudal, sin dejar al sobrino don Pedro ni el reloj en memoria; y habiéndosele<br />
subido la gota al corazón, entregó su alma a Dios de malísima gana, con lo cual hallóse el último<br />
de los Moscosos dueño de sí por completo.<br />
Gracias a todas estas vicisitudes, socaliñas y pellizcos, la casa de Ulloa, a pesar de poseer dos o<br />
tres decentes núcleos de renta, estaba enmarañada y desangrada; era lo que presumía Julián: una<br />
ruina. Dada la complicación de red, la subdivisión atomística que caracteriza a la propiedad<br />
gallega, un poco de descuido o mala administración basta para minar los cimientos de la más<br />
importante fortuna territorial. La necesidad de pagar ciertos censos atrasados y sus intereses<br />
había sido causa de que la casa se gravase con una hipoteca no muy cuantiosa; pero la hipoteca<br />
es como el cáncer: empieza atacando un punto del organismo y acaba por inficionarlo todo. Con<br />
motivo de los susodichos censos, el señorito buscó asiduamente las onzas del nuevo escondrijo<br />
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de su madre; tiempo perdido: o la señora no había atesorado más desde el robo, o lo había<br />
ocultado tan bien, que no diera con ello el mismo diablo.<br />
La vista de tal hipoteca contristó a Julián, pues el buen clérigo empezaba a sentir la adhesión<br />
especial de los capellanes por las casas nobles en que entran; pero más le llenó de confusión<br />
encontrar entre los papelotes la documentación relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por<br />
don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con... ¡el marqués de Ulloa!<br />
Porque ya es hora de decir que el marqués de Ulloa auténtico y legal, el que consta en la Guía de<br />
forasteros, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana, durante el invierno de 1866<br />
a 1867, mientras Julián exterminaba correderas en el archivo de los Pazos. Bien ajeno estaría él<br />
de que el título de nobleza por cuya carta de sucesión había pagado religiosamente su impuesto<br />
de lanzas y medias anatas, lo disfrutaba gratis un pariente suyo, en un rincón de Galicia. Verdad<br />
que al legítimo marqués de Ulloa, que era Grande de España de primera clase, duque de algo,<br />
marqués tres veces y conde dos lo menos, nadie le conocía en Madrid sino por el ducado, por<br />
aquello de que baza mayor quita menor, aun cuando el título de Ulloa, radicado en el claro solar<br />
de Cabreira de Portugal, pudiese ganar en antigüedad y estimación a los más eminentes. Al pasar<br />
a una rama colateral la hacienda de los Pazos de Ulloa, fue el marquesado a donde correspondía<br />
por rigurosa agnación; pero los aldeanos, que no entienden de agnaciones, hechos a que los<br />
Pazos de Ulloa diesen nombre al título, siguieron llamando marqueses a los dueños de la gran<br />
huronera. Los señores de los Pazos no protestaban: eran marqueses por derecho consuetudinario;<br />
y cuando un labrador, en un camino hondo, se descubría respetuosamente ante don Pedro,<br />
murmurando: «Vaya usía muy dichoso, señor marqués», don Pedro sentía un cosquilleo grato en<br />
la epidermis de la vanidad, y contestaba con voz sonora: «Felices tardes.»<br />
- V -<br />
Del famoso arreglo del archivo sacó Julián los pies fríos y la cabeza caliente: él bien quisiera<br />
despabilarse, aplicar prácticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa, para<br />
empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador, mas no acertaba, no podía; su<br />
inexperiencia en cosas rurales y jurídicas se traslucía a cada paso. Trataba de estudiar el<br />
mecanismo interior de los Pazos: tomábase el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de<br />
enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los<br />
alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y aquello y lo de<br />
más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil, pues olfateando por todas partes<br />
abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por su carencia de malicia y de gramática parda, poner<br />
el dedo sobre ellos y remediarlos. El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto<br />
tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío montañés, de suerte que<br />
el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los hay. Cada reforma que Julián quería<br />
plantear, la calificaba de imposible, encogiéndose de hombros; cada superfluidad que intentaba<br />
suprimir, la declaraba el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Julián<br />
surgían montones de dificultades menudas, impidiéndole realizar ninguna modificación útil. Y lo<br />
más alarmante era observar la encubierta, pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos,<br />
jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto<br />
adulador con que trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que<br />
dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por<br />
fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con<br />
sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestañas. Y Julián se sentía humillado en presencia<br />
de un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado<br />
con ribetes de mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que<br />
avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable de<br />
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aquel presbítero, sobrio, desinteresado, que apartaba los ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la<br />
filosofía de Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no había de ser Julián la excepción.<br />
Corría entre tanto el invierno, y el capellán se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro<br />
le abría el apetito: no sentía ya las efusiones de devoción que al principio, y sí una especie de<br />
caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alrededor, especialmente los<br />
niños y los irracionales, con quienes desahogaba su instintiva ternura. Aumentábase su<br />
compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse<br />
constantemente en el lodo del patio, pasarse el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando<br />
con los becerros, mamando del pezón de las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre,<br />
entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determinó consagrar algunas horas de las<br />
largas noches de invierno a enseñar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los números. Para<br />
realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con<br />
gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le iba<br />
guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por donde<br />
empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas<br />
risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defendía contra la<br />
ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara,<br />
escurriéndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al<br />
tibio abrigo del establo.<br />
En aquel tiempo frío, la cocina se convertía en tertulia, casi exclusivamente compuesta de<br />
mujeres. Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza<br />
resguardada por una especie de mandilón de picote; muchas gemían de gusto al acercarse a la<br />
deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban después de<br />
haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo;<br />
y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la<br />
reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos<br />
húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba<br />
cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un<br />
banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la<br />
cuchara. Noches había en que no se daba la moza punto de reposo en colmar tazas, ni las mujeres<br />
en entrar, comer y marcharse para dejar a otras el sitio: allí desfilaba sin duda, como en mesón<br />
barato, la parroquia entera. Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan<br />
distraído con su rebelde alumno, vería algún trozo de tocino, pan o lacón rápidamente escondido<br />
en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que<br />
no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La última tertuliana que se quedaba, la que<br />
secreteaba más tiempo y más íntimamente con Sabel, era la vieja de las greñas de estopa,<br />
entrevista por Julián la noche de su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad de la bruja:<br />
tenía las cejas canas, y, de perfil, le sobresalían, como también las cerdas de un lunar; el fuego<br />
hacía resaltar la blancura del pelo, el color atezado del rostro, y el enorme bocio o papera que<br />
deformaba su garganta del modo más repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la<br />
fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen<br />
juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra.<br />
Sin explicarse el porqué, empezó a desagradar a Julián la tertulia y las familiaridades de Sabel,<br />
que se le arrimaba continuamente, a pretexto de buscar en el cajón de la mesa un cuchillo, una<br />
taza, cualquier objeto indispensable. Cuando la aldeana fijaba en él sus ojos azules, anegados en<br />
caliente humedad, el capellán experimentaba malestar violento, comparable sólo al que le<br />
causaban los de Primitivo, que a menudo sorprendía clavados a hurtadillas en su rostro.<br />
Ignorando en qué fundar sus recelos, creía Julián que meditaban alguna asechanza. Era<br />
Primitivo, salvo tal cual momentáneo acceso de brusca y selvática alegría, hombre taciturno, a<br />
cuya faz de bronce asomaban rara vez los sentimientos; y con todo eso, Julián se juzgaba blanco<br />
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de hostilidad encubierta por parte del cazador; en rigor, ni hostilidad podía llamarse; más bien<br />
tenía algo de observación y acecho, la espera tranquila de una res, a quien, sin odiarla, se desea<br />
cazar cuanto antes. Semejante actitud no podía definirse, ni expresarse apenas. Julián se refugió<br />
en su cuarto, adonde hizo subir, medio arrastro, al niño, para la lección acostumbrada. Así como<br />
así, el invierno había pasado, y el calor de la lareira no era apetecible ya.<br />
En su habitación pudo el capellán notar mejor que en la cocina la escandalosa suciedad del<br />
angelote. Media pulgada de roña le cubría la piel; y en cuanto al cabello, dormían en él capas<br />
geológicas, estratificaciones en que entraba tierra, guijarros menudos, toda suerte de cuerpos<br />
extraños. Julián cogió a viva fuerza al niño, lo arrastró hacia la palangana, que ya tenía bien<br />
abastecida de jarras, toallas y jabón. Empezó a frotar. ¡María Santísima y qué primer agua la que<br />
salió de aquella empecatada carita! Lejía pura, de la más turbia y espesa. Para el pelo fue preciso<br />
emplear aceite, pomada, agua a chorros, un batidor de gruesas púas que desbrozase la virgen<br />
selva. Al paso que adelantaba la faena, iban saliendo a luz las bellísimas facciones, dignas del<br />
cincel antiguo, coloreadas con la pátina del sol y del aire; y los bucles, libres de estorbos, se<br />
colocaban artísticamente como en una testa de Cupido, y descubrían su matiz castaño dorado,<br />
que acababa de entonar la figura. ¡Era pasmoso lo bonito que había hecho Dios a aquel muñeco!<br />
Todos los días, que gritase o que se resignase el chiquillo, Julián lo lavaba así antes de la lección.<br />
Por aquel respeto que profesaba a la carne humana no se atrevía a bañarle el cuerpo, medida bien<br />
necesaria en verdad. Pero con los lavatorios y el carácter bondadoso de Julián, el diablillo iba<br />
tomándose demasiadas confianzas, y no dejaba cosa a vida en el cuarto. Su desaplicación, mayor<br />
a cada instante, desesperaba al pobre presbítero: la tinta le servía a Perucho para meter en ella la<br />
mano toda y plantarla después sobre el silabario; la pluma, para arrancarle las barbas y romperle<br />
el pico cazando moscas en los vidrios; el papel, para rasgarlo en tiritas o hacer con él<br />
cucuruchos; las arenillas, para volcarlas sobre la mesa y figurar con ellas montes y collados,<br />
donde se complacía en producir cataclismos hundiendo el dedo de golpe. Además, revolvía la<br />
cómoda de Julián, deshacía la cama brincando encima, y un día llegó al extremo de prender<br />
fuego a las botas de su profesor, llenándolas de fósforos encendidos.<br />
Bien aguantaría Julián estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante<br />
hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante más desagradable: las idas y venidas<br />
frecuentes de Sabel por su habitación. Siempre encontraba la moza algún pretexto para subir: que<br />
se le había olvidado recoger el servicio del chocolate; que se le había esquecido mudar la toalla.<br />
Y se endiosaba, y tardaba un buen rato en bajar, entreteniéndose en arreglar cosas que no estaban<br />
revueltas, o poniéndose de pechos en la ventana, muy risueña y campechanota, alardeando de<br />
una confianza que Julián, cada día más reservado, no autorizaba en modo alguno.<br />
Una mañana entró Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del<br />
presbítero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una rápida ojeada, cómo la moza<br />
venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y<br />
pierna blanquísimos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hacía más que la labor de cocina y<br />
ésa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no tenía la piel curtida, ni deformados los<br />
miembros. Julián retrocedió, y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el<br />
piso.<br />
- Cúbrase usted, mujer - murmuró con voz sofocada por la vergüenza -. No me traiga nunca el<br />
agua cuando esté así... no es modo de presentarse a la gente.<br />
- Me estaba peinando y pensé que me llamaba... - respondió ella sin alterarse, sin cruzar siquiera<br />
las palmas sobre el escote.<br />
- Aunque la llamase no era regular venir en ese traje... Otra vez que se esté peinando que me<br />
suba el agua Cristobo o la chica del ganado... o cualquiera...<br />
Y al pronunciar estas palabras, volvíase de espaldas para no ver más a Sabel, que se retiraba<br />
lentamente.<br />
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Desde aquel punto y hora, Julián se desvió de la muchacha como de un animal dañino e<br />
impúdico; no obstante, aún le parecía poco caritativo atribuir a malos fines su desaliño<br />
indecoroso, prefiriendo achacarlo a ignorancia y rudeza. Pero ella se había propuesto demostrar<br />
lo contrario. Poco tiempo iba transcurrido desde la severa reprimenda, cuando una tarde,<br />
mientras Julián leía tranquilamente la Guía de Pecadores, sintió entrar a Sabel y notó, sin<br />
levantar la cabeza, que algo arreglaba en el cuarto. De pronto oyó un golpe, como caída de<br />
persona contra algún mueble, y vio a la moza recostada en la cama, despidiendo lastimeros ayes<br />
y hondos suspiros. Se quejaba de una aflicción, una cosa repentina, y Julián, turbado pero<br />
compadecido, acudió a empapar una toalla para humedecerle las sienes, y a fin de ejecutarlo se<br />
acercó a la acongojada enferma. Apenas se inclinó hacia ella, pudo -a pesar de su poca<br />
experiencia y ninguna malicia- convencerse de que el supuesto ataque no era sino bellaquería<br />
grandísima y sinvergüenza calificada. Una ola de sangre encendió a Julián hasta el cogote: sintió<br />
la cólera repentina, ciega, que rarísima vez fustigaba su linfa, y señalando a la puerta, exclamó:<br />
- Se me va usted de aquí ahora mismo o la echo a empellones..., ¿entiende usted? No me vuelve<br />
usted a cruzar esa puerta... Todo, todo lo que necesite, me lo traerá Cristobo... ¡Largo<br />
inmediatamente!<br />
Retiróse la moza cabizbaja y mohína, como quien acaba de sufrir pesado chasco. Julián, por su<br />
parte, quedó tembloroso, agitado, descontento de sí mismo, cual suelen los pacíficos cuando<br />
ceden a un arrebato de ira: hasta sentía dolor físico, en el epigastrio. A no dudarlo, se había<br />
excedido; debió dirigir a aquella mujer una exhortación fervorosa, en vez de palabras de<br />
menosprecio. Su obligación de sacerdote era enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente<br />
como a los bichos del archivo. Al cabo Sabel tenía un alma, redimida por la sangre de Cristo<br />
igual que otra cualquiera. Pero ¿quién reflexiona, quién se modera ante tal descaro? Hay un<br />
movimiento que llaman los escolásticos primo primis fatal e inevitable. Así se consolaba el<br />
capellán. De todos modos, era triste cosa tener que vivir con aquella mala hembra, no más púdica<br />
que las vacas. ¿Cómo podía haber mujeres así? Julián recordaba a su madre, tan modosa,<br />
siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su casabé abrochado hasta la nuez,<br />
sobre el cual, para mayor recato, caía liso, sin arrugas, un pañuelito de seda negra. ¡Qué mujeres!<br />
¡Qué mujeres se encuentran por el mundo!<br />
Desde el funesto lance tuvo Julián que barrerse el cuarto y subirse el agua, porque ni Cristobo ni<br />
las criadas hicieron caso de sus órdenes, y a Sabel no quería verle ni la sombra en la puerta. Lo<br />
que más extrañeza y susto le causó fue observar que Primitivo, después del suceso, no se<br />
recataba ya para mirarle con fijeza terrible, midiéndole con una ojeada que equivalía a una<br />
declaración de guerra. Julián no podía dudar que estorbaba en los Pazos: ¿por qué? A veces<br />
meditaba en ello interrumpiendo la lectura de Fray Luis de Granada y de los seis libros de San<br />
Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio; pero al poco rato, descorazonado por tanta mezquina<br />
contrariedad, desesperando de ser útil jamás a la casa de Ulloa, se enfrascaba nuevamente en sus<br />
páginas místicas.<br />
- VI -<br />
De los párrocos de las inmediaciones, con ninguno había hecho Julián tan buenas migas como<br />
con don Eugenio, el de Naya. El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era<br />
simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le<br />
exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las<br />
degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse<br />
las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía.<br />
«Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el<br />
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sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no<br />
pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua. Con los<br />
demás curas de las parroquias cercanas tampoco frisaba mucho Julián; así es que, convidado a<br />
las funciones de iglesia, acostumbraba retirarse tan pronto como se acababan las ceremonias, sin<br />
aceptar jamás la comida que era su complemento indispensable. Pero cuando don Eugenio le<br />
invitó con alegre cordialidad a pasar en Naya el día del patrón, aceptó de buen grado,<br />
comprometiéndose a no faltarle.<br />
Según lo convenido, subió a Naya la víspera, rehusando la montura que le ofrecía don Pedro.<br />
¡Para legua y media escasa! ¡Y con una tarde hermosísima! Apoyándose en un palo, dando<br />
tiempo a que anocheciese, deteniéndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tardó<br />
mucho en llegar al cerro que domina el caserío de Naya, tan oportunamente que vino a caer en<br />
medio del baile que, al son de la gaita, bombo y tamboril, a la luz de los fachones de paja de<br />
centeno encendidos y agitados alegremente, preludiaba a los regocijos patronales. Poco tardaron<br />
los bailarines en bajar hacia la rectoral, cantando y atruxando como locos, y con ellos descendió<br />
Julián.<br />
El cura esperaba en la portalada misma: recogidas las mangas de su chaqueta, levantaba en alto<br />
un jarro de vino, y la criada sostenía la bandeja con vasos. Detúvose el grupo; el gaitero, vestido<br />
de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo punteiro caía sobre los<br />
rojos flecos del roncón, se limpiaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda, y los reflejos de<br />
la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permitían distinguir su cara<br />
guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas castañas. Cuando le sirvieron el<br />
vino, el rústico artista dijo cortésmente: «¡A la salud del señor abade y la compaña!» y, después<br />
de echárselo al coleto, aún murmuró con mucha política, pasándose el revés de la mano por la<br />
boca: «De hoy en veinte años, señor abade.» Las libaciones consecutivas no fueron acompañadas<br />
de más fórmulas de atención.<br />
Disfrutaba el párroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la sazón con los<br />
preparativos de la fiesta y asistía impávido a los preliminares del saco y ruina de su despensa,<br />
bodega, leñera y huerto. Era don Eugenio joven y alegre como unas pascuas, y su condición, más<br />
que de padre de almas, de pilluelo revoltoso y ladino; pero bajo la corteza infantil se escondía<br />
singular don de gentes y conocimiento de la vida práctica. Sociable y tolerante, había logrado no<br />
tener un solo enemigo entre sus compañeros. Le conceptuaban un rapaz inofensivo.<br />
Tras el pocillo de aromoso chocolate, dio a Julián la mejor cama y habitación que poseía, y le<br />
despertó cuando la gaita floreaba la alborada, rayando ésta apenas en los cielos. Fueron juntos<br />
los dos clérigos a revisar el decorado de los altares, compuestos ya para la misa solemne. Julián<br />
pasaba la revista con especial devoción, puesto que el patrón de Naya era el suyo mismo, el<br />
bienaventurado San Julián, que allí estaba en el altar mayor con su carita inocentona, su estática<br />
sonrisilla, su chupa y calzón corto, su paloma blanca en la diestra, y la siniestra delicadamente<br />
apoyada en la chorrera de la camisola. La imagen modesta, la iglesia desmantelada y sin más<br />
adorno que algún rizado cirio y humildes flores aldeanas puestas en toscos cacharros de loza,<br />
todo excitaba en Julián tierna piedad, la efusión que le hacía tanto provecho, ablandándole y<br />
desentumeciéndole el espíritu. Iban llegando ya los curas de las inmediaciones, y en el atrio,<br />
tapizado de hierba, se oía al gaitero templar prolijamente el instrumento, mientras en la iglesia el<br />
hinojo, esparcido por las losas y pisado por los que iban entrando, despedía olor campestre y<br />
fresquísimo. La procesión se organizaba; San Julián había descendido del altar mayor; la cruz y<br />
los estandartes oscilaban sobre el remolino de gentes amontonadas ya en la estrecha nave, y los<br />
mozos, vestidos de fiesta, con su pañuelo de seda en la cabeza en forma de burelete, se ofrecían a<br />
llevar las insignias sacras. Después de dar dos vueltas por el atrio y de detenerse breves instantes<br />
frente al crucero, el santo volvió a entrar en la iglesia, y fue pujado, con sus andas, a una mesilla<br />
al lado del altar mayor muy engalanada, y cubierta con antigua colcha de damasco carmesí. La<br />
misa empezó, regocijada y rústica, en armonía con los demás festejos. Más de una docena de<br />
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curas la cantaban a voz en cuello, y el desvencijado incensario iba y venía, con retintín de<br />
cadenillas viejas, soltando un humo espeso y aromático, entre cuya envoltura algodonosa parecía<br />
suavizarse el desentono del introito, la aspereza de las broncas laringes eclesiásticas. El gaitero,<br />
prodigando todos sus recursos artísticos, acompañaba con el punteiro desmangado de la gaita y<br />
haciendo oficios de clarinete. Cuando tenía que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el<br />
punteiro en el fol; así podía acompañar la elevación de la hostia con una solemne marcha real, y<br />
el postcomunio con una muñeira de las más recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa,<br />
repetía en el vestíbulo, donde tandas de mozos y mozas se desquitaban, bailando a su sabor, de la<br />
compostura guardada por espacio de una hora en la iglesia. Y el baile en el atrio lleno de luz, el<br />
templo sembrado de hojas de hinojos y espadaña que magullaron los pisotones, alumbrado, más<br />
que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes,<br />
pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risueño en sus andas, con una<br />
pierna casi en el aire para empezar un minueto y la cándida palomita pronta a abrir las alas, todo<br />
era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancolía que suele imperar en las ceremonias<br />
religiosas. Julián se sentía tan muchacho y contento como el santo bendito, y salía ya a gozar el<br />
aire libre, acompañado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distinguió a Sabel,<br />
lujosamente vestida de domingo, girando con las demás mozas, al compás de la gaita. Esta vista<br />
le aguó un tanto la fiesta.<br />
Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay. Allí se reunían<br />
una tía y dos primas de don Eugenio -a quienes por ser muchachas y frescas no quería el párroco<br />
tener consigo a diario en la rectoral -; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e inútil, que andaba<br />
dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura<br />
de Cebre, que en sus mocedades había servido a un canónigo compostelano, y era célebre en el<br />
país por su destreza en batir mantequillas y asar capones. Esta fornida guisandera, un tanto<br />
bigotuda, alta de pecho y de ademán brioso, había vuelto la casa de arriba abajo en pocas horas,<br />
barriéndola desde la víspera a grandes y furibundos escobazos, retirando al desván los trastos<br />
viejos, empezando a poner en marcha el formidable ejército de guisos, echando a remojo los<br />
lacones y garbanzos, y revistando, con rápida ojeada de general en jefe, la hidrópica despensa,<br />
atestada de dádivas de feligreses; cabritos, pollos, anguilas, truchas, pichones, ollas de vino,<br />
manteca y miel, perdices, liebres y conejos, chorizos y morcillas. Conocido ya el estado de las<br />
provisiones, ordenó las maniobras del ejército: las viejas se dedicaron a desplumar aves, las<br />
mozas a fregar y dejar como el oro peroles, cazos y sartenes, y un par de mozancones de la aldea,<br />
uno de ellos idiota de oficio, a desollar reses y limpiar piezas de caza.<br />
Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, de los que han derramado la<br />
poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material, ¡con cuánto placer vería el<br />
espectáculo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de leña que acariciaba la panza<br />
reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y<br />
sanguínea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar<br />
con el idiota, como ninfas con un sátiro atado, arrojándole entre el cuero y la camisa puñados de<br />
arroz y cucuruchos de pimiento! Y momentos después, cuando el gaitero y los demás músicos<br />
vinieron a reclamar su parva o desayuno, el guiso de intestinos de castrón, hígado y bofes,<br />
llamado en el país mataburrillo, ¡cuán digna de su pincel encontraría la escena de rozagante<br />
apetito, de expansión del estómago, de carrillos hinchados y tragos de mosto despabilados al<br />
vuelo, que allí se representó entre bromas y risotadas!<br />
¿Y qué valía todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la rectoral?<br />
Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa<br />
cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sostenían grandes jarros rebosando<br />
tinto añejo; y haciéndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas<br />
henchidas del mismo líquido. La vajilla era mezclada, y entre el estaño y barro vidriado<br />
descollaba algún talavera legítimo, capaz de volver loco a un coleccionista, de los muchos que<br />
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ahora se consagran a la arcana ciencia de los pucheros. Ante la mesa y sus apéndices, no sin mil<br />
cumplimientos y ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para<br />
ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaron al obeso Arcipreste de Loiro - la persona<br />
más respetable en años y dignidad de todo el clero circunvecino, que no había asistido a la<br />
ceremonia por no ahogarse con las apreturas del gentío en la misa -, y a Julián, en quien don<br />
Eugenio honraba a la ilustre casa de Ulloa.<br />
Sentóse Julián avergonzado, y su confusión subió de punto durante la comida. Por ser nuevo en<br />
el país y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de todas las miradas.<br />
Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el<br />
médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el<br />
famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido<br />
moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su<br />
rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero. En suma, allí se<br />
juntaba lo más granado de la comarca, faltando sólo el marqués de Ulloa, que vendría de fijo a<br />
los postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y huevos<br />
cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se comía en silencio,<br />
jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrevía algún cura a soltar frases de encomio a la<br />
habilidad de la guisandera; y el anfitrión, observando con disimulo quiénes de los convidados<br />
andaban remisos en mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso<br />
aprovecharse de la sopa y del cocido, pues apenas había otra cosa. Creyéndolo así Julián, y no<br />
pareciéndole cortés desairar a su huésped, cargó la mano en la sopa y el cocido. Grande fue su<br />
terror cuando empezó a desfilar interminable serie de platos, los veintiséis tradicionales en la<br />
comida del patrón de Naya, no la más abundante que se servía en el arciprestazgo, pues Loiro se<br />
le aventajaba mucho.<br />
Para llegar al número prefijado, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina<br />
francesa disfraza los manjares bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles<br />
y engañifas. No, señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna<br />
salsa o pebre de origen gabacho, y todo era neto, varonil y clásico como la olla. ¿Veintiséis<br />
platos? Pronto se hace la lista: pollos asados, fritos, en pepitoria, estofados, con guisantes, con<br />
cebollas, con patatas y con huevos; aplíquese el mismo sistema a la carne, al puerco, al pescado<br />
y al cabrito. Así, sin calentarse los cascos, presenta cualquiera veintiséis variados manjares.<br />
¡Y cómo se burlaría la guisandera si por arte de magia apareciese allí un cocinero francés<br />
empeñado en redactar un menú, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con<br />
los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! ¡Legumbres a mí!, diría el ama del cura<br />
de Cebre, riéndose con toda su alma y todas sus caderas también. ¡Legumbres el día del patrón!<br />
Son buenas para los cerdos.<br />
Ahíto y mareado, Julián no tenía fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no<br />
cesaban de circular pasándoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban<br />
menos, pues la conversación se calentaba. El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador;<br />
el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de<br />
Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la<br />
gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el<br />
país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales,<br />
después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas duró poco la reserva; al ir<br />
vaciándose los jarros y desocupándose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las<br />
bromas a echar chispas.<br />
Máximo Juncal, el médico, recién salido de las aulas compostelanas, soltó varias puntadas sobre<br />
política, y también malignas pullas referentes al grave escándalo que a la sazón traía muy<br />
preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en<br />
Palacio. Alborotáronse dos o tres curas; y el cacique Barbacana, con suma gravedad, volviendo<br />
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hacia Juncal su barba florida y luenga, díjole desdeñosamente una verdad como un templo: que<br />
«muchos hablaban de lo que no entendían», a lo cual el médico replicó, vertiendo bilis por ojos y<br />
labios, «que pronto iba a llegar el día de la gran barredura, que luego se armaría el tiberio del<br />
siglo, y que los neos irían a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote.»<br />
Afortunadamente profirió estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los párrocos<br />
se hallaban enzarzados en la discusión teológica, indispensable complemento de todo convite<br />
patronal. Liados en ella, no prestó atención a lo que el médico decía ninguno de los que podían<br />
volvérselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Boán, ni el Arcipreste, que<br />
siendo más sordo que una tapia, resolvía las discusiones políticas a gritos, alzando el índice de la<br />
mano derecha como para invocar la cólera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corrían las<br />
fuentes de arroz con leche, canela y azúcar, y se agotaban las copas de tostado, llegaba a su<br />
periodo álgido la disputa, y se entreoían argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos.<br />
- Nego majorem...<br />
- Probo minorem.<br />
- Eh... Boán, que con mucho disimulo me estás echando abajo la gracia...<br />
- Compadre, cuidado... Si adelanta usted un poquito más nos vamos a encontrar con el libre<br />
albedrío perdido.<br />
- Cebre, mira que vas por mal camino: ¡mira que te marchas con Pelagio!<br />
- Yo a San Agustín me agarro, y no lo suelto.<br />
- Esa proposición puede admitirse simpliciter, pero tomándola en otro sentido... no cuela.<br />
- Citaré autoridades, todas las que se me pidan: ¿a que no me citas tú ni media docena? A ver.<br />
- Es sentir común de la Iglesia desde los primeros concilios.<br />
- Es punto opinable, ¡quoniam! A mí no me vengas a asustar tú con concilios ni concilias.<br />
-¿Querrás saber más que Santo Tomás?<br />
-¿Y tú querrás ponerte contra el Doctor de la gracia?<br />
-¡Nadie es capaz de rebatirme esto! Señores... la gracia...<br />
-¡Que nos despeñamos de vez! ¡Eso es herejía formal; es pelagianismo puro!<br />
- Qué entiendes tú, qué entiendes tú... Lo que tú censures, que me lo claven...<br />
- Que diga el señor Arcipreste... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor<br />
Arcipreste.<br />
El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el<br />
formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos,<br />
vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente<br />
distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos<br />
cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar<br />
una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la<br />
montaña.<br />
Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y<br />
al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y<br />
zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de<br />
Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del<br />
Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.<br />
Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la<br />
gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico-políticos que<br />
entonces corrían bajo el nombre de belenes. Celebrábalos el notario, particularmente cuando el<br />
médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden,<br />
manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los<br />
comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno<br />
por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas<br />
exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se<br />
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entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el<br />
país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para tumbar perdices, y sin que Julián<br />
adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la<br />
mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián<br />
señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según<br />
costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos<br />
de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó<br />
unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver<br />
aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en<br />
la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a echar completas; otros se<br />
escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la<br />
noche.<br />
Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los<br />
criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la<br />
comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo<br />
y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los<br />
perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de<br />
mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de<br />
algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna<br />
mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le<br />
pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado...<br />
-¿Quiere escotar un sueño? - preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.<br />
- No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la<br />
mesa... Conozco que soy a veces así... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan<br />
de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.<br />
- Pongo, pongo... Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas..., y hay<br />
que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.<br />
- Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la<br />
honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que<br />
ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los<br />
sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...?<br />
El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al<br />
mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra<br />
tanta rigidez.<br />
- Hay que tomar el mundo según viene... - murmuró filosóficamente -. Ser bueno es lo que<br />
importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y<br />
gasta las guasas que quiere... En teniendo la conciencia tranquila...<br />
- No, señor; no, señor; poco a poco - replicó acaloradamente Julián -. No sólo estamos obligados<br />
a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el<br />
escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene<br />
cura de almas.<br />
- También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo<br />
le señalase con el dedo... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le<br />
arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.<br />
Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en<br />
clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.<br />
- Eugenio, ¿es mi amigo?<br />
- Siempre, hombre, siempre - contestó afable y sinceramente el de Naya.<br />
- Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí... eso?<br />
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-¿Lo qué?<br />
- Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se<br />
lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le<br />
habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.<br />
- No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa... Ea, sosiéguese: a mí se me<br />
figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que<br />
no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy;<br />
pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán... Hombre,<br />
no hagamos tan estúpido al marqués.<br />
Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en<br />
par.<br />
- Pero... el señorito..., ¿qué tiene que ver el señorito...?<br />
El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil<br />
carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:<br />
- Luego el chiquillo... el Perucho...<br />
Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo<br />
de cuadros.<br />
- No se ofenda... - murmuraba entre risa y llanto -. No se ofenda porque me río así... Es que, de<br />
veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo... Esto es como<br />
las cosqui... cosquillas... involuntario...<br />
Aplacado el acceso de risa, añadió:<br />
- Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián...,<br />
pero esto pasa de castaño oscuro... ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es<br />
que quiere hacerse el bobo?<br />
-A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de<br />
averiguarlo antes? ¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero... usted está seguro<br />
de lo que dice?<br />
- Hombre... ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.<br />
-¡Qué sé yo! ¡Cuando uno no está en la malicia! Y el niño..., ¡infeliz criatura! El niño me da tanta<br />
compasión... Allí se cría como un morito... ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?<br />
- Bah... Esos hijos así, nacidos por detrás de la Iglesia... Luego, si uno oye a los de aquí y a los<br />
de allá... Cada cual dice lo que se le antoja... La moza es alegre como unas castañuelas; todo el<br />
mundo en las romerías le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a resolio, éste la<br />
saca a bailar, aquél la empuja... Se cuentan mil enredos... ¿Usted se ha fijado en el gaitero que<br />
tocó hoy en la misa?<br />
-¿Un buen mozo, con patillas?<br />
- Cabal. Le llaman el Gallo de mote. Pues dicen si la acompaña o no por los caminos...<br />
¡Historias!<br />
Por detrás de la tapia del huerto se oyó entonces vocerío alegre y argentinas carcajadas.<br />
- Son las primas... - dijo don Eugenio -. Van a la gaita, que está tocando en el crucero ahora.<br />
¿Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto... Ahí en casa unos rezan y otros<br />
juegan... Yo no rezo nunca sobre la comida.<br />
- Vamos allá - contestó Julián, que se había quedado ensimismado.<br />
- Nos sentaremos al pie del crucero.<br />
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- VII -<br />
Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad, por no haber<br />
reparado cosas de tanto bulto. Él era sencillo como la paloma; sólo que en este pícaro mundo<br />
también se necesita ser cauto como la serpiente... Ya no podía continuar en los Pazos... ¿Cómo<br />
volvía a vivir a cuestas de su madre, sin más emolumentos que la misa? ¿Y cómo dejaba así de<br />
golpe al señorito don Pedro, que le trataba tan llanamente? ¿Y la casa de Ulloa, que necesitaba<br />
un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero, ¿y su deber de sacerdote católico?<br />
Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanilla y cabrifollos<br />
despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la<br />
dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre<br />
naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto.<br />
-¡Dios sobre todo! - murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles<br />
angostas y encontrarse con gente a cada paso.<br />
Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de<br />
los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando<br />
oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a<br />
los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño.<br />
Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente<br />
a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa<br />
del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la<br />
brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin<br />
reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:<br />
-¡Señor don Pedro..., señor don Pedro!<br />
Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón,<br />
jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar<br />
su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:<br />
-¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o<br />
te levanto con la escopeta!<br />
Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía<br />
aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el<br />
atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le<br />
caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo,<br />
se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco<br />
verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la<br />
intrépida bailadora.<br />
-¡La cena he dicho! - repitió brutalmente don Pedro.<br />
Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le<br />
tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se<br />
acercó entonces, y mudando de tono, preguntó:<br />
-¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?<br />
Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando<br />
entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a<br />
Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa<br />
de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del<br />
chiquillo, mojando un pañuelo en agua, y atándolo con cuidado indecible sobre la<br />
descalabradura.<br />
- A ver cómo lo cuidas... - gritó dirigiéndose a Sabel -. Y cómo haces la cena en un vuelo... ¡Yo<br />
te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!<br />
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Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha<br />
tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía tener alguna dolorosa contusión. En<br />
voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:<br />
- Busque quien le haga la cena..., y quien esté aquí... Yo me voy, me voy, me voy, me voy...<br />
Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.<br />
-¿Qué dices, bribona?<br />
- Que me voy, que me voy... A mi casita pobre... ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi<br />
alma!<br />
Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los<br />
dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje<br />
entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía<br />
rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus<br />
lágrimas.<br />
-¿No oyes lo que te dice el señorito? - preguntó sosegadamente el padre a la hija.<br />
- Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go - tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.<br />
- Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te<br />
ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.<br />
Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por<br />
alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja<br />
de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún<br />
la escopeta en la mano: cogiósela respetuosamente Primitivo, y la llevó al sitio de costumbre.<br />
Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.<br />
- Señor marqués..., ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena... Nos<br />
pasearemos por el huerto...<br />
Y para sus adentros pensaba:<br />
«En el huerto le digo que me voy también... No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa.»<br />
Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles<br />
se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta<br />
mucho a decir cosas difíciles.<br />
- Señor marqués, yo siento tener que advertirle...<br />
Volvióse el marqués bruscamente.<br />
- Ya sé..., ¡chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos<br />
en que el hombre no es dueño de sí... Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres...<br />
Francamente, don Julián, según ellas sean... ¡Hay mujeres de mujeres, caramba..., y ciertas cosas<br />
acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al<br />
chiquillo.<br />
- Yo no me refería a eso... - murmuró Julián -. Pero si quiere que le hable con el corazón en la<br />
mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie... Y por la tardanza de la cena,<br />
no merece...<br />
-¡La tardanza de la cena! - pronunció el señorito -. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta<br />
pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si<br />
esa mala hembra no tuviese otras mañas...! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el<br />
día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a<br />
la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña?<br />
¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no<br />
haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!<br />
Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces.<br />
Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.<br />
- Señor marqués - murmuró -, dispénseme la libertad que me tomo... Una persona de su clase no<br />
se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada... La gente es maliciosa, y<br />
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pensará que usted trata con esa chica... Digo pensará Ya lo piensa todo el mundo... Y el caso es<br />
que yo..., vamos..., no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un<br />
cristiano en concubinato... Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el<br />
escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme<br />
que hace tiempo no tuve un disgusto igual.<br />
El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.<br />
- Leria, leria... - murmuró -. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez... No<br />
me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio!, el que más y el que menos es<br />
hombre como todos.<br />
- Yo soy un pecador - replicó Julián -, solamente que veo claro en este asunto, y por los favores<br />
que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Señor marqués,<br />
con franqueza, ¿no le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría y a su<br />
nacimiento! ¡Una triste criada de cocina!<br />
Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto.<br />
-¡Una bribona desorejada, que es lo peor! - exclamó el marqués después de un rato de silencio -<br />
Oiga usted... - añadió arrimándose a un castaño -. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja<br />
de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la<br />
aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos así (y agarraba una rama del castaño<br />
triturándola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me están saqueando, me comen vivo..., y<br />
cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los<br />
que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos<br />
como a una culebra!<br />
Julián oía estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el<br />
diablo sus redes.<br />
- Pero, señor... - balbució -. Si usted mismo lo conoce y lo comprende...<br />
-¿Pues no lo he de comprender? ¿Soy estúpido acaso para no ver que esa desvergonzada huye de<br />
mí, y cada día tengo que cazarla como a una liebre? ¡Sólo está contenta entre los demás<br />
labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A mí me detesta. A<br />
la hora menos pensada me envenenará.<br />
- Señor marqués, ¡yo me pasmo! - arguyó el capellán eficazmente -. ¡Que usted se apure por una<br />
cosa tan fácil de arreglar! ¿Tiene más que poner a semejante mujer en la calle?<br />
Como ambos interlocutores se habían acostumbrado a la oscuridad, no sólo vio Julián que el<br />
marqués meneaba la cabeza, sino que torcía el gesto.<br />
- Bien se habla... - pronunció sordamente -. Decir es una cosa y hacer es otra... Las dificultades<br />
se tocan en la práctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a<br />
servirme. Su padre... ¿Usted no lo creerá? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas de que a<br />
la que entre aquí en marchándose su hija, le mete él una perdigonada en los lomos... Y saben que<br />
es hombre para hacerlo como lo dice. Un día cogí yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta<br />
de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingió enfermo, y<br />
estuve una semana comiendo en la rectoral y haciéndome la cama yo mismo... Y tuve que pedirle<br />
a Sabel, de favor, que volviese... Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa<br />
que traen alrededor son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo<br />
ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se<br />
beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les<br />
suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo<br />
sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos<br />
hay un rebaño de bueyes y terneros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con<br />
mi dinero, eso sí, pero luego se dan a parcería y no se me rinden cuentas jamás...<br />
-¿Por qué no pone otro mayordomo?<br />
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-¡Ay, ay, ay! ¡Como quien no dice nada! Una de dos: o sería hechura de Primitivo y entonces<br />
estábamos en lo mismo, o Primitivo le largaría un tiro en la barriga... Y si hemos de decir verdad,<br />
Primitivo no es mayordomo... Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en mí;<br />
pero yo no le he dado jamás semejante mayordomía... Aquí el mayordomo fue siempre el<br />
capellán... Ese Primitivo no sabrá casi leer ni escribir; pero es más listo que una centella, y ya en<br />
vida del tío Gabriel se echaba mano de él para todo... Mire usted, lo cierto es que el día que él se<br />
cruza de brazos, se encuentra uno colgadito... No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene<br />
igual; a mí me faltarían los pies y las manos si me faltase Primitivo... Pero en los demás asuntos<br />
es igual... Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se valía sin él; y usted, que también ha<br />
venido en concepto de administrador, séame franco: ¿ha podido usted amañarse solo?<br />
- La verdad es que no - declaró Julián humildemente -. Pero con el tiempo..., la práctica...<br />
-¡Bah, bah! A usted no le obedecerá ni le hará caso jamás ningún paisano, porque es usted un<br />
infeliz; es usted demasiado bonachón. Ellos necesitan gente que conozca sus máculas y les dé<br />
ciento de ventaja en picardía.<br />
Por depresiva que fuese para el amor propio del capellán la observación, hubo de reconocer su<br />
exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la<br />
victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugirió la siguiente perogrullada:<br />
- Pero, señor marqués..., ¿por qué no sale un poco al pueblo? ¿No sería ése el mejor modo de<br />
desenredarse? Me admiro de que un señorito como usted pueda aguantar todo el año aquí, sin<br />
moverse de estas montañas fieras... ¿No se aburre?<br />
El marqués miraba al suelo, aun cuando en él no había cosa digna de verse. La idea del capellán<br />
no le cogía de sorpresa.<br />
-¡Salir de aquí! - exclamó -. ¿Y a dónde demontre se va uno? Siquiera aquí, mal o bien, es uno el<br />
rey de la comarca... El tío Gabriel me lo decía mil veces: las personas decentes, en las<br />
poblaciones, no se distinguen de los zapateros... Un zapatero que se hace millonario metiendo y<br />
sacando la lesna, se sube encima de cualquier señor, de los que lo somos de padres a hijos... Yo<br />
estoy muy acostumbrado a pisar tierra mía y a andar entre árboles que corto si se me antoja.<br />
- Pero al fin, señorito, ¡aquí le manda Primitivo!<br />
- Bah... A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapiés, si se me hinchan las narices, sin<br />
que el juez me venga a empapelar... No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que<br />
lo haría si quisiese. ¿Cree usted que Sabel irá a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy?<br />
Esta lógica de la barbarie confundía a Julián.<br />
- Señor, yo no le digo que deje esto... Únicamente, que salga una temporadita, a ver cómo le<br />
prueba... Apartándose usted de aquí algún tiempo, no sería difícil que Sabel se casase con<br />
persona de su esfera, y que usted también encontrase una conveniencia arreglada a su calidad,<br />
una esposa legítima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el<br />
hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que<br />
abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito? - exclamó,<br />
juntando las manos -. ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas!<br />
A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.<br />
-¿Y cree usted, santo de Dios, que no se me había ocurrido a mí? ¿Piensa usted que no sueño<br />
todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que<br />
continúe el nombre de la casa..., que herede esto cuando yo me muera... y que se llame Pedro<br />
Moscoso, como yo?<br />
Al decir esto golpeábase el marqués su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de él quisiese<br />
hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Julián, lleno de esperanza, iba a animarle<br />
en tan buenos propósitos; pero se estremeció de repente, pues creyó sentir a sus espaldas un<br />
rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza.<br />
-¿Qué es eso? - exclamó volviéndose -. Parece que anda por aquí el zorro.<br />
El marqués le cogió del brazo.<br />
29
- Primitivo... - articuló en voz baja y ahogada de ira -. Primitivo que nos atisbará hace un cuarto<br />
de hora, oyendo la conversación... Ya está usted fresco... Nos hemos lucido... ¡Me valga Dios y<br />
los santos de la corte celestial! También a mí se me acaba la cuerda. ¡Vale más ir a presidio que<br />
llevar esta vida!<br />
- VIII -<br />
Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos,<br />
Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un<br />
pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y<br />
esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo<br />
sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo<br />
enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje<br />
ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados<br />
y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella<br />
dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser!<br />
Dios nos lleva y trae según sus fines... No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien<br />
lo arrojaba del paraíso... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla... Estuvo<br />
próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.<br />
Se volvió... ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado<br />
también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor,<br />
trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco,<br />
hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con<br />
veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián... y<br />
la sangre le dio gozoso vuelco.<br />
-¡Señorito...!<br />
- Ea, despachar, que corre prisa... Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar<br />
a Cebre antes de mediodía.<br />
-¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta.<br />
¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto...<br />
-¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo,<br />
y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas... Si ahora me<br />
desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y<br />
ponga el aparejo a la borrica.<br />
En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó<br />
otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:<br />
- Vamos a ver, ¿qué ocurre?<br />
- La yegua - respondió Primitivo sin alzar la voz - no sirve para el camino.<br />
-¿Por qué razón? ¿Puede saberse?<br />
- Está sin una ferradura siquiera - declaró serenamente el cazador.<br />
-¡Mal rayo que te parta! - vociferó el marqués echando fuego por los ojos -. ¡Ahora me dices eso!<br />
¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los<br />
días?<br />
- Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy...<br />
- Señor - intervino Julián -, yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la<br />
burra.<br />
30
- Tampoco hay burra - objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz<br />
broncínea.<br />
-¿Que... no... hay... bu... rraaaaa? - articuló, apretando los puños, don Pedro -. ¿Que no... la...<br />
hayyy? A ver, a ver... Repíteme eso, en mi cara.<br />
El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.<br />
- No hay burra.<br />
-¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos<br />
a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!<br />
Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.<br />
- Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?<br />
- Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas... Puede el señorito<br />
verla.<br />
Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le<br />
seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión<br />
del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las<br />
orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había<br />
coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de<br />
telarañas impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al<br />
marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los<br />
mesó y refregó con furia, exclamando:<br />
- Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma...<br />
Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo.<br />
Don Pedro se volvió hacia éste.<br />
- Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián... Volando... Nos vamos a pie hasta<br />
Cebre... Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.<br />
Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar<br />
ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:<br />
- Vas con el señorito.<br />
Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la<br />
ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro<br />
cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.<br />
- Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no<br />
se ve... Ya andan allá los leñadores... Pero sin mí, no se desenvuelven...<br />
Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto<br />
la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la<br />
partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame.» Presintió resistencias, y pensó<br />
para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso...<br />
Y si cree que puede conmigo...»<br />
Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía<br />
advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.<br />
-¿Qué estará rumiando este zorro? - cavilaba el señorito -. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues<br />
como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.<br />
Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba<br />
sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y<br />
se dirigió a la cocina.<br />
-¡Sabel! - gritó -. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.<br />
Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el<br />
pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y<br />
flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor.<br />
Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.<br />
31
- Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera... Por las mañanas...<br />
- Vámonos, vámonos... - apremió el marqués desde la puerta, como si recelase entrar junto a la<br />
mujer y el niño -. Hace falta el tiempo... Se nos va a marchar el coche.<br />
Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la más leve señal, pues se volvió<br />
con gran sosiego a sus potes y trébedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a<br />
Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenido por la<br />
muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda<br />
abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno<br />
quebrado, y el señorito podía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni<br />
una liebre brincaría por allí sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo<br />
con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba<br />
llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía<br />
interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos,<br />
detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló<br />
más atento.<br />
Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí el arbolado se espesaba, y se<br />
dificultaba la precaución. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el<br />
camino más agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe<br />
reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareaban los castaños. Más adelante, silencio<br />
total. El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose<br />
velada y cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico, la cruz a la cual<br />
iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de un crimen, y preguntó:<br />
-¿Señorito?<br />
-¿Eh? - murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.<br />
- Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera. ¿Por qué fue, señorito?<br />
¿Alguna venganza?<br />
- Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria - respondió secamente don Pedro, que se<br />
hacía todo ojos para inspeccionar los matorrales.<br />
La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el Padre nuestro acostumbrado, muy<br />
bajito. Iba delante, y el señorito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se<br />
habían adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la<br />
taberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un<br />
cuerpo, necesitábanse realmente sentidos de cazador. El señorito lo percibió, aunque tenue,<br />
clarísimo, y vio el cañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perdería el<br />
disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Julián. La sorpresa estuvo a<br />
punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de<br />
tiempo inapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su<br />
vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, la bala se cruzaría casi con otra bala justiciera.<br />
La situación duró pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus<br />
fuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó el marqués el roce del follaje<br />
al bajarse el cañón que amenazaba a Julián, y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja<br />
escopeta certera, remendada con cordeles. Julián precipitó el Gloria Patri para decirle en tono<br />
cortés:<br />
- Hola... ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?<br />
- Sí, señor - contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca el de una estatua de<br />
fundición -. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aquí a Cebre sale algo que tumbar...<br />
- Dame esa escopeta, Primitivo - ordenó don Pedro -. Estoy oyendo cantar la codorniz ahí, que<br />
no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina.<br />
Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, y disparó. Volaron hojas y<br />
pedazos de rama de un roble próximo, aunque ninguna codorniz cayó herida.<br />
32
-¡Marró! - exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras para sí discurría: «No era<br />
bala, eran postas... Le quería meter grajea de plomo en el cuerpo... ¡Claro, con bala era más<br />
escandaloso, más alarmante para la justicia. Es zorro fino!»<br />
Y en voz alta:<br />
- No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el<br />
paso. Marcha delante, enséñanos el atajo hasta Cebre.<br />
-¿No lo sabe el señorito?<br />
- Sí tal, pero a veces me distraigo.<br />
- IX -<br />
Como ya dos veces había repicado la campanilla y los criados no llevaban trazas de abrir, las<br />
señoritas de la Lage, suponiendo que a horas tan tempranas no vendría nadie de cumplido,<br />
bajaron en persona y en grupo a abrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas<br />
fachas. Así es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, que les decía<br />
campechanamente:<br />
-¿A que nadie me conoce aquí?<br />
Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda de todas, frisando al parecer<br />
en los veinte años, murmuró:<br />
- De fijo que es el primo Perucho Moscoso.<br />
-¡Bravo! - exclamó don Pedro -. ¡Aquí está la más lista de la familia!<br />
Y adelantándose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella, hurtando el cuerpo, le<br />
tendió una manecita fresca, recién lavada con agua y colonia. En seguida se entró por la casa<br />
gritando:<br />
-¡Papá!, ¡papá! ¡Está aquí el primo Perucho!<br />
El piso retembló bajo unos pasos elefantinos... Apareció el señor de la Lage, llenando con su<br />
volumen la antesala, y don Pedro abrazó a su tío, que le llevó casi en volandas al salón. Julián,<br />
que por no malograr la sorpresa de la aparición del primo se había quedado oculto detrás de la<br />
puerta, salía riendo del escondite, muy embromado por las señoritas, que afirmaban que estaba<br />
gordísimo, y se escurría por el corredor, en busca de su madre.<br />
Viéndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el señor de la Lage y su sobrino<br />
carnal: la misma estatura prócer, las mismas proporciones amplias, la misma abundancia de<br />
hueso y fibra, la misma barba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armonía de<br />
complexión titánica, fortalecida por el aire libre y los ejercicios corporales, en el tío era<br />
exuberancia y plétora; condenado a una vida sedentaria, se advertía que le sobraba sangre y<br />
carne, de la cual no sabía qué hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad se desbordaba<br />
por todos lados; cada pie suyo parecía una lancha, cada mano un mazo de carpintero. Se ahogaba<br />
con los trajes de paseo; no cabía en las habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del<br />
teatro, y en misa repartía codazos para disponer de más sitio. Magnífico ejemplar de una raza<br />
apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil<br />
ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y<br />
nada hace. ¡Oh dolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubiera dado en<br />
qué entender a los arqueólogos e historiadores del XIX.<br />
Mostró admirarse de la buena presencia del sobrino y le habló llanotamente, para inspirarle<br />
confianza.<br />
-¡Muchacho, muchacho! ¿A dónde vas con tanto doblar? Cuidado que estás más hombre que<br />
yo... Siempre te imitaste más a Gabriel y a mí que a tu madre que santa gloria haya... Lo que es<br />
con tu padre, ni esto... No saliste Moscoso, ni Cabreira, chico; saliste Pardo por los cuatro<br />
costados. Ya habrás visto a tus primas, ¿eh? Chiquillas, ¿qué le decís al primo?<br />
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-¿Qué me dicen? Me han recibido como a la persona de más cumplimiento... A ésta le quise dar<br />
un abrazo, y ella me alargó la mano muy fina.<br />
-¡Qué borregas! ¡Marías Remilgos! A ver cómo abrazáis todas al primo, inmediatamente.<br />
La primera que se adelantó a cumplir la orden fue la mayor. Al estrecharla, don Pedro no pudo<br />
dejar de notar las bizarras proporciones del bello bulto humano que oprimía. ¡Una real moza, la<br />
primita mayor!<br />
-¿Tú eres Rita, si no me equivoco? - preguntó risueño -. Tengo muy mala memoria para nombres<br />
y puede que os confunda.<br />
- Rita, para servirte... - respondió con igual amabilidad la prima -. Y ésta es Manolita, y ésta es<br />
Carmen, y aquélla es Nucha...<br />
- Sttt... Poquito a poco... Me lo iréis repitiendo conforme os abrace.<br />
Dos primas vinieron a pagar el tributo, diciendo festivamente:<br />
- Yo soy Manolita, para servir a usted.<br />
- Yo, Carmen, para lo que usted guste mandar.<br />
Allá entre los pliegues de una cortina de damasco se escondía la tercera, como si quisiese<br />
esquivar la ceremonia afectuosa; pero no le valió la treta, antes su retraimiento incitó al primo a<br />
exclamar:<br />
-¿Doña Hucha, o como te llames?... Cuidadito conmigo..., se me debe un abrazo...<br />
- Me llamo Marcelina, hombre... Pero éstas me llaman siempre Marcelinucha o Nucha...<br />
Costábale trabajo resolverse, y permanecía refugiada en el rojo dosel de la cortina, cruzando las<br />
manos sobre el peinador de percal blanco, que rayaban con doble y largo trazo, como de tinta,<br />
sus sueltas trenzas. El padre la empujó bruscamente, y la chica vino a caer contra el primo, toda<br />
ruborizada, recibiendo un apretón en regla, amén de un frote de barbas que la obligó a ocultar el<br />
rostro en la pechera del marqués.<br />
Hechas así las amistades, entablaron el señor de la Lage y su sobrino la imprescindible<br />
conversación referente al viaje, sus causas, incidentes y peripecias. No explicaba muy<br />
satisfactoriamente el sobrino su impensada venida: pch... ganas de espilirse... Cansa estar<br />
siempre solo... Gusta la variación... No insistió el tío, pensando para su chaleco: «Ya Julián me<br />
lo contará todo.»<br />
Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, si acariciaba tiempo hacía allá en su<br />
interior, jamás se le había presentado tan clara y halagüeña como entonces. ¡Qué mejor esposo<br />
podían desear sus hijas que el primo Ulloa! Entre los numerosos ejemplares del tipo del padre<br />
que desea colocar a sus niñas, ninguno más vehemente que don Manuel Pardo, en cuanto a la<br />
voluntad, pero ninguno más reservado en el modo y forma. Porque aquel hidalgo de cepa vieja<br />
sentía a la vez gana ardentísima de casar a las chiquillas y un orgullo de raza tan exaltado, bajo<br />
engañosas apariencias de llaneza, que no sólo le vedaba descender a ningún ardid de los usuales<br />
en padres casamenteros, sino que le imponía suma rigidez y escrúpulo en la elección de sus<br />
relaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes traía como encastilladas y aisladas, no<br />
llevándolas sino de pascuas a ramos a diversiones públicas. Las señoritas de la Lage, discurría<br />
don Manuel, deben casarse, y sería contrario al orden providencial que no apareciese tronco en<br />
que injertar dignamente los retoños de tan noble estirpe; pero antes se queden para vestir<br />
imágenes que unirse con cualquiera, con el teniente que está de guarnición, con el comerciante<br />
que medra midiendo paño, con el médico que toma el pulso; eso sería, ¡vive Dios!, profanación<br />
indigna; las señoritas de la Lage sólo pueden dar su mano a quien se les iguale en calidad. Así<br />
pues, don Manuel, que se desdeñaría de tender redes a un ricachón plebeyo, se propuso<br />
inmediatamente hacer cuanto estuviese en su mano para que su sobrino pasase a yerno, como el<br />
Sandoval de la zarzuela.<br />
¿Conformaban las primitas con las opiniones de su padre? Lo cierto es que, apenas el primo se<br />
sentó a platicar con don Manuel, cada niña se escurrió bonitamente, ya a arreglar su tocado, ya a<br />
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prevenir alojamiento al forastero y platos selectos para la mesa. Se convino en que el primo se<br />
quedaba hospedado allí, y se envió por la maleta a la posada.<br />
Fue la comida alegre en extremo. Rápidamente se había establecido entre don Pedro y las<br />
señoritas de la Lage el género de familiaridad inherente al parentesco en grado prohibido pero<br />
dispensable: familiaridad que se diferencia de la fraternal en que la sazona y condimenta un<br />
picante polvito de hostilidad, germen de graciosas y galantes escaramuzas. Cruzábase en la mesa<br />
vivo tiroteo de bromas, piropos, que entre los dos sexos suele preludiar a más serios combates.<br />
- Primo, me extraña mucho que estando a mi lado no me sirvas el agua.<br />
- Los aldeanos no entendemos de política: ve enseñándome un poco, que por tener maestras así...<br />
- Glotón, ¿quién te da permiso para repetir?<br />
- El plato está tan rico, que supongo que es obra tuya.<br />
-¡Vaya unas ilusiones! Ha sido la cocinera. Yo no guiso para ti. Te fastidiaste.<br />
- Prima, esta yemecita. Por mí.<br />
- No me robes del plato, goloso. Que no te lo doy, ea. ¿No tienes ahí la fuente?<br />
-¿A que te lo atrapo? Cuando más descuidada estés...<br />
-¿A que no?<br />
Y la prima se levantaba y echaba a correr con su plato en las manos, para evitar el hurto de un<br />
merengue o de media manzana, y el juego se celebraba con estrepitosas carcajadas, como si<br />
fuese el paso más gracioso del mundo. Las mantenedoras de este torneo eran Rita y Manolita, las<br />
dos mayores; en cuanto a Nucha y Carmen, se encerraban en los términos de una cordialidad<br />
mesurada, presenciando y riendo las bromas, pero sin tomar parte activa en ellas, con la<br />
diferencia de que en el rostro de Carmen, la más joven, se notaba una melancolía perenne, una<br />
preocupación dominante, y en el de Nucha se advertía tan sólo gravedad natural, no exenta de<br />
placidez.<br />
Hállabase don Pedro en sus glorias. Al resolverse a emprender el viaje, receló que las primas<br />
fuesen algunas señoritas muy cumplimenteras y espetadas, cosa que a él le pondría en un brete,<br />
por serle extrañas las fórmulas del trato ceremonioso con damas de calidad, clase de perdices<br />
blancas que nunca había cazado; mas aquel recibimiento franco le devolvió al punto su aplomo.<br />
Animado, y con la cálida sangre despierta, consideraba a las primitas una por una, calculando a<br />
cuál arrojaría el pañuelo. La menor no hay duda que era muy linda, blanca con cabos negros, alta<br />
y esbelta, pero la mal disimulada pasión de ánimo, las cárdenas ojeras, amenguaban su atractivo<br />
para don Pedro, que no estaba por romanticismos. En cuanto a la tercera, Nucha, asemejábase<br />
bastante a la menor, sólo que en feo: sus ojos, de magnífico tamaño, negros también como<br />
moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor<br />
especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepción de la boca, que era<br />
una miniatura. En suma, pocos encantos físicos, al menos para los que se pagan de la cantidad y<br />
morbidez en esta nuestra envoltura de barro. Manolita ofrecía otro tipo distinto, admirándose en<br />
ella lozanas carnes y suma gracia, unida a un defecto que para muchos es aumento singular de<br />
perfección en la mujer, y a otros, verbigracia a don Pedro, les inspira repulsión: un carácter<br />
masculino mezclado a los hechizos femeniles, un bozo que iba pasando a bigote, una<br />
prolongación del nacimiento del pelo sobre la oreja que, descendiendo a lo largo de la<br />
mandíbula, quería ser, más que suave patilla, atrevida barba. A la que no se podían poner tachas<br />
era a Rita, la hermana mayor. Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza<br />
del rostro como la cumplida proporción del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la<br />
cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa<br />
persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para<br />
encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del<br />
nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la<br />
numerosa y masculina prole que debía rendir; bien como el agricultor que ante un terreno fértil<br />
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no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, pero calcula aproximadamente la cosecha que<br />
podrá rendir al terminarse el estío.<br />
Pasaron al salón después de la comida, para la cual las muchachas se habían emperejilado.<br />
Enseñaron a don Pedro infinidad de quisicosas: estereóscopos, álbumes de fotografías, que eran<br />
entonces objetos muy elegantes y nada comunes. Rita y Manolita obligaban al primo a fijarse en<br />
los retratos que las representaban apoyadas en una silla o en una columna, actitud clásica que por<br />
aquel tiempo imponían los fotógrafos; y Nucha, abriendo un álbum chiquito, se lo puso delante a<br />
don Pedro, preguntándole afanosamente:<br />
-¿Le conoces?<br />
Era un muchacho como de diecisiete años, rapado, con uniforme de alumno de la Academia de<br />
artillería, parecidísimo a Nucha y a Carmen cuanto puede parecerse un pelón a dos señoritas con<br />
buenas trenzas de pelo.<br />
- Es mi niño - afirmó Nucha muy grave.<br />
-¿Tu niño?<br />
Riéronse las otras hermanas a carcajadas, y don Pedro exclamó cayendo en la cuenta:<br />
-¡Bah!, ya sé. Es vuestro hermano, mi señor primo, el mayorazgo de la Lage, Gabrieliño.<br />
- Pues claro: ¿quién había de ser? Pero esa Nucha le quiere tanto, que siempre le llama su niño.<br />
Nucha, corroborando el aserto, se inclinó y besó el retrato, con tan apasionada ternura, que allá<br />
en Segovia el pobre alumno, víctima quizá de los rigores de la cruel novatada, debió sentir en la<br />
mejilla y el corazón una cosa dulce y caliente.<br />
Cuando Carmen, la tristona, vio a sus hermanas entretenidas, se escabulló del salón, donde ya no<br />
apareció más. Agotado todo lo que en el salón había que enseñar al primo, le mostraron la casa<br />
desde el desván hasta la leñera: un caserón antiguo, espacioso y destartalado, como aún quedan<br />
muchos en la monumental Compostela, digno hermano urbano de los rurales Pazos de Ulloa. En<br />
su fachada severa desafinaba una galería de nuevo cuño, ideada por don Manuel Pardo de la<br />
Lage, que tenía el costoso vicio de hacer obras. Semejante solecismo arquitectónico era el<br />
quitapesares de las señoritas de Pardo; allí se las encontraba siempre, posadas como pájaros en<br />
rama favorita, allí hacían labor, allí tenían un breve jardín, contenido en macetas y cajones, allí<br />
colgaban jaulas de canarios y jilgueros; tal vez no parasen en esto los buenos oficios de la galería<br />
dichosa. Lo cierto es que en ella encontraron a Carmen, asomada y mirando a la calle, tan<br />
absorta que no sintió llegar a sus hermanas. Nucha le tiró del vestido; la muchacha se volvió,<br />
pudiendo notarse que tenía unas vislumbres de rosa en las mejillas, descoloridas de ordinario.<br />
Hablóle Nucha vivamente al oído, y Carmen se apartó del encristalado antepecho, siempre muda<br />
y preocupada. Rita no cesaba de explicar al primo mil particularidades.<br />
- Desde aquí se ven las mejores calles... Ése es el Preguntoiro; por ahí pasa mucha gente...<br />
Aquella torre es la de la Catedral... ¿Y tú no has ido a la Catedral todavía? ¿Pero de veras no le<br />
has rezado un Credo al Santo Apóstol, judío? - exclamaba la chica vertiendo provocativa luz de<br />
sus pupilas radiantes -. Vaya, vaya... Tengo yo que llevarte allí, para que conozcas al Santo y lo<br />
abraces muy apretadito... ¿Tampoco has visto aún el Casino?, ¿la Alameda?, ¿la Universidad?<br />
¡Señor! ¡Si no has visto nada!<br />
- No, hija... Ya sabes que soy un pobre aldeano... y he llegado ayer al anochecer. No hice más<br />
que acostarme.<br />
-¿Por qué no te viniste acá en derechura, descastado?<br />
-¿A alborotaros la casa de noche? Aunque salgo de entre tojos, no soy tan mal criado como todo<br />
eso.<br />
- Vamos, pues hoy tienes que ver alguna notabilidad... Y no faltar al paseo... Hay chicas muy<br />
guapas.<br />
- De eso ya me he enterado, sin molestarme en ir a la Alameda - contestó el primo echando a<br />
Rita una miradaza que ella resistió con intrepidez notoria, y pagó sin esquivez alguna.<br />
36
- X -<br />
Y en efecto, le fueron enseñadas al marqués de Ulloa multitud de cosas que no le importaban<br />
mayormente. Nada le agradó, y experimentó mil decepciones, como suele acontecer a las gentes<br />
habituadas a vivir en el campo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareciéronle, y con<br />
razón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, húmedas las paredes,<br />
viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño el circuito de la ciudad, postrado su comercio y<br />
solitarios casi siempre sus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede<br />
enamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en<br />
monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lo mismo que de griego o latín. ¡Piedras<br />
mohosas! Ya le bastaban las de los Pazos. Nótese cómo un hidalgo campesino de muy rancio<br />
criterio se hallaba al nivel de los demócratas más vandálicos y demoledores. A pesar de conocer<br />
a Orense y haber estado en Santiago cuando niño, discurría y fantaseaba a su modo lo que debe<br />
ser una ciudad moderna: calles anchas, mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y<br />
flamante, gran policía, ¿qué menos puede ofrecer la civilización a sus esclavos? Es cierto que<br />
Santiago poseía dos o tres edificios espaciosos, la Catedral, el Consistorio, San Martín... Pero en<br />
ellos existían cosas muy sin razón ponderadas, en concepto del marqués: por ejemplo, la Gloria<br />
de la Catedral. ¡Vaya unos santos más mal hechos y unas santas más flacuchas y sin forma<br />
humana!, ¡unas columnas más toscamente esculpidas! Sería de ver a alguno de estos sabios que<br />
escudriñan el sentido de un monumento religioso, consagrándose a la tarea de demostrar a don<br />
Pedro que el pórtico de la Gloria encierra alta poesía y profundo simbolismo. ¡Simbolismo!<br />
¡Jerigonzas! El pórtico estaba muy mal labrado, y las figuras parecían pasadas por tamiz. Por<br />
fuerza las artes andaban atrasadísimas en aquellos tiempos de maricastaña. Total, que de los<br />
monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita.<br />
La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolienta ciudad universitaria, y<br />
todas las tardes había lucido paseo bajo los árboles de la Alameda. Carmen y Nucha solían ir<br />
delante, y las seguían Rita y Manolita, acompañadas por su primo; el padre cubría la retaguardia<br />
conversando con algún señor mayor, de los muchos que existen en el pueblo compostelano,<br />
donde por ley de afinidad parece abundar más que en otras partes la gente provecta. A menudo<br />
se arrimaba a Manolita un señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo y<br />
exageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de la Formoseda y estudiaba<br />
derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le veía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el<br />
señorito de la Formoseda de muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal. No era éste el<br />
único mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A las primeras de cambio notó<br />
don Pedro que así por los tortuosos y lóbregos soportales de la Rúa del Villar, como por las<br />
frondosidades de la Alameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven, melenudo,<br />
enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo. Aquel hombre parecía la sombra de las<br />
muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al<br />
surgir detrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de<br />
Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban señales<br />
de inquietud y desagrado.<br />
Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no debía tener<br />
ningún adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le<br />
hacía caso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecía revestirse de gravedad<br />
ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdía ripio coqueteando con el señorito de la<br />
Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los<br />
demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía<br />
con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó de dar en qué pensar al marqués de Ulloa, el cual,<br />
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tal vez por contarse en el número de los hombres fácilmente atraídos por las mujeres vivarachas,<br />
tenía de ellas opinión detestable y para sus adentros la expresaba en términos muy crudos.<br />
Dormían en habitaciones contiguas Julián y el marqués, pues Julián, desde su ordenación, había<br />
ascendido de categoría en la casa, y mientras la madre continuaba desempeñando las funciones<br />
de ama de llaves y dueña, el hijo comía con los señores, ocupaba un cuarto de importancia, y era<br />
tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protección, al menos<br />
con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqués se le entraba en el<br />
dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversación ofrecía pocos lances, pues siempre<br />
versaba sobre el mismo proyecto. Decía don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto<br />
a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a tomar estado, idea que antes le parecía irrealizable.<br />
Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y<br />
mutaciones - achaque propio de egoístas - y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior<br />
o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario.<br />
Agradaba la plática a Julián. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parecían tan<br />
naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no podían ser mejores ni más para en una;<br />
las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichosísimo, porque así<br />
redimía el marqués su alma de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas.<br />
Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se<br />
atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.<br />
- Rita es una gran moza... - decía éste explayándose -. Parece sana como una manzana, y los<br />
hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.<br />
¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:<br />
- La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios...<br />
Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso<br />
para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del<br />
señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.<br />
-¿Sabe usted - insinuó don Pedro - que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo<br />
va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen... juraría que toma<br />
varas.<br />
-¿Que toma varas? - repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.<br />
- Sí, hombre..., que se deja querer, vamos... Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las<br />
gaste con el primero que llega.<br />
-¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero<br />
no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre...<br />
Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para<br />
que cantase:<br />
- Don Julián, aquí no valen misterios... Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y<br />
cómo... Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por<br />
liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted<br />
no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita... Rita<br />
es mayor que usted, ¿no es verdad?<br />
- Sí, señor - respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad -. La señorita<br />
Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años... Después viene la señorita Manolita y la<br />
señorita Marcelina, que son seguidas..., veintitrés y veintidós... porque en medio murieron dos<br />
niños varones..., y luego la señorita Carmen, veinte... Cuando nació el señorito Gabriel, que<br />
andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión,<br />
porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.<br />
- Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.<br />
- Señorito, a la verdad... Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los<br />
señores, porque mi clase era otra muy distinta... Y mi madre, que era muy piadosa, no me<br />
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permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada... por razones de decoro... ¡Ya usted<br />
me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas...<br />
buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario...<br />
-¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos...? Harto estará usted de saber cosas de las chicas.<br />
Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado... ¡Ajá! ¡Por ahí<br />
vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas...!<br />
Julián se tornó purpúreo. ¡Que si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su<br />
llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su<br />
hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones<br />
graves y religiosos pueden conferirse... Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres<br />
envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de<br />
buen consejo, v. g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas<br />
elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su<br />
modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y<br />
compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que<br />
«personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen?<br />
Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y<br />
otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en<br />
casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un<br />
herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la<br />
comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se<br />
aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la<br />
señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se<br />
determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas<br />
indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo<br />
más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto<br />
podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.<br />
- Señorito... - balbució -. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada;<br />
pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo..., que mi<br />
agradecimiento a esta familia me pondría..., vamos... como si dijéramos... una mordaza...<br />
Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.<br />
- No traduzca mis palabras, señorito... Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca<br />
habilidad para explicarme.<br />
-¿Según eso - preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán -, usted juzga que no hay<br />
absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted a todas unas señoritas<br />
intachables... perfectísimas... que me convienen para casarme? ¿Eh?<br />
Meditó Julián antes de responder.<br />
- Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón... francamente, aunque<br />
las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego..., me<br />
quedaría con la señorita Marcelina.<br />
-¡Hombre! Es algo bizca... y flaca... Sólo tiene buen pelo y buen genio.<br />
- Señorito, es una alhaja.<br />
- Será como las demás.<br />
- Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una<br />
formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no<br />
hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que<br />
era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más<br />
delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso<br />
la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas...<br />
- Señal de que lo necesitan - arguyó don Pedro maliciosamente.<br />
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-¡Jesús! No puede uno deslizarse... Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la<br />
señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita<br />
Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que<br />
edifica a la gente.<br />
Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho,<br />
la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».<br />
- Con que beatita, ¿eh? - añadió -. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.<br />
Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que<br />
diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo<br />
gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño<br />
voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle<br />
la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella<br />
rechazaba enérgicamente. Semejante juego mortificaba al capellán tanto como a la chica; las<br />
sobremesas eran para él largo suplicio, pues a las anécdotas y cuentos de don Manuel, que<br />
versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el señor<br />
de la Lage), se unían las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Julián, con<br />
los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Caín. Imaginábase él<br />
que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo<br />
que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso<br />
respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen. Jamás se<br />
atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de<br />
persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que<br />
consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y<br />
apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.<br />
No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al<br />
crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de<br />
desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y<br />
coquetería suele confundir con la depravación. Vamos, no lo podía remediar el marqués; según<br />
frase suya, Rita le escamaba terriblemente. ¡Es que a veces ostentaba una desenvoltura! ¡Se<br />
mostraba con él tan incitadora; tendía la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte<br />
ante los homenajes masculinos!<br />
El aldeano que llega al pueblo ha oído contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que<br />
allí entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme<br />
que le roben en las tiendas, no se fía de nadie, no acierta a conciliar el sueño en la posada, no sea<br />
que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al<br />
señor de Ulloa, éste era su estado moral en Santiago. No hería su amor propio ser dominado por<br />
Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero sí que le torease<br />
en Compostela su artificiosa primilla. Además, no es lo mismo distraerse con una muchacha<br />
cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a<br />
perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo... Y don Pedro figuraba entre los<br />
que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con<br />
otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entendía don<br />
Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo<br />
e implacable para la esposa. Y a él que no le dijesen: Rita no estaba sin algún enredillo... Acerca<br />
de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien veía lo que pasaba. Pero Rita...<br />
Ningún amigo íntimo tenía en Santiago don Pedro, aunque sí varios conocidos, ganados en el<br />
paseo, en casa de su tío o en el Casino, donde solía ir mañana y noche, a fuer de buen español<br />
ocioso. Allí se le embromaba mucho con su prima, comentándose también la desatinada pasión<br />
de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galería, con el adorador apostado<br />
enfrente. Siempre alerta, el señorito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos<br />
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o tres ocasiones le pareció notar unas puntas de ironía, y acaso no se equivocase; pues en las<br />
ciudades pequeñas, donde ningún suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la<br />
conversación sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere<br />
proporciones épicas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y<br />
ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas años y años, llevan a su autora con palma al<br />
sepulcro. Además, las señoritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocráticos de su<br />
padre, y la especie de aureola con que pretendía rodearlas, por su belleza, eran blanco de<br />
bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurría a<br />
tacharlas de coquetas.<br />
Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de<br />
lectura: sofá que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues allí se reunían tres de las más<br />
afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de más detenido bosquejo y<br />
en el cual descollaba un personaje eminentísimo, maestro en la ciencia del mal saber. Así como<br />
los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas<br />
históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de<br />
renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso<br />
que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran<br />
reposo:<br />
- Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada.<br />
La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas.<br />
Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos.<br />
Tan bien informado individuo consiguió encender más recelos en el ánimo del suspicaz señor de<br />
Ulloa, bastándole para ello unas cuantas palabritas, de ésas que tomadas al pie de la letra no<br />
llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo... Encomiando el salero de<br />
Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformación anatómica del cuerpo de Rita, añadió<br />
como al descuido:<br />
- Es una muchacha de primer orden... Y aquí difícilmente le saldría novio. Las chicas por el<br />
estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero.<br />
- XI -<br />
Hacía un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a sí mismo: «¿Cuándo se determinará el<br />
rapaz a pedirme a Rita?»<br />
Que se la pediría, no lo dudó un momento. La situación del marqués en aquella casa era<br />
tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones<br />
desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la<br />
propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas reían<br />
fraternalmente con el primo y una ráfaga de alegría juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada<br />
pajarera.<br />
Descabezaba una tarde la siesta el marqués, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas.<br />
Abrió: era Rita, en chambra, con un pañuelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa<br />
garganta descubierta. Blandía en la diestra un plumero enorme, y parecía una guapísima criada<br />
de servir, semejanza que lejos de repeler al marqués, le hizo hervir la sangre con mayor ímpetu.<br />
Sofocada y risueña la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas.<br />
-¿Perucho? ¿Peruchón?<br />
-¿Ritiña, Ritona? - contestó don Pedro devorándola con el mirar.<br />
- Dicen las chicas que vengas... Estamos muy enfaenadas arreglando el desván, donde hay todos<br />
los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran allí cosas fenomenales.<br />
- Y yo ¿para qué os sirvo? Supongo que no me mandaréis barrer.<br />
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- Todo será que se nos antoje. Ven, holgazán, dormilón, marmota.<br />
Conducía al desván empinadísima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recibía luz de tres<br />
grandes claraboyas, pero sí bastante bajo; don Pedro no podía estar allí de pie, y las chicas, al<br />
menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armazón del techo. Guardábanse<br />
en el desván mil cachivaches arrumbados que habían servido en otro tiempo a la pompa, aparato<br />
y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy tenían por compañeros al polvo y la polilla; por<br />
esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de<br />
desenterrar alguna presea de antaño, que reformaban según la moda actual. Con las antiguallas<br />
que allí se pudrían, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza<br />
gallega, desde un par de siglos acá. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con<br />
que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en<br />
Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos,<br />
bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya;<br />
faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de<br />
teatro impresos en seda, rezando que la dama de música había de cantar una chistosa tonadilla, y<br />
el gracioso representar una divertida pitipieza; todo andaba por allí revuelto con otros<br />
chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales<br />
distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla,<br />
triángulo, mállete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33.·., y una<br />
lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y<br />
cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada<br />
por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente<br />
a horcajadas.<br />
-A buena parte me trajisteis - decía don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariadísimo por no<br />
poder moverse del asiento.<br />
- Aquí te queremos - le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes -,porque aunque te<br />
empeñes, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Llegó la nuestra.<br />
Te vamos a vestir con espadín y chupa. Ya verás.<br />
- Buena gana tengo de ponerme de máscara.<br />
- Un minuto solamente. Para ver qué facha haces.<br />
- Os digo que no me visto de mamarracho.<br />
-¿Cómo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el moño.<br />
- Mirad que os pesará. La que se me acerque ha de arrepentirse.<br />
-¿Y qué nos harás, fantasmón?<br />
- Eso no se dice hasta que se vea.<br />
La misteriosa amenaza pareció infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a<br />
inofensivas travesuras, a algún plumerazo más o menos. Adelantaba la limpieza del desván:<br />
Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacudía<br />
y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el trajín, y menos aún en la jarana: dos<br />
o tres veces se eclipsó, para asomarse a la galería sin duda. Las demás le soltaron indirectas.<br />
-¿Qué tal está el día, Carmucha? ¿Llueve o hace sol?<br />
-¿Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer.<br />
- Ésa siempre está pensando en las musarañas.<br />
A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A<br />
Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un<br />
encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen sólo consintió en dejarse poner un<br />
estrafalario adorno, un penacho triple, que allá cuando se estrenó se llamaba Las tres potencias.<br />
Tocóle a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde caía, y en el<br />
telarañoso recinto del desván se veía muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las<br />
muchachas; aprovechando la ocasión propicia, acercáronse disimuladamente las dos mayores a<br />
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don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le<br />
echaba por los hombros una chupa color tórtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas.<br />
Fue de confusión el momento que siguió a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque<br />
de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a<br />
tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y<br />
cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar<br />
represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada<br />
cómoda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena<br />
ocurrencia de cegar momentáneamente a su primo arrojándole a la cabeza un chal, pudo evadirse<br />
también Rita, jefe nato del motín. Desenredarse del chal haciéndolo jirones, y lanzarse a la<br />
puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simultáneas en don Pedro.<br />
Saltó impetuosamente los peldaños, precipitándose en el corredor a tientas, guiado por su instinto<br />
de perseguidor de alimañas ágiles, que oye delante de sí el apresurado trotecillo de la hermosa<br />
res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don<br />
Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplicó en efecto cerca de una oreja, largo y<br />
sonoro. Parecióle que la víctima no se resistía entonces; mas debía ser errónea tan maliciosa<br />
suposición, porque Rita aprovechó un segundo de suspensión de hostilidades para huir<br />
nuevamente, gritando:<br />
-¿A que no me coges otra vez, cobarde?<br />
Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqués echó detrás de la prima, que se había<br />
desvanecido ya en las negruras del pasadizo. Éste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de<br />
parte de la casa, quebrándose en inesperados codos, y a veces estrechándose como longaniza mal<br />
rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oyó el marqués chirriar puertas,<br />
indicio de que la chica se había acogido al sagrado de alguna habitación. No estaba don Pedro<br />
para respetar sagrados. Empujó la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resistía<br />
como si tuviese algún obstáculo delante; mas los puños de don Pedro dieron cuenta fácilmente de<br />
la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estrépito. Penetró en un cuarto<br />
completamente oscuro, y por instinto alargó las manos a fin de no tropezar con los muebles;<br />
advirtió que algo rebullía en las tinieblas; tanteó el aire y palpó un bulto de mujer, que aprisionó<br />
en sus brazos sin decir palabra, con ánimo de repetir el castigo. ¡Oh sorpresa! La resistencia más<br />
tenaz y briosa, la protesta más desesperada, unas manitas de acero que no podía cautivar, un<br />
cuerpo nervioso que se sacudía rehuyendo toda presión, y al mismo tiempo varias exclamaciones<br />
de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro... ¡Diantre!<br />
Aquello no se parecía a lo otro, no... Por ciego y exaltado que estuviese el marqués, hubo de<br />
comprender... Sintió una confusión insólita en él, y soltó a la chica.<br />
- Nuchiña, no llores... Calla, mujer... Ya te dejo; no te hago nada... Aguarda un instante.<br />
Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela<br />
puesta en un candelabro... Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva.<br />
Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.<br />
- Nucha, no seas chiquilla... Perdona, mujer... Dispensa, no creía que eras tú.<br />
Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:<br />
- Fuese quien fuese... Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.<br />
- Hija mía, tu señora hermanita me buscó..., y el que me busca, que no se queje si me encuentra...<br />
Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Qué va a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer?<br />
Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara.<br />
Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba ésta encendida, demudada, y por<br />
sus mejillas corría despacio una lágrima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de<br />
sonreír ligeramente y secar el llanto con su pañuelo.<br />
-¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerza en los puños descubres en<br />
esos momentos! ¡Diantre!<br />
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- Vete - ordenó Nucha recobrando su seriedad -. Ésta es mi habitación, y no me parece decente<br />
que te estés metido en ella.<br />
Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:<br />
-¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?<br />
- Sí, con tal que no vuelvas a las andadas - respondió con sencillez y firmeza Nucha.<br />
-¿Qué me harás si vuelvo? - interrogó risueño el hidalgo campesino -. Capaz eres de dejarme en<br />
el sitio de una manotada, chica.<br />
- No por cierto... No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.<br />
-¿Cuál?<br />
- Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habrá pasado por la<br />
cabeza: que no parece natural vivir tú aquí no siendo nuestro hermano y siendo nosotras<br />
muchachas solteras. Ya sé que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él<br />
no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha<br />
de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues no soy quién para aconsejar a mi padre.<br />
-¡Caramba! Lo dices de un modo..., ¡como si fuese cuestión de vida o muerte!<br />
- Pues así.<br />
Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido<br />
en sí, haciendo caso omiso de las zalamerías de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la<br />
fisonomía, se mostró como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la<br />
mesa. Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hasta las altas horas<br />
con larga y tendida plática. Los días siguientes fueron de tregua; don Pedro salía bastante, y se le<br />
veía mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo.<br />
Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna<br />
de su tío. En Santiago se decía lo que él sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y<br />
quinto a su primogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo, vendría a<br />
arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba más esperanza a las primitas que la<br />
herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en<br />
Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en<br />
qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución<br />
definitiva.<br />
Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una mañana,<br />
con la expresión indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de<br />
importancia. Había oído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacerse de<br />
la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la más<br />
próxima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita<br />
cargaría por último el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían de la cabeza<br />
ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buen acomodo; y Nucha... Lo que es Nucha no le<br />
hacía a él peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera<br />
presunta de su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido, viviría con<br />
Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciese según conviene al mayorazgo de la Lage.<br />
Con tan gratos pensamientos, don Manuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las<br />
palabras de su sobrino... Lo que recibió fue un escopetazo.<br />
-¿Por qué se asusta usted tanto, tío? - exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la<br />
mortificación y asombro del viejo hidalgo -. ¿Hay impedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?<br />
Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que no eran para dichas. Salió<br />
la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura alegó el padre,<br />
sazonando la observación con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal<br />
gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gastó chanzas,<br />
quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escoge entre juguetes; y por último, tras de<br />
referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a<br />
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las demás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha... como esperaba<br />
heredar lo de su tía... Los tiempos estaban malos, abofé... Luego, encarándose con el marqués, le<br />
interrogó:<br />
-¿Y qué dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver?<br />
- Usted se lo preguntará, tío... ¡Yo no le dije cosa de sustancia...! Ya vamos viejos para andar<br />
haciendo cocos.<br />
¡Oh y qué marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena! Entrevistas con el<br />
padre, cuchicheos de las hermanas entre sí, trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras<br />
escondidas que denunciaban ojos como puños, trastornos en las horas de comer, conferencias<br />
con amigos sesudos, curiosidades de dueña oficiosa que apaga el ruido de su pisar para<br />
sorprender algo al abrigo de una cortina, todas las dramáticas menudencias que acompañan a un<br />
grave suceso doméstico... Y como en provincia las paredes son de cristal, se murmuró en<br />
Santiago desaforadamente, glosando los escándalos ocurridos entre las señoritas de la Lage por<br />
causa del primo. Se acusó a Rita de haber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el<br />
novio, y a Carmen de ayudarla, porque Nucha reprendía su ventaneo. Se censuró a Nucha<br />
también por falsa e hipócrita. Se le royeron los zancajos a don Manuel, afirmando que había<br />
dicho en toda confianza a persona que lo repitió en toda intimidad: «El sobrino no me había de<br />
salir de aquí sin una de las chicas, y como se le antojó Nucha, hubo que dársela.» Se aseguró que<br />
las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y lo confirmó ver a Rita en paseo sola<br />
con Carmen delante, mientras el primo seguía detrás con don Manuel y Nucha. Ésta iba como<br />
avergonzada, cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita salió para Orense, a<br />
acompañar una temporada a la tía Marcelina, según dijo, y don Pedro para una posada, por no<br />
considerarse decoroso que los novios viviesen bajo un mismo techo en vísperas de boda.<br />
Ésta se efectuó llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes de agosto. No faltaron los<br />
indispensables requisitos: finezas mutuas, regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy<br />
emperifolladas para repartir, buen ajuar de ropa blanca, las galas venidas de Madrid en un cajón<br />
monstruo. Dos o tres días antes de la ceremonia se recibió un paquetito procedente de Segovia, y<br />
dentro de él un estuche. Contenía una sortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando<br />
tarjeta, que decía: «A mi inolvidable hermana Marcelina, su más amante hermano, Gabriel.» La<br />
novia lloró bastante con el obsequio de su niño, púsolo en el dedo meñique de la mano izquierda,<br />
y allí se le reunió el otro anillo que en la iglesia le ciñeron.<br />
Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de<br />
blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos íntimos<br />
solamente: un refresco a la antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso,<br />
bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran<br />
etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o<br />
ramilletes de piñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco,<br />
solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible<br />
sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo,<br />
esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello<br />
la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don Nemesio Angulo,<br />
eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de<br />
la dicha de los cónyuges, a quienes acababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas<br />
festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se<br />
estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban - es la frase de cajón - muy<br />
afectados, incluso el señorito de la Formoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu<br />
vecino...», y Julián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfante su<br />
candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como si algún presentimiento cruel se<br />
lo abrumase.<br />
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Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado<br />
le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su<br />
derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió<br />
excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadie aludió al trascendental acontecimiento,<br />
ni se atrevió a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse<br />
los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenas noches, mientras<br />
matronas y doncellas, besando con estrépito a la desposada, le chillaban al oído: «Adiós,<br />
señora... Ya eres señora, ya no es posible llamarte señorita...», celebrando tan trivial observación<br />
con afectadas risas, y mirando a Nucha como para aprendérsela de memoria. Cuando todos<br />
fueron saliendo, don Manuel Pardo se acercó a su hija, y la oprimió contra el pecho colosal,<br />
sellándole la frente con besos muy cariñosos. Hallábase realmente conmovido el señor de la<br />
Lage: era la primera vez que casaba una hija; sentía desbordarse en su alma la paternidad, y al<br />
tomar de la mano a Nucha para conducirla a la cámara nupcial, alumbrándoles el camino Misia<br />
Rosario con un candelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba a<br />
pronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimales áridos, y una sonrisa de<br />
orgullo y placer entreabría al mismo tiempo su boca. En el umbral pudo exclamar al cabo:<br />
-¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!<br />
Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y<br />
majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se había<br />
soñado siquiera en el clásico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de<br />
novela, impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando su analogía con<br />
una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se<br />
parecían exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y<br />
almidonadas, con randas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar. Cuando el<br />
padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se<br />
la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la<br />
hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la<br />
muerte chiquita, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado.<br />
Parecíale que aquella habitación donde reinaba tan imponente silencio, donde ardían tan altas y<br />
graves las luces, era el mismo templo en que no hacía dos horas aún se había puesto de hinojos...<br />
Volvió a arrodillarse, divisando allá en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de<br />
ébano y marfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmuraban el<br />
consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma de mamá...» Oyéronse en el<br />
corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió.<br />
FIN DEL TOMO PRIMERO<br />
Tomo II<br />
- XII -<br />
46
Quedaban migajas, no muy añejas aún, del pan de la boda, cuando don Pedro celebró con Julián<br />
una conferencia, conviniendo ambos en lo urgente de que el capellán se adelantase a salir a los<br />
Pazos para adoptar varias precauciones indispensables y civilizar algo la huronera, mientras no<br />
iban a vivirla sus dueños. Julián aceptó la comisión, y entonces el señorito mostró<br />
remordimientos o escrúpulos de habérsela encomendado.<br />
- Mire usted - advirtió - que allí se necesitan muchas agallas... Primitivo es hombre de malos<br />
hígados, capaz de darle a usted cien vueltas...<br />
- Dios delante. Matar no me matará.<br />
- No lo diga usted dos veces - insistió el señor de Ulloa, impulsado por voces de su conciencia,<br />
que en aquel momento se dejaban oír claras y apremiantes -. Ya le avisé a usted en otra ocasión<br />
de cómo es Primitivo: capaz de cualquier desafuero... Lo que yo no creo es que vaya a cometer<br />
barbaridades por gusto de cometerlas, ni aun en el primer momento, cuando le ciega el deseo de<br />
la venganza... Con todo...<br />
No era ésta la única vez que don Pedro manifestaba sagacidad en el conocimiento de caracteres y<br />
personas, don esterilizado por la falta de nociones de cultura moral y delicadeza, de ésas que hoy<br />
exige la sociedad a quien, mediante el nacimiento, la riqueza o el poder, ocupa en ella lugar<br />
preeminente.<br />
Prosiguió el señorito:<br />
- Primitivo no es un bárbaro... Pero es un bribón redomado y taimadísimo, que no se para en<br />
barras con tal de lograr sus fines... ¡Demontres! Harto estoy de saberlo... El día que nos<br />
vinimos... si él pudiese detenernos soplándonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por su<br />
pellejo de usted ni por el mío.<br />
Estremecióse Julián, y se le borraron las rosadas tintas de los pómulos. No era de madera de<br />
héroes, lo cual le salía a la cara. A don Pedro le divertía infinito el miedo del capellán. En la<br />
índole de don Pedro había un fondo de crueldad, sostenido por su vida grosera.<br />
- Apostemos - exclamó riéndose - que la cruz aquélla del camino va usted a pasarla rezando.<br />
- No digo que no - contestó Julián repuesto ya -; mas no por eso me niego a ir. Es mi deber; de<br />
suerte que no hago nada de extraordinario en cumplirlo. Dios sobre todo... A veces no es tan<br />
fiero el león como lo pintan.<br />
- No le tiene cuenta ahora a Primitivo meterse en dibujos.<br />
Calló Julián. Al cabo exclamó:<br />
- Señorito, ¡si usted adoptase una buena resolución! ¡Echar a ese hombre, señorito, echarlo!<br />
- Calle usted, hombre, calle usted... Le pondremos a raya... Pero eso de echar... ¿Y los perros?<br />
¿Y la caza? ¿Y aquellas gentes, y todo aquel cotarro, que nadie me lo entiende sino él?<br />
Desengáñese usted: sin Primitivo no me arreglo yo allí... Haga usted la prueba, sólo por gusto, de<br />
aquillotrarme algunas cosas de las que Primitivo maneja durmiendo... Además, crea usted lo que<br />
le digo, que es como el Evangelio: si echa usted a Primitivo por la puerta, se nos entrará por la<br />
ventana. ¡Diantre! ¡Si sabré yo quién es Primitivo!<br />
Julián balbució:<br />
-¿Y... de lo demás...?<br />
- De lo demás... Arréglese usted como quiera... Lleva usted plenos poderes.<br />
¡Ya lo creo que los llevaba! ¡Así llevase también alguna receta eficaz para servirse de ellos!<br />
Investido de autoridad omnímoda, Julián sentía en el fondo del alma una especie de compasión<br />
por la desvergonzada manceba y el hijo espurio. Este último sobre todo. ¿Qué culpa tenía el<br />
pobre inocente de las bellaquerías maternales? Siempre parecía duro arrojarle de una casa donde,<br />
al fin y al cabo, el dueño era su padre. Julián no se hubiera encargado jamás de tan ingrata<br />
comisión a no parecerle que iba en ello la salvación eterna de don Pedro, y también el sosiego<br />
temporal de la que él seguía llamando señorita Marcelina, contra el dictamen de las convidadas a<br />
la boda.<br />
47
No sin aprensión cruzó de nuevo el triste país de lobos que antecedía al valle de los Pazos. El<br />
cazador le aguardaba en Cebre, e hicieron la jornada juntos; Primitivo, por más señas, se mostró<br />
tan sumiso y respetuoso, que Julián, quien al revés que don Pedro poseía el don de errar en el<br />
conocimiento práctico de las gentes, guardando los aciertos para el terreno especulativo y<br />
abstracto, fue poco a poco desechando la desconfianza, y persuadiéndose de que ya no tenía el<br />
zorro intenciones de morder. El rostro impasible de Primitivo no revelaba rencor ni enojo. Con<br />
su laconismo y seriedad habituales, hablaba del tiempo desapacible y metido en agua, que casi<br />
no había consentido majar, ni segar el maíz, ni vendimiar como Dios manda, ni cumplir en paz<br />
ninguna de las grandes faenas agrícolas. Estaba en efecto el camino encharcado, lleno de<br />
aguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejaban escurrir de las verdes<br />
y brillantes púas de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros.<br />
Julián iba perdiendo el miedo y un gozo muy puro le inundaba el espíritu cuando saludó al<br />
crucero con verdadera efusión religiosa.<br />
«Bendito seas, Dios mío - pensaba para sí -, pues me has permitido cumplir una obra buena,<br />
grata a tus ojos. He encontrado en los Pazos, hace un año, el vicio, el escándalo, la grosería y<br />
todas las malas pasiones; y vuelvo trayendo el matrimonio cristiano, las virtudes del hogar<br />
consagrado por ti. Yo, yo he sido el agente de que te has valido para tan santa obra... Dios mío,<br />
gracias.»<br />
Cortaron el soliloquio ladridos vehementes: era la jauría del marqués, que salía a recibir al<br />
montero mayor, haciendo locas demostraciones de regocijo, zarandeando los rabos mutilados y<br />
abriendo de una cuarta las fresquísimas bocas. Acariciólos Primitivo con su enjuta mano, pues<br />
era sumamente afectuoso para los perros; y al nieto, que en pos de los perros venía, le dio una<br />
especie de festivo soplamocos. Quiso Julián besar al niño, pero éste se puso en polvorosa antes<br />
de que pudiese lograrlo; y el capellán experimentó otra vez compasivos remordimientos,<br />
causados por la vista de la ya repudiada criatura. A Sabel la halló en el sitio de costumbre, entre<br />
sus pucheros, pero sin el antiguo séquito de aldeanas viejas y mozas, de la Sabia y su dilatada<br />
progenie. Reinaba en la cocina orden perfecto: todo limpio, sosegado y solitario; la persona más<br />
severa y amiga de censurar no encontraría qué. El capellán comenzaba a sentirse confuso viendo<br />
en ausencia suya tanto arreglo, y a temer que su venida lo trastornara: idea dictada por su nativa<br />
timidez. A la hora de cenar aumentó su sorpresa. Primitivo, más blando que un guante, le daba<br />
cuenta en voz reposada de lo ocurrido allí durante medio año, en materia de vacas paridas, obras<br />
emprendidas, rentas cobradas; y mientras el padre reconocía así su autoridad superior, la hija le<br />
servía diligente y humilde, con pegajosa dulzura de animal doméstico que implora caricias. No<br />
sabía Julián qué cara poner en vista de una acogida tan cordial.<br />
Creyó que mudarían de actitud al día siguiente, cuando, haciendo uso de los plenísimos poderes<br />
y facultades omnímodas de que venía investido, ordenó a la Agar y al Ismael de aquel<br />
patriarcado emigrar al desierto. ¡Milagro asombroso! Tampoco se alteró entonces la<br />
mansedumbre de Primitivo.<br />
- Los señoritos traerán cocinera de allá, de Santiago... - explicaba Julián, para fundar en algo la<br />
expulsión.<br />
- Por supuesto... - respondió Primitivo con la mayor naturalidad del mundo -. Allá en la vila<br />
guísase de otro modo... Los señores tienen la boca acostumbrada... Cuadra bien, que yo también<br />
le iba a pedir que le escribiese al señor marqués de traer quien cocinase.<br />
-¿Usted? - exclamó Julián, estupefacto.<br />
- Sí, señor... La hija se me quiere casar...<br />
-¿Sabel?<br />
- Sabel, sí, señor, anda en eso... Con el gaitero de Naya, el Gallo... Por de contado se empeña en<br />
irse para su casa, así que les echen las bendiciones...<br />
Sintió Julián un sofocón de pura alegría. No pudo menos de pensar que en todo aquel negocio de<br />
Sabel andaba visiblemente la mano de la Providencia. ¡Sabel casada, alejada de allí; el peligro<br />
48
conjurado; las cosas en orden, la salvación segura! Una vez más dio gracias al Dios bondadoso<br />
que quita los estorbos de delante cuando la mezquina previsión humana no cree posible<br />
removerlos siquiera... La satisfacción que le rebosaba en el semblante era tal, que se avergonzó<br />
de mostrarla ante Primitivo, y empezó a charlar aprisa, por disimulo, felicitando al cazador y<br />
augurando a Sabel un porvenir de ventura en el nuevo estado. Aquella noche misma escribió al<br />
marqués la buena noticia.<br />
Pasaron días, siempre bonancibles. Proseguía Sabel mansa, Primitivo complaciente, Perucho<br />
invisible, la cocina desierta. Sólo notaba Julián cierta resistencia pasiva en lo tocante al gobierno<br />
de los estados y hacienda del marqués. En este terreno le fue absolutamente imposible adelantar<br />
una pulgada. Primitivo sostenía su posición de verdadero administrador, apoderado, y, entre<br />
bastidores, autócrata: Julián comprendía que sus plenos poderes importaban tanto como la<br />
carabina de Ambrosio, y hasta pudo cerciorarse, por indicios evidentes, de que el influjo que<br />
ejercía el cazador en el circuito de los Pazos iba haciéndose extensivo a toda la comarca; a<br />
menudo venían a conferenciar con el mayordomo, en actitud respetuosa y servil, gentes de<br />
Cebre, de Castrodorna, de Boán, de puntos más distantes todavía. En cuatro leguas a la redonda<br />
no se movía una paja sin intervención y aquiescencia de Primitivo. No poseía Julián fuerzas para<br />
luchar con él, ni lo intentaba, pareciéndole secundario el perjuicio que a la casa de Ulloa<br />
originase la mala administración de Primitivo, en proporción al daño inmenso que estuvo a punto<br />
de causarle Sabel. Descartarse de la hija lo tenía él por importante; en cuanto al padre...<br />
Verdad es que la hija no se marchaba tampoco; pero se marcharía, ¡no faltaba más! ¿Quién duda<br />
que se marcharía? Tranquilizaba a Julián una señal en su concepto infalible: el haber sorprendido<br />
cierto anochecer, cerca del pajar, a Sabel y al gallardo gaitero entretenidos en coloquios más<br />
dulces que edificantes. Le ruborizó el encuentro, pero hizo la vista gorda reflexionando que<br />
aquello era, por decirlo así, la antesala del altar. Seguro de la victoria respecto a la mala hembra,<br />
transigió en lo relativo al mayordomo. Cuanto más que éste no rechazaba las indicaciones de<br />
Julián, ni le llevaba la contraria en cosa alguna. Si el capellán ideaba planes, censuraba abusos o<br />
insistía en la urgente necesidad de una reforma, Primitivo aprobaba, allanaba el camino, sugería<br />
medios, de palabra se entiende; al llegar a la realización, ya era harina de otro costal: empezaban<br />
las dificultades, las dilaciones: que hoy... que mañana... No hay fuerza comparable a la inercia.<br />
Primitivo decía a Julián para consolarle:<br />
- Una cosa es hablar, y otra hacer...<br />
O matar a Primitivo, o entregársele a discreción: el capellán comprendía que no quedaba otro<br />
recurso. Fue un día a desahogar sus cuitas con don Eugenio, el abad de Naya, cuyos discretos<br />
pareceres le alentaban mucho. Encontróle todo alborotado con los noticiones políticos, que<br />
acababan de confirmar los pocos periódicos que se recibían en aquellos andurriales. La marina se<br />
había sublevado, echando del trono a la reina, y ésta se encontraba ya en Francia, y se constituía<br />
un gobierno provisional, y se contaba de una batalla reñidísima en el puente de Alcolea, y el<br />
ejército se adhería, y el diablo y su madre... Don Eugenio andaba, de puro excitado, medio loco,<br />
proyectando irse a Santiago sin dilación para saber noticias ciertas. ¡Qué dirían el señor<br />
Arcipreste y el abad de Boán! ¿Y Barbacana? Ahora sí que Barbacana estaba fresco: su eterno<br />
adversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montaría encima por los siglos de los siglos,<br />
amén. Con el embullo de estos acontecimientos, apenas atendió el abad de Naya a las<br />
tribulaciones de Julián.<br />
- XIII -<br />
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Transcurrido algún tiempo de vida familiar con suegro y cuñadas, don Pedro echó de menos su<br />
huronera. No se acostumbraba a la metrópoli arzobispal. Ahogábanle las altas tapias verdosas,<br />
los soportales angostos, los edificios de lóbrego zaguán y escalera sombría, que le parecían<br />
calabozos y mazmorras. Fastidiábale vivir allí donde tres gotas de lluvia meten en casa a todo el<br />
mundo y engendran instantáneamente una triste vegetación de hongos de seda, de enormes<br />
paraguas. Le incomodaba la perenne sinfonía de la lluvia que se deslizaba por los canalones<br />
abajo o retiñía en los charcos causados por la depresión de las baldosas. Quedábanle dos recursos<br />
no más para combatir el tedio: discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino. Ambas cosas<br />
le produjeron en breve, no hastío, pues el verdadero hastío es enfermedad moral propia de los<br />
muy refinados y sibaritas de entendimiento, sino irritación y sorda cólera, hija de la secreta<br />
convicción de su inferioridad. Don Manuel era superior a su sobrino por el barniz de educación<br />
adquirido en dilatados años de existencia ciudadana y el consiguiente trato de gentes, así como<br />
por aquel bien entendido orgullo de su nacimiento y apellido, que le salvaba de adocenarse (era<br />
su expresión predilecta). Aparte de la manía de referir en las sobremesas y entre amigos de<br />
confianza mil anécdotas, no contrarias al pudor, pero sí a la serenidad del estómago de los<br />
oyentes, era don Manuel persona cortés y de buenas formas para presidir, verbigracia, un duelo,<br />
asistir a una junta en la Sociedad Económica de Amigos del País, llevar el estandarte en una<br />
procesión, ser llamado al despacho de un gobernador en consulta. Si deseaba retirarse al campo,<br />
no le atraía tan sólo la perspectiva de dar rienda suelta a instintos selváticos, de andar sin corbata,<br />
de no pagar tributo a la sociedad, sino que le solicitaban aficiones más delicadas, de origen<br />
moderno: el deseo de tener un jardín, de cultivar frutales, de hacer obras de albañilería,<br />
distracción que le embelesaba y que en el campo es más barata que en la ciudad. Además, el fino<br />
trato de su mujer, la perpetua compañía de sus hijas suavizara ya las tradiciones rudas que por<br />
parte de los la Lage conservaba don Manuel: cinco hembras respetadas y queridas civilizan al<br />
hombre más agreste. He aquí por qué el suegro, a pesar de encontrarse cronológicamente una<br />
generación más atrás que su yerno, estaba moralmente bastantes años delante.<br />
Trataba don Manuel de descortezar a don Pedro; y no sólo fue trabajo perdido, sino<br />
contraproducente, pues recrudeció su soberbia y le infundió mayores deseos de emanciparse de<br />
todo yugo. Aspiraba el señor de la Lage a que su sobrino se estableciese en Santiago, levantando<br />
la casa de los Pazos y visitándola los veranos solamente, a fin de recrearse y vigilar sus fincas; y<br />
al dar tales consejos a su yerno, los entreveraba con indirectas y alusiones, para demostrar que<br />
nada ignoraba de cuanto sucedía en la vieja madriguera de los Ulloas. Este género de imposición<br />
y fiscalización, aunque tan disculpable, irritó a don Pedro, que según decía, no aguantaba ancas<br />
ni gustaba de ser manejado por nadie en el mundo.<br />
- Por lo mismo - declaró un día delante de su mujer - vamos a tomar soleta pronto. A mí nadie<br />
me trae y lleva desde que pasé de chiquillo. Si callo a veces, es porque estoy en casa ajena.<br />
Estar en casa ajena le exaltaba. Todo cuanto veía lo encontraba censurable y antipático. El<br />
decoroso fausto del señor de la Lage; sus bandejas y candelabros de plata; su mueblaje rico y<br />
antiguo; la respetabilidad de sus relaciones, compuestas de lo más selecto de la ciudad; su<br />
honesta tertulia nocturna de canónigos y personas formales que venían a hacerle la partida de<br />
tresillo; sus criados respetuosos, a veces descuidados, pero nunca insolentes ni entrometidos,<br />
todo se le figuraba a don Pedro sátira viviente del desarreglo de los Pazos, de aquella vida torpe,<br />
de las comidas sin mantel, de las ventanas sin vidrios, de la familiaridad con mozas y gañanes. Y<br />
no se le despertaba la saludable emulación, sino la ruin envidia y su hermano el ceñudo<br />
despecho. Únicamente le consolaban los desatinados amoríos de Carmen; celebraba la gracia,<br />
frotándose las manos, siempre que en el Casino se comentaba la procacidad del estudiante y el<br />
descaro de la chiquilla. ¡Que rabiase su suegro! No bastaba tener sillas de damasco y alfombras<br />
para evitar escándalos.<br />
50
Los altercados de don Pedro con su tío iban agriándose, y vino a envenenarlos la discusión<br />
política, que enzarza más que ninguna otra, especialmente a los que discuten por impresión, sin<br />
ideas fijas y razonadas. Fuerza es confesar que el marqués estaba en este caso. Don Manuel no<br />
era ningún lince, pero afiliado platónicamente desde muchos años atrás al partido moderado<br />
puro, hecho a leer periódicos, conocía la rutina; y había tomado tan a contrapelo el chasco de<br />
González Bravo y la marcha de Isabel II, que se disparaba, poniéndose a dos dedos de ahogarse,<br />
cuando el sobrino, por molestarle, le contradecía, disculpaba a los revolucionarios, repetía las<br />
enormidades que la prensa y las lenguas de entonces propalaban contra la majestad caída, y<br />
aparentaba creerlas como artículo de fe. El tío le rebatía con acritud y calor, alzando al cielo las<br />
gigantescas manos.<br />
- Allá en las aldeas - decía - se traga todo, hasta el mayor disparate... No tenéis formado el<br />
criterio, hijo, no tenéis formado el criterio, ésa es vuestra desgracia... Lo miráis todo al través de<br />
un punto de vista que os forjáis vosotros mismos... (este tremendo disparate debía haberlo<br />
aprendido don Manuel en algún artículo de fondo). Hay que juzgar con la experiencia, con la<br />
sensatez.<br />
-¿Y usted se figura que somos tontos los que venimos de allá...? Puede ser que aún tengamos<br />
más pesquis, y veamos lo que ustedes no ven... (aludía a su prima Carmen, colgada de la galería<br />
en aquel momento). Créame usted, tío, en todas partes hay bobalicones que se maman el dedo...<br />
¡Vaya si los hay!<br />
La discusión tomaba carácter personal y agresivo; solía esto ocurrir a la hora de la sobremesa; las<br />
tazas del café chocaban furiosas contra los platillos; don Manuel, trémulo de coraje, vertía el<br />
anisete al llevarlo a la boca; tío y sobrino alzaban la voz mucho más de lo regular, y después de<br />
algún descompasado grito o frase dura, había instantes de armado silencio, de muda hostilidad,<br />
en que las chicas se miraban y Nucha, con la cabeza baja, redondeaba bolitas de miga de pan o<br />
doblaba muy despacio las servilletas de todos deslizándolas en las anillas. Don Pedro se<br />
levantaba de repente, rechazando su silla con energía, y, haciendo temblar el piso bajo su andar<br />
fuerte, se largaba al Casino, donde las mesas de tresillo funcionaban día y noche.<br />
Tampoco allí se encontraba bien. Sofocábale cierta atmósfera intelectual, muy propia de ciudad<br />
universitaria. Compostela es pueblo en que nadie quiere pasar por ignorante, y comprendía el<br />
señorito cuánto se mofarían de él y qué chacota se le preparaba, si se averiguase con certeza que<br />
no estaba fuerte en ortografía ni en otras ías nombradas allí a menudo. Se le sublevaba su amor<br />
propio de monarca indiscutible en los Pazos de Ulloa al verse tenido en menos que unos<br />
catedráticos acatarrados y pergaminosos, y aun que unos estudiantes troneras, con las botas rojas<br />
y el cerebro caliente y vibrante todavía de alguna lectura de autor moderno, en la Biblioteca de la<br />
Universidad o en el gabinete del Casino. Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del<br />
señorito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de<br />
esparcimiento y ejercicio, la piel le pedía con mucha necesidad baños de aire y sol, duchas de<br />
lluvia, friegas de espinos y escajos, ¡plena inmersión en la atmósfera montés!<br />
No podía sufrir la nivelación social que impone la vida urbana; no se habituaba a contarse como<br />
número par en un pueblo, habiendo estado siempre de nones en su residencia feudal. ¿Quién era<br />
él en Santiago? Don Pedro Moscoso a secas; menos aún: el yerno del señor de la Lage, el marido<br />
de Nucha Pardo. El marquesado allí se había deshecho como la sal en el agua, merced a la<br />
malicia de un viejecillo, miembro del maldiciente triunvirato, a quien correspondía, por su<br />
acerada y prodigiosa memoria y años innumerables, el ramo de averiguación y esclarecimiento<br />
de añejos sucedidos, así como al más joven, que conocemos ya, tocaban las investigaciones de<br />
actualidad, viniendo a ser cronista el uno y analista el otro de la metrópoli. El cronista, pues, hizo<br />
su oficio desentrañando la genealogía entera y verdadera de las casas de Cabreira y Moscoso,<br />
probando ce por be que el título de Ulloa no correspondía ni podía corresponder sino al duque de<br />
tal y cual, grande de España, etc.; y demostrándolo mediante oportuna exhibición de la Guía de<br />
Forasteros. Por cierto que al instruir estas diligencias se hizo bastante burla de don Pedro y del<br />
51
señor de la Lage, a quien se acusaba de haber bordado la corona de marquesa en un juego de<br />
sábanas regalado a su hija; inocente desliz que el analista confirmó, especificando dónde y cómo<br />
se habían marcado las susodichas sábanas, y cuánto había costado el escusón y el perendengue<br />
de la coronita.<br />
Impaciente ya, resolvió don Pedro la marcha antes de que pasase la inclemencia del invierno, a<br />
fines de un marzo muy esquivo y desapacible. Salía el coche para Cebre tan de madrugada, que<br />
no se veía casi; hacía un frío cruel, y Nucha, acurrucada en el rincón del incómodo vehículo, se<br />
llevaba a menudo el pañuelo a los ojos, por lo cual su marido la interpeló con poca blandura:<br />
-¿Parece que vienes de mala gana conmigo?<br />
-¡Qué cosas tienes! - respondió la muchacha destapando el rostro y sonriendo -. Es natural que<br />
sienta dejar al pobre papá y... y a las chicas.<br />
- Pues ellas - murmuró el señorito - me parece que no te echarán memoriales para que vuelvas.<br />
Nucha calló. El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca,<br />
animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rodó el armatoste sobre una superficie más igual.<br />
Nucha reanudó el diálogo preguntando a su marido pormenores relativos a los Pazos,<br />
conversación a que él se prestaba gustoso, ponderando hiperbólicamente la hermosura y<br />
salubridad del país, encareciendo la antigüedad del caserón y alabando la vida cómoda e<br />
independiente que allí se hacía.<br />
- No creas - decía a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y<br />
el retemblar de los vidrios -, no creas que no hay gente fina allí... La casa está rodeada de señorío<br />
principal: las señoritas de Molende, que son muy simpáticas; Ramón Limioso, un cumplido<br />
caballero... También nos hará compañía el Abad de Naya... ¡Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es<br />
presentado por mí! Ése es tan mío como los perros que llevo a cazar... No le mando que ladre y<br />
que porte porque no se me antoja. ¡Ya verás, ya verás! Allí es uno alguien y supone algo.<br />
A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre<br />
locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga y<br />
exclamaba regocijadísimo:<br />
-¡Foro de casa...! ¡Foro de casa...! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía.<br />
La entrada en Cebre acrecentó su alborozo. Delante de la posada aguardaban Primitivo y Julián;<br />
aquél con su cara de metal, enigmática y dura, éste con el rostro dilatado por afectuosísima<br />
sonrisa. Nucha le saludó con no menor cordialidad. Bajaron los equipajes, y Primitivo se<br />
adelantó trayendo a don Pedro su lucia y viva yegua castaña. Iba éste a montar, cuando reparó en<br />
la cabalgadura que estaba dispuesta para Nucha, y era una mula alta, maligna y tozuda, arreada<br />
con aparejo redondo, de esos que por formar en el centro una especie de comba, más parecen<br />
hechos para despedir al jinete que para sustentarlo.<br />
-¿Cómo no le has traído a la señorita la borrica? - preguntó don Pedro, deteniéndose antes de<br />
montar, con un pie en el estribo y una mano asida a las crines de la yegua, y mirando al cazador<br />
con desconfianza.<br />
Primitivo articuló no sé qué de una pata coja, de un tumor frío...<br />
-¿Y no hay más borricos en el país?, ¿eh? A mí no me vengas con eso. Te sobraba tiempo para<br />
buscar diez pollinas.<br />
Volvióse hacia su mujer, y como para tranquilizar su conciencia, preguntóle:<br />
-¿Tienes miedo, chica? Tú no estarás acostumbrada a montar. ¿Has andado alguna vez en esta<br />
casta de aparejos? ¿Sabes tenerte en ellos?<br />
Nucha permanecía indecisa, recogiendo el vestido con la diestra, sin soltar de la otra el saquillo<br />
de viaje. Al cabo murmuró:<br />
- Lo que es tenerme, sé... El año pasado, cuando estuve de baños, monté en mil aparejos nunca<br />
vistos... Sólo que ahora...<br />
Soltó el traje de repente, llegóse a su marido, y le pasó un brazo alrededor del cuello,<br />
escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que había tenido que abrazarle; y allí, en<br />
52
una especie de murmullo o secreteo dulcísimo, acabó la frase interrumpida. Pintóse en el rostro<br />
del marqués la sorpresa, y casi al mismo tiempo la alegría inmensa, radiante, el júbilo orgulloso,<br />
la exaltación de una victoria. Y apretando contra sí a su mujer, con amorosa protección, exclamó<br />
a gritos:<br />
- O no hay en tres leguas a la redonda una pollina mansa, o aunque la tenga el mismo Dios del<br />
cielo y no la quiera prestar, aquí vendrá para ti, a fe de Pedro Moscoso. Aguarda, hija, aguarda<br />
un minuto nada más... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate... A ver, un banco, una silla<br />
para la señorita... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame tú. Abrígate, Nucha.<br />
Volando no, pero sí al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda<br />
borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don<br />
Pedro tomó en brazos a su esposa y la sentó en la albarda, arreglándole la ropa con esmero.<br />
- XIV -<br />
Así que pudieron conferenciar reservadamente capellán y señorito, preguntó don Pedro, sin mirar<br />
cara a cara a Julián:<br />
-¿Y... ésa? ¿Está todavía por aquí? No la he visto cuando entramos.<br />
Como Julián arrugase el entrecejo, añadió:<br />
- Está, está... Apostaría yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no había encontrado modo de<br />
sacudírsela de encima.<br />
- Señorito, la verdad... - articuló Julián bastante disgustado -. Yo no sé qué decir... Ha sido una<br />
cosa que se ha ido enredando... Primitivo me juró y perjuró que la muchacha se iba a casar con el<br />
gaitero de Naya...<br />
- Ya sé quién es - dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubló.<br />
- Pues yo... como era bastante natural, lo creí. Además tuve ocasión de persuadirme de que, en<br />
efecto, el gaitero y Sabel... tienen... trato.<br />
-¿Ha averiguado usted todo eso? - interrogó el marqués con ironía.<br />
- Señor, yo... Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de<br />
inocente... He preguntado por ahí y todo el mundo está conforme en que andan para casarse;<br />
hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho había pedido sus papeles. Y por<br />
cierto que, a pretexto de no sé qué enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la<br />
cosa todavía.<br />
Quedóse don Pedro callado, y al fin prorrumpió:<br />
- Es usted un santo. Ya podían venirme a mí con ésas.<br />
- Señor, la verdad es que si tuvieron intención de engañarme... digo que son unos grandísimos<br />
pillos. Y la Sabel, si no está muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace<br />
dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodilló llorando y pidiendo por Dios que se<br />
diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel día sería el más feliz de su vida. Don<br />
Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra.<br />
-¡Bribona! ¡Bribonaza! - tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación<br />
aceleradamente.<br />
Sosegóse no obstante muy luego, y agregó:<br />
- No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero... usted... es un papanatas,<br />
un infeliz, porque aquí no se trata de Sabel, ¿entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su<br />
padre le ha engañado a usted como a un chino, vamos. La... mujer ésa, bien comprendo que rabia<br />
por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda.<br />
- No, si también empezaba yo a maliciarme eso... Mire usted que empezaba a maliciármelo.<br />
El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó:<br />
-A buena hora... Deje usted ya de mi cuenta este asunto... Y por lo demás..., ¿qué tal, qué tal?<br />
53
- Muy mansos..., como corderos... No se me han opuesto de frente a nada.<br />
- Pero habrán hecho de lado cuanto se les antoje... Mire usted, don Julián, a veces me dan ganas<br />
de empapillarle a usted. Lo mismito que a los pichones.<br />
Julián replicó todo compungido:<br />
- Señorito, acierta usted de medio a medio. No hay forma de conseguir nada aquí si Primitivo se<br />
opone. Tenía usted razón cuando me lo aseguraba el año pasado. Y de algún tiempo acá, parece<br />
que aún le tienen mayor respeto, por no decir más miedo. Desde que se armó la revolución y<br />
andan agitadas las cosas políticas, y cada día recibimos una noticia gorda, creo que Primitivo se<br />
mezcla en esos enredos, y recluta satélites en el país... Me lo ha asegurado don Eugenio,<br />
añadiendo que ya antes tenía subyugada a mucha gente prestando a réditos.<br />
Guardaba silencio don Pedro. Por fin alzó la cabeza y dijo:<br />
-¿Se acuerda usted de la burra que hubo que buscar en Cebre para mi mujer?<br />
-¡No me he de acordar!<br />
- Pues la señora del juez..., ríase usted un poco, hombre..., la señora del juez se avino a<br />
prestármela porque iba Primitivo conmigo. Si no...<br />
No hizo Julián reflexión alguna acerca de un suceso que tanto indignaba al marqués. Al terminar<br />
la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro.<br />
-¿Y por qué no me da usted la enhorabuena, desatento? - exclamó con aquella misma irradiación<br />
que habían tenido sus pupilas en Cebre.<br />
Julián no entendía. El señorito se explicó cayéndosele la baba de gozo. Sí, señor, para octubre, el<br />
tiempo de las castañas..., esperaba el mundo un Moscoso, un Moscoso auténtico y legítimo...<br />
hermoso como un sol además.<br />
-¿Y no puede también ser una Moscosita? - preguntó Julián después de reiteradas felicitaciones.<br />
-¡Imposible! - gritó el marqués con toda su alma. Y como el capellán se echase a reír, añadió:- Ni<br />
de guasa me lo anuncie usted, don Julián... Ni de guasa. Tiene que ser un chiquillo, porque si no<br />
le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme<br />
otra cosa más que un varón. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha<br />
de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían<br />
Moscosos, es ya proverbial. ¿No lo ha reparado usted cuando estuvo almorzándose el polvo del<br />
archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero<br />
yo ahora.<br />
Y era verdad. No sólo no lo había echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le había<br />
pasado siquiera por las mientes. La veneración que por Nucha sentía y que iba acrecentándose<br />
con el trato, cerraba el paso a la idea de que pudiesen ocurrirle los mismos percances fisiológicos<br />
que a las demás hembras del mundo. Justificaba esta candorosa niñería el aspecto de Nucha. La<br />
total inocencia, que se pintaba en sus ojos vagos y como perdidos en contemplaciones de un<br />
mundo interior, no había menguado con el matrimonio; las mejillas, un poco más redondeadas,<br />
seguían tiñéndose del carmín de la vergüenza por el menor motivo. Si alguna variación podía<br />
observarse, algún signo revelador del tránsito de virgen a esposa, era quizás un aumento de<br />
pudor; pudor, por decirlo así, más consciente y seguro de sí mismo; instinto elevado a virtud. No<br />
se cansaba Julián de admirar la noble seriedad de Nucha cuando una chanza atrevida o una<br />
palabra malsonante hería sus oídos; la dignidad natural, que era como su propia envoltura,<br />
escudo impalpable que la resguardaba hasta contra las osadías del pensamiento; la bondad con<br />
que agradecía la atención más leve, pagándola con frases compuestas, pero sinceras; la serenidad<br />
de toda su persona, semejante al caer de una tarde apacibilísima. Parecíale a Julián que Nucha<br />
era ni más ni menos que el tipo ideal de la bíblica Esposa, el poético ejemplar de la Mujer fuerte,<br />
cuando aún no se ha borrado de su frente el nimbo del candor, y sin embargo ya se adivina su<br />
entereza y majestad futura. Andando el tiempo aquella gracia había de ser severidad, y a las<br />
oscuras trenzas sucederían las canas de plata, sin que en la pura frente imprimiese jamás una<br />
mancha el delito ni una arruga el remordimiento. ¡Cuán sazonada madurez prometía tan suave<br />
54
primavera! Al pensarlo, felicitábase otra vez Julián por la parte que le cabía en la acertada<br />
elección del señorito.<br />
Con desinteresada satisfacción se decía a sí mismo que había logrado contribuir al<br />
establecimiento de una cosa gratísima a Dios, e indispensable a la concertada marcha de la<br />
sociedad: el matrimonio cristiano, lazo bendito, por medio del cual la Iglesia atiende juntamente,<br />
con admirable sabiduría, a fines espirituales y materiales, santificando los segundos por medio de<br />
los primeros. «La índole de tan sagrada institución - discurría Julián - es opuesta a impúdicos<br />
extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de tórtola»;<br />
por eso alguna vez que el esposo se deslizaba a familiaridades más despóticas que tiernas,<br />
parecíale al capellán que la esposa sufría mucho, herida en su cándida modestia, en su decente<br />
compostura; figurábasele que la caída de sus párpados, su encendimiento, su silencio, eran muda<br />
protesta contra libertades impropias del honesto trato conyugal. Si ante él sucedían tales cosas, a<br />
la mesa por ejemplo, Julián torcía la cara, haciéndose el distraído, o alzaba el vaso para beber, o<br />
fingía atender a los perros, que husmeaban por allí.<br />
Le asaltaba entonces un escrúpulo, de ésos que se quiebran de sutiles. Por muy perfecta casada<br />
que hiciese Nucha, su condición y virtudes la llamaban a otro estado más meritorio todavía, más<br />
parecido al de los ángeles, en que la mujer conserva como preciado tesoro su virginal limpieza.<br />
Sabía Julián por su madre que Nucha manifestaba a veces inclinación a la vida monástica, y daba<br />
en la manía de deplorar que no hubiese entrado en un convento. Siendo Nucha tan buena para<br />
mujer de un hombre, mejor sería para esposa de Cristo; y las castas nupcias dejarían intacta la<br />
flor de su inocencia corporal, poniéndola para siempre al abrigo de las tribulaciones y combates<br />
que en el mundo nunca faltan.<br />
Esto de los combates le recordaba a Sabel. ¿Quién duda que su permanencia en casa era ya un<br />
peligro para la tranquilidad de la esposa legítima? No imaginaba Julián riesgos inmediatos, pero<br />
presentía algo amenazador para lo porvenir. ¡Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo<br />
caserón solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capellán le entraban a<br />
veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de allí a<br />
tan mala ralea. Pero cuando iba más determinado a hacerlo, tropezaba en la egoísta tranquilidad<br />
del señorito y en la resistencia pasiva, incontrastable del mayordomo. Sucedió además una cosa<br />
que aumentó la dificultad de la barredura: la cocinera enviada de Santiago empezó a<br />
malhumorarse, quejándose de que no entendía la cocina, de que la leña no ardía bien, del humo,<br />
de todo; Sabel, muy servicial, acudió a ayudarla; y a los pocos días la cocinera, cansada de aldea,<br />
se despidió con malos modos, y Sabel quedó en su sitio, sin que mediasen más fórmulas para el<br />
reemplazo que asir el mango de la sartén cuando la otra lo soltó. Julián no tuvo ni tiempo de<br />
protestar contra este cambio de ministerio y vuelta al antiguo régimen. Lo cierto es que la familia<br />
espuria se mostraba por entonces incomparablemente humilde: a Primitivo no se le encontraba<br />
sino llamándole cuando hacía falta; Sabel se eclipsaba apenas dejaba la comida puesta a la<br />
lumbre y confiada al cuidado de las mozas de fregadero; el chiquillo parecía haberse evaporado.<br />
Y con todo, al capellán no le llegaba la camisa al cuerpo. ¡Si Nucha se enteraba! ¿Y quién duda<br />
que se enteraría en el momento menos pensado? Por desgracia la nueva esposa mostraba afición<br />
suma a recorrer la casa, a informarse de todo, a escudriñar los sitios más recónditos y<br />
trasconejados, verbigracia desvanes, bodegas, lagar, palomar, hórreos, tulla, perreras,<br />
cochiqueras, gallinero, establos y herbeiros o depósitos de forraje. No le llegaba a Julián la<br />
camisa al cuerpo, temblando que en alguna de estas dependencias recibiese Nucha a boca de<br />
jarro, por impensado incidente, la atroz revelación. Y al mismo tiempo, ¿cómo oponerse al útil<br />
merodeo del ama de casa hacendosa por sus dominios? Parecía que con la joven señora entraban<br />
en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápido<br />
bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibración del rayo de sol proyectado en<br />
escondrijos y zahurdas donde las espesas telarañas no lo habían dejado penetrar desde años<br />
antes.<br />
55
Seguía Julián a Nucha en sus exploraciones, a fin de vigilar y evitar, si cabía, cualquier suceso<br />
desgraciado. Y en efecto, su intervención fue provechosa cuando Nucha descubrió en el gallinero<br />
cierto pollo implume. El caso merece referirse despacio.<br />
Había observado Nucha que en aquella casa de bendición las gallinas no ponían jamás, o si<br />
ponían no se veía la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al año bastantes ferrados de<br />
centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de sí. Lo que es<br />
cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el<br />
huevo; oíase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se<br />
iba a ver el nido, se advertía en él suave calorcillo, se distinguía la paja prensada señalando en<br />
relieve la forma del huevo... Y nada; que no se podía juntar ni para una mala tortilla. Nucha<br />
permanecía ojo alerta. Un día que acudió más diligente al cacareo delator, divisó agazapado en el<br />
fondo del gallinero, escondiéndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos años. Sólo asomaban<br />
entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tiró de ellos y salió el cuerpo, y tras del<br />
cuerpo las manos, en las cuales venía ya el plato que apetecía el ama de casa, pues los huevos<br />
que el chico acababa de ocultar se le habían roto con la prisa, y la tortilla estaba allí medio hecha,<br />
batida por lo menos.<br />
-¡Ah pícaro! - exclamó Nucha cogiéndole y sacándole afuera, a la luz del corral -. ¡Te voy a<br />
desollar vivo, gran tunante! ¡Ya sabemos quién es el zorro que se come los huevos! Hoy te<br />
pongo el trasero en remojo, donde no lo veas.<br />
Agitábase y perneaba el ladrón en miniatura; Nucha sintió lástima, imaginándose que sollozaba<br />
con desconsuelo. Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo<br />
convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la<br />
extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se<br />
adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.<br />
- Déjemelo usted, don Julián... - suplicó ella -. ¡Qué guapo!, ¡qué pelo!, ¡qué ojos! ¿De quién es<br />
esta criatura?<br />
Nunca el timorato capellán sintió tantas ganas de mentir. No atinó, sin embargo.<br />
- Creo... - tartamudeó atragantándose -, creo que... de Sabel, la que guisa estos días.<br />
-¿De la criada? Pero... ¿está casada esa chica?<br />
Creció la turbación de Julián. De esta vez tenía en la garganta una pera de ahogo.<br />
- No, señora; casada, no... Ya sabe usted que... desgraciadamente... las aldeanas..., por aquí... no<br />
es común que guarden el mayor recato... Debilidades humanas.<br />
Sentóse Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo,<br />
empeñándose en verle la cara mejor. Él porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando<br />
respingos de conejo montés cautivo y sujeto. Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos<br />
castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de<br />
barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol.<br />
- Julián, ¿tiene usted ahí una pieza de dos cuartos?<br />
- Sí, señora.<br />
- Toma, rapaciño... A ver si me pierdes el miedo.<br />
Fue eficaz el conjuro. Alargó el chiquillo la mano, y metió rápidamente en el seno la moneda.<br />
Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, graciosísimo y correcto a la vez, como el de<br />
los amores de bronce que sostienen mecheros y lámparas. Una risa entre picaresca y celestial<br />
alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plantó un beso en cada carrillo.<br />
-¡Qué monada! ¡Dios lo bendiga! ¿Cómo te llamas, pequeño?<br />
- Perucho - contestó el pilluelo con sumo desenfado.<br />
-¡El nombre de mi marido! - exclamó la señorita con viveza -. ¿Apostemos a que es su ahijado?<br />
¿Eh?<br />
56
- Es su ahijado, su ahijado - se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón<br />
en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intentó sacar la<br />
conversación de terreno tan peligroso.<br />
-¿Para qué querías tú los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda.<br />
- Los vendo - declaró Perucho concisamente.<br />
- Con que los vendes, ¿eh? Tenemos aquí un negociante... ¿Y a quién los vendes?<br />
-A las mujeres de por ahí, que van a la vila...<br />
- Sepamos, ¿a cómo te pagan?<br />
- Dos cuartos por la ducia.<br />
- Pues mira - díjole Nucha cariñosamente -, de aquí en adelante me los vas a vender a mí, que te<br />
pagaré otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero reñirte ni enfadarme contigo. ¡Quiá! Vamos a<br />
ser muy amigotes tú y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones... No andas muy<br />
decente que digamos.<br />
En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calzón de estopa del chico hacían irrupción<br />
sus fresquísimas y lozanas carnes, cuya morbidez no alcanzaba a encubrir el fango y suciedad<br />
que les servía de vestidura, a falta de otra más decorosa.<br />
-¡Angelitos! - murmuró Nucha -. ¡Parece mentira que los traigan así! Yo no sé cómo no se<br />
matan, cómo no perecen de frío... Julián, hay que vestir a este niño Jesús.<br />
- Sí, ¡buen niño Jesús está él! - gruñó Julián -. El mismísimo enemigo malo, ¡Dios me perdone!<br />
No le tenga lástima, señorita; es un diablillo, más travieso que un mico... Lo que no hice yo para<br />
enseñarle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas... ¡Ni<br />
atándolo, señorita, ni atándolo! Y está más sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha<br />
caído dos veces al estanque este año, y de una por poco se ahoga.<br />
- Vaya, Julián, ¿qué quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores.<br />
Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas... ¿No tiene<br />
calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes, de álamo... Y le voy a predicar un<br />
sermón a su madre para que me lo enjabone todos los días. Usted le va a dar lección otra vez. O<br />
le haremos ir a la escuela, que será lo mejor.<br />
No hubo quien apease a Nucha de su caritativo propósito. Julián estaba con el alma en un hilo,<br />
temiendo que de semejante aproximación resultase alguna catástrofe. No obstante, la bondad<br />
natural de su corazón hizo que se interesase nuevamente por aquella obra pía, que ya había<br />
intentado sin fruto. Veía en ella mayor demostración de la hermosura moral de Nucha. Parecíale<br />
que era providencial el que la señorita cuidase a aquel mal retoño de tronco ruin. Y Nucha<br />
entretanto se divertía infinito con su protegido; hacíale gracia su propia desvergüenza, sus<br />
instintos truhanescos, su afán por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su<br />
afición al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civilizándole a<br />
la vez la piel y el espíritu. Obra de romanos, decía el capellán.<br />
- XV -<br />
Por entonces se dedicó el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina.<br />
Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua castaña; Julián los acompañaba en mula;<br />
alguno de los perros favoritos del marqués se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos,<br />
vestidos con la ropa dominguera, la más bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito,<br />
empuñando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de tener mano<br />
de las monturas cuando se apeasen los jinetes.<br />
La tanda empezó por la señora jueza de Cebre. Abrió la puerta la criada en pernetas, que al ver a<br />
Nucha bajarse de su cabalgadura y arreglar los volantes del traje con el mango de la sombrilla,<br />
57
echó a correr despavorida hacia el interior de la casa, clamando como si anunciase fuego o<br />
ladrones:<br />
- Señora... ¡Ay, mi señora! ¡Unos señores...!, ¡hay unos señores aquí!<br />
Ningún eco respondió a sus alaridos de consternación; pero transcurridos breves minutos,<br />
apareció en el zaguán el juez en persona, deshaciéndose en excusas por la torpeza de la<br />
muchacha: era inconcebible el trabajo que costaba domesticarlas; se les repetía mil veces la<br />
misma cosa, y nada, no aprendían a recibir a las... pues... de la manera que... Al murmurar así,<br />
arqueaba el codo ofreciendo a Nucha el sostén de su brazo para subir la escalera; y siendo ésta<br />
tan angosta que no cabían dos personas de frente, la señora de Moscoso pasaba los mayores<br />
trabajos del mundo intentando asirse con las yemas de los dedos al brazo del buen señor, que<br />
subía dos escalones antes que ella todo torcido y sesgado. Llegados a la puerta de la sala, el juez<br />
empezó a palparse, buscando ansiosamente algo en los bolsillos, articulando a media voz<br />
monosílabos entrecortados y exclamaciones confusas. De repente exhaló una especie de bramido<br />
terrible.<br />
- Pepa... ¡Pepaaaá!<br />
Se oyó el ¡clac! de los pies descalzos, y el juez interpeló a la fámula:<br />
- La llave, ¿vamos a ver? ¿Dónde Judas has metido la llave?<br />
Pepa se la alargaba ya a toda prisa, y el juez, cambiando de tono y pasando de la más furiosa<br />
ronquera a la más meliflua dulzura, empujó la puerta y dijo a Nucha:<br />
- Por aquí, señora mía, por aquí..., tenga usted la bondad...<br />
La sala estaba completamente a oscuras. Nucha tropezó con una mesa, a tiempo que el juez<br />
repetía:<br />
- Tenga usted la bondad de sentarse, señora mía... Usted dispense...<br />
La claridad que bañó la habitación, una vez abiertas las maderas de la ventana, permitió a Nucha<br />
distinguir al fin el sofá de repis azul, los dos sillones haciendo juego, el velador de caoba, la<br />
alfombra tendida a los pies del sofá y que representaba un ferocísimo tigre de Bengala, color de<br />
canela fina. Al juez todo se le volvía acomodar a los visitadores, insistiendo mucho en si al<br />
marqués de Ulloa le convenía la luz de frente o estaría mejor de espaldas a la vidriera; al mismo<br />
tiempo lanzaba ojeadas de sobresalto en derredor, porque le iba sabiendo mal la tardanza de su<br />
mujer en presentarse. Esforzábase en sostener la conversación, pero su sonrisa tenía la<br />
contracción de una mueca, y su ojo severo se volvía hacia la puerta muy a menudo. Al cabo se<br />
oyó en el corredor crujido de enaguas almidonadas: la señora jueza entró, sofocada y compuesta<br />
de fresco, según claramente se veía en todos los pormenores de su tocado; acababa de embutir su<br />
respetable humanidad en el corsé, y sin embargo no había logrado abrochar los últimos botones<br />
del corpiño de seda; el moño postizo, colocado a escape, se torcía inclinándose hacia la oreja<br />
izquierda; traía un pendiente desabrochado, y no habiéndole llegado el tiempo para calzarse,<br />
escondía con mil trabajos, entre los volantes pomposos de la falda de seda, las babuchas de<br />
orillo.<br />
Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atavío de la jueza, que<br />
pasaba por el figurín vivo de Cebre, y a hurtadillas sonrió a Julián mostrándole con<br />
imperceptible guiño los collares, dijes y broches que lucía en el cuello la señora, mientras ésta a<br />
su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la recién casada santiaguesa. La visita fue<br />
corta, porque el marqués deseaba cumplir aquel mismo día con el Arcipreste, y la parroquia de<br />
Loiro distaba una legua por lo menos de la villita de Cebre. Se despidieron de la autoridad<br />
judicial tan ceremoniosamente como habían entrado, con los mismos requilorios de brazo y<br />
acompañamiento y muchos ofrecimientos de casa y persona.<br />
Era preciso para ir a Loiro internarse bastante en la montaña, y seguir una senda llena de<br />
despeñaderos y precipicios, que sólo se hacía practicable al acercarse a los dominios del<br />
arciprestazgo, vastos y ricos algún día, hoy casi anulados por la desamortización. La rectoral<br />
daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán,<br />
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los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada,<br />
donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne. Por la escalera de anchos<br />
peldaños y monumental balaústre de piedra bajaba dificultosamente, con la lentitud y el balanceo<br />
con que caminan los osos puestos en dos pies, una pareja de seres humanos monstruosa,<br />
deforme, que lo parecía más viéndola así reunida: el Arcipreste y su hermana. Ambos jadeaban:<br />
su dificultosa respiración parecía el resuello de un accidentado; las triples roscas de la papada y<br />
el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro<br />
inyectadas de sangre espesa; y cuando se volvían de espaldas, en el mismo sitio en que el<br />
Arcipreste lucía la tonsura ostentaba su hermana un moñito de pelo gris, análogo al que gastan<br />
los toreros. Nucha, a quien el recibimiento del juez y el tocado de su señora habían puesto de<br />
buen humor, volvió a sonreír disimuladamente, sobre todo al notar los quidproquos de la<br />
conversación, producidos por la sordera de los dos respetables hermanos. No desmintiendo éstos<br />
la hospitalaria tradición campesina, hicieron pasar a los visitadores, quieras no quieras, al<br />
comedor, donde un mármol se hubiera reído también observando cómo la mesa del refresco, la<br />
misma en que comían a diario los dueños de casa, tenía dos escotaduras, una frente a otra, sin<br />
duda destinadas a alojar desahogadamente la rotundidad de un par de abdómenes gigantescos.<br />
El regreso a los Pazos fue animado por comentarios y bromas acerca de las visitas: hasta Julián<br />
dio de mano a su formalidad y a su indulgencia acostumbrada para divertirse a cuenta de la mesa<br />
escotada y del almacén de quincalla que la señora jueza lucía en el pescuezo y seno. Pensaban<br />
con regocijo en que al día siguiente se les preparaba otra excursión del mismo género, sin duda<br />
igualmente divertida: tocábales ver a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso.<br />
Salieron de los Pazos tempranito, porque bien necesitaban toda la larga tarde de verano para<br />
cumplir el programa; y acaso no les alcanzaría, si no fuese porque a las señoritas de Molende no<br />
las encontraron en casa; una mocetona que pasaba cargada con un haz de hierba explicó<br />
difícilmente que las señoritas iban en la feria de Vilamorta, y sabe Dios cuándo volverían de allá.<br />
Le pesó a Nucha, porque las señoritas, que habían estado en los Pazos a verla, le agradaban, y<br />
eran los únicos rostros juveniles, las únicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la<br />
cháchara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no podía olvidar. Dejaron un<br />
recado de atención a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de<br />
Limioso.<br />
El camino era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña; a uno y otro lado, las cepas<br />
de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba<br />
a la luz del sol poniente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un<br />
palomar derruido, sin techo ya. Era la señorial mansión de Limioso, un tiempo castillo roquero,<br />
nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en el<br />
horizonte, se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro. No se conocía en todo el<br />
contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo<br />
nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio,<br />
reservado a las moradas hidalgas.<br />
Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión<br />
melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes indicios de abandono y<br />
ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las<br />
vidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera,<br />
arrancada de sus goznes, pendía torcida, como un jirón en un traje usado. Hasta las rejas de la<br />
planta baja, devoradas de orín, subían las plantas parásitas, y festones de yedra seca y raquítica<br />
corrían por entre las junturas desquiciadas de las piedras. Estaba el portón abierto de par en par,<br />
como puerta de quien no teme a ladrones; pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el<br />
piso herboso del patio, respondieron asmáticos ladridos y un mastín y dos perdigueros se<br />
abalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el poco brío que les quedaba,<br />
pues ninguno de aquellos bichos tenía más que un erizado pelaje sobre una armazón de huesos<br />
59
prontos a agujerearlo al menor descuido. El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzo<br />
del ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmo entre los dientes, amarillos y<br />
roídos por la edad. Apaciguáronse los perdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían<br />
cazado mil veces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien sólo acalló<br />
la aparición de su amo el señorito de Limioso.<br />
¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos,<br />
al infatigable cazador, al acérrimo tradicionalista? Ramonciño Limioso contaría a la sazón poco<br />
más de veintiséis años, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y sus facciones todas tenían una<br />
gravedad melancólica y dignidad algún tanto burlesca para quien por primera vez lo veía. Su<br />
entristecido arqueo de cejas le prestaba vaga semejanza con los retratos de Quevedo; su<br />
pescuezo, flaco, pedía a voces la golilla, y en vez de la vara que tenía en la mano, la imaginación<br />
le otorgaba una espada de cazoleta. Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho,<br />
aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que,<br />
con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios - así decían<br />
los aldeanos - y no hecho a puñetazos, como otros.<br />
Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en la naturalidad galante con<br />
que le ofreció no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda para que en<br />
ellos apoyase la palma de su diestra la señora de Ulloa. Y con el decoro propio de un paso de<br />
minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que<br />
conducía al claustro, no sin peligro de rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables<br />
escalones. El tejado del claustro era un puro calado; veíanse, al través de las tejas y las vigas,<br />
innumerables retales de terciopelo azul celeste; la cría de las golondrinas piaba dulcemente en<br />
sus nidos, cobijados en el sitio más favorable, tras el blasón de los Limiosos, repetido en el<br />
capitel de cada pilar en tosca escultura - tres peces bogando en un lago, un león sosteniendo una<br />
cruz -. Fue peor cuando entraron en la antesala. Muchos años hacía que la polilla y la vetustez<br />
habían dado cuenta de la tablazón del piso; y no alcanzando, sin duda, los medios de los<br />
Limiosos a echar piso nuevo, se habían contentado con arrojar algunas tablas sueltas sobre los<br />
pontones y las vigas, y por tan peligroso camino cruzó tranquilamente el señorito, sin dejar de<br />
ofrecer los dedos a Nucha, y sin que ésta se atreviese a solicitar más firme apoyo. Cada tablón en<br />
que sentaban el pie se alzaba y blandía, descubriendo abajo la negra profundidad de la bodega,<br />
con sus cubas vestidas de telarañas. Atravesaron impávidos el abismo y penetraron en la sala,<br />
que al menos poseía un piso clavado, aunque en muchos sitios roto y en todos casi reducido a<br />
polvo sutil por el taladro de los insectos.<br />
Nucha se quedó inmóvil de sorpresa. En un ángulo de la sala medio desaparecía bajo un gran<br />
acervo de trigo un mueble soberbio, un vargueño incrustado de concha y marfil; en las paredes,<br />
del betún de los cuadros viejos y ahumados se destacaba a lo mejor una pierna de santo<br />
martirizado, toda contraída, o el anca de un caballo, o una cabeza carrilluda de angelote; frente a<br />
la esquina del trigo, se alzaba un estrado revestido de cuero de Córdoba, que aún conservaba su<br />
rica coloración y sus oros intensos; ante el estrado, en semicírculo, magníficos sitiales<br />
escultados, con asiento de cuero también; y entre el trigo y el estrado, sentadas en tallos (asientos<br />
de tronco de roble bruto, como los que usan los labriegos más pobres), dos viejas secas, pálidas,<br />
derechas, vestidas de hábito del Carmen, ¡hilaban!<br />
Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos,<br />
a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas<br />
bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso<br />
y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró. En nombre de las dos<br />
estatuas - que eran las tías paternas del señorito de Limioso - había visitado éste a Nucha; vivía<br />
también en el Pazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba la vista encima;<br />
su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña. Las dos ancianas se irguieron y<br />
tendieron a Nucha los brazos con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender,<br />
60
y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado del<br />
roce de una piel inerte. Sintió también que le asían las manos otras manos despojadas de carne,<br />
consuntas, amojamadas y momias; comprendió que la guiaban hacia el estrado, y que le ofrecían<br />
uno de los sitiales, y apenas se hubo sentado en él, conoció con terror que el asiento se<br />
desvencijaba, se hundía; que se largaba cada pedazo del sitial por su lado sin crujidos ni<br />
resistencia; y con el instinto de la mujer encinta, se puso de pie, dejando que la última prenda del<br />
esplendor de los Limiosos se derrumbase en el suelo para siempre...<br />
Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochecía, y sin que se lo comunicasen, sin que ellos<br />
mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello, callaron todo el camino porque les oprimía la<br />
tristeza inexplicable de las cosas que se van.<br />
- XVI -<br />
Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cosía sin<br />
descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas. A pesar de la asiduidad en la labor, no<br />
se desmejoraba, al contrario, parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era en<br />
beneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se<br />
llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eran ángulos y planicies. Sus mejillas se<br />
sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo<br />
negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca, más<br />
fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves. En cuanto al natural aumento de su<br />
persona, no era mucho ni la afeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota<br />
en el de la Virgen en los cuadros que representan la Visitación. La colocación de sus manos,<br />
extendidas sobre el vientre como para protegerlo, completaba la analogía con las pinturas de tan<br />
tierno asunto.<br />
Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa durante aquella temporada de<br />
expectación. Olvidando sus acostumbradas correrías por montes y riscos, la sacaba todas las<br />
tardes, sin faltar una, a dar paseítos higiénicos, que crecían gradualmente; y Nucha, apoyada en<br />
su brazo, recorría el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden, sentándose en los murallones y<br />
en los ribazos al sentirse muy fatigada. Don Pedro atendía a satisfacer sus menores deseos: en<br />
ocasiones se mostraba hasta galante, trayéndole las flores silvestres que le llamaban la atención,<br />
o ramas de madroño y zarzamora cuajadas de fruto. Como a Nucha le causaban fuerte<br />
sacudimiento nervioso los tiros, no llevaba jamás el señorito su escopeta, y había prohibido<br />
expresamente a Primitivo cazar por allí. Parecía que la leñosa corteza se le iba cayendo, poco a<br />
poco, al marqués, y que su corazón bravío y egoísta se inmutaba, dejando asomar, como entre las<br />
grietas de la pared, florecillas parásitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello no era el<br />
matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven los cielos que debía asemejársele<br />
mucho.<br />
Julián bendecía a Dios todos los días. Su devoción había vuelto, no a renacer, pues no muriera<br />
nunca, pero sí a reavivarse y encenderse. A medida que se acercaba la hora crítica para Nucha, el<br />
capellán permanecía más tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa; prolongaba más<br />
las letanías y el rosario; ponía más alma y fervor en el cuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta<br />
dos novenas devotísimas, una a la Virgen de Agosto, otra a la Virgen de Septiembre.<br />
Figurábasele este culto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicción cada vez<br />
más firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Señora, en cuanto una mujer concebida en<br />
pecado puede serlo.<br />
Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo de su ventana, engolfado<br />
en la lectura del P. Nieremberg. Sintió pasos precipitados en la escalera. Conoció el modo de<br />
pisar de don Pedro. El rostro del señor de Ulloa derramaba satisfacción.<br />
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-¿Hay novedades? - preguntó Julián soltando el libro.<br />
-¡Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape.<br />
-¿Y han ido a Cebre por el médico?<br />
- Va allá Primitivo.<br />
Julián torció el gesto.<br />
- No hay que asustarse... Detrás de él van a salir ahora mismo otros dos propios. Quería ir yo en<br />
persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin mí.<br />
- Lo mejor sería ir yo también por si acaso - exclamó Julián -. Aunque sea a pie y de noche...<br />
Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.<br />
-¡Usted! - clamó sin cesar de reír -. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!<br />
El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía cierta vergüenza de su sotana, que le<br />
inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era<br />
hombre, de modo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio. Sólo<br />
tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro, el que Primitivo iba a buscar, el<br />
representante de la ciencia humana. Acongojóse el espíritu de Julián pensando en que el recato<br />
de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a los cadáveres en la<br />
mesa de anatomía: como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendió que se<br />
apocaba y afligía.<br />
- Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués - murmuró con desmayada voz.<br />
- Mil gracias, hombre... Venía únicamente a darle a usted la buena noticia.<br />
Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana, y el capellán, al pronto,<br />
se quedó inmóvil. Pasóse luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Miró a la<br />
pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y<br />
lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de Nuestra Señora de la Angustia,<br />
sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero<br />
no la tenía, ni se había acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazó la<br />
cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, las estampas. Abrió después<br />
el cajón, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó<br />
en candeleros de latón, y armó su altarito. Así que la luz amarillenta de los cirios se reflejó en los<br />
adornos y cristal de los cuadros, el alma de Julián sintió consuelo inefable. Lleno de esperanza,<br />
el capellán se reprendió a sí mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él<br />
inútil! Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar la protección del<br />
cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio a sus oraciones.<br />
El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez<br />
reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de<br />
sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanecía la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorporó<br />
tambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán miró con sorpresa, pues hacía<br />
bastante tiempo que no se presentaba allí.<br />
- De parte del señorito, que baje a cenar.<br />
-¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico? - interrogó ansiosamente Julián, no<br />
atreviéndose a preguntar otra cosa.<br />
- No, señor... De aquí a Cebre hay un bocadito.<br />
En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien<br />
se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego,<br />
sentándose y extendiendo la servilleta.<br />
-¿Y la señorita? - preguntó con afán.<br />
-¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto.<br />
-¿Necesitará algo mientras usted está aquí?<br />
- No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda para cuanto se precise.<br />
62
Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que para dichas. Era una<br />
monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa; pero si no se le ocurría al marido, ¿quién<br />
tenía valor para insinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía de experiencia<br />
doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que el marqués, a diferencia de algunas horas antes,<br />
parecía malhumorado e impaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinóse al fin.<br />
-¿Y... dará tiempo a que llegue el médico?<br />
-¿Que si da tiempo? - respondió el señorito embaulando y mascando con colérica avidez -.<br />
¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muy delicadas y difíciles para todo... Y cuando<br />
no hay un gran físico... Si fuese por el estilo de su hermana Rita...<br />
Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:<br />
- Son una calamidad las mujeres de los pueblos... Hechas de alfeñique... Le aseguro a usted que<br />
tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los síncopes, que... ¡Melindres,<br />
diantre! ¡Melindres a que las acostumbran desde pequeñas!<br />
Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. No sabía éste qué hacer de<br />
su persona, y pensó que lo mejor era emprender de nuevo plática con los santos. Subió. Las velas<br />
seguían ardiendo, y el capellán volvió a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no se oían<br />
más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la<br />
represa del cercano molino. Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos<br />
y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la<br />
pobrecita, que sufría allá abajo, le detuvo. Dábale vergüenza ceder a la tentación. Mas sus ojos se<br />
cerraban, su cabeza, ebria de sueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndose<br />
despabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.<br />
Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya<br />
estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado, frotándose los párpados, medio aturdido<br />
aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre,<br />
con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas.<br />
-¿Llega usted ahora mismo? - preguntó asombrado el capellán.<br />
- Sí, señor... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta él y otros dos, pero que<br />
no les abrió nadie... Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios<br />
manda... En fin, que hasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece que<br />
vengo muy a tiempo todavía... Primeriza al fin y al cabo... Estas batallas acostumbran durar<br />
bastante... Allá voy a ver qué ocurre...<br />
Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la<br />
imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que<br />
acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía<br />
confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir<br />
se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen<br />
facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.<br />
Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda<br />
costa saber si había peligro.<br />
- No, señor; no, señor - contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en<br />
el café -. Si se presentan dificultades, estamos aquí... Tú, Sabel: una copita pequeña.<br />
En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués<br />
le tendió la petaca llena.<br />
- Muchas gracias... - pronunció el médico encendiendo un habano -. Por ahora estamos a ver<br />
venir. La señora es novicia, y no muy fuerte... A las mujeres se les da en las ciudades la<br />
educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para<br />
producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la<br />
63
sangre... Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y<br />
alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina.<br />
Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba las más recientes y osadas<br />
hipótesis científicas, alardeando de materialismo higiénico, ponderando mucho la acción<br />
bienhechora de la madre naturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y<br />
determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez<br />
y secura de sus delgados labios, no prometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no<br />
predicaba con el ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera de Cebre, con<br />
salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas.<br />
Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba las palabras del médico, que<br />
por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro<br />
virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo rancio pensaba<br />
que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagación de la especie. Lo contrario le<br />
parecía un crimen. Acordábase mucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos,<br />
del robusto tronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, un día que<br />
Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de<br />
cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que él era de Dios como los demás y<br />
necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.<br />
- Diga, Máximo... ¿le parece que mi mujer podrá criar?<br />
Máximo se echó a reír, saboreando el ron.<br />
- No pedir gollerías, señor don Pedro... ¡Criar! Esa función augusta exige complexión muy<br />
vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo... No puede criar la señora.<br />
- Ella es la que se empeña en eso - dijo con despecho el marqués -; yo bien me figuré que era un<br />
disparate... por más que no creí a mi mujer tan endeble... En fin, ahora tratamos de que no nazca<br />
el niño para rabiar de hambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero,<br />
aquella mocetona, ¿no sabe usted?...<br />
-¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico... Y está parida de dos meses. Lo que<br />
no sé es si los padres la dejarán venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren<br />
divulgar lo de la hija.<br />
-¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza... A mí no me levanta la voz<br />
un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?<br />
- Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.<br />
Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo en confianza al capellán:<br />
- Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado a don Pedro. ¿Cuándo se<br />
convencerán estos señoritos de que un casero no es un esclavo? Así andan las cosas de España:<br />
mucho de revolución, de libertad, de derechos individuales... ¡Y al fin, por todas partes la tiranía,<br />
el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, ¿qué es esto sino reproducir los ominosos<br />
tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues<br />
contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieres dar<br />
de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted.<br />
Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales.<br />
- No señor; no me escandalizo - contestó apaciblemente Julián -. Al contrario... Me dan ganas de<br />
reír porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de<br />
Felipe que servir de ama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar...<br />
Figúrese.<br />
-¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechos individuales? Supóngase que la<br />
muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y<br />
ventajas que usted dice... ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hija de un<br />
casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está. Vistiéndose por la cabeza, no se<br />
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puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No<br />
me diga usted que no.<br />
- Yo no tengo ideas políticas - aseveró Julián sosegadamente; y de pronto, como recordando,<br />
añadió - ¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lo pasa la señorita?<br />
-¡Pchs!... No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron,<br />
¿eh? Hasta dentro de un instante.<br />
Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la<br />
cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces<br />
se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se<br />
llegaba a vociferar y a injuriarse le esparcían la estancada bilis, y la función digestiva y<br />
respiratoria se le activaba, produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia<br />
de la laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.<br />
-¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso, padre Julián... Todos los<br />
pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás, no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la<br />
prueba: ¿qué piensa usted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos? Aquí<br />
te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?<br />
-¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar de acuerdo con Suñer?<br />
¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? ¡Dios le alumbre!<br />
- Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ése dice que a Suñer y a<br />
los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted<br />
qué opina?<br />
- Son dichos de acaloramiento... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una<br />
disputa y echar venablos por la boca.<br />
- Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede<br />
querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los<br />
capones y cabritos de los feligreses... No me negará usted esto.<br />
- Todos somos pecadores, don Máximo.<br />
- Y aún puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., ¿eh? No sofocarse.<br />
- Sí, señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuviésemos privilegio<br />
para no pecar, estábamos bien; nos habíamos salvado en el momento mismo de la ordenación,<br />
que no era floja ganga. Cabalmente, la ordenación nos impone deberes más estrechos que a los<br />
demás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo<br />
que requeriría el camino de perfección en que debemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se<br />
necesita, aparte de nuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ahí es nada.<br />
Díjolo en tono tan sincero y sencillo, que el médico amainó por algunos instantes.<br />
- Si todos fuesen como usted, don Julián...<br />
- Yo soy el último, el peor. No se fíe usted en apariencias.<br />
-¡Quiá! Los demás son buenas piezas, buenas..., y ni con la revolución hemos conseguido<br />
minarles el terreno... Le parecerá a usted mentira lo que amañaron estos días para dar gusto a ese<br />
bandido de Barbacana...<br />
No hallándose en antecedentes, Julián guardaba silencio.<br />
- Figúrese usted - refirió el médico - que Barbacana tiene a sus órdenes otro facineroso, un<br />
paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va y viene a Portugal a salto de mata,<br />
porque una noche cosió a puñaladas a su mujer y al amante... Hace poco parece que le echó<br />
mano la justicia, pero Barbacana se empeñó en librarlo, y tanto sudaron él y los curas, que el<br />
hombre salió bajo fianza, y se pasea por ahí... De modo que, a pesar de los pesares, nos tiene<br />
usted como siempre, mandados por el infame Barbacana.<br />
- Pero - objetó Julián - yo he oído que aquí, cuando no reina Barbacana, reina otro cacique peor,<br />
que le llaman Trampeta, por los enredos y diabluras que arma a los pobres paisanos chupándoles<br />
el tuétano... Con que por fas o por nefas.<br />
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- Eso... Eso tiene algo de verdad..., pero mire usted, al menos Trampeta no se propone levantar<br />
partidas... Con Barbacana es preciso concluir, pues corresponde con las juntas carlistas de la<br />
provincia para llevar el país a fuego y sangre... ¿Es usted partidario del niño Terso?<br />
- Ya le dije que no tengo opiniones.<br />
- Es que no le da la gana de disputar.<br />
- Francamente, don Máximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobre señorita... pensando en<br />
lo que puede sucederle. Y no entiendo de política...; no se ría usted..., no entiendo. Sólo entiendo<br />
de decir misa; y el caso es que no la he dicho hoy todavía, y mientras no la diga no me desayuno,<br />
y el estómago se me va... Aplicaré la misa por la necesidad presente. Yo no puedo - añadió con<br />
cierta melancolía - prestarle a la señorita otro auxilio.<br />
Marchóse, dejando al médico sorprendido de encontrar un cura que rehuía entrar en políticas<br />
discusiones, que por aquellos días reemplazaban a las teológicas en todas las sobremesas<br />
patronales, y celebró su misa con gran atención y minuciosidad en las ceremonias. El repique de<br />
la campanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vacía. Oíanse fuera<br />
gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejano chirrido de carros que salían al trabajo,<br />
rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ramón Nonnato,<br />
elegida para la circunstancia; y cuando el celebrante pronunció «ejus nobis intercessione<br />
concede, ut a peccatorum vinculis absoluti...», parecióle que las cadenas de dolor que ligaban a<br />
la pobre virgencita - que aún entonces se la representaba como tal el capellán - se rompían de<br />
golpe, dejándola libre, gozosa y radiante, con la más feliz maternidad.<br />
Sin embargo, cuando regresó a la casa no había indicios de la susodicha ruptura de cadenas. En<br />
vez de las apresuradas idas y venidas de criados que siempre indican algún acontecimiento<br />
trascendental, notó una calma de mal agüero. El señorito no volvía: verdad es que Castrodorna<br />
distaba bastante de los Pazos. Fue preciso sentarse a la mesa sin él. El médico no intentó disputar<br />
más, porque a su vez empezaba a hallarse preocupado con la flema del heredero de los<br />
Moscosos. Hay que decir, en abono del discutidor higienista, que tomaba su profesión por lo<br />
serio, y la respetaba tanto como Julián la suya. Probábalo su misma manía de la higiene y su<br />
culto de la salud, culto infundido por librotes modernos que sustituyen al Dios del Sinaí con la<br />
diosa Higia. Para Máximo Juncal, inmoralidad era sinónimo de escrofulosis, y el deber se parecía<br />
bastante a una perfecta oxidación de los elementos asimilables. Disculpábase a sí propio ciertos<br />
extravíos, por tener un tanto obstruidas las vías hepáticas.<br />
En aquel momento, el peligro de la señora de Moscoso despertaba su instinto de lucha contra los<br />
males positivos de la tierra: el dolor, la enfermedad, la muerte. Comió distraídamente, y sólo<br />
bebió dos copas de ron. Julián apenas pasó bocado; preguntaba de tiempo en tiempo:<br />
-¿Qué ocurrirá por allí, don Máximo?<br />
Cesó de preguntar cuando el médico le hubo dado, a media voz, algunos detalles, empleando<br />
términos técnicos. La noche caía. Máximo apenas salía del cuarto de la paciente. Sintióse Julián<br />
tan triste y solo, que ya se disponía a subir y encender su altar, para disfrutar al menos la<br />
compañía de las velas y los cuadritos. Pero don Pedro entró impetuosamente, como una ráfaga de<br />
viento huracanado. Traía de la mano una muchachona color de tierra, un castillo de carne: el tipo<br />
clásico de la vaca humana.<br />
- XVII -<br />
Que Máximo Juncal, ya que es su oficio, reconozca detenidamente la cuenca del río lácteo de la<br />
poderosa bestiaza, conducida por el marqués de Ulloa, no sin asombro de las gentes, en el borrén<br />
delantero de la silla de su yegua, por no haber en Castrodorna otros medios de transporte, y no<br />
permitir la impaciencia de don Pedro que el ama viniese a pie. La yegua recordará toda la vida,<br />
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con temblor general de su cuerpo, aquella jornada memorable en que tuvo que sufrir a la vez el<br />
peso del actual representante de los Moscosos y el de la nodriza del Moscoso futuro.<br />
Cayéronsele a don Pedro las alas del corazón cuando vio que su heredero no había llegado<br />
todavía. En aquel momento le pareció que un suceso tan próximo no se verificaría jamás. Apuró<br />
a Sabel reclamando la cena, pues traía un hambre feroz. Sabel la sirvió en persona, por hallarse<br />
aquel día muy ocupada Filomena, la doncella, que acostumbraba atender al comedor. Estaba<br />
Sabel fresca y apetecible como nunca, y las floridas carnes de su arremangado brazo, el brillo<br />
cobrizo de las conchas de su pelo, la melosa ternura y sensualidad de sus ojos azules, parecían<br />
contrastar con la situación, con la mujer que sufría atroces tormentos, medio agonizando, a corta<br />
distancia de allí. Hacía tiempo que el marqués no veía de cerca a Sabel. Más que mirarla, se<br />
puede decir que la examinó despacio durante algunos minutos. Reparó que la moza no llevaba<br />
pendientes y que tenía una oreja rota; entonces recordó habérsela partido él mismo, al aplastar<br />
con la culata de su escopeta el zarcillo de filigrana, en un arrebato de brutales celos. La herida se<br />
había curado, pero la oreja tenía ahora dos lóbulos en vez de uno.<br />
-¿No duerme nada la señorita? - preguntaba Julián al médico.<br />
-A ratos, entre dolor y dolor... Precisamente me gusta a mí bien poco ese sopor en que cae. Esto<br />
no adelanta ni se gradúa, y lo peor es que pierde fuerzas. Cada vez se me pone más débil. Puede<br />
decirse que lleva cuarenta y ocho horas sin probar alimento, pues me confesó que antes de avisar<br />
a su marido, mucho antes, ya se sintió mal y no pudo comer... Esto de los sueñecitos no me hace<br />
tilín. Para mí, más que modorra, son verdaderos síncopes.<br />
Don Pedro apoyaba con desaliento la cabeza en el cerrado puño.<br />
- Estoy convencido - dijo enfáticamente - de que semejantes cosas sólo les pasan a las señoritas<br />
educadas en el pueblo y con ciertas impertinencias y repulgos... Que les vengan a las mozas de<br />
por aquí con síncopes y desmayos... Se atizan al cuerpo media olla de vino y despachan esta<br />
faena cantando.<br />
- No, señor, hay de todo... Las linfático-nerviosas se aplanan... Yo he tenido casos...<br />
Explicó detenidamente varias lides, no muchas aún, porque empezaba a asistir, como quien dice.<br />
Él estaba por la expectativa: el mejor comadrón es el que más sabe aguardar. Sin embargo, se<br />
llega a un grado en que perder un segundo es perderlo todo. Al aseverar esto, paladeaba sorbos<br />
de ron.<br />
-¿Sabel? - llamó de repente.<br />
-¿Qué quiere, señorito Máximo? - contestó la moza con solicitud.<br />
-¿Dónde me han puesto una caja que traje?<br />
- En su cuarto, sobre la cama.<br />
-¡Ah!, bueno.<br />
Don Pedro miró al médico, comprendiendo de qué se trataba. No así Julián, que asustado por el<br />
hondo silencio que siguió al diálogo de Máximo y Sabel, interrogó indirectamente para saber qué<br />
encerraba la caja misteriosa.<br />
- Instrumentos - declaró el médico secamente.<br />
-¿Instrumentos..., para qué? - preguntó el capellán, sintiendo un sudor que le rezumaba por la<br />
raíz del cabello.<br />
- Para operarla, ¡qué demonio! Si aquí se pudiese celebrar junta de médicos, yo dejaría quizás<br />
que la cosa marchase por sus pasos contados; pero recae sobre mí exclusivamente la<br />
responsabilidad de cuanto ocurra. No me he de cruzar de brazos, ni dejarme sorprender como un<br />
bolonio. Si al amanecer ha aumentado la postración y no veo yo síntomas claros de que esto se<br />
desenrede... hay que determinarse. Ya puede usted ir rezando al bendito San Ramón, señor<br />
capellán.<br />
-¡Si por rezar fuese! - exclamó ingenuamente Julián -. ¡Apenas llevo rezado desde ayer!<br />
De tan sencilla confesión tomó pie el médico para contar mil graciosas historietas, donde se<br />
mezclaban donosamente la devoción y la obstetricia y desempeñaba San Ramón papel muy<br />
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principal. Refirió de su profesor en la clínica de Santiago, que al entrar en el cuarto de las<br />
parturientas y ver la estampa del santo con sus correspondientes candelicas, solía gritar furioso:<br />
«Señores, o sobro yo o sobra el santo... Porque si me desgracio me echarán la culpa, y si salimos<br />
bien dirán que fue milagro suyo...» Contó también algo bastante grotesco sobre rosas de Jericó,<br />
cintas de la Virgen de Tortosa, y otros piadosos talismanes usados en ocasiones críticas. Al fin<br />
cesó en su cháchara, porque le rendía el sueño, ayudado por el ron. A fin de no aletargarse del<br />
todo en la comodidad del lecho, tendióse en el banco del comedor, poniendo por almohada una<br />
cesta. El señorito, cruzando sobre la mesa ambos brazos, había dejado caer la frente sobre ellos y<br />
un silbido ahogado, preludio de ronquido, anunciaba que también le salteaba la gana de dormir.<br />
El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche.<br />
Julián era el único despierto; sentía frío en las médulas y en los pómulos ardor de calentura.<br />
Subió a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplicó a las sienes. Las velas del<br />
altar estaban consumidas; las renovó, y colocó una almohada en el suelo para arrodillarse en ella,<br />
pues lo más molesto siempre era el dichoso hormigueo. Y empezó a subir con buen ánimo la<br />
cuesta arriba de la oración. A veces desmayaba, y su cuerpo juvenil, envuelto en las nieblas<br />
grises del sueño, apetecía la limpia cama. Entonces cruzaba las manos, clavándose las uñas de<br />
una en el dorso de otra, para despabilarse. Quería rezar con devoción, tener conciencia de lo que<br />
pedía a Dios: no hablar de memoria. Sin embargo, desfallecía. Acordóse de la oración del Huerto<br />
y de aquella diferencia tan acertadamente establecida entre la decisión del espíritu y la de la<br />
carne. También recordó un pasaje bíblico: Moisés orando con los brazos levantados, porque, de<br />
bajarlos, sería vencido Israel. Entonces se le ocurrió realizar algo que le flotaba en la<br />
imaginación. Quitó la almohada, quedándose con las rótulas apoyadas en el santo suelo; alzó los<br />
ojos, buscando a Dios más allá de las estampas y de las vigas del techo; y abriendo los brazos en<br />
cruz, comenzó a orar fervorosamente en tal postura.<br />
El ambiente se volvió glacial; una tenue claridad, más lívida y opaca que la de la luna, asomó por<br />
detrás de la montaña. Dos o tres pájaros gorjearon en el huerto; el rumor de la presa del molino<br />
se hizo menos profundo y sollozante. La aurora, que sólo tenía apoyado uno de sus rosados<br />
dedos en aquel rincón del orbe, se atrevió a alargar toda la manecita, y un resplandor alegre,<br />
puro, bañó las rocas pizarrosas, haciéndolas rebrillar cual bruñida plancha de acero, y entró en el<br />
cuarto del capellán, comiéndose la luz amarilla de los cirios. Mas Julián no veía el alba, no veía<br />
cosa ninguna... Es decir, sí veía esas luces que enciende en nuestro cerebro la alteración de la<br />
sangre, esas estrellitas violadas, verdosas, carmesíes, color de azufre, que vibran sin alumbrar;<br />
que percibimos confundidas con el zumbar de los oídos y el ruido de péndulo gigante de las<br />
arterias, próximas a romperse... Sentíase desvanecer y morir; sus labios no pronunciaban ya<br />
frases, sino un murmullo, que todavía conservaba tonillo de oración. En medio de su doloroso<br />
vértigo oyó una voz que le pareció resonante como toque de clarín... La voz decía algo. Julián<br />
entendió únicamente dos palabras:<br />
- Una niña.<br />
Quiso incorporarse, exhalando un gran suspiro, y lo hizo, ayudado por la persona que había<br />
entrado y no era otra sino Primitivo; pero apenas estuvo en pie, un atroz dolor en las<br />
articulaciones, una sensación de mazazo en el cráneo le echaron a tierra nuevamente.<br />
Desmayóse.<br />
Abajo, Máximo Juncal se lavaba las manos en la palangana de peltre sostenida por Sabel. En su<br />
cara lucía el júbilo del triunfo mezclado con el sudor de la lucha, que corría a gotas medio<br />
congeladas ya por el frío del amanecer. El marqués se paseaba por la habitación ceñudo,<br />
contraído, hosco, con esa expresión torva y estúpida a la vez que da la falta de sueño a las<br />
personas vigorosas, muy sometidas a la ley de la materia.<br />
- Ahora alegrarse, don Pedro - dijo el médico -. Lo peor está pasado. Se ha conseguido lo que<br />
usted tanto deseaba... ¿No quería usted que la criatura saliese toda viva y sin daño? Pues ahí la<br />
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tenemos, sana y salva. Ha costado trabajillo..., pero al fin...<br />
Encogióse despreciativamente de hombros el marqués, como amenguando el mérito del<br />
facultativo, y murmuró no sé qué entre dientes, prosiguiendo en su paseo de arriba abajo y de<br />
abajo arriba, con las manos metidas en los bolsillos, el pantalón tirante cual lo estaba el espíritu<br />
de su dueño.<br />
- Es un angelito, como dicen las viejas - añadió maliciosamente Juncal, que parecía gozarse en la<br />
cólera del hidalgo -; sólo que angelito hembra. A estas cosas hay que resignarse; no se inventó el<br />
modo de escribir al cielo encargando y explicando bien el sexo que se desea...<br />
Otro espumarajo de rabia y grosería brotó de los labios de don Pedro. Juncal rompió a reír,<br />
secándose con la toalla.<br />
- La mitad de la culpa por lo menos la tendrá usted, señor marqués - exclamó -. ¿Quiere usted<br />
hacerme favor de un cigarrito?<br />
Al ofrecer la petaca abierta, don Pedro hizo una pregunta. Máximo recobró la seriedad para<br />
contestarla.<br />
- Yo no he dicho tanto como eso... Me parece que no. Cierto que cuando las batallas son muy<br />
porfiadas y reñidas puede suceder que el combatiente quede inválido; pero la naturaleza, que es<br />
muy sabia, al someter a la mujer a tan rudas pruebas, le ofrece también las más impensadas<br />
reparaciones... Ahora no es ocasión de pensar en eso, sino en que la madre se restablezca y la<br />
chiquita se críe. Temo algún percance inmediato... Voy a ver... La señora se ha quedado tan<br />
abatida...<br />
Entró Primitivo, y sin mostrar alteración ni susto dijo «que subiese don Máximo, que al capellán<br />
le había dado algo; que estaba como difunto».<br />
- Vamos allá, hombre, vamos allá. Esto no estaba en el programa - murmuró Juncal.<br />
-¡Qué trazas de mujercita tiene ese cura! ¡Qué poquito estuche! Lo que es éste no cogerá el<br />
trabuco, aunque lleguen a levantarse las partidas con que anda soñando el jabalí del abad de<br />
Boán.<br />
- XVIII -<br />
Largos días estuvo Nucha detenida ante esas lóbregas puertas que llaman de la muerte, con un<br />
pie en el umbral, como diciendo: «¿Entraré? ¿No entraré?» Empujábanla hacia dentro las<br />
horribles torturas físicas que habían sacudido sus nervios, la fiebre devoradora que trastornó su<br />
cerebro al invadir su pecho la ola de la leche inútil, el desconsuelo de no poder ofrecer a su niña<br />
aquel licor que la ahogaba, la extenuación de su ser del cual la vida huía gota a gota sin que<br />
atajarla fuese posible. Pero la solicitaban hacia fuera la juventud, el ansia de existir que estimula<br />
a todo organismo, la ciencia del gran higienista Juncal, y particularmente una manita pequeña,<br />
coloradilla, blanda, un puñito cerrado que asomaba entre los encajes de una chambra y los<br />
dobleces de un mantón.<br />
El primer día que Julián pudo ver a la enferma, no hacía muchos que se levantaba, para tenderse,<br />
envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canapé. No le era lícito incorporarse aún, y<br />
su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exangüe<br />
amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente.<br />
Bizcaba más, por habérsele debilitado mucho aquellos días el nervio óptico. Sonrió con dulzura<br />
al capellán, y le señaló una silla. Julián clavaba en ella esa mirada donde rebosaba la compasión,<br />
mirada delatora que en vano queremos sujetar y apagar cuando nos aproximamos a un enfermo<br />
grave.<br />
- La encuentro a usted con muy buen semblante, señorita - dijo el capellán mintiendo como un<br />
bellaco.<br />
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- Pues usted - respondió ella lánguidamente - está algo desmejorado.<br />
Confesó que, en efecto, no andaba bueno desde que..., desde que se había acatarrado un poco. Le<br />
daba vergüenza referir lo de la noche en vela, el desmayo, la fuerte impresión moral y física<br />
sufrida con tal motivo. Nucha empezó a hablarle de algunas cosas indiferentes, y pasó sin<br />
transición a preguntarle:<br />
-¿Ha visto usted la pequeñita?<br />
- Sí, señora... El día del bautizo. ¡Angelito! Lloró bien cuando le pusieron la sal y cuando sintió<br />
el agua fría...<br />
-¡Ah! Desde entonces ha crecido una cuarta lo menos y se ha vuelto hermosísima. Y alzando la<br />
voz y esforzándose, añadió:- ¡Ama, ama! Traiga la niña.<br />
Oyéronse pasos como de estatua colosal que anda, y entró la mocetona color de tierra, muy<br />
oronda con su vestido nuevo de merino azul ribeteado de negro terciopelo de tira, con el cual se<br />
asemejaba a la gigantona tradicional de la catedral de Santiago, llamada la Coca. A manera de<br />
pajarito posado en grueso tronco, venía la inocente criatura recostada en el magno seno que la<br />
nutría. Estaba dormida, y tenía la calma, el dulce e insensible respirar que hace sagrado el sueño<br />
de los niños. Julián no se cansaba de mirarla así.<br />
-¡Santita de Dios! - murmuró apoyando los labios muy quedamente en la gorra, por no atreverse<br />
a la frente.<br />
- Cójala usted, Julián... Ya verá lo que pesa. Ama, déle la niña...<br />
No pesaba más que un ramo de flores, pero el capellán juró y perjuró que parecía hecha de<br />
plomo. Aguardaba el ama en pie, y él se había sentado con la chiquilla en brazos.<br />
- Déjemela un poquito... - suplicó -. Ahora, mientras duerme... No despertará de seguro en<br />
mucho tiempo.<br />
- Ya la llamaré cuando haga falta. Ama, váyase.<br />
La conversación giró sobre un tema muy socorrido y muy del gusto de Nucha: las gracias de la<br />
pequeña... Tenía muchísimas, sí señor, y el que lo dudase sería un gran majadero. Por ejemplo:<br />
abría los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picardía; apretaba con su<br />
manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requería el vigor de un Hércules para desasirse; y<br />
aún hacía otros donaires, mejores para callados que para archivados por la crónica. Al referirlos,<br />
el rostro exangüe de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilató sus labios dos o tres<br />
veces. Mas de pronto se nubló su cara, hasta el punto de que entre las pestañas le bailaron<br />
lágrimas, a las cuales no dio salida.<br />
- No me han dejado criarla, Julián... Manías del señor de Juncal, que aplica la higiene a todo, y<br />
vuelta con la higiene, y dale con la higiene... Me parece a mí que no iba a morirme por intentarlo<br />
dos meses, dos meses nada más. Puede que me encontrase mejor de lo que estoy, y no tuviese<br />
que pasar un siglo clavada en este sofá, con el cuerpo sujeto y la imaginación loca y suelta por<br />
esos mundos de Dios... Porque así, no gozo descanso: siempre se me figura que el ama me ahoga<br />
la niña, o me la deja caer. Ahora estoy contenta, teniéndola aquí cerquita.<br />
Sonrió a la chiquilla dormida, y añadió:<br />
-¿No le encuentra usted parecido...?<br />
-¿Con usted?<br />
-¡Con su padre!... Es todito él en el corte de la frente...<br />
No manifestó el capellán su opinión. Mudó de asunto y continuó aquel día y los siguientes<br />
cumpliendo la obra de caridad de visitar al enfermo. En la lenta convalecencia y total soledad de<br />
Nucha, falta le hacía que alguien se consagrase a tan piadoso oficio. Máximo Juncal venía un día<br />
sí y otro no; pero casi siempre de prisa, porque iba teniendo extensa clientela: le llamaban hasta<br />
de Vilamorta. El médico hablaba de política exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de<br />
pinchar y amoscar a Julián; y, en realidad, si Julián fuese capaz de amostazarse, habría de qué<br />
con las noticias que traía Máximo. Todo eran iglesias derribadas, escándalos antirreligiosos,<br />
capillitas protestantes establecidas aquí o acullá, libertades de enseñanza, de cultos, de esto y de<br />
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lo otro... Julián se limitaba a deplorar tamaños excesos, y a desear que las cosas se arreglasen, lo<br />
cual no daba tela a Máximo para armar una de sus trifulcas favoritas, tan provechosas al<br />
esparcimiento de su bilis y tan fecundas en peripecias cuando tropezaba con curas ternes y<br />
carlistas, como el de Boán o el Arcipreste.<br />
Mientras el belicoso médico no venía, todo era paz y sosiego en la habitación de la enferma.<br />
Únicamente lo turbaba el llanto, prontamente acallado, de la niña. El capellán leía el Año<br />
cristiano en alta voz, y poblábase el ambiente de historias con sabor novelesco y poético:<br />
«Cecilia, hermosísima joven e ilustre dama romana, consagró su cuerpo a Jesucristo;<br />
desposáronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectuó la boda con muchas<br />
fiestas, regocijos y bailes... Sólo el corazón de Cecilia estaba triste...» Seguía el relato de la<br />
mística noche nupcial, de la conversión de Valeriano, del ángel que velaba a Cecilia para guardar<br />
su pureza, con el desenlace glorioso y épico del martirio. Otras veces era un soldado, como San<br />
Menna; un obispo, como San Severo... La narración, detallada y dramática, refería el<br />
interrogatorio del juez, las respuestas briosas y libres de los mártires, los tormentos, la<br />
flagelación con nervios de buey, el ecúleo, las uñas de hierro, las hachas encendidas aplicadas al<br />
costado... «Y el caballero de Cristo estaba con un corazón esforzado y quieto, con semblante<br />
sereno, con una boca llena de risa (como si no fuera él sino otro el que padecía), haciendo burla<br />
de sus tormentos y pidiendo que se los acrecentasen...» Tales lecturas eran de fantástico efecto,<br />
particularmente al caer de las adustas tardes invernales, cuando la hoja seca de los árboles se<br />
arremolinaba danzando, y las nubes densas y algodonáceas pasaban lentamente ante los cristales<br />
de la ventana profunda. Allá a lo lejos se oía el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los<br />
carros cargados de tallos de maíz o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atención, apoyada la<br />
barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar.<br />
No era la primera vez que observaba Julián, desde el parto, gran tristeza en la señorita. El<br />
capellán había recibido una carta de su madre que encerraba quizás la clave de los disgustos de<br />
Nucha. Parece que la señorita Rita había engatusado de tal manera a la tía vieja de Orense, que<br />
ésta la dejaba por heredera universal, desheredando a su ahijada. Además, la señorita Carmen<br />
estaba cada día más chocha por su estudiante, y se creía en el pueblo que, si don Manuel Pardo<br />
negaba el consentimiento, la chica saldría depositada. También pasaban cosas terribles con la<br />
señorita Manolita: don Víctor de la Formoseda la plantaba por una artesana, sobrina de un<br />
canónigo. En fin, misia Rosario pedía a Dios paciencia para tantas tribulaciones (las de la casa de<br />
Pardo eran para misia Rosario como propias). Si todo esto había llegado a oídos de Nucha por<br />
conducto de su marido o de su padre, no tenía nada de extraño que suspirase así. Por otra parte,<br />
¡el decaimiento físico era tan visible! Ya no se parecía Nucha a más Virgen que a la demacrada<br />
imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la<br />
miraba con alarmante insistencia.<br />
Atendiendo a la niña, Nucha se reanimaba. Cuidábala con febril actividad. Todo se lo quería<br />
hacer ella, sin ceder al ama más que la parte material de la cría. El ama, decía ella, era un tonel<br />
lleno de leche que estaba allí para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni<br />
más ni menos. La comparación del tonel es exactísima: el ama tenía hechura, color e inteligencia<br />
de tonel. Poseía también, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor<br />
dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entretenía en llenarle el plato o la taza a reverter, en<br />
ponerle delante medio pan, cebándola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se<br />
la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo<br />
en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje<br />
muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían<br />
incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino<br />
por distintas razones, para un etnógrafo investigador. Máximo Juncal refirió a Julián pormenores<br />
interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía - valle situado en<br />
los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal - las mujeres se distinguen por sus<br />
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condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas<br />
de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos,<br />
destripan terrones con la misma furia que antes combatían; andan medio en cueros, luciendo sus<br />
fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en<br />
sus hombros de cariátide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de<br />
varón, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce<br />
años, volviendo sólo al país un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas<br />
cumplido su oficio de machos de colmena. A veces, en Portugal, reciben nuevas de infidelidades<br />
conyugales, y, pasando la frontera una noche, acuchillan a los amantes dormidos: éste fue el<br />
crimen del Tuerto protegido por Barbacana, cuya historia había contado también Juncal. No<br />
obstante, las hembras de Castrodorna suelen ser tan honestas como selváticas. El ama no<br />
desmentía su raza por la anchura desmesurada de las caderas y redondez de los rudos miembros.<br />
Costó un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde,<br />
que no le cubría la desnuda pantorrilla, por otra más cumplida y decorosa, consintiéndole<br />
únicamente el justillo, prenda clásica de ama de cría, que deja rebosar las repletas ubres, y los<br />
característicos pendientes de enorme argolla, el torquis romano conservado desde tiempo<br />
inmemorial en el valle. Fue una lid obligarle a poner los zapatos a diario, porque todas sus<br />
congéneres los reservan para las fiestas repicadas; fue una penitencia enseñarle el nombre y uso<br />
de cada objeto, aún de los más sencillos y corrientes; fue pensar en lo excusado convencerla de<br />
que la niña que criaba era un ser delicado y frágil, que no se podía traer mal envuelto en retales<br />
de bayeta grana, dentro de una banasta mullida de helechos, y dejarse a la sombra de un roble, a<br />
merced del viento, del sol y de la lluvia, como los recién nacidos del valle de Castrodorna; y<br />
Máximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higiénicos lo era también de las<br />
milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y<br />
salía del paso apelando a su lectura más reciente, El origen de las especies, por Darwin, y<br />
aplicando ciertas leyes de adaptación al medio, herencia, etcétera, que le permitían afirmar que el<br />
método del ama, si no hacía reventar como un triquitraque a la criatura, la fortalecería<br />
admirablemente.<br />
Por si acaso, Nucha no se atrevió a intentar la prueba, y dedicóse a cuidar en persona su tesoro,<br />
llevando la existencia atareada y minuciosa de las madres, en la cual es un acontecimiento que<br />
estén ahumadas las sopas, y un fracaso que se apague el brasero. Ella lavaba a su hijita, la vestía,<br />
la fajaba, la velaba dormida y la entretenía despierta. La vida corría monótona, ocupadísima, sin<br />
embargo. El bueno de Julián, testigo de estas faenas, iba enterándose poco a poco de los para él<br />
arcanos misteriosos del aseo y tocado de una criatura, llegando a familiarizarse con los múltiples<br />
objetos que componen el complicado ajuar de los recienes: gorras, ombligueros, culeros, pañales,<br />
fajas, microscópicos zapatos de crochet, capillos y baberos. Tales prendas, blanquísimas,<br />
adornadas con bordados y encajes, zahumadas con espliego, templaditas al sano calor de la<br />
camilla - calor doméstico si los hay - las tenía el capellán muchas veces en el regazo, mientras la<br />
madre, con la niña tendida boca abajo sobre su delantal de hule, pasaba y repasaba la esponja por<br />
las carnes de tafetán, escocidas y medio desolladas por la excesiva finura de su tierna epidermis,<br />
las rociaba con refrescantes polvos de almidón y, apretando las nalgas con los dedos para que<br />
hiciesen hoyos, se las mostraba a Julián exclamando con júbilo:<br />
-¡Mire usted qué monada..., qué llenita se va poniendo!<br />
En materia de desnudeces infantiles, Julián no era voto, pues sólo conocía las de los angelotes de<br />
los retablos; pero cavilaba para sus adentros que, a pesar de haber el pecado original corrompido<br />
toda carne, aquélla que le estaban enseñando era la cosa más pura y santa del mundo: un lirio,<br />
una azucena de candor. La cabezuela blanda, cubierta de lanúgine rubia y suave por cima de las<br />
costras de la leche, tenía el olor especial que se nota en los nidos de paloma, donde hay pichones<br />
implumes todavía; y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se<br />
redondeaban como los del niño Dios cuando bendice; la faz, esculpida en cera color rosa; la<br />
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oca, desdentada y húmeda como coral pálido recién salido del mar; los piececillos, encendidos<br />
por el talón a fuerza de agitarse en gracioso pataleo, eran otras tantas menudencias provocadoras<br />
de ese sentimiento mixto que despiertan los niños muy pequeños hasta en el alma más<br />
empedernida: sentimiento complejo y humorístico, en que entra la compasión, la abnegación, un<br />
poco de respeto y un mucho de dulce burla, sin hiel de sátira.<br />
En Nucha, el espectáculo producía las hondas impresiones de la luna de miel maternal, exaltadas<br />
por un temperamento nervioso y una sensibilidad ya enfermiza. A aquel bollo blando, que aún<br />
parecía conservar la inconsistencia del gelatinoso protoplasma, que aún no tenía conciencia de sí<br />
propio ni vivía más que para la sensación, la madre le atribuía sentido y presciencia, le insuflaba<br />
en locos besos su alma propia, y, en su concepto, la chiquilla lo entendía todo y sabía y ejecutaba<br />
mil cosas oportunísimas, y hasta se mofaba discretamente, a su manera, de los dichos y hechos<br />
del ama. «Delirios impuestos por la naturaleza con muy sabios fines», explicaba Juncal. ¡Qué fue<br />
el primer día en que una sonrisa borró la grave y cómica seriedad de la diminuta cara y<br />
entreabrió con celeste expresión el estrecho filete de los labios! No era posible dejar de recordar<br />
el tan traído como llevado símil de la luz de la aurora disipando las tinieblas. La madre pensó<br />
chochear de alegría.<br />
-¡Otra vez, otra vez! - exclamaba -. ¡Encanto, cielo, cielito, monadita mía, ríete, ríete!<br />
Por entonces la sonrisa no se dignó presentarse más. La zopenca del ama negaba el hecho, cosa<br />
que enfurecía a la madre. Al otro día cupo a Julián la honra de encender la efímera lucecilla de la<br />
inteligencia naciente en la criatura, paseándole no sé qué baratijas relucientes delante de los ojos.<br />
Julián iba perdiendo el miedo a la nena, que al principio creía fácil de deshacer entre los dedos<br />
como merengue; y mientras la madre enrollaba la faja o calentaba el pañal, solía tenerla en el<br />
regazo.<br />
- Más me fío en usted que en el ama - decíale Nucha confidencialmente, desahogando unos<br />
secretos celos maternales -. El ama es incapaz de sacramentos... Figúrese usted que para hacerse<br />
la raya al peinarse apoya el peine en la barbilla y lo va subiendo por la boca y la nariz hasta que<br />
acierta con la mitad de la frente; de otro modo no sabe... Me he empeñado en que no coma con<br />
los dedos, y ¿qué conseguí? Ahora come la carne asada con cuchara... Es un entremés, Julián.<br />
Cualquier día me estropea la chiquilla.<br />
El capellán perfeccionaba sus nociones del arte de tener un chico en brazos sin que llore ni rabie.<br />
Consolidó su amistad con la pequeñuela un suceso que casi debería pasarse en silencio: cierto<br />
húmedo calorcillo que un día sintió Julián penetrar al través de los pantalones... ¡Qué<br />
acontecimiento! Nucha y él lo celebraron con algazara y risa, como si fuese lo más entretenido y<br />
chusco. Julián brincaba de contento y se cogía la cintura, que le dolía con tantas carcajadas. La<br />
madre le ofreció su delantal de hule, que él rehusó; ya tenía un pantalón viejo, destinado a<br />
perecer en la demanda, y por nada del mundo renunciaría a sentir aquella onda tibia... Su<br />
contacto derretía no sé qué nieve de austeridad, cuajada sobre un corazón afeminado y virgen<br />
allá desde los tiempos del seminario, desde que se había propuesto renunciar a toda familia y<br />
todo hogar en la tierra entrando en el sacerdocio; y al par encendía en él misterioso fuego,<br />
ternura humana, expansiva y dulce; el presbítero empezaba a querer a la niña con ceguera, a<br />
figurarse que, si la viese morir, se moriría él también, y otros muchos dislates por el estilo, que<br />
cohonestaba con la idea de que, al fin, la chiquita era un ángel. No se cansaba de admirarla, de<br />
devorarla con los ojos, de considerar sus pupilas líquidas y misteriosas, como anegadas en leche,<br />
en cuyo fondo parecía reposar la serenidad misma.<br />
Una penosa idea le acudía de vez en cuando. Acordábase de que había soñado con instituir en<br />
aquella casa el matrimonio cristiano cortado por el patrón de la Sacra Familia. Pues bien, el santo<br />
grupo estaba disuelto: allí faltaba San José o lo sustituía un clérigo, que era peor. No se veía al<br />
marqués casi nunca; desde el nacimiento de la niña, en vez de mostrarse más casero y sociable,<br />
volvía a las andadas, a su vida de cacerías, de excursiones a casa de los abades e hidalgos que<br />
poseían buenos perros y gustaban del monte, a los cazaderos lejanos. Pasábase a veces una<br />
73
semana fuera de los Pazos de Ulloa. Su hablar era más áspero, su genio, más egoísta e<br />
impaciente, sus deseos y órdenes se expresaban en forma más dura. Y aún notaba Julián más<br />
alarmantes indicios. Le inquietaba ver que Sabel recibía otra vez su antigua corte de sultana<br />
favorita, y que la Sabia y su progenie, con todas las parleras comadres y astrosos mendigos de la<br />
parroquia, pululaban allí, huyendo a escape cuando él se acercaba, llevando en el seno o bajo el<br />
mandil bultos sospechosos. Perucho ya no se ocultaba, antes se le encontraba por todas partes<br />
enredado en los pies, y, en suma, las cosas iban tornando al ser y estado que tuvieron antes.<br />
Trataba el bueno del capellán de comulgarse a sí propio con ruedas de molino, diciéndose que<br />
aquello no significaba nada; pero la maldita casualidad se empeñó en abrirle los ojos cuando no<br />
quisiera. Una mañana que madrugó más de lo acostumbrado para decir su misa, resolvió advertir<br />
a Sabel que le tuviese dispuesto el chocolate dentro de media hora. Inútilmente llamó a su cuarto,<br />
situado cerca de la torre en que Julián dormía. Bajó con esperanzas de encontrarla en la cocina, y<br />
al pasar ante la puerta del gran despacho próximo al archivo, donde se había instalado don Pedro<br />
desde el nacimiento de su hija, vio salir de allí a la moza, en descuidado traje y soñolienta. Las<br />
reglas psicológicas aplicables a las conciencias culpadas exigían que Sabel se turbase: quien se<br />
turbó fue Julián. No sólo se turbó, pero subió de nuevo a su dormitorio, notando una sensación<br />
extraña, como si le hubiesen descargado un fuerte golpe en las piernas quebrándoselas. Al entrar<br />
en su habitación, pensaba esto o algo análogo:<br />
«Vamos a ver, ¿quién es el guapo que dice misa hoy?»<br />
- XIX -<br />
No, ese guapo no era él. ¡Buena misa sería la que dijese, con la cabeza hecha una olla de grillos!<br />
Hasta reprimir los amotinados pensamientos que le acuciaban, hasta adoptar una resolución<br />
firme y valedera, Julián no se atrevía ni a pensar en el santo sacrificio.<br />
La cosa era bien clara. Situación: la misma del año penúltimo. Tenía que marcharse de aquella<br />
casa echado por el feo vicio, por el delito infame. No le era lícito permanecer allí ni un instante<br />
más. Salvo el debido respeto, se había llevado la trampa el matrimonio cristiano, en cierto modo<br />
obra suya, y ya no quedaba rastro de hogar, sino una sentina de corrupción y pecado. A otra<br />
parte, pues, con la música.<br />
Sólo que... Vaya, hay cosas más fáciles de pensar que de hacer en este mundo. Todo era una<br />
montaña: encontrar pretexto, despedirse, preparar el equipaje... La primera vez que pensó en irse<br />
de allí ya le costaba algún esfuerzo; hoy, la idea sola de marchar le producía el mismo efecto que<br />
si le echasen sobre el alma un paño mojado en agua fría. ¿Por qué le disgustaba tanto la<br />
perspectiva de salir de los Pazos? Bien mirado, él era un extraño en aquella casa.<br />
Es decir, eso de extraño... Extraño no, pues vivía unido espiritualmente a la familia por el<br />
respeto, por la adhesión, por la costumbre. Sobre todo, la niña, la niña. El acordarse de la niña le<br />
dejó como embobado. No podía explicarse a sí mismo el gran sacudimiento interior que le<br />
causaba pensar que no volvería a cogerla en brazos. ¡Mire usted que estaba encariñado con la tal<br />
muñeca! Se le llenaron de lágrimas los ojos.<br />
«Bien decían en el Seminario - murmuró con despecho - que soy muy apocado y muy... así...,<br />
como las mujeres, que por todo se afectan. ¡Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal<br />
afición a chiquillos, no debí abrazar la carrera que abracé. No, no; esto que voy diciendo es un<br />
desatino mayor todavía... Si me gustan los chiquillos y tengo vocación de ayo o niñero, ¿quién<br />
me priva de cuidar a los que andan descalzos por las carreteras, pidiendo limosna? Son hijos de<br />
Dios lo mismo que esta pobre pequeña de aquí... Hice mal, muy mal en tomarle tanta afición...<br />
Pero es que sólo un perro, ¡qué!, ni un perro...: sólo una fiera puede besar a un angelito y no<br />
quererlo bien.»<br />
Resumiendo después sus cavilaciones, añadió para sí:<br />
74
«Soy un majadero, un Juan Lanas. No sé a qué he venido aquí la vez segunda. No debí volver.<br />
Estaba visto que el señorito tenía que parar en esto. Mi poca energía tiene la culpa. Con riesgo de<br />
la vida debí barrer esa canalla, si no por buenas, a latigazos. Pero yo no tengo agallas, como dice<br />
muy bien el señorito, y ellos pueden y saben más que yo, a pesar de ser unos brutos. Me han<br />
engañado, me han embaucado, no he puesto en la calle a esa moza desvergonzada, se han reído<br />
de mí y ha triunfado el infierno.»<br />
Mientras sostenía este monólogo, iba sacando de un cajón de la cómoda prendas de ropa blanca,<br />
a fin de hacer su equipaje, pues como todas las personas irresolutas, solía precipitarse en los<br />
primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a engañarse a sí propio. Al paso que<br />
rellenaba la maleta, razonaba para consigo:<br />
«¿Señor, Señor, por qué ha de haber tanta maldad y tanta estupidez en la tierra? ¿Por qué el<br />
hombre ha de dejar que lo pesque el diablo con tan tosco anzuelo y cebo tan ruin? (diciendo esto<br />
alineaba en el baúl calcetines). Poseyendo la perla de las mujeres, el verdadero trasunto de la<br />
mujer fuerte, una esposa castísima (este superlativo se le ocurrió al doblar cuidadosamente la<br />
sotana nueva), ¡ir a caer precisamente con una vil mozuela, una sirviente, una fregona, una<br />
desvergonzada que se va a picos pardos con el primer labriego que encuentra!»<br />
Llegaba aquí del soliloquio cuando trataba sin éxito de acomodar el sombrero de canal de modo<br />
que la cubierta de la maleta no lo abollase.<br />
El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero, parecióle una voz irónica<br />
que le respondía:<br />
«Por eso, por eso mismo.»<br />
«¡Será posible! - murmuró el bueno del capellán -. ¡Será posible que la abyección, que la<br />
indignidad, que la inmundicia misma del pecado atraiga, estimule, sea un aperitivo, como las<br />
guindillas rabiosas, para el paladar estragado de los esclavos del vicio! Y que en esto caigan, no<br />
personas de poco más o menos, sino señores de nacimiento, de rango, señores que...»<br />
Detúvose y, reflexivo, contó un montículo de pañuelos de narices que sobre la cómoda reposaba.<br />
«Cuatro, seis, siete... Pues yo tenía una docena, todos marcados... Pierden aquí la ropa<br />
bastante...»<br />
Volvió a contar.<br />
«Seis, siete... Y uno en el bolsillo, ocho... Puede que haya otro en la lavandera...»<br />
Dejólos caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pañuelos se lo había atado él a<br />
la niñita debajo de la barba, para impedir que la baba le rozase el cuello. Suspiró hondamente, y<br />
abriendo otra vez el maletín, notó que la seda del sombrero de canal se estropeaba con la tapa.<br />
«No cabe», pensó, y parecióle enorme dificultad para su viaje no poder acomodar la canaleja.<br />
Miró el reloj: señalaba las diez. A las diez o poco más comía la chiquita su sopa y era la risa del<br />
mundo verla con el hocico embadurnado de puches, empeñada en coger la cuchara y sin acertar a<br />
lograrlo. ¡Estaría tan mona! Resolvió bajar; al día siguiente le sería fácil colocar mejor su<br />
sombrero y resolver la marcha. Por veinticuatro horas más o menos...<br />
Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte de los caracteres, a<br />
infalible específico. No hay que vituperar su empleo, en atención a lo que consuela: en rigor, la<br />
vida es serie de aplazamientos, y sólo hay un desenlace definitivo, el último. Así que Julián<br />
concibió la luminosa idea de aguardar un poco, sintióse tranquilo; aun más: contento. No era su<br />
carácter muy jovial, propendiendo a una especie de morosidad soñadora y mórbida, como la de<br />
las doncellas anémicas; pero en aquel punto respiraba con tal desahogo por haber encontrado una<br />
solución, que sus manos temblaban, deshaciendo con alegre presteza el embutido de calcetines y<br />
ropa blanca y dando amable libertad al canal y manteo. Después se lanzó por las escaleras,<br />
dirigiéndose a la habitación de Nucha.<br />
Nada aconteció aquel día que lo diferenciase de los demás, pues allí la única variante solía ser el<br />
mayor o menor número de veces que mamaba la chiquitina, o la cantidad de pañales puestos a<br />
secar. Sin embargo, en tan pacífico interior veía el capellán desarrollarse un drama mudo y<br />
75
terrible. Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspiros ahogados de Nucha. Y<br />
mirándole a la cara y viéndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y más vagos,<br />
la hermosa boca contraída siempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita,<br />
por fuerza, debía saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba el alma. Reprendióse a sí<br />
mismo por haber pensado siquiera en marcharse. Si la señorita necesitaba un amigo, un defensor,<br />
¿en quién lo encontraría más que en él? Y lo necesitaría de fijo.<br />
La misma noche, antes de acostarse, presenció el capellán una escena extraña, que le sepultó en<br />
mayores confusiones. Como se le hubiese acabado el aceite a su velón de tres mecheros y no<br />
pudiese rezar ni leer, bajó a la cocina en demanda de combustible. Halló muy concurrido el sarao<br />
de Sabel. En los bancos que rodeaban el fuego no cabía más gente: mozas que hilaban, otras que<br />
mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un<br />
puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde<br />
pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de<br />
unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrecía. Mientras él pagaba el escote<br />
contando chascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento de don Pedro no<br />
usaban los amos, se veían, no lejos de la turbia luz de aceite, relieves de un festín más suculento:<br />
restos de carne en platos engrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todo<br />
amontonado en un rincón, como barrido despreciativamente por el hartazgo; y en el espacio libre<br />
de la mesa, tendidos en hilera, había hasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por<br />
exceso de uso, como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no les cedían en lo<br />
pringosos y sucios. En pie, delante de ellos, la señora María la Sabia, extendiendo el dedo negro<br />
y nudoso cual seca rama de árbol, los consultaba con ademán reflexivo. Encorvada la horrenda<br />
sibila, alumbrada por el vivo fuego del hogar y la luz de la lámpara, ponía miedo su estoposa<br />
pelambrera, su catadura de bruja en aquelarre, más monstruosa por el bocio enorme, ya que le<br />
desfiguraba el cuello y remedaba un segundo rostro, rostro de visión infernal, sin ojos ni labios,<br />
liso y reluciente a modo de manzana cocida. Julián se detuvo en lo alto de la escalera,<br />
contemplando las prácticas supersticiosas, que se interrumpirían de seguro si sus zapatillas<br />
hiciesen ruido y delatasen su presencia.<br />
Si él conociese a fondo la tenebrosísima y aún no desacreditada ciencia de la cartomancia,<br />
¡cuánto más interesante le parecería el espectáculo! Entonces podría ver reunidos allí, como en el<br />
reparto de un drama, los personajes todos que jugaban en su vida y ocupaban su imaginación.<br />
Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies simétricamente<br />
dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraría bastante temible si supiese que<br />
representaba un hombre moreno casado - don Pedro -. La sota del mismo palo se le antojaría<br />
menos fea si comprendiese que era símbolo de una señorita morena también - Nucha -. A la de<br />
copas le daría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una<br />
moza rubia y soltera. Lo más grave sería verse a sí mismo - un joven rubio - significado por el<br />
caballo de copas, azul por más señas, aunque ya todos estos colorines los había borrado la<br />
mugre.<br />
¡Pues qué sucedería si después, cuando la vieja barajó los naipes y, repartiéndolos en cuatro<br />
montones, empezó a interpretar su sentido fatídico, pudiese él oír distintamente todas las<br />
palabras que salían del antro espantable de su boca! Había allí concordancias de la sota de bastos<br />
con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amores secretos de mucha duración;<br />
apariciones del ocho de bastos, que vaticinaban riñas entre cónyuges; reuniones de la sota de<br />
espadas con la de copas patas arriba, que encerraban tétricos augurios de viudez por muerte de la<br />
esposa. A bien que el cinco del mismo palo profetizaba después unión feliz. Todo esto, dicho por<br />
la sibila en voz baja y cavernosa, lo escuchaba solamente la bella fregatriz Sabel, que con los<br />
brazos cruzados tras la espalda, el color arrebatado, se inclinaba sobre el oráculo, que más<br />
parecía provocarla a curiosidad que a regocijo. La jarana con que en el hogar se celebraban los<br />
chistes del señor Pepe impedía que nadie atendiese al silabeo de la vieja. Merced a la situación<br />
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de la escalera, dominaba Julián la mesa, trípode y ara del temeroso rito, y sin ser visto podía ver<br />
y entreoír algo. Escuchaba, tratando de entender mejor lo que sólo confusamente percibía, y<br />
como al hacerlo cargase sobre el barandal de la escalera, éste crujió levemente, y la bruja alzó su<br />
horrible carátula. En un santiamén recogió los naipes, y el capellán bajó, algo confuso de su<br />
espionaje involuntario, pero tan preocupado con lo que creía haber sorprendido, que ni se le<br />
ocurrió censurar el ejercicio de la hechicería. La bruja, empleando el tono humilde y servil de<br />
siempre, se apresuró a explicarle que aquello era mero pasatiempo, «por se reír un poco».<br />
Volvió Julián a su cuarto agitadísimo. Ni él mismo sabía lo que le correteaba por el magín. Bien<br />
presumía antes a cuántos riesgos se exponían Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora...,<br />
ahora los divisaba inminentes, clarísimos. ¡Tremenda situación! El capellán le daba vueltas en su<br />
cerebro excitado: a la niña la robarían para matarla de hambre; a Nucha la envenenarían tal vez...<br />
Intentaba serenarse. ¡Bah! No abundan tanto los crímenes por esos mundos, a Dios gracias. Hay<br />
jueces, hay magistrados, hay verdugos. Aquel hato de bribones se contentaría con explotar al<br />
señorito y a la casa, con hacer rancho de ella, con mandar anulando en su dignidad y poderío<br />
doméstico a la señorita. Pero..., ¿si no se contentaba?<br />
Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes,<br />
que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu,<br />
prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de<br />
Prisco y San Severino. Mas a la sazón no podía entender una sola línea del filósofo, y sólo oía<br />
los tristes ruidos exteriores, el quejido constante de la presa, el gemir del viento en los árboles.<br />
Su acalorada fantasía le fingió entre aquellos rumores quejumbrosos otro más lamentable aún,<br />
porque era personal: un grito humano. ¡Qué disparatada idea! No hizo caso y siguió leyendo.<br />
Pero creyó escuchar de nuevo el ay tristísimo. ¿Serían los perros? Asomóse a la ventana: la luna<br />
bogaba en un cielo nebuloso, y allá a lo lejos se oía el aullar de un perro, ese aullar lúgubre que<br />
los aldeanos llaman ventar la muerte y juzgan anuncio seguro del próximo fallecimiento de una<br />
persona. Julián cerró la ventana estremeciéndose. No despuntaba por valentón, y sus temores<br />
instintivos se aumentaban en la casa solariega, que le producía nuevamente la dolorosa<br />
impresión de los primeros días. Su temperamento linfático no poseía el secreto de ciertas<br />
saludables reacciones, con las cuales se desecha todo vano miedo, todo fantasma de la<br />
imaginación. Era capaz, y demostrado lo tenía, de arrostrar cualquier riesgo grave, si creía que se<br />
lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con ánimo sereno, con el hermoso desdén del peligro,<br />
con el buen humor heroico que sólo cabe en personas de rica y roja sangre y firmes músculos. El<br />
valor propio de Julián era valor temblón, por decirlo así; el breve arranque nervioso de las<br />
mujeres.<br />
Volvía a su conferencia con Balmes cuando... ¡Jesús nos valga! ¡Ahora sí, ahora sí que no cabía<br />
duda! Un chillido sobreagudo de terror había subido por el oscuro caracol y entrado por la puerta<br />
entornada. ¡Qué chillido! El velón le bailaba en las manos a Julián... Bajaba, sin embargo, muy<br />
aprisa, sin sentir sus propios movimientos, como en las espantosas caídas que damos soñando. Y<br />
volaba por los salones recorriendo la larga crujía para llegar hacia la parte del archivo, donde<br />
había sonado el grito horrible... El velón, oscilando más y más en su diestra trémula, proyectaba<br />
en las paredes caleadas extravagantes manchones de sombra... Iba a dar la vuelta al pasillo que<br />
dividía el archivo del cuarto de don Pedro, cuando vio... ¡Dios santo! Sí, era la escena misma, tal<br />
cual se la había figurado él... Nucha de pie, pero arrimada a la pared, con el rostro desencajado<br />
de espanto, los ojos no ya vagos sino llenos de extravío mortal; enfrente su marido, blandiendo<br />
un arma enorme... Julián se arrojó entre los dos... Nucha volvió a chillar...<br />
-¡Ay!, ¡ay! ¡Qué hace usted! ¡Que se escapa... que se escapa!<br />
Comprendió entonces el alucinado capellán lo que ocurría, con no poca vergüenza y confusión<br />
suya... Por la pared trepaba aceleradamente, deseando huir de la luz, una araña de desmesurado<br />
grandor, un monstruoso vientre columpiado en ocho velludos zancos. Su carrera era tan rápida,<br />
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que inútilmente trataba el señorito de alcanzarla con la bota; de repente Nucha se adelantó, y con<br />
voz entre grave y medrosa repitió ingenuamente lo que había dicho mil veces en su niñez:<br />
-¡San Jorge... para la araña!<br />
El feo insecto se detuvo a la entrada de la zona de sombra: la bota cayó sobre él. Julián, por<br />
reacción natural del miedo disipado, que se trueca en inexplicable gozo, iba a reírse del suceso;<br />
pero notó que Nucha, cerrando los ojos y apoyándose en la pared, se cubría la cara con el<br />
pañuelo.<br />
- No es nada, no es nada... - murmuraba.<br />
- Un poco de llanto nervioso... Ya pasará... Estoy aún algo débil...<br />
-¡Valiente cosa para tanto alboroto! - exclamó el marido encogiéndose de hombros -. ¡Os crían<br />
con más mimo! En mi vida he visto tal. Don Julián, ¿usted creyó que la casa se venía abajo? ¡Ea,<br />
a recogerse! Buenas noches.<br />
Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez;<br />
prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego: la impulsión<br />
estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus<br />
favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a<br />
soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, por extraña anomalía propia del estado, cuyo<br />
fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al<br />
anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su<br />
vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto<br />
amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma,<br />
había mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las<br />
macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente<br />
levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le<br />
faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje;<br />
indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos<br />
espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo<br />
recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía<br />
diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de<br />
piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes<br />
movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la<br />
torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de<br />
hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere<br />
soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador,<br />
enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la<br />
cabeza del capellán. Éste no hacía movimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa<br />
de caer; era una angustia intolerable, una agonía sin término; de repente sintió que se le posaba<br />
en el hombro una lechuza feísima, con greñas blancas. Quiso gritar: en sueños el grito se queda<br />
siempre helado en la garganta. La lechuza reía silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso;<br />
mas éste ya no era foso, sino la represa del molino; el castillo feudal también mudaba de hechura<br />
sin saberse cómo; ahora se parecía a la clásica torre que tienen en las manos las imágenes de<br />
Santa Bárbara; una construcción de cartón pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y a cuya<br />
ventana asomaba un rostro de mujer pálido, descompuesto... Aquella mujer sacó un pie, luego<br />
otro... fue descolgándose por la ventana abajo... ¡Qué asombro! ¡Era la sota de bastos, la<br />
mismísima sota de bastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballo de<br />
espadas, una rara alimaña azul, con la cola rayada de negro. Mas a poco Julián reconoció su<br />
error: ¡qué caballo de espadas! No era sino San Jorge en persona, el valeroso caballero andante<br />
de las celestiales milicias, con su dragón debajo, un dragón que parecía araña, en cuya tenazuda<br />
boca hundía la lanza con denuedo... Brillante y aguda, la lanza descendía, se hincaba, se<br />
hincaba... Lo sorprendente es que el lanzazo lo sentía Julián en su propio costado... Lloraba muy<br />
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ajito, queriendo hablar y pedir misericordia; nadie acudía en su auxilio, y la lanza le tenía ya<br />
atravesado de parte a parte... Despertó repentinamente, resintiéndose de una punzada dolorosa en<br />
la mano derecha, sobre la cual había gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del lado<br />
izquierdo, posición favorable a las pesadillas.<br />
- XX -<br />
Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo<br />
día; pero Julián, al saltar de la cama, no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el<br />
hervor de la imaginación sobrexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y<br />
siniestro; verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y<br />
que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El<br />
capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la<br />
capilla señorial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los<br />
Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió, y la<br />
gran huronera de piedra se le presentó imponente, ceñuda y terrible, con aspecto de prisión,<br />
como el castillo que había visto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido<br />
temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma<br />
en un puño. Cruzó rápidamente el helado zaguán, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones<br />
solitarios, se apresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbraban servirle el<br />
chocolate por orden de la señorita.<br />
Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se<br />
revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracción y un azoramiento, indicios de gran<br />
tirantez nerviosa. Tenía a la niña en brazos, y al ver llegar a Julián le hizo rápidamente seña de<br />
que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno<br />
maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y<br />
arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la<br />
oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, y luego cerró los ojitos, mientras<br />
su madre no cesaba de arrullarla con una nana aprendida del ama, una especie de gemido cuya<br />
base era el triste, ¡lai... lai!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El<br />
canto fue descendiendo, hasta concluir en la pronunciación melancólica y cariñosa de una sola<br />
letra, la e prolongada; y levantándose en puntas de pie, Nucha depositó a su hija en la cuna muy<br />
delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista - en opinión de su madre - que<br />
distinguía al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor más profundo si se<br />
enteraba de la sustitución.<br />
Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la señorita manejaba la aguja<br />
de crochet calcetando unos zapatitos que parecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le<br />
había quitado el susto de la noche anterior.<br />
- Sí, pero todavía estoy no sé cómo.<br />
- Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos... No los había visto tan gordos hasta<br />
que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.<br />
- Pues yo - contestó Nucha - era antes muy valiente; pero desde... que nació la pequeña, no sé<br />
qué me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo...<br />
Interrumpió la labor, y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente<br />
trémulos.<br />
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- Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por más que hago.<br />
Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos... ¿Ve usted qué<br />
chillidos di ayer por la dichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña... -<br />
porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al oído un<br />
cañón de a ocho no se mueve- haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se<br />
lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa<br />
siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; no importa que<br />
mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas<br />
hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que<br />
distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca<br />
muy abierta y haciendo muecas... Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven;<br />
y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del<br />
otro mundo que se quejan...<br />
-¡Señorita! - exclamó dolorosamente Julián -. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en<br />
aparecidos ni en brujerías.<br />
-¡Si yo no creo! - repuso la señorita riendo nerviosamente -. ¿Usted se figura que soy como el<br />
ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña, con su procesión de luces allá a las altas<br />
horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar<br />
enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos... Lo que siempre me porfía el señor de<br />
Juncal: fortalecerse, criar sangre... Lástima que la sangre no se compre en la tienda... ¿no le<br />
parece a usted?<br />
- O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... la necesitan...<br />
Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso<br />
primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de<br />
usted.»<br />
El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos<br />
interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la<br />
ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fue<br />
entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas<br />
en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las<br />
claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras<br />
violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado... A un mismo<br />
tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:<br />
-¡Qué día tan triste!<br />
Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y,<br />
pensando alto, prorrumpía:<br />
- Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco miedosa.<br />
¿No le parece?<br />
Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no<br />
se atrevía a manifestar.<br />
- Desde que ha venido el invierno - murmuró hablando consigo misma - no sé qué tiene ni qué<br />
trazas saca... que no me parece la misma... Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la<br />
piedra más oscura... Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi<br />
habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes... Y no tengo<br />
remedio sino dar una vuelta por ella... Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la<br />
ropa blanca... Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme... Quiero quitarme de<br />
la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.<br />
Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al<br />
bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y<br />
echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías,<br />
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donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a<br />
ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la<br />
diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy<br />
pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.<br />
Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una<br />
argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.<br />
-¿Sabe usted qué era esto? - murmuró con apagada voz.<br />
- No sé - respondió Julián.<br />
- Dice Pedro - explicó la señorita - que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a<br />
un negro esclavo... ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan<br />
malos, Julián!<br />
- Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar<br />
de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino... Bastantes barbaridades<br />
hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.<br />
- Pero como aquí - observó Nucha, formulando sencillamente una observación históricofilosófica<br />
de bastante alcance - no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo...,<br />
parece que son las únicas que le dan en qué pensar... ¿Por qué serán tan malos cristianos los<br />
hombres? - añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.<br />
El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró<br />
súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a<br />
la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.<br />
-¡Santa Bárbara bendita! - articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose -. Volvámonos<br />
arriba, señorita... Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco..., ya se<br />
ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto... ¿Subimos?<br />
- No - resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores -. Ésta es la puerta del<br />
sótano... ¿Cuál será la llave?<br />
La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro<br />
relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del<br />
trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y<br />
Nucha retrocedió con espanto.<br />
-¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede? - gritó el capellán.<br />
-¡Nada... nada! - tartamudeó la señora de Ulloa -. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un<br />
perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme... ¿Si no los tendré<br />
cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.<br />
-¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar<br />
ahora revolviendo en los sótanos... Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.<br />
- No - replicó Nucha con energía -. Ya me carga de veras ser tan boba... Quiero entrar antes, para<br />
que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades... ¿Trae usted la cerilla? -<br />
gritó ya desde dentro.<br />
El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron<br />
las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y<br />
pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas.<br />
En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por<br />
inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera<br />
de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando<br />
por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto<br />
allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz<br />
ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:<br />
- Aquí está el arcón... Que me lo suban después...<br />
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Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el<br />
caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un<br />
trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del<br />
Santísimo y rezar el Trisagio!<br />
Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo<br />
aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pabilo que chisporroteaba y no acababa<br />
de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada<br />
fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la<br />
tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el<br />
tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y<br />
llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el<br />
Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía<br />
retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:<br />
De la subitánea muerte<br />
del rayo y de la centella<br />
libra este Trisagio, y sella<br />
a quien lo reza: y advierte...<br />
Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba<br />
lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas<br />
arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones<br />
del sofá, arañándolos con furor... Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el<br />
espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre<br />
Nucha...<br />
-¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí... Agua, vinagre..., el frasquito aquél... ¿Dónde está el<br />
frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido... Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no<br />
necesitaba avisármelo... Unos pañitos fríos en las sienes... ¡Si truena, que truene! Deje tronar...<br />
Acuda a la señorita... Déle aire con este papel aunque sea... ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré<br />
yo, poquito a poco... Que respire bien el vinagre...<br />
- XXI -<br />
Notóse días después alguna mejoría en el estado general de la señora de Ulloa, con lo cual el<br />
capellán revivió y se le animó también el marchito semblante. El marqués andaba en extremo<br />
distraído, organizando una cazata a los lejanos montes de Castrodorna, más allá del río; el tiempo<br />
se aseguraba; las noches eran de helada, claras y glaciales; acercábase el plenilunio, y todo<br />
prometía feliz éxito. La víspera de la salida al cazadero vinieron a dormir a los Pazos el notario<br />
de Cebre, el señorito de Limioso, el cura de Boán, el de Naya, y un cazador furtivo, escopeta<br />
negra infalible, conocida en el país por el alias de Bico de rato (hocico de ratón), mote<br />
apropiadísimo a la color tiznada de su cara, donde giraban dos ojuelos vivarachos. Llenóse la<br />
casa de ruido, de tilinteo de cascabeles, de cadencia de uñas de perros sobre los pisos de madera,<br />
de voces sonoras y de órdenes para tener en punto al amanecer todos los arreos de caza. La cena<br />
fue regocijada y ruidosa: se bromeó, se contaron de antemano las perdices que habían de<br />
sucumbir, se saborearon por adelantado las provisiones que se llevaban al monte, y se remojó<br />
previamente el gaznate con jarros de un tinto añejo que daba gloria. A la hora de los postres y del<br />
café, habiéndose retirado Nucha, que por el ansia de su niña se recogía temprano, subieron de la<br />
82
cocina Primitivo y el ratón, y los futuros compañeros de glorias y fatigas comenzaron a<br />
fraternizar fumando y trincando a competencia. Era el momento más sabroso, el verdadero<br />
instante de felicidad espiritual para un cazador de raza: era el minuto de las anécdotas cinegéticas<br />
y, sobre todo, de los embustes.<br />
Para éstos se establecía turno pacífico, pues nadie renunciaba a soltar su correspondiente bola, y<br />
crecían en magnitud conforme se enredaba la plática. Formaban círculo los cazadores, y a sus<br />
pies dormían enroscados los perros, con un ojo cerrado y otro entreabierto y de párpado<br />
convulso; a veces, cuando se aplacaban las risotadas y las frases chistosas, se oía a los canes<br />
tocar la guitarra, espulgarse a toda orquesta, ladrar por sueños, sacudir las orejas y suspirar con<br />
resignación. Nadie les hacía caso.<br />
El hocico de ratón tiene la palabra:<br />
-¡Pueda que no me lo crean y es tan cierto como que habemos de morir y la tierra nos ha de<br />
comer! Para más verdá fue un día de San Silvestre...<br />
- Andarían las brujas sueltas - interrumpió el cura de Boán.<br />
- Si eran meigas o era el trasno, yo no lo sé: pero lo mismo que habemos de dar cuenta a Dios<br />
nuestro Señor de nuestras auciones, me pasó lo que les voy a contar. Andaba yo tras de una<br />
perdiz agachadito, agachadito y el ratón se agachaba en efecto, siguiendo su inveterada<br />
costumbre de representar cuanto hablaba, porque no llevaba perro ni diaño que lo valiese, y<br />
estaba, con perdón de las barbas honradas que me escuchan, para montar a caballo de un vallado,<br />
cuando oigo ¡tras tris, tras tras!, ¡tipirí, tipirá!, el andar de una liebre; ¡más lista venía... que las<br />
zantellas! Pues señor... viro la cabeza mismo así..., ¡con perdón de las barbas!, con mi escopeta<br />
más agarrada que la Bula..., y de repente, ¡pan!, me pasa una cosa del otro mundo por encima de<br />
la cabeza, y me caigo del vallado abajo...<br />
Explosión de preguntas, de risas, de protestas.<br />
-¿Una cosa del otro mundo?<br />
-¿Un ánima del Purgatorio?<br />
-¿Pero él era persona o animal o qué mil rayos era?<br />
- Abrir la puerta, que esta mentira no cabe en la habitación.<br />
-¡Así Dios me salve y me dé la gloria como es verdad! - clamó el hocico de ratón, poniendo el<br />
semblante más compungido del mundo -. ¡Era, con perdón, la descarada de la liebre, que brincó<br />
por riba de mí y me tiró patas arriba!<br />
La aclaración produjo verdadero delirio. Don Eugenio, el abad de Naya, se abría literalmente de<br />
risa, apretándose las caderas con ambas manos, quejándose y derramando lágrimas; el marqués<br />
de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El<br />
bueno del ratón no podía ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase. En<br />
toda reunión de cazadores (gente amiga de bromas pesadas) hay un bufón, un juglar, un gracioso<br />
obligado, y este papel correspondía de derecho a la escopeta negra, que se prestaba a<br />
desempeñarlo de bonísima gana. Acostumbrado a pasarse los días y las noches al sereno, en<br />
espera de la liebre, del conejo o de la perdiz; hecho a apretarse la cintura con una cuerda, a la<br />
manera de los salvajes, en las muchas ocasiones en que le faltaba un mendrugo de pan que roer,<br />
el mísero ratoncillo era dichoso cuando le tocaba cazar con gente de pro, de la que se lleva al<br />
cazadero botas henchidas de lo añejo, lacones cocidos y cigarros; ufanábase cuando le<br />
celebraban sus patrañas: las narraba cada día con mayor seriedad, convicción y tono ingenuo, y a<br />
todas las chanzas respondía invocando a Dios y a los santos de la corte celestial en apoyo de sus<br />
aseveraciones estrambóticas.<br />
De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, mapamundi de remiendos, y moviendo con<br />
risible rapidez nariz y boca, que tenía de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen algún<br />
nuevo episodio tan verosímil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspondía a don<br />
Eugenio.<br />
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-¿Saben - decía medio llorando y salivando aún de risa - un caso que pasó entre el canónigo<br />
Castrelo y un señor muy chistoso, Ramírez de Orense?<br />
-¡El canónigo Castrelo! - exclamaron el cura de Boán y el marqués -. ¡Qué apunte! ¡De órdago!<br />
Ése las suelta... como la torre de la Catedral.<br />
- Pues verán, verán cómo encontró con la horma de su zapato donde menos se lo pensaba. Era<br />
una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a<br />
espetar cuentos de caza..., ¡mentira todos! Después de que se hartó, quiso encajar uno<br />
descomunal y dijo así muy serio: «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas<br />
matas oí así... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... el ruido seguía, dale que tienes.<br />
Me acerco más..., y ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo, apunto,<br />
disparo..., ¡pum, pum! ¿Y qué creerán ustedes que maté, señores?» Todo el mundo a nombrar<br />
animales diferentes: que lobo, que zorro, que jabalí, y hasta hubo quien nombró a un oso...<br />
Castrelo a decir que no con la cabeza..., hasta que por último saltó: «Pues ni zorro, ni lobo, ni<br />
jabalí... Lo que maté era... ¡un tigre de Bengala!»<br />
- Hombre, don Eugenio... ¡No fastidiar! - gritaron unánimemente los cazadores -. ¿Había de<br />
atreverse Castrelo?... ¿Cómo no le deshicieron el morro de una bofetada allí mismo?<br />
Don Eugenio, no consiguiendo que le oyesen, hacía con la mano señas de que faltaba lo mejor<br />
del cuento.<br />
-¡Paciencia! - exclamó por fin -. Tengan paciencia, que no se acabó. Pues, señor, ya ustedes<br />
comprenderán que en el Casino se armó una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo<br />
de mentiroso en su cara. Sólo el señor de Ramírez estaba muy formal, y apaciguaba a los<br />
alborotadores. «No hay que asombrarse, no hay que asombrarse; yo les contaré a ustedes una<br />
cosa que me pasó a mí cazando, que es más rara todavía que la del señor de Castrelo.» El<br />
canónigo empieza a escamarse y la gente a atender. «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al<br />
monte, y, entre unas matas, oí así... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... El ruido<br />
seguía, dale que tienes. Me acerco más... Ya no me cabe duda de que hay allí escondida una<br />
pieza. Armo..., apunto..., disparo... ¡Pum, pum!... ¿Y qué creerá usted que maté, señor<br />
canónigo?» «¿Cómo demonios lo he de saber? Sería... un león.» «¡Ca!» «Pues sería... un<br />
elefante.» «¡Caaa!» «Sería... lo que usted guste, caramba.» «¡Una sota de bastos, señor de<br />
Castrelo! ¡Era una sota de bastos!»<br />
Minutos de no entenderse. El ratón reía con una especie de hipo agudo; el señorito de Limioso,<br />
ronca y gravemente; el cura de Boán, no sabiendo cómo desahogar el regocijo, pateaba en el<br />
suelo y abofeteaba a la mesa.<br />
-¡Ey! - gritó don Eugenio -. Bico-de-rato, ¿no te has tropezado tú nunca con ningún tigre? Echa<br />
un vasito y cuéntanos si te encontraste alguno por ahí, hom.<br />
Atizóse el ratón su medio cuartillo; brilláronle los ojuelos, limpió el labio con la bocamanga de<br />
la mugrienta chaqueta, y declaró con acento sincero y candoroso:<br />
- Lo que es trigues..., por estos montes no debe de los haber, que si no, ya los tendría matados;<br />
pero les diré lo que me pasó un día de la Virgen de Agosto...<br />
-¿A las tres y diez minutos de la tarde? - preguntó don Eugenio.<br />
- No..., habían de ser las once de la mañana, y puede que aún no las fuesen. ¡Pero créanme, como<br />
que esa luz nos está alumbrando! Venía yo de tirar a las tórtolas en un sembrado, y me encontré<br />
a la chiquilla del tío Pepe de Naya, que traía la vaca mismo cogida así y hacía ademán de<br />
arrollarse una cuerda a la muñeca. «Buenos días.» «Santos y buenos.» «¿Me da las rulas?» «¿Y<br />
qué me das por ellas, rapaza?» «No tengo un ichavo triste.» «Pues déjame mamar de la vaquiña,<br />
que rabio de sed.» «Mame luego, pero no lo chupe todo.» Me arrodillo así el ratón medio se<br />
hincó de hinojos ante el abad de Naya, y ordeñando en la palma de la mano, con perdón, zampo<br />
la leche. ¡Qué fresca! «Vaya, rapaza... ¡San Antón te guarde la vaca!» Ando, ando, ando, ando, y<br />
al cuarto de legua de allí me entra un sueño por todo el cuerpo..., como que me voy quedando<br />
tonto. ¡A escotar! Me meto por el monte arriba, y llegando a donde hay unos tojos más altos que<br />
84
un cristiano, me tumbo así (con perdón) y saco el sombrero, y lo dejo de esta manera (reparen<br />
bien) sobre la yerba. Sueño fue, que hasta de allí a hora y media no volví en mi acuerdo. Voy a<br />
apañar mi sombrero para largar... Lo mismo que todos nos habernos de morir y resucitar en la<br />
gloria del día del Juicio, me veo debajo una culebra más gorda que mi brazo drecho..., ¡con<br />
perdón!<br />
-¿Pero no que el izquierdo? - interrumpió don Eugenio picarescamente.<br />
-¡Muchísimo más gorda! - continuó el ratón imperturbable -, y toda rollada, rollada, rollada, que<br />
cabía allí debajo..., ¡y durmiendo como una santa de Dios!<br />
-¿Pero roncar, no roncaba?<br />
- La condenada acudía al olor de la leche..., y valió que le dio idea de esconderse en el chapeo...,<br />
que las intenciones bien se las conocí... ¡eran de metérseme por la boca, con perdón de las barbas<br />
honradas!<br />
Aunque se armó gran algazara, la moderó algún tanto el cura de Boán recordando las diversas<br />
ocasiones en que se oían contar casos análogos: culebras que se encontraban en los establos<br />
mamando del pezón de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los niños para beberles la<br />
leche en el estómago...<br />
Asistía Julián a la velada, entretenido y contento, porque la alegría y el humor de los cazadores le<br />
disipaba las ideas congojosas de algunos días atrás, el miedo a la Sabia, a Primitivo, a los Pazos,<br />
los lúgubres presentimientos acrecentados por la comunicación de los terrores nerviosos de<br />
Nucha. Don Eugenio, viéndole animado, le porfiaba para que fuese a hacerles una visita al<br />
cazadero; negábase Julián, pretextando la necesidad de decir misa, de rezar las horas canónicas:<br />
en realidad, era que no quería dejar enteramente sola a la señorita. Al cabo, tanto insistió don<br />
Eugenio, que hubo de prometer, aplazando para el último día.<br />
- No ha de haber nada de eso - exclamó el bullicioso párroco -. Mañana por la mañanita nos lo<br />
llevamos con nosotros... Se vuelve de allá pasado mañana temprano.<br />
Toda resistencia hubiera sido inútil, y más en tal momento, cuando la jarana crecía y el vino<br />
menguaba en los jarros. Julián sabía que aquella gente maleante y retozona era capaz de llevarlo<br />
por fuerza, si se negaba a ir de grado.<br />
- XXII -<br />
Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita,<br />
y siendo blanco de las bromas de los cazadores, porque iba vestido de modo asaz impropio para<br />
la ocasión, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de<br />
ninguna especie. El día asomaba despejado y magnífico: en las hierbas resplandecían las<br />
cristalizaciones de la escarcha; la tierra se estremecía de frío y humeaba levemente a la primera<br />
caricia del sol; el paso animado y gimnástico de los cazadores resonaba militarmente sobre el<br />
terreno endurecido por la helada.<br />
Desde el cazadero, adonde llegaron a cosa de las nueve, desparramáronse por el monte. Julián,<br />
no sabiendo qué hacer de su persona, quedóse pegado a don Eugenio, y le vio realizar dos<br />
proezas cinegéticas y meter en el morral dos pollitos de perdiz, tibios aún de la recién arrancada<br />
vida. Es de advertir que don Eugenio no gozaba fama de diestro tirador, por lo cual, al reunirse<br />
los cazadores a mediodía para comer en un repuesto encinar, el párroco de Naya invocó el<br />
testimonio de Julián para que asegurase que se las había visto tirar al vuelo.<br />
-¿Y qué es tirar al vuelo, don Julián? - le preguntaron todos.<br />
Como el capellán se quedó parado al hacerle tan insidiosa pregunta, ocurrióseles a los cazadores<br />
que sería cosa muy divertida darle a Julián una escopeta y un perro y que intentase cazar algo.<br />
Quieras que no quieras, fue preciso conformarse. Se le destinó el Chonito, perdiguero<br />
infatigable, recastado, de hocico partido, el más ardiente y seguro de cuantos canes iban allí.<br />
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- En cuanto vea que el perro se para - explicábale don Eugenio al novel cazador, que apenas<br />
sabía por dónde coger el arma mortífera -, se prepara usted y le anima para que entre..., y al salir<br />
las perdices, les apunta y hace fuego cuando se tiendan... Si es la cosa más fácil del mundo...<br />
Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo, sus ijares se estremecían de impaciencia, de<br />
cuando en cuando se volvía para cerciorarse de que le acompañaba el cazador. De pronto tomó el<br />
trote hacia un matorral de urces, y repentinamente se quedó parado, en actitud escultural, tenso e<br />
inmóvil como si lo hubiesen fundido en bronce para colocar en un zócalo.<br />
-¡Ahora! - exclamó el de Naya -. Eh, Julián, mándele que entre...<br />
- Entra, Chonito, entra - murmuró lánguidamente el capellán.<br />
El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vaciló; por fin se lanzó entre las urces, y al<br />
punto mismo se oyó un revoloteo, y el bando salió en todas direcciones.<br />
-¡Ahora, condenado, ahora! ¡Ese tiro! - gritó don Eugenio.<br />
Julián apretó el gatillo... Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo.<br />
Chonito, confuso, miraba al que había disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal<br />
parecía preguntar con los ojos dónde se encontraba la perdiz herida, para portarla.<br />
Media hora después se repitió la escena, y el desengaño de Chonito. Ni fue el último, porque más<br />
adelante, en un sembrado, aún levantó el can un bando tan numeroso, tan próximo, y que salía<br />
tan a tiro, que era casi imposible no tumbar dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo<br />
fuego Julián. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo... Mas ninguna perdiz cayó.<br />
Entonces Chonito, clavando en el capellán una mirada casi humana, llena de desprecio, volvió<br />
grupas y se alejó corriendo a todo correr, sin dignarse oír las imperativas voces con que lo<br />
llamaban...<br />
No hay cómo encarecer lo que se celebró este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo<br />
chacota de Julián, y, en penitencia de su torpeza, se le condenó a asistir inmediatamente, cansado<br />
y todo, a la espera de las liebres.<br />
La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bruñida colgado de una cúpula de<br />
cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia<br />
casi boreales de la atmósfera.<br />
Caía helada, y en el aire parecía que se cruzaban millares de finísimas agujas, que apretaban las<br />
carnes y reconcentraban el calor vital en el corazón. Pero para la liebre, vestida con su abrigado<br />
manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los<br />
pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también<br />
de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla,<br />
conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar...<br />
Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches así los cazadores. Tendidos boca abajo,<br />
cubierto con un papel el cañón de la carabina a fin de que el olor de la pólvora no llegue a los<br />
finos órganos olfativos de la liebre, aplican el oído al suelo, y así se pasan a veces horas enteras.<br />
Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza;<br />
entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el<br />
hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la<br />
claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos,<br />
apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de<br />
los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta<br />
sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una<br />
velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara.<br />
Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea<br />
perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a<br />
ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos<br />
de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos,<br />
deseosos de románticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos<br />
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ondadores se detendrá en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival,<br />
aunque tropiece en el camino su ensangrentado cadáver, aunque el tufo de la pólvora le diga:<br />
«¡Al final de tu idilio está la muerte!»<br />
No, no se pararán. Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse<br />
breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso<br />
que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina<br />
exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos<br />
de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus<br />
pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.<br />
- XXIII -<br />
En el corazón de la tierna heredera de los Ulloas tenía el capellán, desde hacía algún tiempo, un<br />
rival completamente feliz y victorioso: Perucho.<br />
Le bastó presentarse para triunfar. Entró un día en la punta de los pies, y sin ser sentido fue<br />
arrimándose a la cuna. Nucha le ofrecía de vez en cuando golosinas y calderilla, y el rapaz, como<br />
suele suceder a las fieras domesticadas, contrajo excesiva familiaridad y apego, y costaba trabajo<br />
echarle de allí, encontrándosele por todas partes, donde menos se pensaba, a manera de gatito<br />
pequeño viciado en el mimo y la compañía.<br />
Muchísimo le llamó la atención la chiquitina al pronto. Ni los pollos nuevos cuando rompían el<br />
cascarón, ni los cachorros de la Linda, ni los recentales de la vaca, consiguieron nunca fijar así<br />
las miradas atónitas de Perucho. No podía él darse cuenta de cómo ni por dónde había venido tan<br />
gran novedad; sobre este tema, se perdía en reflexiones. Rondaba la cuna incesantemente,<br />
poniéndose en riesgo notorio de recibir algún pescozón del ama, y, como no le expulsasen, se<br />
estaba buena pieza con el dedito en la boca, absorto y embelesado, más parecido que nunca a los<br />
amorcillos de los jardines que dicen con su actitud: «Silencio.» Jamás se le había visto quieto<br />
tantas horas seguidas. Así que la niña empezó a tener asomos de conciencia de la vida exterior,<br />
dio claras muestras de que si ella le interesaba a Perucho, no le importaba menos Perucho a ella.<br />
Ambos personajes reconocieron en seguida su mutua importancia, y a este reconocimiento<br />
siguieron evidentes señales de concordia y regocijo. Apenas veía la chiquilla a Perucho, brillaban<br />
sus ojuelos, y de su boca entreabierta salía, unido a la cristalina y caliente baba de la dentición,<br />
un amorosísimo gorjeo. Tendía ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden,<br />
acercaba la cabeza cerrando los párpados; entonces la pequeña saciaba su anhelo, tirando a su<br />
sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo<br />
acompañado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegría cuando, por ejemplo,<br />
acertaba con el agujero de la oreja.<br />
Pasados los dos o tres primeros meses de lactancia, el genio de los niños se agria, y sus llantos y<br />
rabietas son frecuentes, porque empiezan los fenómenos precursores de la dentición a<br />
molestarles. Cuando tal sucedía a su niña, Nucha solía emplear con buen resultado el talismán de<br />
la presencia de Perucho. Un día que el berrenchín no cesaba, fue preciso acudir a expedientes<br />
más heroicos: sentar a Perucho en una silleta baja y ponerle en brazos a la chiquitina. Él se<br />
estaba quieto, inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos, sin osar respirar, tan hermoso, que<br />
daban ganas de comérselo. La chiquita, sin transición, había pasado de la furia a la bonanza, y<br />
reía abriendo un palmo de desdentada boca; reía con los labios, con el mirar, con los pies<br />
bailarines, que descargaban pataditas menudas en el muslo de Perucho. No se atrevía el rapaz ni<br />
a volver la cabeza, de puro encantado.<br />
A medida que la chiquilla atendía más, Perucho se ingeniaba en traerle juguetes inventados por<br />
él, que la divertían infinito. No se sabe lo que aquel galopín discurría para encontrar a cada paso<br />
cosas nuevas, ya fuesen flores, ya pajaritos vivos, ya ballestas de caña, ya todo género de<br />
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porquerías, que era lo que más entusiasmaba a la pequeña. Presentábase a lo mejor con una rana<br />
atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufanísimo con un ratón<br />
acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba lástima. Tenía aquel cachidiablo la<br />
especialidad de los juguetes animados. En su pucho roto y agujereado almacenaba lagartijas,<br />
mariposas y mariquitas de Dios; en sus bolsillos y seno, nidos, frutos y gusanos. La señorita le<br />
tiraba bondadosamente de las orejas.<br />
- Como vuelvas a traer aquí tales ascos..., verás, verás. Te he de colgar de la chimenea como a<br />
los chorizos, para que te ahumes.<br />
Julián transigía con estas intimidades, mientras no sorprendió el secreto de otras harto menos<br />
inocentes. Desde que madrugando había visto a Sabel salir del cuarto de don Pedro, dábale un<br />
vuelco la sangre cada vez que tropezaba al chiquillo y notaba el afecto con que lo trataba Nucha<br />
a veces.<br />
Cierto día entró el capellán en la habitación de la señorita y encontró un inesperado espectáculo.<br />
En el centro de la cámara humeaba un colosal barreñón de loza, lleno de agua templada, y<br />
estrechamente abrazados y en cueros, el chiquillo sosteniendo en brazos a la niña, estaban<br />
Perucho y la heredera de Ulloa en el baño. Nucha, en cuclillas, vigilaba el grupo.<br />
- No hubo otro medio de reducirla a bañarse - exclamó al advertir la admiración de Julián -; y<br />
como don Máximo dice que el baño le conviene...<br />
- No me pasmo yo de ella - respondió el capellán -, sino de él, que le teme más al agua que al<br />
fuego.<br />
- A trueque de estar con la nena - replicó Nucha -, se deja él bañar aunque sea en pez hirviendo.<br />
Ahí los tiene usted en sus glorias. ¿No parecen un par de hermanitos?<br />
Al pronunciar sin intención la frase, Nucha, desde el suelo, alzaba la mirada hacia Julián. La<br />
descomposición de la cara de éste fue tan instantánea, tan reveladora, tan elocuente, tan<br />
profunda, que la señora de Moscoso, apoyándose en una mano, se irguió de pronto, quedándose<br />
en pie frente a él. En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se<br />
traslucía la ramificación venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y córnea húmeda,<br />
cercados de azulada ojera, vio Julián encenderse y fulgurar tras las negras pestañas una luz<br />
horrible, donde ardían la certeza, el asombro y el espanto. Calló. No tuvo ánimos para pronunciar<br />
una sola frase, ni disimulo para componer sus facciones alteradas.<br />
La niña, en el tibio bienestar del baño, sonreía, y Perucho, sosteniéndola por los sobacos,<br />
hablándola con tierna algarabía de diminutivos cariñosos, la columpiaba en el líquido<br />
transparente, le abría los muslos para que recibiese en todas partes la frescura del agua, imitando<br />
con religioso esmero lo que había visto practicar a Nucha. Ocurría la escena en un salón de los<br />
más chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratadísimo biombo del siglo<br />
pasado, pintado harto fantásticamente con paisajes inverosímiles: árboles picudos en fila que<br />
parecían lechugas, montañas semejantes a quesos de San Simón, nubarrones de hechura de<br />
panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al<br />
espectador. Ocultaba el biombo la cama de Nucha, de copete dorado y columnas salomónicas, y<br />
la cunita de la niña. Inmóvil por espacio de algunos segundos, la señorita recobró de improviso<br />
la acción. Se inclinó hacia el barreño y arrancó de golpe a su hija de brazos de Perucho.<br />
La criatura, sorprendida y asustada por el brusco movimiento, interrumpida en su diversión,<br />
rompió en llanto desconsolado y repentino; y su madre, sin hacerle caso, entró corriendo tras el<br />
biombo, la echó en la cuna, y medio la arropó, volviendo a salir inmediatamente. Aún<br />
permanecía Perucho en el agua, asaz asombrado; la señorita le asió de los hombros, del pelo, de<br />
todas partes, y empujándole cruelmente, desnudo como estaba, le persiguió por el salón hasta<br />
expulsarle a empellones.<br />
-¡Largo de aquí! - decía más pálida que nunca y con los ojos llameantes -. ¡Que no te vea yo<br />
entrar!... Como vuelvas te azoto, ¿entiendes?, ¡te azoto!<br />
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Pasó tras el biombo otra vez, y Julián la siguió aturdido, sin saber lo que le sucedía. Con la<br />
cabeza baja, los labios temblones, la señora de Moscoso arreglaba, sin disimular el desatiento de<br />
las manos, los pañales de su hija, cuyo llorar tenía ya inflexiones de pena como de persona<br />
mayor.<br />
- Llame usted al ama - ordenó secamente Nucha.<br />
Corrió Julián a obedecer. A la puerta del salón le cerraba el paso una cosa tendida en el suelo;<br />
alzó el pie; era Perucho, en cueros, acurrucado. No se le oía el llanto: veíase únicamente el brillo<br />
de los gruesos lagrimones, y el vaivén del acongojado pecho. Compadecido el capellán, levantó a<br />
la criatura. Sus carnes, mojadas aún, estaban amoratadas y yertas.<br />
- Ven por tu ropa - le dijo -. Llévala a tu madre para que te vista. Calla.<br />
Insensible como un espartano al mal físico, Perucho sólo pensaba en la injusticia cometida con<br />
él.<br />
- No hacía mal... - balbució, ahogándose -. No-ha-cí-a-mal... ningu... no...<br />
Volvió Julián con el ama, pero la criatura tardó bastante en consolarse al pecho. Ponía la boquita<br />
en el pezón, y de repente torcía la cara, hacía pucheros, iniciaba un llanto quejumbroso. Nucha,<br />
con andar automático, salió del retrete formado por el biombo y se acercó a la ventana, haciendo<br />
seña a Julián de que la siguiese. Y, demudados ambos, se contemplaron algunos minutos<br />
silenciosamente, ella preguntando con imperiosa ojeada, él resuelto ya a engañar, a mentir. Hay<br />
problemas que sólo lo son planteados a sangre fría; en momentos de apuro, los resuelve el<br />
instinto con seguridad maravillosa. Julián estaba determinado a faltar a la verdad sin escrúpulos.<br />
Al cabo Nucha pronunció con sordo acento:<br />
- No crea que es la primera vez que se me ocurre que ese... chiquillo es... hijo de mi marido. Lo<br />
he pensado ya; sólo que fue como un relámpago, de esas cosas que desecha uno apenas las<br />
concibe. Ahora ya... ya estamos en otro caso. Sólo con ver su cara de usted...<br />
-¡Jesús!, ¡señorita Marcelina! ¿Qué tiene que ver mi cara?... No se acalore, le ruego que no se<br />
acalore... ¡Por fuerza esto es cosa del demonio! ¡Jesús mil veces!<br />
- No, no me acaloro - exclamó ella, respirando fuerte y pasándose por la frente la palma<br />
extendida.<br />
-¡Válgame Dios! Señorita, a usted le va mal. Se le ha vuelto un color... Estoy viendo que le da el<br />
ataque. ¿Quiere la cucharadita?<br />
- No, no y no; esto no es nada: un poco de ahogo en la garganta. Esto lo... noto muchas veces; es<br />
como una bola que se me forma allí... Al mismo tiempo parece que me barrenan la sien... Al<br />
caso, al caso. Decláreme usted lo que sabe. No calle nada.<br />
- Señorita... - Julián resolvió entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio<br />
jesuítico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a<br />
temer la verdad -. Señorita... Reniego de mi cara. ¡Lo que se le ha ido a ocurrir! Yo no pensaba<br />
en semejante cosa. No, señora, no.<br />
La esposa hincó más sus ojos en los del capellán e hizo dos o tres interrogaciones concretas,<br />
terminantes. Aquí del jesuitismo, mejor dicho, de la verdad cogida por donde no pincha ni corta.<br />
- Me puede creer; ya ve que no había de tener gusto en decir una cosa por otra: no sé de quién es<br />
el chiquillo. Nadie lo sabe de cierto. Parece natural que sea del querido de la muchacha.<br />
-¿Usted está seguro de que tiene... querido?<br />
- Como de que ahora es de día.<br />
-¿Y de que el querido es un mozo aldeano?<br />
- Sí señora: un rapaz guapo por cierto; el que toca la gaita en las fiestas de Naya y en todas<br />
partes. Le he visto venir aquí mil veces, el año pasado, y... andaban juntos. Es más: me consta<br />
que trataban de sacar los papeles para casarse. Sí señora: me consta. Ya ve usted que...<br />
Nucha respiró de nuevo, llevándose la diestra a la garganta, que sin duda le oprimía el consabido<br />
ahogo. Sus facciones se serenaron un tanto, sin recobrar su habitual compostura y apacibilidad<br />
encantadora: persistía la arruga en el entrecejo, el extravío en el mirar.<br />
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-¡Mi niña... - articuló en voz baja -, mi niña abrazada con él! Aunque usted diga y jure y<br />
perjure... Julián, esto hay que remediarlo. ¿Cómo voy a vivir de esta manera? ¡Ya me debía usted<br />
avisar antes! Si el chiquillo y la mujer no salen de aquí, yo me volveré loca. Estoy enferma; estas<br />
cosas me hacen daño..., daño.<br />
Sonrió con amargura y añadió:<br />
- Tengo poca suerte... No he hecho mal a nadie, me he casado a gusto de papá, y mire usted<br />
¡cómo se me arreglan las cosas!<br />
- Señorita...<br />
- No me engañe usted también recalcó el también. Usted se ha criado en mi casa, Julián, y para<br />
mí es usted como de la familia. Aquí no cuento con otro amigo. Aconséjeme.<br />
- Señorita - exclamó el capellán con fuego -, quisiera librarla de todos los disgustos que pueda<br />
tener en el mundo, aunque me costase sangre de las venas.<br />
- O esa mujer se casa y se va - pronunció Nucha -, o...<br />
Interrumpió aquí la frase. Hay momentos críticos en que la mente acaricia dos o tres soluciones<br />
violentísimas, extremas, y la lengua, más cobarde, no se atreve a formularlas.<br />
- Pero, señorita Marcelina, no se mate así - porfió Julián -. Son figuraciones, señorita,<br />
figuraciones.<br />
Ella le tomó las manos entre las suyas, que ardían.<br />
- Dígale usted a mi marido que la eche, Julián. ¡Por amor de Dios y su madre santísima!<br />
El contacto de aquellas palmas febriles, la súplica, turbaron al capellán de un modo inexplicable,<br />
y sin reflexionar exclamó:<br />
-¡Tantas veces se lo he dicho!<br />
-¡Ve usted! - repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos.<br />
Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la niña<br />
lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeció dos o tres veces. Por último articuló dando con<br />
los nudillos en los vidrios de la ventana:<br />
- Entonces seré yo...<br />
El capellán murmuró como si rezase:<br />
- Señorita... Por Dios... No se revuelva la cabeza... Déjese de eso...<br />
La señora de Moscoso cerró los ojos y apoyó la faz en los vidrios de la ventana. Procuraba<br />
contenerse: la energía y serenidad de su carácter querían salir a flote en tan deshecha tempestad.<br />
Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobre su<br />
debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando... Nucha se volvió, con<br />
los ojos secos y los nervios domados ya.<br />
- XXIV -<br />
Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos. Entró allí<br />
cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el<br />
enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la<br />
política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero, al menos, en las capitales<br />
populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de<br />
grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el<br />
fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni<br />
aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no<br />
entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios,<br />
rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca.<br />
Forzoso es reconocer, no obstante, que en la época de la revolución, la exaltación política, la fe<br />
en las teorías llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de huracán<br />
90
el mefítico ambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Vivía entonces España pendiente<br />
de una discusión de Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de un arsenal o<br />
en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se<br />
querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el<br />
sociólogo necesitan madurar lentamente, meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que<br />
una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión<br />
parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera. Entre el almuerzo y la comida se<br />
reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se descubrían nuevos principios, y en<br />
el fondo de la vorágine batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se<br />
apoyaban en algo secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía absoluta y la<br />
constitucional, por entonces disfrazada de monarquía democrática.<br />
La conmoción del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fieras montañas que cercaban a<br />
los Pazos de Ulloa. También allí se politiqueaba. En las tabernas de Cebre, el día de la feria, se<br />
oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición de quintas, de federación,<br />
de plebiscito - pronunciación no garantizada, por supuesto -. Los curas, al terminar las funciones,<br />
entierros y misas solemnes, se demoraban en el atrio, discutiendo con calor algunos síntomas<br />
recientes y elocuentísimos, la primer salida de aquellos famosos cuatro sacristanes, y otras<br />
menudencias. El señorito de Limioso, tradicionalista inveterado, como su padre y abuelo, había<br />
hecho dos o tres misteriosas excursiones hacia la parte del Miño, cruzando la frontera de<br />
Portugal, y susurrábase que celebraba entrevistas en Tuy con ciertos pájaros; afirmábase también<br />
que las señoritas de Molende estaban ocupadísimas construyendo cartucheras y no sé qué más<br />
arreos bélicos, y a cada paso recibían secretos avisos de que se iba a practicar un registro en su<br />
casa.<br />
Sin embargo, los entendidos y prácticos en la materia comprendían que cualquier intentona a<br />
mano armada en territorio gallego se quedaría en agua de cerrajas, y que por más rumores que<br />
corriesen acerca de armamentos y organización en Portugal, venidas de tropa, nombramientos de<br />
oficialidad, etc., la verdadera batalla que allí se librase no sería en los campos, sino en las urnas;<br />
no por eso más incruenta. Gobernaban a la sazón el país los dos formidables caciques, abogado<br />
el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana<br />
temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los<br />
dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y muerte del uno. Escribir la crónica<br />
de sus hazañas, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie<br />
piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que<br />
encontraba el viajante por los senderos, algún techo carbonizado, algún hombre sepultado en<br />
presidio para toda su vida, podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.<br />
Conviene saber que ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas, dándoseles un bledo de<br />
cuanto entonces se debatía en España; mas, por necesidad estratégica, representaba y encarnaba<br />
cada cual una tendencia y un partido: Barbacana, moderado antes de la Revolución, se declaraba<br />
ahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia el último confín del<br />
liberalismo vencedor.<br />
Barbacana era más grave, más autoritario, más obstinado e implacable en la venganza personal,<br />
más certero en asestar el golpe, más ávido e hipócrita, encubriendo mejor sus alevosas trazas<br />
para desmantecar al desventurado colono; era además hombre que prefería servirse de medios<br />
legales y manejar el código, diciendo que no hay tan seguro modo de acabar con un enemigo<br />
como empapelarlo: si no guarnecían tantas cruces los caminos por culpa de Barbacana, las<br />
cárceles hediondas del distrito antaño, y hogaño las murallas de Ceuta y Melilla, podían revelar<br />
hasta dónde se extendía su influencia. En cambio Trampeta, si justificando su apodo no<br />
desdeñaba los enredos jurídicos, solía proceder con más precipitación y violencia que Barbacana,<br />
asegurando la retirada menos hábilmente; así es que su adversario le tuvo varias veces cogido<br />
entre puertas, y por punto no le aniquiló. Trampeta poseía en desquite gran fertilidad de ingenio,<br />
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suma audacia, expedientes impensados con que salir de los más graves compromisos. Barbacana<br />
servía mejor para preparar desde su habitación una emboscada, hurtando el cuerpo después;<br />
Trampeta, para ejecutarla en persona y con fortuna. La comarca aborrecía a entrambos, pero<br />
Barbacana inspiraba más terror por su genio sombrío. En aquella ocasión Trampeta, encargado<br />
de representar las ideas dominantes y oficiales, se creía seguro de la impunidad, aunque quemase<br />
a medio Cebre y apalease, encausase y embargase al otro medio. Barbacana, con la superioridad<br />
de su inteligencia, y aun de su instrucción, comprendía dos cosas: primera, que se había arrimado<br />
a pared más sólida, a gente que no desampara a sus amigos; segunda, que cuando se le antojase<br />
pasarse con armas y bagajes al campo opuesto, conseguiría siempre hundir a Trampeta. Ya había<br />
tirado sus líneas para el caso próximo de la elección de diputados.<br />
Trampeta, con actividad vertiginosa, hacía la cama al candidato del gobierno. Muy a menudo iba<br />
a la capital de provincia, a conferenciar con el gobernador. En tales ocasiones, el secretario,<br />
calculando que hombre prevenido vale por dos, ni olvidaba las pistolas, ni omitía hacerse<br />
escoltar por sus seides más resueltos, pues no ignoraba que Barbacana tenía a sus órdenes mozos<br />
de pelo en pecho, verbigracia el temible Tuerto de Castrodorna. Cada viaje era una viña para el<br />
bueno del secretario, y muy beneficioso para los suyos: poco a poco las hechuras de Barbacana<br />
iban cayendo, y estancos, alguacilatos, guardianía de la cárcel, peones camineros, toda la<br />
plantilla oficial de Cebre, quedando a gusto de Trampeta. Sólo no pudo meterle el diente al juez,<br />
protegido en altas regiones por un pariente de la señora jueza, persona de viso. Obtuvo también<br />
que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que se cerrasen los ojos en otras, y que respecto a<br />
algunas sobreviniese ceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallaba<br />
investido, declaró, puesta la mano en el pecho, que respondía de la elección de Cebre.<br />
Durante este periodo, Barbacana se hacía el muerto, limitándose a apoyar débilmente, como por<br />
compromiso, al candidato propuesto por la Junta carlista orensana, y recomendado por el<br />
Arcipreste de Loiro y los curas más activos, como el de Boán, el de Naya, el de Ulloa. Bien se<br />
dejaba comprender que Barbacana no tenía fe en el éxito. El candidato era una excelente persona<br />
de Orense, instruido, consecuentísirno tradicionalista, pero sin arraigo en el país y con fama de<br />
poca malicia política. Sus mismos correligionarios no estaban a bien con él, por conceptuarle<br />
más hombre de bufete que de acción e intriga.<br />
Así las cosas, empezó a notarse que Primitivo, el montero mayor de los Pazos, venía a Cebre<br />
muy a menudo; y como allí se repara todo, se observó también que, además de las<br />
acostumbradas estaciones en las tabernas, Primitivo se pasaba largas horas en casa de Barbacana.<br />
Éste vivía casi bloqueado en su domicilio, porque Trampeta, envalentonado con la embriaguez<br />
del poder, profería amenazas, asegurando que Barbacana recibiría su pago en una corredoira<br />
(camino hondo). No obstante, el abogado se arriesgó a salir en compañía de Primitivo, y viéronse<br />
ir y venir curas influyentes y caciques subalternos, muchos de los cuales fueron también a los<br />
Pazos: unos a comer, otros por la tarde. Y como no hay secreto bien guardado entre tres, y menos<br />
entre tres docenas, el país y el gobierno supieron pronto la gran noticia: el candidato de la Junta<br />
se retiraba de buen grado, y en su lugar Barbacana apoyaba, con el nombre de independiente, a<br />
don Pedro Moscoso, conocido por marqués de Ulloa.<br />
Desde que se enteró del complot, Trampeta pareció atacado del baile de San Vito. Menudeó<br />
viajes a la capital: eran de oír sus explicaciones y comentarios en el despacho del gobernador.<br />
- Todo lo arma - decía él - ese cerdo cebado del Arcipreste, unido al faccioso del cura de Boán e<br />
instigando al usurero del mayordomo de los Pazos, el cual a su vez mete en danza al malcriado<br />
del señorito, que está enredado con su hija. ¡Vaya un candidato! - exclamaba frenético -, ¡vaya<br />
un candidato que los neos escogen! ¡Siquiera el otro era persona honrada! Y alzaba mucho la voz<br />
al llegar a esto de la honradez.<br />
Viendo el gobernador que el cacique perdía absolutamente la sangre fría, comprendió que el<br />
negocio andaba mal parado, y le preguntó severamente:<br />
-¿No ha respondido usted de la elección, con cualquier candidato que se presentase?<br />
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- Sí señor, sí señor... - repuso apresuradamente Trampeta -. Sino que considérese: ¿quién contaba<br />
con semejante cosa del otro mundo?<br />
Atropellándose al hablar, de pura rabia y despecho, insistió en que nadie imaginaría que el<br />
marqués de Ulloa, un señorito que sólo pensaba en cazar, se echase a político; que, a pesar de la<br />
gran influencia de la casa y de ejercer su nombre bastante prestigio entre los paisanos, la<br />
aristocracia montañesa y los curas, la tentativa importaría un comino si no la hubiese tomado de<br />
su cuenta Barbacana y no le ayudase un poderoso cacique subalterno, que antes fluctuaba entre<br />
el partido de Barbacana y el de Trampeta, pero en esta ocasión se había decidido, y era el mismo<br />
mayordomo de los Pazos, hombre resuelto y sutil como un zorro, que disponía de numerosos<br />
votos seguros, pues muchísima gente le debía cuartos que tenía esquilmada la casa de Ulloa a<br />
cuyas expensas se enriquecía con disimulo y que este solemne bribón, al arrimo del gran<br />
encausador Barbacana, se alzaría con el distrito, si no se llevaba el asunto a rajatabla y sin<br />
contemplaciones.<br />
Quien conozca poco o mucho el mecanismo electoral no dudará que el gobernador hizo jugar el<br />
telégrafo para que sin pérdida de tiempo, y por más influencias que se atravesasen, fuese<br />
removido el juez de Cebre y las pocas hechuras de Barbacana que en el distrito restaban ya.<br />
Deseaba el gobernador triunfar en Cebre sin apelar a recursos extraordinarios y arbitrariedades<br />
de monta, pues sabía que, si no era probable que jamás se levantasen allí partidas, en cambio la<br />
sangre humana manchaba a menudo mesas y urnas electorales; pero la nueva combinación le<br />
obligaba a no reparar en medios y conferir al insigne Trampeta poderes ilimitados...<br />
Mientras el secretario se prevenía, el abogado no se dormía en las pajas. La aceptación del<br />
señorito, al pronto, le había vuelto loco de contento. No tenía don Pedro ideas políticas, aun<br />
cuando se inclinaba al absolutismo, creyendo inocentemente que con él vendría el<br />
restablecimiento de cosas que lisonjeaban su orgullo de raza, como por ejemplo, los vínculos y<br />
mayorazgos; fuera de esto, inclinábase al escepticismo indiferente de los labriegos, y era incapaz<br />
de soñar, como el caballeresco hidalgo de Limioso, en la quijotada de entrar por la frontera del<br />
Miño a la cabeza de doscientos hombres. Mas a falta de pasión política, le impulsó a aceptar la<br />
diputación su vanidad. Él era la primera persona del país, la más importante, la de origen más<br />
ilustre: su familia, desde tiempo inmemorial, figuraba al frente de la nobleza comarcana; en esto<br />
hizo hincapié el Arcipreste de Loiro para convencerle de que le correspondía la representación<br />
del distrito. Primitivo no desarrolló mucha elocuencia para apoyar la demostración del<br />
Arcipreste: limitóse a decir, empleando un expresivo plural y cerrando el puño:<br />
- Tenemos al país así.<br />
Desde que corrió la noticia comenzó el señorito a sentirse halagado por la especie de pleitohomenaje<br />
que se presentaron a rendirle infinidad de personas, todo el señorío de los contornos, el<br />
clero casi unánime, y los muchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este<br />
mismo. A don Pedro se le ensanchaba el pulmón. Bien entendía que Primitivo estaba entre<br />
bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era él. Mostró aquellos días gran cordialidad y<br />
humor excelente y campechano. Hizo caricias a su hija y ordenó se le pusiese un traje nuevo, con<br />
bordados, para que la viesen así las señoritas de Molende, que se proponían no contribuir con<br />
menos de cien votos al triunfo del representante de la aristocracia montañesa. Él también -<br />
porque los candidatos noveles tienen su época de cortejos en que rondan la diputación como se<br />
ronda a las muchachas, y se afeitan con esmero y tratan de lucir sus prendas físicas - cuidó algo<br />
más de su persona, lamentablemente desatendida desde el regreso a los Pazos, y como estaba<br />
entonces en el apogeo de su belleza, más bien masculina que varonil, las muñidoras electorales<br />
se ufanaban de enviar tan guapo mozo al Congreso. Por entonces, la pasión política sacaba<br />
partido hasta de la estatura, del color del pelo, de la edad.<br />
Desde que empezó a hervir la olla, hubo en los Pazos mesa franca: se veía correr a Filomena y a<br />
Sabel por los salones adelante, llevando y trayendo bandejas con tostado jerez y bizcochos; oíase<br />
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el retintín de las cucharillas en las tazas de café y el choque de los vasos. Abajo, en la cocina,<br />
Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de<br />
berzas y cerdo. A menudo se juntaban ambas mesas, la de abajo y la de arriba, y se discutía, y se<br />
reía y se contaban cuentos subidos de color, y se despellejaba a azadonazos - porque no cabe<br />
nombrar el escalpelo - a Trampeta y a los de su bando, removiendo entre risotadas, cigarros e<br />
interjecciones, el inmenso detritus de trampas mayores y menores en que descansaba la fortuna<br />
del secretario de Cebre.<br />
- De esta vez - decía el cura de Boán, viejo terne y firme, que echaba fuego por los ojos y gozaba<br />
fama del mejor cazador del distrito después de Primitivo -, de esta vez los fastidiamos, quoniam!<br />
Nucha no asistía a las sesiones del comité. Se presentaba únicamente cuando las visitas eran tales<br />
que lo requerían; atendía a suministrar las cosas indispensables para el perenne festín, pero huía<br />
de él. Tampoco Julián bajaba sino rara vez a las asambleas, y en ellas apenas descosía los labios,<br />
mereciendo por esto que el cura de Ulloa se ratificase en su opinión de que los capellanes<br />
atildados no sirven para nada de provecho. No obstante, apenas averiguó el comité que Julián<br />
tenía bonita letra cursiva, y ortografía asaz correcta, se echó mano de él para misivas de<br />
compromiso. Además, le cayó otra ocupación.<br />
Sucedió que el Arcipreste de Loiro, que había conocido y tratado mucho a la señora doña<br />
Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda la casa, y también la capilla, donde algunas<br />
veces había dicho misa en vida de la difunta, que esté en gloria. Don Pedro se la mostró de mala<br />
gana, y el Arcipreste se escandalizó al entrar. Estaba la capilla casi a tejavana: la lluvia corría por<br />
el retablo abajo; las vestiduras de las imágenes parecían harapos; todo respiraba el mayor<br />
abandono, el frío y tristeza especial de las iglesias descuidadas. Julián ya se encontraba cansado<br />
de soltar indirectas al marqués sobre el estado lastimoso de la capilla, sin obtener resultado<br />
alguno; mas el asombro y las lamentaciones del Arcipreste arañaron en la vanidad del señor de<br />
Ulloa, y consideró que sería de buen efecto, en momentos tales, lavarle la cara, repararla un<br />
poco. Se retejó con bastante celeridad, y con la misma un pintor, pedido a Orense, pintó y doró el<br />
retablo y los altares laterales, de suerte que la capilla parecía otra, y don Pedro la enseñaba con<br />
orgullo a los curas, a los señoritos, a la caciquería barbacanesca. Sólo faltaba ya trajear<br />
decentemente a los santos y recoser ornatos y mantelillos. De esta faena se encargó Nucha, bajo<br />
la dirección de Julián. Con tal motivo, refugiados en la capilla solitaria, no llegaba hasta ellos el<br />
barullo del club electoral. Entre el capellán y la señorita desnudaban a San Pedro, peinaban los<br />
rizos de la Purísima, ribeteaban el sayal de San Antón, fregoteaban la aureola del Niño Jesús.<br />
Hasta la boeta de las ánimas del Purgatorio fue cuidadosamente lavada y barnizada de nuevo, y<br />
las ánimas en pelota, larguiruchas, acongojadas, rodeadas de llamas de almazarrón, salieron a luz<br />
en toda su edificante fealdad. Era semejante ocupación dulcísima para Julián: corrían las horas<br />
sin sentir en el callado recinto, que olía a pintura fresca y a espadaña traída por Nucha para<br />
adornar los altares; mientras armaba en un tallo de alambre una hoja de papel plateado o pasaba<br />
un paño húmedo por el vidrio de una urna, no necesitaba hablar: satisfacción interior y apacible<br />
le llenaba el alma. A veces Nucha no hacía más que mandar la maniobra, sentada en una silleta<br />
baja con su niña en brazos (no quería apartarla de sí un instante). Julián trabajaba por dos: tenía<br />
una escala y se encaramaba a lo más alto del retablo. No se atrevía a preguntar nada acerca de<br />
asuntos íntimos, ni a averiguar si la señorita había tenido con su esposo conversación decisiva<br />
respecto a Sabel; pero notaba el aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de la<br />
esposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia. Otros síntomas percibió que le<br />
acaloraron la fantasía, dándole no poco en qué cavilar. Nucha mostraba vehemente exaltación del<br />
cariño maternal de algún tiempo a esta parte. Apenas se separaba de la chiquita cuando,<br />
desasosegada e inquieta, salía a buscarla a ver qué le sucedía. En una ocasión, no encontrándola<br />
donde presumía, comenzó a exhalar gritos desgarradores, exclamando: «¡Me la roban!, ¡me la<br />
roban!» Por fortuna, el ama se acercaba ya trayendo a la pequeña en brazos. A veces la besaba<br />
con tal frenesí, que la criatura rompía en llanto. Otras se quedaba embelesada mirándola con<br />
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dulce e inefable sonrisa, y entonces Julián recordaba siempre las imágenes de la Virgen Madre,<br />
atónita de su milagrosa maternidad. Mas los instantes de amor tranquilo eran breves, y continuos<br />
los de sobresalto y dolorosa ternura. No consentía a Perucho acercarse por allí. Su fisonomía se<br />
alteraba al divisar el niño; y éste, arrastrándose por el suelo, olvidando sus travesuras diabólicas,<br />
sus latrocinios, su afición al establo, se emboscaba a la entrada de la capilla para ver salir a la<br />
nena y hacerle mil garatusas, que ella pagaba con risas de querubín, con júbilo desatinado, con el<br />
impulso de todo su cuerpecillo proyectado hacia adelante, impaciente por lanzarse de brazos del<br />
ama a los de Perucho.<br />
Un día notó Julián en Nucha algo más serio aún: no ya expresión de melancolía, sino hondo<br />
decaimiento físico y moral. Sus ojos se hallaban encendidos y abultados, como de haber llorado<br />
mucho tiempo seguido; su voz era desmayada y fatigosa; sus labios estaban resecos, tostados por<br />
la calentura y el insomnio. Allí no se veía ya la espina del dolor que lentamente va hincándose,<br />
pero el puñal clavado de golpe hasta el pomo. Semejante espectáculo dio al traste con la<br />
prudencia del capellán.<br />
- Usted está mala, señorita. A usted le pasa algo hoy.<br />
Nucha meneó la cabeza intentando sonreír.<br />
- No tengo nada.<br />
Lo doliente y debilitado del acento la desmentía.<br />
- Por Dios, señorita, no me responda que no... ¡Si lo estoy viendo! Señorita Marcelina...<br />
¡Válgame mi patrono San Julián! ¡Que no he de poder yo servirle de algo, prestarle ayuda o<br />
consuelo! Soy una persona humilde, inútil; pero con la intención, señorita, soy grande como una<br />
montaña. ¡Quisiera, se lo digo con el corazón, que me mandase, que me mandase!<br />
Hacía estas protestas esgrimiendo un paño untado de tiza contra las sacras, cuyo cerco de metal<br />
limpiaba con denuedo, sin mirarlo.<br />
Alzó Nucha los ojos, y en ellos lució un rayo instantáneo, un impulso de gritar, de quejarse, de<br />
pedir auxilio... Al punto se apagó la llamarada, y encogiéndose de hombros levemente, la<br />
señorita repitió:<br />
- No tengo nada, Julián.<br />
En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros;<br />
Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el<br />
desempeño de todos sus domésticos quehaceres. Julián, entre embelesado y afligido, seguía con<br />
la vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, el movimiento de las manos<br />
enflaquecidas al través de las hojas verdes. Notó que caía sobre ellas una gota de agua, gruesa,<br />
límpida, no procedente de la humedad del rocío que aún bañaba las hortensias. Y casi al tiempo<br />
mismo advirtió otra cosa, que le cuajó la sangre de horror: en las muñecas de la señora de<br />
Moscoso se percibía una señal circular, amoratada, oscura... Con lucidez repentina, el capellán<br />
retrocedió dos años, escuchó de nuevo los quejidos de una mujer maltratada a culatazos, recordó<br />
la cocina, el hombre furioso... Completamente fuera de sí, dejó caer las sacras y tomó las manos<br />
de Nucha para convencerse de que, en efecto, existía la siniestra señal...<br />
Entraban a la sazón por la puerta de la capilla muchas personas: las señoritas de Molende, el juez<br />
de Cebre, el cura de Ulloa, conducidos por don Pedro, que los traía allí con objeto de que<br />
admirasen los trabajos de restauración. Nucha se volvió precipitadamente; Julián, trastornado,<br />
contestó balbuciendo al saludo de las señoritas. Primitivo, que venía a retaguardia, clavaba en él<br />
su mirada directa y escrutadora.<br />
- XXV -<br />
Si unas elecciones durasen mucho, acabarían con quien las maneja, a puro cansancio,<br />
molimiento y tensión del cuerpo y del espíritu, pues los odios enconados, la perpetua sospecha<br />
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de traición, las ardientes promesas, las amenazas, las murmuraciones, las correrías y cartas<br />
incesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sueño, las comidas sin orden, componen una<br />
existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca de los inconvenientes prácticos del sistema<br />
parlamentario estaban muy de acuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y joven<br />
nuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completaban las caballerizas de<br />
los Pazos de Ulloa. ¡Buenas cosas pensaban ellos de las elecciones allá en su mente asnal y<br />
rocinesca, mientras jadeaban exánimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo bañado<br />
en sudor!<br />
¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones a la capital! Ya las<br />
costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se había puesto. Día y noche estaba el insigne<br />
cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa,<br />
más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del Gobernador que<br />
importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer, y, sobre todo, que el candidato<br />
cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se<br />
largaba de entre las manos.<br />
-¿Pues no decía usted - gritó un día el Gobernador con vehementes impulsos de mandar al<br />
infierno al gran secretario - que la elección no sería muy costosa; que los adversarios no podían<br />
gastar nada; que la Junta carlista de Orense no soltaba un céntimo; que la casa de los Pazos no<br />
soltaba un céntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas está siempre a la quinta<br />
pregunta?<br />
- Ahí verá usted, señor - contestó Trampeta -. Todo eso es mucha verdad; pero hay momentos en<br />
que el hombre..., pues... cambia sus auciones, como usted me enseña (Trampeta tenía esta<br />
muletilla). El marqués de Ulloa...<br />
-¡Qué marqués ni qué calabazas! - interrumpió con impaciencia el Gobernador.<br />
- Bueno, es una costumbre que hay de llamarle así... Y mire usted que llevo un mes de porclamar<br />
en todos lados que no hay semejante marqués, que el gobierno le ha sacado el título para dárselo<br />
a otro más liberal, y que ese título de marqués quien se lo ha ofrecido es Carlos siete, para<br />
cuando venga la Inquisición y el diezmo, como usted me enseña...<br />
- Adelante, adelante - exclamó el Gobernador, que aquel día debía estar nervioso -. Decía usted<br />
que el marqués o lo que sea... en vista de las circunstancias...<br />
- No reparará en un par de miles de duros más o menos, no señor.<br />
-¿Si no los tenía, los habrá pedido?<br />
-¡Catá! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco<br />
una peseta disponible, como usted me enseña... héteme aquí que se los ha dado el suegro de los<br />
Pazos.<br />
-¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista? - preguntó el gobernador, que a su pesar se<br />
divertía con los chismes del secretario.<br />
- No será el primero, como usted me enseña - dijo Trampeta riéndose de la chuscada -. Ya<br />
entiende por quién hablo... ¿eh?<br />
-¡Ah!, sí, la muchacha ésa que vivía en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene<br />
un hijo... Ya ve usted cómo me acuerdo.<br />
- El hijo... el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador... Su madre lo sabrá..., si es que<br />
lo sabe.<br />
- Bien, eso para la elección importa un rábano... Al grano: los recursos de que Moscoso<br />
dispone...<br />
- Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro de cultis... Y usted me<br />
preguntará: ¿cómo un infeliz mayordomo tiene miles de duros? Y yo respondo: prestando a<br />
réditos del ocho por ciento al mes, y más los años de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo<br />
para que le paguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro... - Y usted dirá: ¿de<br />
dónde saca ese Primitivo o ese ladrón el dinero para prestar? - Y yo replico: del bolsillo de su<br />
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mismo amo, robándole en la venta del fruto, dándolo a un precio y abonándoselo a otro,<br />
engañándole en la administración y en los arriendos, pegándosela, como usted me enseña, por<br />
activa y por pasiva... - Y usted dirá...<br />
Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cual echaba mano cuando quería<br />
persuadir al auditorio. El gobernador le interrumpió:<br />
- Con permiso de usted lo diré yo mismo. ¿Qué cuenta le tiene a ese galopín prestarle a su amo<br />
los miles de duros que tan trabajosamente le ha cogido?<br />
-¡Me caso!... - votó el secretario -. Los miles de duros, como usted me enseña, no se prestan sin<br />
hipoteca, sin garantías de una clás o de otra, y el Primitivo no ha nacido en el año de los tontos.<br />
Así queda seguro el capital y el amo sujeto.<br />
- Comprendo, comprendo - articuló con viveza el Gobernador. Queriendo dar una muestra de su<br />
penetración, añadió: - Y le conviene sacar diputado al señorito, para disponer de más influencia<br />
en el país y poder hacer todo cuanto le acomode...<br />
Trampeta miró al funcionario con la mezcla de asombro y de gozosa ironía que las personas de<br />
educación inferior muestran cuando oyen a las más elevadas decir una simpleza gorda.<br />
- Como usted me enseña, señor gobernador - pronunció -, no hay nada de eso... Don Pedro,<br />
diputado de oposición o independiente o conforme les dé la gana de llamarle, servirá de tanto a<br />
los suyos como la carabina de Ambrosio... Primitivo, arrimándose a un servidor de usted o al<br />
judío, con perdón, de Barbacana, conseguiría lo que quisiese ¿eh?, sin necesidad de sacar<br />
diputado al amo... Y Primitivo, hasta que le dio la ventolera, siempre fue de los míos... Zorro<br />
como él no lo hay en toda la provincia... Ése ha de acabar por envolvernos a Barbacana y a mí.<br />
- Y entonces Barbacana ¿por qué se ha declarado a favor del señorito?<br />
- Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace... Usted, un suponer,<br />
está ahí hoy y se larga mañana; pero los curas están siempre, y lo mismo el señorío... los<br />
Limiosos, los Méndez...<br />
Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique añadió apretando los puños:<br />
-¡Me caso con Dios! Mientras no hundamos a Barbacana, no se hará nada en Cebre.<br />
-¡Corriente! Pues facilítenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan.<br />
Trampeta se quedó un rato pensativo, y con la cuadrada uña del pulgar, quemada del cigarro, se<br />
rascó la perilla.<br />
- Lo que yo cavilo es ¿qué cuenta le tendrá al raposo de Primitivo esta diputación del amo?...<br />
Ahora se aprovecha de dos cosas: lo que le pilla como hipoteca y lo que le mama corriendo con<br />
los gastos electorales y presentándole luego, como usted me enseña, las cuentas del Gran<br />
Capitán... Pero si vencen y me hacen diputado a mi señor don Pedro, y éste vuela para Madrí, y<br />
allí pide cuartos por otro lado, que sí pedirá, y abre el ojo para ver las picardías de su<br />
mayordomo, y no se vuelve a acordar de la moza ni del chiquillo..., entonces...<br />
Tornó a rascarse la perilla, suspenso y meditabundo, como el que persigue la solución de un<br />
problema muy intrincado. Sus agudísimas facultades intelectuales estaban todas en ejercicio.<br />
Pero no daba con el cabo de la madeja.<br />
- Al caso - insistió el gobernador -. De lo que se trata es de que no nos derroten<br />
vergonzosamente. El candidato es primo del ministro; hemos respondido de la elección.<br />
- Contra el candidato de la Junta de Orense.<br />
-¿Piensa usted que allá admiten esas distinciones? Estamos a triunfar contra cualquiera. No<br />
andemos con circunloquios; ¿cree usted que vamos a salir rabo entre piernas? ¿Sí o no?<br />
Trampeta permanecía indeciso. Al cabo levantó la faz, con el orgullo de un gran estratégico,<br />
seguro siempre de inventar algún ardid para burlar al enemigo.<br />
- Mire usted - dijo -, hasta la fecha Barbacana no ha podido acabar con este cura, aunque me ha<br />
jugado dos o tres buenas... Pero a jugarlas no me gana él ni Dios... Sólo que a mí no se me<br />
ocurren las mejores tretas hasta que tocan a romper el fuego... Entonces ni el diablo discurre lo<br />
que yo discurro. Tengo aquí - y se dio una puñada en la negruzca frente - una cosa que rebulle,<br />
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pero que aún no sale por más que hago... Saldrá, como usted me enseña, cuando llegue el<br />
mismísimo punto resfinado de la ocasión...<br />
Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, añadió en voz<br />
hueca:<br />
- Fuera miedo. ¡Se gana!<br />
Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba<br />
audiencia al Arcipreste de Loiro, que había querido ir en persona a tomar noticias de cómo<br />
andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por<br />
fusique de plata, polvos de un rapé Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino él en toda Galicia, y<br />
que le traían de contrabando, con gran misterio y cobrándole un dineral.<br />
El Arcipreste, a quien en Santiago conocían por el apodo de Sobres de Envelopes, a causa de una<br />
candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, había sido en otro tiempo, cuando<br />
simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dijéronle una vez que iba<br />
perdida la elección que él manejaba; gritó él furioso: «¿Perder el cura de Anles una elección?»,<br />
y, al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna, que era un puchero, haciéndola volar en miles<br />
de pedazos, desparramando las cédulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato<br />
triunfase. La hazaña le valió la gran cruz de Isabel la Católica. En el día, obesidad, años y<br />
sordera le impedían tomar parte activa; pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para<br />
él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.<br />
Siempre que el arcipreste venía a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y cartería, donde se<br />
charlaba de política por los codos, se leían papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos<br />
los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oyéndose a menudo frases del corte siguiente:<br />
«Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada.» «Yo que Prim, no me<br />
arredro por tan poco.» Y aún solía levantarse la voz de algún tonsurado exclamando: «Pónganme<br />
a mí donde está el Papa, y verán cómo lo resuelvo mucho mejor en un periquete.»<br />
Al salir de casa de Barbacana, encontró el arcipreste en la cartería al juez y al escribano, y a la<br />
puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar.<br />
- Aguárdate un poco, Naya - le dijo familiarmente, dándole, según costumbre entre curas, el<br />
nombre de su parroquia -. Voy a ver los partes de los periódicos, y después nos largamos juntos.<br />
- Yo tomo hacia los Pazos.<br />
- Yo también. Di allá en la posada que me traigan aquí la mula.<br />
Cumplió don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesiásticos, envueltos en<br />
cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pañuelo para que no<br />
se los llevase el viento fuerte que corría, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de<br />
sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras<br />
particularidades referentes a la elección. El arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba<br />
tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al<br />
diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices. El gobierno<br />
dispone de mucha fuerza, ¡qué diantre!, y cuando ve la cosa mal parada recurre a la coacción,<br />
haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, según dicho del<br />
abad de Boán, una solemnísima farsa.<br />
- Pues por esta vez - contestaba el arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la<br />
esclavina del montecristo, que el viento le envolvía alrededor de la cara -, por esta vez, les hemos<br />
de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviará al congreso una persona decente,<br />
hijo del país, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres<br />
venidos de fuera.<br />
- Eso es muy cierto - respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus<br />
interlocutores -; a mí me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a<br />
Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos...<br />
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El arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto. Amaba entrañablemente a don Pedro, a<br />
quien, como suele decirse, había visto nacer, y además profesaba el principio de respetar la<br />
alcurnia.<br />
- Bien, hombre, bien - gruñó -, dejémonos de murmuraciones... Cada uno tiene sus defectos y sus<br />
pecados, y a Dios dará cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas.<br />
Don Eugenio, como si no entendiese, insistió, repitiendo cuanto acaba de oír en la cartería de<br />
Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al<br />
gobernador de la provincia. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del<br />
arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo más sustancial del discurso. El<br />
travieso y maleante clérigo gozaba lo indecible viendo al arcipreste sofocado, abotargado, con la<br />
mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el fusique en las narices.<br />
Cebre, según don Eugenio, hervía en indignación contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo<br />
querían bien; pero en la villa, dominada por gentes que protegía Trampeta, se contaban horrores<br />
de los Pazos. De algunos días acá, justamente desde la candidatura del marqués, se había<br />
despertado en la población de Cebre un santo odio al pecado, una reprobación del concubinato y<br />
la bastardía, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de<br />
advertir que este acceso de virtud se notaba únicamente en los satélites del secretario, gente en su<br />
mayoría de la cáscara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el<br />
arcipreste se amorataba de furor.<br />
-¡Fariseos, escribas! - rebufaba -. ¡Y luego nos llamarán a nosotros hipócritas! ¡Miren ustedes<br />
qué recato, qué decoro y qué vergüenza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (en boca del<br />
arcipreste, incircunciso era tremenda injuria). Como si el que más y el que menos de ese atajo de<br />
tunantes no tuviese hechos méritos para ir a presidio... y al palo, sí señor, ¡al palo!<br />
Don Eugenio no podía contener la risa.<br />
- Hace siete años, la friolera de siete años - tartamudeó el arcipreste calmándose un poco, pero<br />
respirando trabajosamente a causa del mucho viento -, siete añitos que en los Pazos sucede... eso<br />
que tanto les asusta ahora... Y maldito si se han acordado de decir esta boca es mía. Pero con las<br />
elecciones... ¡Qué condenado de aire! Vamos a volar, muchacho.<br />
- Pues aún murmuran cosas peores - gritó el de Naya.<br />
-¿Eh? Si no se oye nada con este vendaval.<br />
- Que aún dicen cosas más serias - voceó don Eugenio, pegando su inquieta yegüecilla a la<br />
reverenda mula del arcipreste.<br />
- Dirán que nos van a fusilar a todos... Lo que es a mí, ya me amenazó el secretario con<br />
formarme siete causas y meterme en chirona.<br />
- Qué causas ni qué... Baje usted la cabeza... Así... Aunque estamos solos no quiero gritar<br />
mucho...<br />
Agarrado don Eugenio al montecristo de su compañero, le explicó desde cerca algo que las alas<br />
del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burlón silbido.<br />
-¡Caramelos! - rugió el arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra más. Tardó aún cosa<br />
de dos minutos en recobrar la expedición de la lengua y en poder escupir al ventarrón, cada vez<br />
más desencadenado y furioso, una retahíla de injurias contra los infames calumniadores del<br />
partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dejó desahogar, y luego añadió:<br />
- Aún hay más, más.<br />
-¿Y qué más puede haber? ¿Dicen también que el señorito don Pedro sale a robar a los caminos?<br />
¡Canalla de incircuncisos ésos, sin más Dios ni más ley que su panza!<br />
- Aseguran que la noticia viene por persona de la misma casa.<br />
-¿Eeeeh? Cargue el diablo con el viento.<br />
- Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos... ¿Ya me entiende usted? - Y<br />
don Eugenio guiñó el ojo.<br />
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- Ya entiendo, ya... ¡Corazones de perro, lenguas de escorpión! Una señorita que es la honradez<br />
en persona, de una familia tan buena, no despreciando a nadie..., ¡y calumniarla, y para más con<br />
un ordenado de misa! ¡Liberaluchos indecentes, de éstos de por aquí, que se venden tres al<br />
cuarto! ¡Pero cómo está el mundo, Naya, cómo está el mundo!<br />
- Pues también añaden...<br />
-¡Caramelos! ¿Acabarás hoy? ¡Qué tormenta se prepara, María Santísima! ¡Qué viento... qué<br />
viento!<br />
- Atiéndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa - Primitivo,<br />
vamos - nos va a hacer una perrería gorda en la elección.<br />
-¿Eeeh? ¿Tú seque chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. ¿Que Primitivo...?<br />
- No es seguro, no es seguro, no es seguro - vociferó el abad de Naya, que se divertía más que en<br />
un sainete.<br />
-¡Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco,<br />
¿eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. ¡No quiero oír, no quiero oír más! -<br />
declaró esto en ocasión que su montecristo se alzaba rápidamente a impulsos de una ráfaga<br />
mayor, y se volvía todo hacia arriba, dejando al arcipreste como suelen pintar a Venus en la<br />
concha. Así que logró remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oyó en el camino más<br />
voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba<br />
majestuosa sinfonía.<br />
- XXVI -<br />
Amortiguada la primera impresión, no se atrevía Julián a interrogar a Nucha sobre lo que había<br />
visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la señorita. Algún fundamento tenía este recelo. Aunque de<br />
suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel,<br />
la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra<br />
y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba<br />
espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que<br />
asistió, figurósele que los curas le hablaban con acento hostil, que el arcipreste le examinaba<br />
frunciendo el entrecejo, y que únicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada<br />
cordialidad. Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizás soñaba también al imaginarse<br />
que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus<br />
movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a<br />
Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito,<br />
si se notaba algo nuevo en sus muñecas. La señal, oscura el primer día, fue verdeando y<br />
desapareciendo.<br />
La necesidad de ver a la niña acabó por poder más que las vacilaciones de Julián. Arreglada ya la<br />
capilla, sólo en la habitación de su madre podía verla, y allí fue, no bastándole el beso robado en<br />
el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad<br />
en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y<br />
débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y<br />
conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba<br />
a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible<br />
monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los<br />
brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática;<br />
actitud que las nodrizas llaman irse con la gente. Hacía tiempo que la pequeña redoblaba la risa,<br />
y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era sólo comparable a gorjeo de pájaro. Ningún<br />
sonido articulado salía aún de su boca, pero sabía expresar divinamente, con las onomatopeyas<br />
que según ciertos filólogos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su<br />
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cráneo, que empezaba a solidificarse, por más que en el centro latiese aún la abierta mollera, se<br />
espesaba el pelo, de día en día más oscuro, suave aún como piel de topo; sus piececitos se<br />
desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos<br />
de rosa hacia abajo, se habituaban a la estación horizontal que exige el andar humano. Cada uno<br />
de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Julián,<br />
confirmando su dedicación paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la<br />
cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. ¡Qué<br />
no haría él por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cariño le inspiraba ideas feroces,<br />
como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un látigo y dar el mismo trato a<br />
Sabel. Pero, ¡ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe...<br />
Al capellán le pesaba en el alma la fundación de aquel hogar cristiano. Recta había sido la<br />
intención, y amargo el fruto. ¡Sangre del corazón daría él por ver a Nucha en un convento!<br />
¿Qué arbitrio adoptar ya? Julián presentía los inmensos inconvenientes de su intervención<br />
directa. Seguro de la teoría, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta<br />
morir, faltábale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es<br />
indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino; el capellán<br />
asistía al drama, temía un desenlace trágico, sobre todo desde la famosa señal en las muñecas,<br />
que no le salía de la acalorada imaginación; mostrábase taciturno; su color sonrosado se trocaba<br />
en amarillez de cera; rezaba más aún que de costumbre; ayunaba; decía la misa con el alma<br />
elevada, como la diría en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la<br />
señorita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no podía, no<br />
sabía, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida - aunque ésta fuese tan fácil y hacedera<br />
como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, informándole de lo que ocurría a<br />
su hija -. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acción, tan socorridos como éste,<br />
verbigracia:<br />
- Dejemos que pasen las elecciones.<br />
Las elecciones le infundían esperanzas de que, si el señorito, elegido diputado, salía de la<br />
huronera, de entre la gente inicua que lo prendía en sus redes, era posible que Dios le tocase en el<br />
corazón y mudase de conducta.<br />
Una cosa preocupaba mucho al buen capellán: ¿el señorito se iría solo a Madrid, o llevaría a su<br />
mujer y a la pequeña? Julián ponía a Dios por testigo de que deseaba esto último, si bien al<br />
pensar qué podía suceder le entraba una hipocondría mortal. La idea de no ver más a nené<br />
durante meses o años, de no tenerla en las rodillas montada a caballito, de quedarse allí, frente a<br />
frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le<br />
parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña..., lo de la niña...<br />
«Si me la dejasen -pensaba- la cuidaría yo perfectamente.»<br />
Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles,<br />
un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel<br />
general. Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso,<br />
y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando<br />
no pateo de zuecos. Julián se tropezaba con curas sofocados, respirando bélico ardor, que le<br />
hablaban de los trabajos, pasmándose de ver que no tomaba parte en nada... ¡En tan solemne y<br />
crítica ocasión, el capellán de los Pazos no tenía derecho a dormir ni a comer!<br />
Seguía reparando que algunos abades se mostraban con él así como airados o resentidos, en<br />
especial el arcipreste, el más encariñado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Boán y<br />
aun el de Naya atendían sobre todo al triunfo político, el arcipreste miraba principalmente al<br />
esplendor del hidalgo solar, al buen nombre de los Moscosos.<br />
Todo anunciaba que el señor de los Pazos se llevaría el gato al agua, a pesar del enorme aparato<br />
de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hacía un censo, se sabía que la<br />
superioridad numérica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echarían abajo. No<br />
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disponía el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el<br />
elemento oficial. Si es verdad que éste influye mucho en Galicia, merced al carácter sumiso de<br />
los labriegos, allí en Cebre no podía contrapesar la acción de curas y señoritos reunidos en torno<br />
del formidable cacique Barbacana. El arcipreste resoplaba de gozo. ¡Cosa rara! Barbacana<br />
mismo era el único que no se las contaba felices. Preocupado y de peor humor a cada instante,<br />
torcía el gesto cuando algún cura entraba en su despacho frotándose las manos de gusto, a<br />
noticiarle adhesiones, caza de votos.<br />
¡Qué elecciones aquéllas, Dios eterno! ¡Qué lid reñidísima, qué disputar el terreno pulgada a<br />
pulgada, empleando todo género de zancadillas y ardides! Trampeta parecía haberse convertido<br />
en media docena de hombres para trampetear a la vez en media docena de sitios. Trueques de<br />
papeletas, retrasos y adelantos de hora, falsificaciones, amenazas, palos, no fueron arbitrios<br />
peculiares de esta elección, por haberse ensayado en otras muchas; pero uniéronse a las<br />
estratagemas usuales algunos rasgos de ingenio sutil, enteramente inéditos. En un colegio, las<br />
capas de los electores del marqués se rociaron de aguarrás y se les prendió fuego<br />
disimuladamente por medio de un fósforo, con que los infelices salieron dando alaridos, y no<br />
aparecieron más. En otro se colocó la mesa electoral en un descanso de escalera; los votantes no<br />
podían subir sino de uno en uno, y doce paniaguados de Trampeta, haciendo fila, tuvieron<br />
interceptado el sitio durante toda la mañana, moliendo muy a su sabor a puñadas y coces a quien<br />
intentaba el asalto. Picardía discreta y mañosa fue la practicada en Cebre mismo.<br />
Acudían allí los curas acompañando y animando al rebaño de electores, a fin de que no se<br />
dejasen dominar por el pánico en el momento de depositar el voto. Para evitar que «se la<br />
jugasen», don Eugenio, valiéndose del derecho de intervención, sentó en la mesa a un labriego<br />
de los más adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. «¿Tú<br />
entendiste, Roque? No me apartas los ojos de ella, así se hunda el mundo.» Instalóse el payo,<br />
apoyando los codos en la mesa y las manos en los carrillos, contemplando de hito en hito la<br />
misteriosa olla, tan fijamente como si intentase alguna experiencia de hipnotismo. Apenas<br />
alentaba, ni se movía más que si fuese hecho de piedra. Trampeta en persona, que daba sus<br />
vueltas por allí, llegó a impacientarse viendo al inmóvil testigo, pues ya otra olla rellena de<br />
papeletas, cubiertas a gusto del alcalde y del secretario de la mesa, se escondía debajo de ésta,<br />
aguardando ocasión propicia de sustituir a la verdadera urna. Destacó, pues, un seide encargado<br />
de seducir al vigilante, convidándole a comer, a echar un trago, recurriendo a todo género de<br />
insinuaciones halagüeñas. Tiempo perdido: el centinela ni siquiera miraba de reojo para ver a su<br />
interlocutor: su cabeza redonda, peluda, sus salientes mandíbulas, sus ojos que no pestañeaban,<br />
parecían imagen de la misma obstinación. Y era preciso sacarle de allí, porque se acercaba la<br />
hora sacramental, las cuatro, y había que ejecutar el escamoteo de la olla. Trampeta se agitó, hizo<br />
a sus adláteres preguntas referentes a la biografía del vigilante, y averiguó que tenía un pleito de<br />
tercería en la Audiencia, por el cual le habían embargado los bueyes y los frutos. Acercóse a la<br />
mesa disimuladamente, púsole una mano en el hombro, y gritó: «¡Fulano... ganaste el pleito!»<br />
Saltó el labriego, electrizado. «¡Qué me dices, hombre!» «Se falló en la Audiencia ayer.» «Tú<br />
loqueas.» «Lo que oyes.» En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de<br />
pucheros: ni visto ni oído. El alcalde se levantó con solemnidad. «¡Señores... se va a proceder al<br />
discutinio!» Entra la gente en tropel: comienza la lectura de papeletas; míranse los curas atónitos,<br />
al ver que el nombre de su candidato no aparece «¿Tú te moviste de ahí?», pregunta el abad de<br />
Naya al centinela. «No, señor», responde éste con tal acento de sinceridad, que no consentía<br />
sospecha. «Aquí alguien nos vende», articula el abad de Ulloa en voz bronca, mirando<br />
desconfiadamente a don Eugenio. Trampeta, con las manos en los bolsillos, ríe a socapa.<br />
Tales amaños mermaron de un modo notable la votación del marqués de Ulloa, dejando<br />
circunscrita la lucha, en el último momento, a disputarse un corto número de votos, del cual<br />
dependía la victoria. Y llegado el instante crítico, cuando los ulloístas se juzgaban ya dueños del<br />
campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por<br />
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no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo<br />
respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino<br />
y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse. Primitivo, desmintiendo su acostumbrada<br />
impasibilidad, dio rienda a una cólera furiosa, desatándose en amenazas absurdas contra los<br />
tránsfugas.<br />
Quien se mostró estoico fue Barbacana. La tarde que se supo la pérdida definitiva de la elección,<br />
el abogado estaba en su despacho, rodeado de tres o cuatro personas. Ahogándose como ballena<br />
encallada en una playa y a quien el mar deja en seco, entró el arcipreste, morado de despecho y<br />
furor. Desplomóse en un sillón de cuero; echó ambas manos a la garganta, arrancó el alzacuello,<br />
los botones de camisa y almilla; y trémulo, con los espejuelos torcidos y el fusique oprimido en<br />
el crispado puño izquierdo, se enjugó el sudor con un pañuelo de hierbas. La serenidad del<br />
cacique le sacó de tino.<br />
-¡Me pasmo, caramelos! Me pasmo de verle con esa flema! ¿O no sabe lo que pasa?<br />
- Yo no me apuro por cosas que están previstas. En materia de elecciones no se me coge a mí de<br />
susto.<br />
-¿Usted se esperaba lo que ocurre?<br />
- Como si lo viera. Aquí está el abad de Naya, que puede responder de que se lo profeticé. No<br />
atestiguo con muertos.<br />
- Verdad es - corroboró don Eugenio, harto compungido.<br />
-¿Y entonces, santo de Dios, a qué tenernos embromados?<br />
- No les íbamos a dejar el distrito por suyo sin disputárselo siquiera. ¿Les gustaría a ustedes?<br />
Legalmente, el triunfo es nuestro.<br />
- Legalmente... ¡Toma, caramelos! ¡Legalmente sí, pero vénganos con legalidades! ¡Y esos Judas<br />
condenados que nos faltaron cuando precisamente pendía de ellos la cosa! ¡El herrero de<br />
Gondás, los dos Ponlles, el albéitar...!<br />
- Ésos no son Judas, no sea inocente, señor arcipreste: ésa es gente mandada, que acata una<br />
consigna. El Judas es otro.<br />
-¿Eeeeh? Ya entiendo, ya... ¡Hombre, si es cierta esa maldad - que no puedo convencerme, que<br />
se me atraganta -, aún sería poco para el traidor el castigo de Judas! Pero usted, santo, ¿por qué<br />
no le atajó? ¿Por qué no avisó? ¿Por qué no le arrancó la careta a ese pillo? Si el señor marqués<br />
de Ulloa supiese que tenía en casa al traidor, con atarlo al pie de la cama y cruzarlo a latigazos...<br />
¡Su propio mayordomo! No sé cómo pudo usted estarse así con esa flema.<br />
- Se dice luego; pero mire usted: cuando la elección estriba en una persona, y no cabe cerciorarse<br />
de si está de buena o mala fe, de poco sirve revelar sospechas... Hay que aguardar el golpe atado<br />
de pies y manos..., son cosas que se ven a la prueba, y si salen mal, se debe callar y guardarlas...<br />
Al pronunciar la palabra guardarlas, el cacique se daba una puñada en el pecho, cuya concavidad<br />
retumbó sordamente, lo mismo que debía retumbar la de san Jerónimo cuando el santo la hería<br />
con el famoso pedrusco.<br />
Y algo se asemejaba Barbacana al tipo de los san Jerónimos de escuela española, amojamados y<br />
huesudos, caracterizados por la luenga y enmarañada barba y el sombrío fuego de las pupilas<br />
negras.<br />
- De aquí no salen - añadió con torvo acento -, y aquí no pierden el tiempo, que todavía nadie se<br />
la hizo a Barbacana sin que algún día se la pagase. Y respecto del Judas, ¿cómo quería usted que<br />
lo pudiésemos desenmascarar, si ahora, lo mismo que en tiempo de la pasión de Nuestro Señor<br />
Jesucristo, tenía la bolsa en la mano? A ver, señor arcipreste, ¿quién nos ha facilitado las<br />
municiones para esta batalla?<br />
-¿Que quién las ha facilitado? En realidad de verdad, la casa de Ulloa.<br />
-¿Las tenía disponibles? ¿Sí o no? Ahí está el toque. Como esas casas no son más que vanidad y<br />
vanidad, por no confesar que le faltaban los cuartos y no pedirlos a una persona de conocida<br />
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honradez, pongo por ejemplo, un servidor, va y los recibe de un pillastre, de una sanguijuela que<br />
le está chupando cuanto posee.<br />
- Buenas cosas van a decir de nosotros los badulaques de la Junta de Orense. Que somos unos<br />
estafermos y que no servimos para nada. ¡Perder una elección! Es la primera vez de mi vida.<br />
- No. Que escogimos un candidato muy simple. Hablando en plata, eso es lo que dirá la Junta de<br />
Orense.<br />
- Poco a poco - exclamó el arcipreste dispuesto a romper lanzas por su caro señorito -. No<br />
estamos conformes...<br />
Aquí llegaban de su plática, y el auditorio, que se componía, además del abad de Naya, del de<br />
Boán y del señorito de Limioso, guardaba el silencio de la humillación y la derrota. De repente<br />
un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar<br />
el tímpano humano, asordó la estancia. Sartenes rascadas con tenedores y cucharas de hierro;<br />
tiestos de cocina tocados como címbalos; cacerolas, dentro de las cuales se agitaba en<br />
vertiginoso remolino un molinillo de batir chocolate; peroles de cobre en que tañían broncas<br />
campanadas fuertes manos de almirez; latas atadas a un cordel y arrastradas por el suelo;<br />
trébedes repicados con varillas de hierro, y, por cima de todo, la lúgubre y ronca voz del cuerno,<br />
y la horrenda vociferación de muchas gargantas humanas, con esa cavernosidad que comunica a<br />
la laringe el exceso de vino en el estómago. Realmente acababan los bienaventurados músicos de<br />
agotar una redonda corambre, que en la Casa Consistorial les había brindado la munificencia del<br />
secretario. Por entonces aún ignoraban los electores campesinos ciertos refinamientos, y no<br />
sabían pedir del vino que hierve y hace espuma, como algunos años después, contentándose con<br />
buen tinto empecinado del Borde. Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el<br />
sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de<br />
aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su<br />
rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio<br />
se inclinaba a echarlo todo a broma. El señorito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproximó a<br />
la ventana, alzó un visillo y miró.<br />
La cencerrada proseguía, implacable, frenética, azotando y arañando el aire como una multitud<br />
de gatos en celo el tejado donde pelean; súbitamente, de entre el alboroto grotesco se destacó un<br />
clamor que en España siempre tiene mucho de trágico: un muera.<br />
-¡Muera el Terso!<br />
Un enjambre de mueras y vivas salió tras el primero.<br />
-¡Mueran los curas!<br />
-¡Muera la tiranía!<br />
-¡Viva Cebre y nuestro diputado!<br />
-¡Viva la Soberanía Nacional!<br />
-¡Muera el marqués de Ulloa!<br />
Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó este grito:<br />
-¡Muera el ladrón faucioso Barbacana!<br />
Y el vocerío, unánime, repitió:<br />
-¡Mueraaaa!<br />
Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta<br />
entonces oculto en un rincón. No vestía como los labriegos, sino como persona de baja condición<br />
en la ciudad: chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de boca de hacha,<br />
redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos y ancha de sienes. Uno de sus<br />
hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca,<br />
semejaba hecho de cristal cuajado.<br />
Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón,<br />
prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al<br />
aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta, el<br />
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Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas<br />
amarillas, que volvió a ocultar al punto. El arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad<br />
y los años, sobresaltóse mucho.<br />
- Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás.<br />
¿Eh? No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo.<br />
Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de<br />
decisión. El señorito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba<br />
sosegadamente, sin fanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacido<br />
con más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilo la pistola, olfateaba el<br />
peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un<br />
tigre, se situaba detrás de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.<br />
- No tenga miedo, señor arcipreste... - murmuró gravemente Barbacana -. Perro que ladra no<br />
muerde. Ni a romperme un vidrio se atreverán esos bocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por<br />
si acaso, a enseñarles los dientes.<br />
Resonaban nutridos y feroces los mueras; mas en efecto, ni una piedra sola venía a herir los<br />
cristales. El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio.<br />
- Mire, Naya, mire para aquí... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras... Están bailando.<br />
Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada. Entre la patulea de beodos, dos seides de<br />
Trampeta, carcelero el uno, el otro alguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban<br />
más fuerte, para que atacasen la morada del abogado; señalaban a la puerta, indicaban con<br />
ademanes elocuentes lo fácil que sería echarla abajo y entrar. Pero los borrachos, que no por<br />
estarlo perdían la cautelosa prudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, se<br />
hacían los desentendidos, limitándose a berrear, a herir cazos y sartenes con más furia. Y en el<br />
centro del corro, al compás de los almireces y cacerolas, brincaban como locos los más tomados<br />
de la bebida, los verdaderos pellejos.<br />
- Señores - dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso -: Es siquiera una mala vergüenza<br />
que esos pillos nos tengan aquí sitiados... Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no<br />
paren hasta el Ayuntamiento.<br />
- Hombre - gruñó el abad de Boán -, usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo,<br />
¡quoniam! Estornudando solamente, espanto yo media docena de esos pellejones.<br />
No pronunció el Tuerto palabra; únicamente su ojo verdoso se encendió con fosfórica luz, y miró<br />
a Barbacana, como pidiéndole permiso de tomar parte en la empresa. Barbacana hizo con la<br />
cabeza señal afirmativa, pero le indicó al mismo tiempo que guardase la navaja.<br />
- Tiene razón - exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas<br />
de la nariz con altanera expresión, muy desusada en su lánguida y triste faz -. A esa gente, a<br />
palos y latigazos se les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte, para las<br />
perdices y las liebres, que valen más que ellos (fuera el alma).<br />
Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.<br />
- Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento... - murmuraba el arcipreste difícilmente,<br />
extendiendo las manos como para calmar los ánimos irritados. (¡Cuán lejos estaban los tiempos<br />
belicosos en que aseguraba una elección a puntapiés!)<br />
Barbacana no se opuso a la hazaña; al contrario, pasó a otra estancia y volvió con un haz de<br />
junquillos, palos y bastones. El cura de Boán no quiso más garrote que el suyo, que era<br />
formidable; Ramón Limioso, fiel a su desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un<br />
latiguillo de montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que, manejada por diestra vigorosa,<br />
debía ser de terrible efecto.<br />
Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsión que el endiablado<br />
estrépito de la cencerrada hacía de todo punto ociosa. Tenía la puerta su tranca y los cerrojos<br />
corridos, medida de precaución adoptada por la cocinera del abogado así que oyó estruendo de<br />
motín. El abad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca, giró la llave en la<br />
105
cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los<br />
dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.<br />
No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrás de los visillos<br />
registraba el teatro del combate, sonrió silenciosamente, o más bien regañó los labios,<br />
descubriendo la amarilla dentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana.<br />
En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un<br />
regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se<br />
les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de<br />
Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigaría a una piara de<br />
marranos. El cura de Boán sacudía estacazo limpio, con regularidad y energía infatigables. El de<br />
Naya, incapaz de mantenerse dentro de los límites de su papel justiciero, insultaba, reía y<br />
vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos.<br />
-¡Anda, tinaja, cuba, mosquito! ¡Toma, toma, para que vuelvas otra vez, pellejo, odre! ¡Ve a<br />
dormir la mona, cuero! ¡A la taberna con tus huesos, larpán, tonel de mosto! ¡A la cárcel,<br />
borrachos, a vomitar lo que tenéis en esas tripas!<br />
Limpia estaba la calle; más limpia ya que una patena: silencio profundo había sustituido al<br />
vocerío, a los mueras y a la cencerrada feroz. Por el suelo quedaban esparcidos despojos de la<br />
batalla: cazos, almireces, cuernos de buey. En la escalera se oía el ruido de los vencedores, que<br />
subían celebrando el fácil triunfo. Delante de todos entró don Eugenio, que se echó en una<br />
butaca partiéndose a carcajadas y palmoteando. El cura de Boán le seguía limpiándose el sudor.<br />
Ramón Limioso, serio y aún melancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sin<br />
despegar los labios.<br />
-¡Van... buenos! - tartamudeó el abad de Naya reventando de risa.<br />
- Yo mallé en ellos... como quien malla en centeno! - exclamó respirando con placer el de Boán.<br />
- Pues yo - explicó el hidalgo -, si supiese que habían de ser tan cobardes y echar a correr sin<br />
volvérsenos siquiera, a fe que no me tomo el trabajo de salir.<br />
- No se fíen - observó el arcipreste -. Ahora en el Ayuntamiento los avergüenza Trampeta, y<br />
capaz es de venir acá en persona con los incircuncisos a darle un susto al señor Licenciado (así<br />
llamaban a Barbacana familiarmente sus amigos). Por si acaso, es prudente que estos señores<br />
pasen aquí la noche. Yo tengo que misar mañana en Loiro, y mi hermana estará muerta de<br />
miedo..., que si no...<br />
- Nada de eso - replicó perentoriamente Barbacana -. Estos señores se vuelven cada uno a su<br />
casa. No hay cuidado ninguno. A mí... me basta con este mozo - añadió señalando al Tuerto,<br />
agazapado otra vez en su rincón.<br />
No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor que le ofrecían. Por otra<br />
parte, no se notaba síntoma alguno de que hubiese de alterarse el orden nuevamente. Ni se oían a<br />
lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El soñoliento silencio de los pueblecillos<br />
pequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de la gran batida, y el arcipreste<br />
con ellos, salieron a caballo hacia la montaña. No iban cabizbajos, a fuer de muñidores<br />
electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más y<br />
mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. Don Eugenio estaba inspirado,<br />
oportuno, bullanguero, ocurrentísimo en una palabra; había que oírle remedar los aullidos y la<br />
caída de los ebrios en el lodo de la calle, y el gesto que ponía el cura de Boán al majar en ellos.<br />
Barbacana se quedó solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos músicos de la cencerrada se<br />
atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o<br />
por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podría distinguir, al través de los visillos y<br />
destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por el quinqué, las cabezas del abogado<br />
y de su feroz defensor y seide. Sin duda hablaban de algo importante, porque la plática fue larga.<br />
Una hora o algo más corrió desde que encendieron la luz hasta que las maderas se cerraron,<br />
quedando la casa silenciosa, torva y sombría como quien oculta algún negro secreto.<br />
106
- XXVII -<br />
La persona en quien se notó mayor sentimiento por la pérdida de las elecciones fue Nucha.<br />
Desde la derrota, se desmejoró más de lo que estaba, y creció su abatimiento físico y moral.<br />
Apenas salía de su habitación donde vivía esclava de su niña, cosida a ella día y noche. En la<br />
mesa, mientras comía poco y sin gana, guardaba silencio, y a veces Julián, que no apartaba los<br />
ojos de la señorita, la veía mover los labios, cosa frecuente en las personas poseídas de una idea<br />
fija, que hablan para sí, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca huraño, no se tomaba el<br />
trabajo de intentar un asomo de conversación. Mascaba firme, bebía seco, y tenía los ojos fijos<br />
en el plato, cuando no en las vigas del techo; jamás en sus comensales.<br />
Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día se atrevió, venciendo<br />
recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, preguntándole en voz entrecortada si no sería<br />
bueno avisar al señor de Juncal, para que viese...<br />
-¿Está usted loco? - respondió don Pedro, fulminándole una mirada despreciativa -. ¿Llamar a<br />
Juncal..., después de lo que trabajó contra mí en las elecciones? Máximo Juncal no atravesará<br />
más las puertas de esta casa.<br />
No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, se tropezó con el médico.<br />
Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contestó a las preguntas de Julián.<br />
-«Puede ser grave..». Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos... Las mujeres<br />
nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el espíritu... Mire, Julián,<br />
tendríamos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz señorita, y<br />
de esos Pazos... Punto en boca... Bonito diputado querían ustedes enviar a las Cortes... Más<br />
valdría que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela...<br />
Puede ser grave... Esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián. Sí que podía ser<br />
grave: ¿Y de qué medios disponía él para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno.<br />
Envidió a los médicos. Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían, pues<br />
Nucha no se confesaba con él; y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan<br />
hermosa, le turbaba y confundía.<br />
Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día era fácil que Nucha, por<br />
necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a echársele a los pies en el tribunal de la penitencia<br />
y a demandarle consejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo - se decía Julián - para guiar a<br />
una persona como la señorita Marcelina? Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabiduría suficiente; y<br />
lo peor es que también me falta virtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos<br />
de la señorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar sus méritos, para darle<br />
mayor cantidad de gloria en el otro mundo... y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que<br />
me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades<br />
y tribulaciones pasajeras... Pues no ha de ser así - resolvía el capellán con esfuerzo -. He de abrir<br />
los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están<br />
en pecado mortal. Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, enseñémosle a que<br />
la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo también, lo que significa esa<br />
cruz. Con ella se va a la felicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquí<br />
en el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo? Aunque su marido la...<br />
estimase como merece, y la pusiese sobre las niñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de<br />
contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa<br />
ni de qué sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidilla perecedera y<br />
despreciable?»<br />
Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la Imitación de Cristo; era la modesta edición de<br />
la Librería religiosa, y castiza y admirable traducción del P. Nieremberg. Al frente de la portada<br />
107
había un grabado, bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán mucho alivio<br />
cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho<br />
sendero que conducía al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas,<br />
y el rostro vuelto hacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque<br />
malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado una especie de resignación<br />
melancólica, adecuada a la situación moral del presbítero. Y después de haberlo contemplado<br />
despacio, parecíale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y<br />
una calma honda, como si se encontrase - calculaba él para sí - sepultado en el fondo del mar, y<br />
el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le<br />
entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne:<br />
«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la<br />
cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la<br />
suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en<br />
la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad... Toma pues tu cruz, y<br />
sigue a Jesús... Mira que todo consiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para<br />
la vida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continua mortificación... Dispón y<br />
ordena todas las cosas según tu querer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o<br />
por fuerza; y así siempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, o padecerás<br />
tribulación en el espíritu... Cuando llegares al punto de que la aflicción te sea dulce y gustosa por<br />
amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra...»<br />
-¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor! - murmuraba Julián poniendo una<br />
señal en el libro -. Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en<br />
el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz... No, la<br />
de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis...<br />
A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose<br />
cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en<br />
que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo.<br />
Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a<br />
Nucha también en pie, el índice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo<br />
notable, se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña. La mirada de la señorita<br />
decía elocuentemente:<br />
«Que se vaya ese niño.»<br />
El capellán ordenó al acólito que despejase.<br />
Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy<br />
de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz<br />
caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían<br />
apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente.<br />
-¿Julián? - preguntó con imperioso acento, extraño en ella.<br />
- Señorita... - respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las<br />
manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión.<br />
- Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche.<br />
- Es verdad que no falta.<br />
-¿Hará usted lo que le pida?<br />
- Ya sabe que...<br />
-¿Sea lo que sea?<br />
- Yo...<br />
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó en el altar.<br />
- Es preciso - declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos, extraviados ya - que me<br />
ayude usted a salir de aquí. De esta casa.<br />
-A... A... salir... - tartamudeó Julián, aturdido.<br />
108
- Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que<br />
guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán con llave. Me apartarán de la pequeña. La<br />
matarán. Sé de fijo que la matarán.<br />
El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de<br />
mujer impulsada por excitación nerviosa que raya en desvarío.<br />
- Señorita... - articuló el capellán, no menos alterado -, no esté de pie, no esté de pie... Siéntese<br />
en este banquito... Hablemos con tranquilidad... Ya conozco que tiene disgustos, señorita... Se<br />
necesita paciencia, prudencia... Cálmese...<br />
Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen<br />
mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo,<br />
transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo.<br />
-¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya<br />
sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la<br />
verdad, y no me costó... gran trabajo. Digo, sí; me costó un... un combate... En fin, eso es lo que<br />
menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que... duraré<br />
poco..., pero..., ¿y la niña?<br />
- La niña...<br />
- La van a matar, Julián, esas... gentes. ¿No ve usted que les estorba? ¿Pero no lo ve usted?<br />
- Por Dios le pido que se sosiegue... Hablemos con calma, con juicio...<br />
-¡Estoy harta de tener calma! - exclamó con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza -.<br />
He rogado, he rogado... He agotado todos los medios... No aguardo, no puedo aguardar más.<br />
Esperé a que se acabasen las elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entonces<br />
se me pasaría el miedo... Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Julián; miedo horrible...<br />
Sobre todo de noche.<br />
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la<br />
señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su<br />
rostro.<br />
- Tengo mucho miedo - repitió estremeciéndose.<br />
Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada. Los<br />
consuelos místicos que tenía preparados y atesorados, la teoría de abrazarse a la cruz..., todo se le<br />
había borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.<br />
- Ya desde que llegué... esta casa tan grande y tan antigua... - prosiguió Nucha - me dio frío en la<br />
espalda... Sólo que ahora... no son tonterías de chiquilla mimada, no... Me van a matar a la<br />
pequeña... ¡Usted lo verá! Así que la dejo con el ama, estoy en brasas... Acabemos pronto... Esto<br />
se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie más... Usted<br />
quiere a mi niña.<br />
- Lo que es quererla... - balbució Julián, casi afónico de puro enternecido.<br />
- Estoy sola, sola... - repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como<br />
entrecortada por lágrimas que contenía -. Pensé en confesarme con usted, pero... buena confesión<br />
te dé Dios... No obedecería si usted me mandase quedarme aquí... Ya sé que es mi obligación: la<br />
mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuando me casé, era...<br />
Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:<br />
-¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salir mal? Mi hermana Rita ya<br />
era casi novia del primo cuando él me pidió... Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde<br />
entonces... No sé cómo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro<br />
se fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con el primo... Yo seguí el<br />
consejo... Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos... Dígame<br />
usted, Julián, ¿he faltado en algo?<br />
Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra.<br />
Pronunció con entusiasmo:<br />
109
- Usted es un ángel, señorita Marcelina.<br />
- No... - replicó ella -, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño a nadie. He cuidado<br />
mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no tenía madre...<br />
Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin; Nucha respiró mejor, como<br />
si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio.<br />
- Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «Si tengo hijos algún día, no es<br />
posible quererlos más que a mi hermano.» Después he visto que esto era un disparate; a los hijos<br />
se les quiere muchísimo más aún.<br />
El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señorita hablaba con sosiego<br />
melancólico.<br />
- Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más que en dar gusto a papá, y<br />
en que se notase poco la falta de la pobre mamá... Mis hermanas preferían ir a paseo, porque,<br />
como son bonitas, les gustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y me<br />
aseguraban que no encontraría marido.<br />
-¡Ojalá! - exclamó Julián sin poder reprimirse.<br />
- Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel con quien vivir siempre. Si<br />
ellos se me morían, podía entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores,<br />
me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá me<br />
enteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle el novio a mi hermana, y<br />
entonces papá... me besuqueó mucho en los carrillos, como cuando era pequeña, y... me parece<br />
que le estoy oyendo... me respondió así: «Rita es una tonta..., cállate.» Pero por mucho que diga<br />
papá... ¡al primo le seguía gustando más Rita!...<br />
Continuó después de algunos segundos de silencio:<br />
- Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana... ¡Cuánta hiel he tragado,<br />
Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí...<br />
El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.<br />
- No me extraña que se le ponga ese nudo... Soy yo y lo tengo también... Día y noche estoy<br />
cavilando en sus males, señorita... Cuando vi aquella señal... La lastimadura en la muñeca...<br />
Por primera vez durante la conversación se encendió el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos<br />
se velaron, cubriéndolos la caída de las pestañas. No respondió directamente.<br />
- Mire usted - murmuró con asomos de amarga sonrisa - que siempre me suceden a mí desgracias<br />
por cosas de que no tengo la culpa... Pedro se empeñaba en que yo le reclamase a papá la<br />
legítima de mamá, porque papá le negó un dinero que le hacía falta para las elecciones. También<br />
se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a<br />
dejarle a Rita los bienes... Yo no tengo que ver con nada de eso... ¿Por qué me matan? Ya sé que<br />
soy pobre: no hay necesidad de repetírmelo... En fin, esto es lo de menos... Me dolió bastante<br />
más el que mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa de Moscoso... ¡Sin<br />
sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!<br />
Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados tenían ya el matiz rojizo que dan<br />
los pintores a los de las Dolorosas.<br />
- Lo mío - añadió - no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el último instante. Que me... traten<br />
de un modo... o de otro, que... que la criada... sea... ocupe mi sitio... bien..., bien, paciencia, sería<br />
cuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir... Pero está de por medio la niña..., hay<br />
otro niño, otro hijo, un bastardo... La niña estorba... ¡La matarán!...<br />
Repitió solemnemente y muy despacio:<br />
- La matarán. No me mire usted así. No estoy loca, sólo estoy excitada. He determinado<br />
marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que esto no es ningún pecado, ni tampoco el<br />
llevarme a la pequeña. ¡Y si peco, no me lo diga, Julianciño!... Es resolución irrevocable. Usted<br />
vendrá conmigo, porque sola no conseguiría realizar mi plan. ¿Me acompañará?<br />
110
Julián quiso objetar algo; ¿qué? No lo sabía él mismo. El diminutivo cariñoso usado por la<br />
señorita, la febril resolución con que hablaba, le vencieron. ¿Negarse a ayudar a la desdichada?<br />
Imposible. ¿Pensar en lo que el proyecto tenía de extraño, de inconveniente? Ni se le ocurrió un<br />
minuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le pareció hasta fácil. ¿Oponerse a la<br />
marcha? También él había tenido y tenía a cada instante miedo, miedo cerval, no sólo por la<br />
niña, sino por la madre: ¿acaso no se le había ocurrido mil veces que la existencia de las dos<br />
corría inminente peligro? Además, ¿qué cosa en el mundo dejaría él de intentar por secar<br />
aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la señorita segura,<br />
honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna?<br />
Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nucha iría envuelta en muchos<br />
abrigos. Él cargaría con la niña, dormidita y arropadísima también. Por si acaso llevaría en el<br />
bolsillo un tarro con leche caliente. Andando bien llegarían a Cebre en tres horas escasas. Allí se<br />
podían hacer sopas. La nena no pasaría hambre. Tomarían en el coche la berlina, el sitio más<br />
cómodo. Cada vuelta de la rueda les alejaría de los tétricos Pazos...<br />
Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolver estos pormenores. Otro<br />
rayo de sol entreabría las nubes, y los santos, en sus hornacinas, parecían sonreír benévolamente<br />
al grupo del banquillo. Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el san<br />
Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús regordete, ni el san Pedro con la tiara y las llaves, ni<br />
siquiera el arcángel san Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y<br />
hendir a Satanás, revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán,<br />
ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre<br />
y una mujer a su legítimo dueño.<br />
- XXVIII -<br />
Al llegar aquí de la narración, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que<br />
grabaron para siempre en la imaginación del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la<br />
memorable mañana en que por última vez ayudó a misa al bonachón de don Julián (el cual, por<br />
más señas, solía darle dos cuartos una vez terminado el oficio divino).<br />
El primer recuerdo que Perucho conserva es que, al salir de la capilla, quedóse muy triste<br />
arrimado a la puerta, porque aquel día el capellán no le había dado cosa alguna. Chupándose el<br />
dedo y en actitud meditabunda permaneció allí unos instantes, hasta que la misma falta de los<br />
dos cuartos acostumbrados le descubrió un rayo de luz: ¡su abuelo le había prometido otros dos<br />
si le avisaba cuando la señora se quedase en la capilla después de oída la misa! Raciocinando con<br />
sorprendente rigor matemático, calculó que pues perdía dos cuartos por un lado, era urgente<br />
ganarlos por otro; apenas concibió tan luminosa idea, sintió que las piernas le bailaban, y echó a<br />
correr con toda la velocidad posible en busca de su abuelo.<br />
Atravesando la cocina, colóse en la habitación baja donde despachaba Primitivo, y empujando la<br />
puerta, le vio sentado ante una gran mesa antigua, sobre la cual se encrespaba un maremágnum<br />
de papelotes cubiertos de cifras engarrapatadas, de apuntes escritos con letra jorobada y<br />
escabrosa, por mano que no debía ser diestra ni aun en palotes. La mesa y el cuarto en general<br />
atraían a Perucho con el encanto que posee para la niñez lo desordenado y revuelto, los sitios en<br />
que se acumulan muchas cosas variadas, pues imaginan ellos que cada montón de objetos es un<br />
mundo desconocido, un depósito de tesoros inestimables. Rara vez entraba allí Perucho; su<br />
abuelo acostumbraba echarle para que no sorprendiese ciertas operaciones financieras que el<br />
mayordomo gustaba de realizar sin testigos. Cuando el nieto entró, la cara pulimentada y oscura<br />
de Primitivo podía confundirse con el tono bronceado de un acervo de calderilla o montaña de<br />
cobre, de la cual iban saliendo columnitas, columnitas que el mayordomo alineaba en correcta<br />
formación... Perucho se quedó deslumbrado ante tan fabulosa riqueza. ¡Allí estaban sus dos<br />
111
cuartos! ¡Menuda pepita de aquel gran criadero de metal! Lleno de esperanza, alzó la voz cuanto<br />
pudo, y dio su recado. Que la señora estaba en la capilla, con el señor capellán... Que le habían<br />
despedido de allí.<br />
Iba a añadir: «Y que se me deben dos cuartos por la noticia» o cosa análoga, pero no le dio lugar<br />
a ello su abuelo, alzándose del sillón con la agilidad de bicho montés que caracterizaba sus<br />
movimientos todos, no sin que al hacerlo produjese un tempestuoso remolino en el mar de<br />
calderilla, y la caída de algunas torres que, con sonoro estrépito, se rindieron a la gran<br />
pesadumbre. Primitivo salió corriendo hacia el interior de la casa. El chiquillo se quedó allí,<br />
solicitado por las dos tentaciones más fuertes que en su vida había sufrido. Era una la de comerse<br />
las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un<br />
bote de hojalata, y aun cuando sería más glorioso para nuestro héroe vencer el goloso capricho,<br />
la sinceridad obliga a declarar que alargó el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos,<br />
tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote. Satisfecha esta concupiscencia, le apremió la otra,<br />
incitándole nada menos que a cobrarse por su mano de los dos cuartos prometidos, tomándolos<br />
del montón que tenía allí delante, a su disposición y albedrío. No sólo apetecía cobrarse del<br />
debido salario, sino que le seducían principalmente unos ochavos roñosos llamados de la fortuna<br />
en el país, y que, merced a consideraciones muy lógicas en su mente infantil, le parecían<br />
preferibles a las piezas gordas. Las adquisiciones y placeres de Perucho los representaba<br />
generalmente un ochavo. Por un ochavo le daba la rosquillera, en ferias y romerías, caramelos de<br />
alfeñique o rosquillas bastantes; por un ochavo le vendían bramante suficiente para el trompo, y<br />
le surtía el cohetero de pólvora en cantidad con que hacer regueritos; por un ochavo se procuraba<br />
tiras de mistos de cartón, groseras aleluyas impresas en papel amarillo, gallos de barro con un<br />
pito en parte no muy decorosa. Y todo esto lo tenía al alcance de su mano, como las obleas; ¡y<br />
nadie le veía ni podía delatarle! El angelote se empinó en la punta de los pies para alcanzar mejor<br />
el dinero, alargó a la vez ambas palmas, y las sumergió en el mar de cobre... Las paseó mucho<br />
rato por la superficie sin osar cerrarlas... Por fin hizo presa en un puñado de ochavos, y entonces<br />
apretó el puño fortísimamente, con la intensidad propia de los niños, que temen siempre se les<br />
escape la dicha por la mano abierta. Y así se mantuvo inmóvil, sin atreverse a retraer aquella<br />
diestra pecadora y cargada de botín al seguro rincón del seno, donde almacenaba siempre sus<br />
latrocinios. Porque es de advertir que Perucho tenía bastante de caco, y con la mayor frescura se<br />
apropiaba huevos, fruta, y, en general, cuantos objetos codiciaba; pero, con respeto supersticioso<br />
de aldeano, que sólo juzga propiedad ajena el dinero, jamás había tocado a una moneda. En el<br />
alma de Perucho se verificaba una de esas encarnizadas luchas entre el deber y la pasión,<br />
cantadas por la musa dramática: el ángel malo y el bueno le tiraban cada uno de una oreja, y no<br />
sabía a cuál atender. ¡Tremendo conflicto! Pero regocíjense el cielo y los hombres, pues venció<br />
el espíritu de luz. ¿Fue el primer despertar de ese sentimiento de honor que dicta al hombre<br />
heroicos sacrificios? ¿Fue una gota de la sangre de Moscoso, que realmente corría por sus venas<br />
y que, con la misteriosa energía de la transmisión hereditaria, le guió la voluntad como por<br />
medio de una rienda? ¿Fue temprano fruto de las lecciones de Julián y Nucha? Lo cierto es que<br />
el rapaz abrió la mano, separando mucho los dedos, y los ochavos apresados cayeron entre los<br />
restantes, con metálico retintín.<br />
No por eso hay que figurarse que Perucho renunciaba a sus dos cuartos, los ganados<br />
honradamente con la agilidad de sus piernas. ¡Renunciar! ¡A buena parte! Aquel mismo embrión<br />
de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte<br />
del Decálogo, le gritaba: «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar<br />
lo que te ofrecieron.» Y, obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma<br />
dirección que su abuelo.<br />
Casualmente tropezó con él en la cocina, donde preguntaba algo a Sabel en queda voz.<br />
Acercósele Perucho, y asiéndole de la chaqueta exclamó:<br />
-¿Mis dos cuartos?<br />
112
No hizo caso Primitivo. Dialogaba con su hija, y, a lo que Perucho pudo comprender, ésta<br />
explicaba que el señorito había salido de madrugada a tirar a los pollos de perdiz, y suponía que<br />
anduviese hacia la parte del camino de Cebre. El abuelo soltó un juramento que usaba a menudo<br />
y que Perucho solía repetir por fanfarronada, y, sin más conversación, se alejó.<br />
Aseguró Perucho después que le había llamado la atención ver al abuelo salir sin tomar la<br />
escopeta y el sombrerón de alas anchas, prendas que no soltaba nunca. Semejante idea debió<br />
ocurrírsele al chiquillo más tarde, en vista de los sucesos. Al pronto sólo pensó en alcanzar a<br />
Primitivo, y lo logró en lo alto del camino que baja a los Pazos. Aunque el cazador iba como el<br />
pensamiento, el rapaz corría en regla también.<br />
-¡Anda al demonio! ¿Qué se te ofrece? - gruñó Primitivo al conocer a su nieto.<br />
-¡Mis dos cuartos!<br />
- Te doy cuatro en casa si me ayudas a buscar por el monte al señorito y le dices, en cuanto lo<br />
veas, lo que me dijiste a mí, ¿entiendes? Que el capellán está con la señora encerrado en la<br />
capilla y que te echaron de allí para quedar solos.<br />
El angelón fijó sus pupilas límpidas en los fascinadores ojuelos de víbora de su abuelo; y, sin<br />
esperar más instrucciones, abriendo mucho la boca, salió a galope hacia donde por instinto<br />
juzgaba él que el señorito debía encontrarse. Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar<br />
guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los<br />
tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan<br />
altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en<br />
las ramas bajas del pino. De repente oyó el andar de una persona y vio al señorito salir de entre el<br />
robledal... Loco de júbilo se acercó a darle su recado, del cual esperaba albricias. Éstas fueron la<br />
misma palabrota inmunda y atroz que había expectorado su abuelo en la cocina; y el señorito<br />
salió disparado en dirección de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase.<br />
Perucho se quedó algunos instantes suspenso y confuso; él afirma que al poco rato volvió a<br />
embargar su ánimo el deseo de los cuartos ofrecidos, que ya ascendían a la respetable suma de<br />
cuatro. Para obtenerlos era menester buscar a su abuelo, y avisarle del encuentro con el señorito;<br />
no lo tuvo por difícil, pues recordaba aproximadamente el punto del bosque donde Primitivo<br />
quedaba; y por atajos y vericuetos sólo practicables para los conejos y para él, Perucho se lanzó<br />
tras la pista de su abuelo. Trepaba por un murallón medio deshecho ya, amparo de un viñedo<br />
colgado, por decirlo así, en la falda abrupta del monte, cuando del otro lado del baluarte que<br />
escalaba creyó sentir rumor de pisadas, que la finura de su oído no confundió con las del<br />
cazador; y con el instinto cauteloso de los niños hijos de la naturaleza y entregados a sí mismos,<br />
se agachó, quedando encubierto por el murallón de modo que sólo rebasase la frente. No podía<br />
dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de<br />
los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas<br />
humanas eran, aunque sí muy recelosas, apagadas y lentísimas. Parecían de alguien que<br />
procuraba emboscarse. Y, en efecto, poco tardó el niño en ver asomar, gateando entre los<br />
matorrales, a un hombre cuya descripción acaso había oído mil veces en las veladas, en las<br />
deshojas, acompañada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas<br />
patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío<br />
como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de<br />
Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho<br />
trabuco, y, después de girar hacia todas partes el único lucero de su fea cara, de aguzar el oído,<br />
de olfatear, por decirlo así, el aire, arrimóse al murallón, medio arrodillándose tras de un seto de<br />
zarzas y brezo que lo guarnecía. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del<br />
muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel<br />
hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que<br />
adivinan peligros cuya extensión ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro<br />
cuartos, no se atrevía a descolgarse del murallón, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el<br />
113
cañón de aquel arma, cuya ancha boca debía, de seguro, vomitar fuego y muerte... Así<br />
transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con<br />
el miedo, ocurrió un nuevo incidente. Sintió otra vez pasos, no recelosos, como de quien se<br />
oculta, sino precipitados, como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino<br />
hondo que limitaba el murallón divisó a su abuelo que avanzaba en dirección de los Pazos; sin<br />
duda, con su vista de águila había distinguido al señorito, y le seguía intentando darle alcance.<br />
Iba Primitivo distraído, con el propósito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna.<br />
Llegó a atravesar por delante del muro. El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que<br />
recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo<br />
centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz<br />
de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de<br />
sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre sí mismo como una peonza, y caía boca abajo,<br />
mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.<br />
Asegura Perucho que no ha sabido jamás si fue el miedo o su propia voluntad lo que le obligó a<br />
descolgarse del murallón y descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos,<br />
magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro.<br />
Rebotó como un pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que<br />
las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz; metióse de patas en los regatos,<br />
mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres<br />
veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas, no comprendió por dónde<br />
ni cómo, pero el caso es que, arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los<br />
Pazos, y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado<br />
de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas.<br />
Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la<br />
capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta<br />
la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de<br />
modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el<br />
sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que<br />
el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un<br />
color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo;<br />
frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no<br />
entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un<br />
espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida,<br />
imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando<br />
a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como<br />
desafiándole... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde<br />
se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto<br />
semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a<br />
matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla...<br />
El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las<br />
víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en<br />
medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para apocarlo, una<br />
idea, superior a todas, se levantó triunfante. No cabía duda que el señorito se disponía a acogotar<br />
a su esposa y al capellán; también acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel día, según<br />
indicios, debía ser el de la general matanza. ¿Quién sabe si, luego que acabase con su mujer y<br />
con don Julián, se le ocurriría al señorito quitar la vida a la nené? Semejante pensamiento<br />
devolvió a Perucho toda la actividad y energía que acostumbraba desplegar para el logro de sus<br />
azarosas empresas en corrales, gallineros y establos.<br />
Escurrióse bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de<br />
Moscoso. ¿Cómo haría? Faltábale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con<br />
114
celeridad y no arredrarse ante obstáculo alguno. Se deslizó sin ser visto por la cocina, y subió la<br />
escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los señores, de tal<br />
manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el oído más fino lo confundiría con el<br />
susurro del aire al agitar una cortina. Lo que él temía era encontrar cerrada la puerta del<br />
dormitorio de Nucha. El corazón le dio un brinco de alegría al verla entornada.<br />
La empujó con suavidad de gato que esconde las uñas... Tenía la maldita puerta el vicio de<br />
rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimió sordamente. Perucho se coló en la<br />
habitación, ocultándose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que éste lucía, miró al<br />
otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la niña dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho<br />
de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz podía<br />
a mansalva realizar sus propósitos.<br />
Sin embargo, convenía que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando.<br />
Perucho la tomó como quien toma un muñeco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas<br />
llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar puñetazos en el<br />
testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nené, envuelta en el pañolón<br />
de calceta, no gruñó siguiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. Éste,<br />
conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, rápido y cauteloso - el andar de la gata<br />
que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo -, se dirigió a buscar<br />
la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa.<br />
En el claustro se paró obra de diez segundos, para meditar. ¿Dónde escondería su tesoro? ¿En el<br />
pajar, en el herbeiro, en el hórreo, en el establo? Optó por el hórreo - el lugar menos frecuentado<br />
y más oscuro -. Bajaría la escalera, se enhebraría por el claustro, se colaría por las cuadras,<br />
salvaría la era, y después nada más sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho.<br />
Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido<br />
el estorbo que le hacía la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesaños imponía la necesidad<br />
de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no disponía de las manos; la energía de<br />
la voluntad se le comunicó al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse<br />
y adherirse a las barras de palo, bruñidas ya con el uso. En mitad de la ascensión pensó que<br />
rodaba al pie del hórreo, y apretó contra el pecho a la niña, que, despertándose, rompió en<br />
llanto... ¡Que llorase! Allí no la oía alma viviente; por la era sólo vagaba media docena de<br />
gallinas, disputando a dos gorrinos las hojas de una col. Perucho entró triunfante por la puerta<br />
del hórreo...<br />
Las espigas de maíz no lo llenaban hasta el techo, dejando algún espacio suficiente para que dos<br />
personas minúsculas, como Perucho y su protegida, pudiesen acomodarse y revolverse. El rapaz<br />
se sentó sin soltar a la nena, diciéndole mil chuscadas y zalamerías a fin de acallarla, abusando<br />
del diminutivo que tan cariñosa gracia adquiere en labios del aldeano.<br />
- Reiniña, mona, ruliña, calla, calla, que te he de dar cosas bunitas, bunitas, bunitiñas... ¡Si no<br />
callas, viene un cocón y te come! ¡Velo ahí viene! ¡Calla, soliño, paloma blanca, rosita!<br />
No por virtud de las exhortaciones, pero sí por haber conocido a su amigo predilecto, la niña<br />
callaba ya. Mirábale, y, sonriendo regocijadamente, le pasaba las manos por la cara, gorjeaba, se<br />
bababa, y miraba con curiosidad alrededor. Extrañaba el sitio. Enfrente, alrededor, debajo, por<br />
todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se<br />
derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del<br />
hórreo, tendía galones más claros, movibles listas de luz. Perucho comprendió que poseía en las<br />
espigas un recurso inestimable para divertir a la pequeña. Tan pronto le daba una en la mano,<br />
como alzaba con muchas una especie de pirámide; la nené se entretenía en derribarla o forjarse la<br />
ilusión de que la derribaba, pues realmente una patada de Perucho hacía el milagro. Reía ella lo<br />
mismo que una loca, y pedía impaciente, por señas, que le renovasen el juego.<br />
Pronto se cansó de él. Con todo, estaba de buen humor, gracias a la compañía de Perucho. Su<br />
mirada risueña y dulce, fija en la de su compañero, parecía decirle: «¿Qué mejor juego que estar<br />
115
juntos? Disfrutemos de este bien que siempre nos han dado con tasa.» En vista de tan cariñosas<br />
disposiciones, Perucho se entregó al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el<br />
carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto, arrastrando la mano por el cuerpo de la<br />
nené arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fingía encolerizado, espantaba los ojos,<br />
hinchaba los carrillos, cerraba los puños y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso,<br />
la subía en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por último, recelando cansarla,<br />
la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta<br />
suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre.<br />
¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!... ¿De qué? En las veces que fue admitido a la<br />
intimidad de la habitación de Nucha y se le consintió aproximarse a la nené y vivir su vida,<br />
jamás osara hacerlo... Miedo de que le riñesen o echasen; vago respeto religioso que se imponía<br />
a su alma de pilluelo diabólico; vergüenza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban;<br />
todo se unía para impedirle satisfacer una aspiración que él juzgaba ambiciosa y punto menos<br />
que sacrílega... Pero ahora era dueño del tesoro; ahora la nené le pertenecía; la había ganado en<br />
buena lid, la poseía por derecho de conquista, ¡ese derecho que comprenden los mismos salvajes!<br />
Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos<br />
de la pequeña... Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las<br />
piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a<br />
bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo. Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro,<br />
y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba<br />
repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y<br />
con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos<br />
se le quedaron casi helados. Al punto lo advirtió Perucho, y echándoles repetidas veces el<br />
aliento, como había visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvió en mantillas y pañolón,<br />
y nuevamente llegó a sí a la criatura, meciéndola.<br />
El más glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacción a Perucho en tales<br />
momentos, cuando juzgaba evidente que había salvado a la nené de la degollación segura y<br />
puéstola a buen recaudo, donde nadie daría con ella. Ni un minuto recordó al duro y bronceado<br />
abuelo tendido allá junto al paredón... A menudo se ve al niño, deshecho en lágrimas al pie del<br />
cadáver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces; quizás vuelvan más<br />
adelante la tristeza y el recuerdo, pero la impresión capital del dolor ya se ha borrado para<br />
siempre. Así Perucho. La ventura de poseer a su nené adorada, la prez de defender su vida, le<br />
distraían de los trágicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, no, ni del<br />
trabucazo que lo había tumbado como él tumbaba las perdices.<br />
Con todo, algo medroso y tétrico debía pesar sobre su imaginación, según el cuento que empezó<br />
a referir en voz hueca a la nené, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban.<br />
¿De dónde procedía este cuento, variante de la leyenda del ogro? ¿Lo oiría Perucho en alguna<br />
velada junto al lar, mientras hilaban las viejas y pelaban castañas las mozas? ¿Sería creación de<br />
su mente excitada por los terrores de un día tan excepcional? «Una ves - empezaba el cuento -<br />
era un rey muy malo, muy galopín, que se comía la gente y las personas vivas... Este rey tenía<br />
una nené bunita bunita, como la frol de mayo... y pequeñita pequeñita como un grano de millo<br />
(maíz quería decir Perucho). Y el malo bribón del rey quería comerla, porque era el coco, y tenía<br />
una cara más fea, más fea que la del diaño... (Perucho hacía horribles muecas a fin de expresar la<br />
fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo él, dice: 'Heme de comer mañana por la<br />
mañanita trempano a la nené... así, así'. (Abría y cerraba la boca haciendo chocar las mandíbulas,<br />
como los papamoscas de las catedrales). Y había un pagarito sobre un árbole, y oyó al rey, y<br />
dijo, dice: 'Comer no la has de comer, coco feo.' ¿Y va y qué hace el pagarito? Entra por la<br />
ventanita... y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de maíz y roncaba<br />
estrepitosamente para representar el sueño del rey). Y va el pagarito y con el bico le saca un ojo,<br />
y el rey queda chosco. (Guiñaba el ojo izquierdo, mostrando cómo el rey se halló tuerto). Y el<br />
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ey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitación de llanto) por su ojo, y el pagarito a se reír muy<br />
puesto en el árbole... Y va y salta y dijo, dice: 'Si no comes a la nené y me la regalas, te doy el<br />
ojo...' Y va el rey y dice: 'Bueno...' Y va el pagarito y se casó con la nené, y estaba siempre<br />
cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita... (solo de este instrumento), y entré por<br />
una porta y salí por otra, ¡y manda el rey que te lo cuente otra vez!»<br />
La nené no oyó el final del cuento... La música de las palabras, que no le despertaban idea<br />
alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacción de estar con su favorito, le<br />
trajeron insensiblemente el sueño anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando<br />
terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados... Acomodó lo mejor que pudo el<br />
lecho de espigas; llególe el mantón al rostro, como hacía Nucha, para que no se le enfriase el<br />
hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrimó a la puerta del hórreo, en una<br />
esquina, reclinándose en un montón de maíz. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la<br />
reacción de tantas emociones consecutivas, también a él la cabeza le pesaba y se le entornaban<br />
los párpados. Se los frotó con los dedos, bostezó, luchó algunos minutos con el sueño invasor...<br />
Éste venció al cabo. Los dos ángeles refugiados en el hórreo dormían en paz.<br />
Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, veía el<br />
muchacho un animalazo de desmesurado grandor, bestión fiero que se acercaba a él rugiendo,<br />
bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el<br />
cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡Qué monstruo tan<br />
espantoso! Ya se acerca..., ya cae sobre Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz,<br />
su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa... El chiquillo abre los<br />
ojos...<br />
Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el<br />
rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir<br />
que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza, se atravesó en la entrada del hórreo,<br />
y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo... Pero el<br />
enorme volumen del ama pesó sobre él y lo redujo a la inacción, comprimiéndolo y<br />
paralizándolo. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de<br />
plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido.<br />
Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora<br />
revolcándose entre las espigas.<br />
- XXIX -<br />
Tampoco Julián olvidará el día en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; día<br />
dramático entre todos los de su existencia, en que le sucedió lo que no pudo imaginar jamás:<br />
verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se<br />
quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y<br />
para siempre; y ver a la infeliz señorita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para<br />
desmentir la ridícula y horrenda calumnia. ¿Y qué sería si hubiesen realizado su plan de fuga al<br />
día siguiente? ¡Entonces sí que tendrían que bajar la cabeza, darse por convictos!... ¡Y decir que<br />
cinco minutos antes no se les prevenía siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo<br />
interpretasen así!<br />
No, no lo olvidará Julián. No olvidará aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni<br />
aun de él mismo sospechado que desplegó en momentos tan críticos para arrojar a la faz del<br />
marido cuanto le hervía en el alma, la reprobación, la indignación contenida por su habitual<br />
timidez; el reto provocado por el bárbaro insulto; los calificativos terribles que acudían por vez<br />
primera a su boca, avezada únicamente a palabras de paz; el emplazamiento de hombre a hombre<br />
que lanzó al salir de la capilla... No olvidará, no, la escena terrible, por muchos años que pesen<br />
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sobre sus hombros y por muchas canas que le enfríen las sienes. Ni olvidará tampoco su partida<br />
precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; cómo ensilló con sus propias inexpertas manos<br />
la yegua; cómo, desplegando una maestría debida a la urgencia, había montado, espoleado,<br />
salido a galope, ejecutando todos estos actos mecánicamente, cual entre sueños, sin aguardar a<br />
que se disipase el corto hervor de la sangre, sin querer ver a la niña ni darle un beso, porque<br />
comprendía, estaba seguro de que, si lo hiciera, sería capaz de postrarse a los pies del señorito,<br />
rogándole humildemente que le permitiese quedarse allí en los Pazos, aunque fuese de pastor de<br />
ganado o jornalero...<br />
No olvidará tampoco la salida de la casa solariega, la ascensión por el camino que el día de su<br />
llegada le pareció tan triste y lúgubre... El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos<br />
crespones cada vez más densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante,<br />
prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de<br />
los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro<br />
viejo del liquen... La yegua, de improviso, respinga, tiembla, se encabrita... Julián se agarra<br />
instintivamente a las crines, soltando la rienda... En el suelo hay un bulto, un hombre, un<br />
cadáver; la hierba, en derredor suyo, se baña en sangre que empieza ya a cuajarse y<br />
ennegrecerse. Julián permanece allí, clavado, sin fuerzas, anonadado por una mezcla de asombro<br />
y gratitud a la Providencia, que no puede razonar, pero le subyuga... El cadáver tiene la faz<br />
contra tierra; no importa: Julián ha reconocido a Primitivo; es él mismo. El capellán no vacila, no<br />
discurre quién le habrá matado. ¡Cualquiera que sea el instrumento, lo dirige la mano de Dios!<br />
Desvía la yegua, se persigna, se aparta, se aleja definitivamente, volviendo de cuando en cuando<br />
la cabeza para ver el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del<br />
paredón...<br />
¡Ah! No, no olvida nada Julián. No olvida en Santiago, donde su llegada se glosa, donde su<br />
historia en los Pazos adquiere proporciones leyendarias, donde el éxito de las elecciones, la<br />
partida del capellán, el asesinato del mayordomo, se comentan, se adornan, entretienen al pueblo<br />
casi todo un mes, y donde las gentes le paran en la calle preguntándole qué ocurre por allá, qué<br />
sucede con Nucha Pardo, si es cierto que su marido la maltrata y que está muy enferma, y que las<br />
elecciones de Cebre han sido un escándalo gordo. No olvida cuando el arzobispo le llama a su<br />
cámara, a fin de inquirir qué hay de verdad en todo lo ocurrido, y él, después de arrodillarse, lo<br />
cuenta sin poner ni quitar una sílaba, encontrando en la sincera confesión inexplicable alivio, y<br />
besando, con el corazón desahogado ya, la amatista que brilla sobre el anular del prelado. No<br />
olvida cuando éste dispone enviarle a una parroquia apartadísima, especie de destierro, donde<br />
vivirá completamente alejado del mundo.<br />
Es una parroquia de montaña, más montaña que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el<br />
corazón de Galicia. No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa señorial;<br />
en otro tiempo, en épocas feudales, se alzó, fundado en peñasco vivo, un castillo roquero, hoy<br />
ruina comida por la hiedra y habitada por murciélagos y lagartos. Los feligreses de Julián son<br />
pobres pastores: en vísperas de fiesta y tiempo de oblata le obsequian con leche de cabra, queso<br />
de oveja, manteca en orzas de barro. Hablan dialecto cerradísimo, arduo de comprender; visten<br />
de somonte y usan greñas largas, cortadas sobre la frente a la manera de los antiguos siervos. En<br />
invierno cae la nieve y aúllan los lobos en las inmediaciones de la rectoral; cuando Julián tiene<br />
que salir a las altas horas de la noche para llevar los sacramentos a algún moribundo, se ve<br />
obligado a cubrirse con coroza de paja y a calzar zuecos de palo; el sacristán va delante,<br />
alumbrando con un farol, y entre la oscuridad nocturna, las encinas parecen fantasmas...<br />
Pasadas dos estaciones recibe una esquela, una papeleta orlada de negro; la lee sin entenderla al<br />
pronto; después se entera bien del contenido, y sin embargo no llora, no da señal alguna de<br />
pena... Al contrario, aquel día y los siguientes experimenta como un sentirmento de consuelo, de<br />
bienestar y de alegría, porque la señorita Nucha, en el cielo, estará desquitándose de lo sufrido en<br />
esta tierra miserable, donde sólo martirios aguardan a un alma como la suya... La doctrina<br />
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esignada de la Imitación ha vuelto a reinar en su espíritu. Hasta el efecto de la noticia se borra<br />
pronto, y una especie de insensibilidad apacible va cauterizando el espíritu de Julián: piensa más<br />
en lo que le rodea, se interesa por la iglesia desmantelada, trata de enseñar a leer a los salvajes<br />
chiquillos de la parroquia, funda una congregación de hijas de María para que las mozas no<br />
bailen los domingos... Y así pasa el tiempo, uniformemente, sin dichas ni amarguras, y la<br />
placidez de la naturaleza penetra en el alma de Julián, y se acostumbra a vivir como los paisanos,<br />
pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios<br />
puede otorgar al hombre, calentándose en el lar, diciendo misa muy temprano y acostándose<br />
antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo castaña y<br />
patata, entrando en el ritmo acompasado, narcótico y perenne de la vida agrícola, tan inflexible<br />
como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo<br />
la misma elipse, al través del espacio...<br />
Y, sin embargo, no olvida. Y en aquel rincón viene a sorprenderle el ascenso, la traslación a la<br />
parroquia de Ulloa, especie de desagravio del arzobispo. La mitra alternaba con los señores de<br />
Ulloa en la presentación del curato, y el arzobispo había querido manifestar así al humilde<br />
párroco, enterrado diez años hacía en la montaña más fiera de la diócesis, que la calumnia puede<br />
empañar el cristal de la honra, no mancharlo.<br />
- XXX -<br />
Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años<br />
comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia<br />
atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay<br />
lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de<br />
Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada,<br />
tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje,<br />
en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el<br />
pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la<br />
puente señorial.<br />
En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y<br />
materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de<br />
Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado<br />
un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido<br />
algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques<br />
aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana,<br />
representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas<br />
avanzadas y de la nueva edad.<br />
Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario,<br />
hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte<br />
de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la<br />
influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.<br />
Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su<br />
pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus<br />
lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales<br />
conduciendo a la iglesia de Ulloa.<br />
¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su<br />
sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y<br />
humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como<br />
empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde,<br />
119
se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una<br />
esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una<br />
cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel<br />
rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!<br />
Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de<br />
su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y<br />
palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional,<br />
todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es<br />
el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás,<br />
al par que severo consigo mismo.<br />
Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy<br />
querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia,<br />
calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba<br />
ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de<br />
defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un<br />
paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de<br />
ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de<br />
madera, y penetrar en su recinto.<br />
Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan<br />
con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una<br />
parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la<br />
puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del<br />
cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que<br />
era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la<br />
naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre<br />
la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces<br />
azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de<br />
hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus<br />
mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del<br />
cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia<br />
y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad<br />
de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban<br />
matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas,<br />
vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin<br />
haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual<br />
y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia<br />
humana - pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la<br />
ignorancia y en la materia - la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan<br />
copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de<br />
pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie<br />
durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si<br />
se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y<br />
podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido<br />
de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco<br />
brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas<br />
de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián,<br />
que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar<br />
algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó<br />
de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras<br />
blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos:<br />
120
«Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su<br />
alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una<br />
oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable<br />
enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas<br />
del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en<br />
seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio<br />
posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante<br />
que formaba la pared de la iglesia.<br />
Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y<br />
el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al<br />
choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse<br />
cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques,<br />
saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana<br />
potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma<br />
porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del<br />
mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas<br />
fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la<br />
inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba<br />
Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí<br />
estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano<br />
brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración<br />
se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte<br />
de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los<br />
brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las<br />
mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...<br />
Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó<br />
confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose<br />
a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si<br />
de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de<br />
la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados<br />
bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad<br />
varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el<br />
sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras,<br />
idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y<br />
mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su<br />
regazo!<br />
Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad<br />
el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen<br />
paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un<br />
traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.<br />
121
SEGUNDA PARTE<br />
La madre Naturaleza<br />
Tomo I<br />
- I -<br />
Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose,<br />
juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se<br />
desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones<br />
anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las yerbas y resonaba<br />
estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se<br />
derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,<br />
sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles<br />
para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y<br />
moreno.<br />
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y<br />
vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que<br />
parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de esos que ven con<br />
indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les<br />
dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.<br />
Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la<br />
pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír cómo<br />
fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la<br />
lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su<br />
natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano<br />
a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la<br />
carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas.<br />
- Se acabó... - pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los labios -. Nos vamos a<br />
poner como una sopa. Caladitos.<br />
- El que se mete debajo de hoja dos veces se moja - respondió él sentenciosamente -.<br />
Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.<br />
- Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos sale por los pies.<br />
122
- Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer, así. Verás qué cerquita está<br />
un escondrijo precioso.<br />
Alzó ella el vestido de lana a cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el<br />
simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que parece anticipado y atrevido símbolo del amor<br />
satisfecho. Cada cual asió una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y<br />
cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus rostros quedaron pegados el<br />
uno al otro, mejilla contra mejilla, confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su<br />
respiración. Caminaban medio a ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con el brazo el<br />
talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien el andar de los dos llevaba el mismo<br />
compás.<br />
Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él bajar un ribazo,<br />
resbaladizo por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales,<br />
y en su fondo existía una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino real,<br />
y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones como la presente. Abandonada<br />
hacía tiempo por los trabajadores la cantera, volvía a enseñorearse de ella la vegetación,<br />
convirtiendo el hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes del ribazo<br />
crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada de la excavación: al exterior se<br />
enmarañaba una abundante cabellera de zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro,<br />
en las anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos, estorninos y algún<br />
azor; los primeros salieron despavoridos, revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo<br />
el sitio, e impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que almacenaba en<br />
su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación de invernáculo, o más bien de época<br />
antediluviana, de capas carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos,<br />
destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus vertebradas y recortadas hojas.<br />
Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió al acogerse allí, sino que<br />
enlazada se dirigió a lo más oscuro, sin detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se<br />
reclinó en silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus rostros, tan<br />
cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los párpados de ella, y el cosquilleo de sus<br />
pestañas curvas. Dentro del camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se<br />
prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido, se entretejían, se fundían<br />
como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al fin el mancebo fue aflojando poco a poco el<br />
brazo y la mano, y ella apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó hacia<br />
atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse. Llenaba la gruta el vaho<br />
poderoso de la robusta vegetación semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera,<br />
seguía cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja refugiada una cortina<br />
de turbio cristal, y ayudaba a convertir en cerrado gabinete el barranco donde con palpitante<br />
corazón esperaban niña y muchacho que cesase el aguacero.<br />
No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más<br />
compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya a<br />
la sombra del gallinero o del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los<br />
nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las espigas doradas, ya al borde de<br />
los setos, riéndose de la picadura de las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en<br />
el repuesto albergue de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las lagartijas,<br />
habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan seco y duro ya a fuerza de andar<br />
en el bolsillo, las cerezas atadas en un pañuelo, las manzanas verdes; jugando a los mismos<br />
juegos, durmiendo la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, a qué venía semejante turbación al<br />
recogerse en la gruta? Nada se había mudado en torno suyo; ellos eran quienes, desde el<br />
comienzo de aquel verano, desde que él regresara del instituto de Orense a la aldea para las<br />
vacaciones, se sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y traviesa de<br />
ordinario, tenía a deshora momentos de calma, deseos de ociosidad y reposo, lasitudes que la<br />
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movían a sentarse en la linde de un campo o a apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de<br />
musgo rascaba distraídamente con las uñas. A veces clavaba a hurtadillas los ojos en el lindo<br />
rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto nunca; y de repente los volvía a<br />
otra parte, o los bajaba al suelo. También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo,<br />
con ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada semejante; y al paso que en<br />
ella crecía el instintivo recelo, en él sucedía a la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que<br />
cabe entre niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las chiquillas, un<br />
rendimiento, una ternura, una galantería refinada, manifestada a su manera, pero de continuo.<br />
Ayer, aunque inseparables y encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que<br />
les costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su amistad, más que las<br />
finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las riñas y enfados, la superioridad cómica que se<br />
arrogaba él, y las malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al<br />
hablarse, herirse o suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no se peleaban nunca; el<br />
muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta cortedad y recelo mutuo se advertía más<br />
cuando estaban a solas. Delante de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.<br />
Con todo eso no renunciaban a corretear juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les<br />
distraía y tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde<br />
que volaba rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la naturaleza,<br />
su protectora y cómplice.<br />
En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y<br />
tropical del fondo. La niña, gran botánica por instinto, conocía todas las plantas y hierbas bonitas<br />
del país; pero jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes, tan elegantes hojas péndulas,<br />
tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y<br />
caluroso. Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando<br />
sus fuerzas genesíacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban la presencia de millares<br />
de hormigas; y tras la exuberancia del follaje, se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de<br />
la araña, y se arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba, estremeciéndose<br />
cuando al apartar las hojas descubría algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un<br />
moscón preso y agonizante en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la<br />
procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.<br />
Entre tanto llovía a más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa de una hora, el<br />
chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la gruta se llenaba de claridad, y una<br />
bocanada de fragancia húmeda la inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las<br />
flores, que respiran al salir del baño. También a los refugiados se les dilataron los pulmones, y a<br />
un mismo tiempo se lanzaron fuera del escondrijo, hacia la boca de la cueva.<br />
Allí se pararon deslumbrados por inesperado espectáculo. La atmósfera, en su parte alta, estaba<br />
barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el sol, y sobre el replegado ejército de nubes, se erguía<br />
vencedor, con inusitada limpidez y magnificencia, un soberbio arcoiris, cuyo arranque surgía del<br />
monte del Pico-Medelo, cogía en medio su alta cúspide, y venía a rematar, disfumándose, en las<br />
brumas del río Avieiro.<br />
No era esbozo de arcada borrosa y próxima a desvanecerse, sino un semicírculo delineado con<br />
energía, semejante al pórtico de un palacio celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos,<br />
intensos y puros colores que es dado sentir a la retina humana. El violado tenía la aterciopelada<br />
riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su profunda vibración de zafiro; el azul<br />
ostentaba claridades de agua que refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se<br />
tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan voluptuosamente se recrea la<br />
pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento,<br />
círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines,<br />
fuego sin llamas, ascuas, ni humo.<br />
124
A la vista del hermoso meteoro, aproximose la pareja, según la costumbre inveterada en los que<br />
se quieren, de expresarlo todo acercándose.<br />
-¡El Arco de la Vieja! - exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y<br />
cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.<br />
- Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!<br />
-¡Mira, mira, mira! - chilló ella -. ¡El arco anda!<br />
-¿Que anda? Tú estás loca... ¡Ay, pues anda y bien que anda!<br />
El arco se trasladaba en efecto, con dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un<br />
instante la cima del Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco<br />
dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva magnífica la profundidad del valle. Mas ya<br />
palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un vapor de<br />
colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento, casi velado por la humareda de<br />
las nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.<br />
- II -<br />
A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo<br />
conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde,<br />
durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno -<br />
a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura -. No se daban mucha priesa,<br />
al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche.<br />
Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el<br />
riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de<br />
trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y<br />
grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los<br />
barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.<br />
Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se<br />
despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo<br />
tiempo la reconocieron ambos.<br />
-¡El señor Antón, el algebrista!<br />
-¡El atador de Boán!<br />
-¿A dónde irá?<br />
- Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.<br />
-¿Quién te lo dijo?<br />
- Tiene la vaca más vieja muy malita.<br />
-¿Vamos a ver?<br />
- Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.<br />
- Por las viñas. Ale.<br />
- Dame la mano.<br />
-¿Piensas que no sé bajar sola?<br />
El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al<br />
sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo,<br />
que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en<br />
mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo<br />
tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por<br />
donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de<br />
puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los<br />
zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la<br />
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chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y<br />
cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer el caldo una semana.<br />
Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito<br />
que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de<br />
murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y<br />
las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos<br />
parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían<br />
sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos<br />
convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que<br />
bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con<br />
remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de<br />
un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los más empingorotados<br />
y de los más apabullados también.<br />
- Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña... - dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja.<br />
Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.<br />
-¿A dónde va, señor Antón? - preguntó la niña.<br />
- Para servir a vustede, señorita Manolita... ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la<br />
Sabia...!<br />
-¿Qué le duele?<br />
- Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una tumificación muy atroz en los cadriles...<br />
con perdón, carraspo, aquí donde las personas humanas tenemos el hueso llamado líaco...<br />
-¿Un lobanillo?<br />
- Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.<br />
Riose Perucho, pues le hacía gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro<br />
términos de anatomía mal aprendidos en su libro ratonado. Moríase el vejete por dar<br />
explicaciones difusas acerca de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes<br />
o, como él decía, personas humanas, que a todos indistintamente les sabía reparar los<br />
desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y recomponer la máquina animal. Ya llegaban<br />
al emparrado que sombreaba la casa de la Sabia.<br />
Era una casuca baja y construida con piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón<br />
o solana de madera, al cual nadie podía asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes<br />
calabazas, de amarilla corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban a secar ropas de<br />
recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de claveles reventones, rojo<br />
coral, que florecía en una olla desportillada, con las raíces escapándose de la tierra negruzca que<br />
las mantenía. A la puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba habas en<br />
una criba; a sus pies dos chiquillos de corta edad, con pelo casi blanco de puro rubio, se<br />
revolcaban por el suelo jugando con las vainas de las habas. Cuando vio asomar al algebrista y a<br />
los que él llamaba señoritos, levantose la mujer con servilismo obsequioso, pegando un moquete<br />
a los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor a la visita; no contaban con él, y la misma<br />
sorpresa les impidió llorar.<br />
La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto<br />
alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e irracionales. El lar y la<br />
chimenea con asientos de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de<br />
cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna de mimbres de una<br />
criatura y el leito o camarote de tablas en que dormía el matrimonio que la había engendrado,<br />
eran los muebles que pertenecían a la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el<br />
resto. Al través de una división de tablones mal juntos pasaba el hálito caliente, el lento rumiar y<br />
los quejumbrosos mugidos del ganado; gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales<br />
de ridículo terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos o tres palomas se paseaban, muy<br />
sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando a que cayese alguna migaja; un<br />
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marrano sin cebar, magro y peludo aún como un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo<br />
sordamente, en una tartera de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza<br />
híbrida llamada en el país de pajar, completamente tendido en tierra, dormía; al respirar, se<br />
señalaba bajo su piel la armazón del costillaje, y de cuando en cuando, al posársele una mosca<br />
encima, un estremecimiento hacía ondular todos sus músculos, y sacudía, sin despertarse, una<br />
oreja. Por un ventanillo, abierto en el testero, entraban las avispas a comerse los gajos de cerezas<br />
maduras que andaban rodando sobre la artesa; y si fuese posible prestar oído a unas trotadas<br />
menudas que allá arriba resonaban, se comprendería que los ratones no andaban remisos en dar<br />
cuenta del poco maíz restante de la cosecha anterior, ni de cuanto encontraban al alcance de los<br />
dientes. En medio de esta especie de arca de Noé, reposaba inmóvil, sentada al pie de la artesa,<br />
con los naipes mugrientos al alcance de la mano, la vieja bruja de la Sabia.<br />
Era su figura realmente espantable. Habíale crecido el bocio enorme, hasta el punto de que se le<br />
viese apenas el verdadero rostro, abultando más la lustrosa y horrible segunda cara sin facciones,<br />
que le caía sobre el pecho, le subía hasta las orejas, y por lo hinchada y estirada contrastaba del<br />
modo más repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja, que parecía hecho de raíces de árboles, y<br />
tenía de los árboles añosos la rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las verrugas. Al ver<br />
entrar al algebrista y la compaña, la bruja se enderezó y salió a recibirles, no sin echarse con<br />
sumo recato un pañuelo de algodón sobre los mechones de sus greñas blancas.<br />
La moza, entretanto, sacaba del establo a la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la<br />
aguijada, la empujaba fuera de la casa, a sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por<br />
culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como<br />
los de todo irracional o niño enfermo. El sol pareció reanimar algo a la vaca, y se le dilató el<br />
hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano a guisa de pantalla<br />
ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.<br />
- Hace falta quien treme del animal - dijo, después de palpar aprisa el tumor -. Llama a tu<br />
hombre - añadió dirigiéndose a la moza.<br />
Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza<br />
para sujetar a la doliente, y ordenó que la señora María se encargase de preparar la bizma de pez<br />
hirviendo. Remangose Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con<br />
puño de hierro la pata del animal, asentándola y afirmándola en tierra a fin de que no cocease<br />
con el dolor. El brazo del mancebo era membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los<br />
músculos se diseñaba enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba a la luz moribunda<br />
del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con disimulo y atención, como si viese<br />
por primera vez aquella cabeza cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones<br />
trigueñas y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo bermejo, aquellas<br />
espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para mantener inmóvil la pata del animal hacían<br />
sobresalir el omoplato. De chiquita, la costumbre de ver a Pedro le impedía reparar su<br />
hermosura; ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores esculturales, cosa<br />
que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la cortedad y despego que mostraba al quedarse<br />
con él a solas. Se avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.<br />
También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del pantalón una<br />
reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachose bajo la paciente, y empuñando el<br />
instrumento, con brioso girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en<br />
redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir; pero estaba bien sujeta y<br />
el corte dado ya. Sin hacer caso de los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la<br />
bestia, el señor Antón comenzó a esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel que<br />
cubría el tumor, y disecando poco a poco, con certera diestra, sus raíces, como quien desprende<br />
de un peñasco los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre<br />
que corría y le impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando<br />
los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la<br />
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tenía desprendida, cuando la vaca, que parecía resignada con su suerte, dio de pronto un empuje<br />
desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una patada el sombrero de copa alta del<br />
algebrista y echó a correr furiosa. Ciega por el terror, fue a batir contra la muralla del emparrado,<br />
donde la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los cuernos, y a<br />
remolque y a empujones y a puñadas la trajo otra vez a la clínica. El señor Antón acusaba a la<br />
moza de no valer nada, de haber aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa<br />
en los labios, se ofrecía a sustituir ventajosamente a la aldeana.<br />
-¡Jesús, alabado sea Dios, qué valiente de señorita! - tartamudeó la Sabia, apareciendo en la<br />
puerta.<br />
- Las que nos criamos en la montaña... - murmuró la niña arrodillándose y ciñendo con ambas<br />
manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.<br />
- No hay cosa como las montañesas - declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose otra<br />
vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no era dueño de todos los recursos de la ciencia<br />
quirúrgica.<br />
- Remángate, Manola - aconsejó sin volver la cabeza Pedro -: si no vas a ponerte perdida.<br />
Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que<br />
presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron<br />
también cooperar al buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de<br />
la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas,<br />
arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que<br />
era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la<br />
vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se<br />
levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fue de nuevo encerrada en el establo.<br />
Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y a poco su hocico húmedo, del cual se<br />
desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.<br />
- III -<br />
Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le<br />
presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la<br />
hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole de través la lengua, y declaró que tenía el<br />
piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojola en vinagre, y<br />
frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó<br />
luego del bolsillo - estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al choto en<br />
disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la<br />
mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña<br />
un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.<br />
- Que vayan por ella a los Pazos - exclamó servicialmente Perucho.<br />
- Mientras van y vuelven llega la noche, señorito - exclamó el atador -, y de aquí a Boán hay<br />
camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al<br />
señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.<br />
Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista<br />
sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas,<br />
sentose el señor Antón a la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló<br />
conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos sentarse ni probar cosa<br />
alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oír, cruzando ojeadas y risas, la<br />
plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre<br />
que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de<br />
la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando<br />
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deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una<br />
riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.<br />
-¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.<br />
La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:<br />
- Todos habemos de morir, si Dios quiere.<br />
De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y<br />
comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma.<br />
Contó que precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás.<br />
De cuatro a cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del<br />
cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar<br />
la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio,<br />
litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra...<br />
- Vamos, pez de todos los colores - dijo Perucho riendo.<br />
- No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y<br />
el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días...<br />
-¿Al campo santo?<br />
-¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!<br />
La bruja no se resolvía a empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin iba durando: luego no<br />
era cosa de muerte. Los animales... no tiene que ver con las personas: si no se cuidan y se<br />
asisten, ni trabajan, ni dan leche, ni... En vista de que allí no necesitaban médico las personas<br />
humanas, el algebrista, después de dejar temblando el jarro, sacó el pitillo que llevaba tras la<br />
oreja, encendiolo en las brasas del lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca<br />
dificultoso, tomó el camino del valle.<br />
Acompañole la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes típicos,<br />
manifestación viviente, en una comarca, de los remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas<br />
de la raza que la habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de algebristas,<br />
componiendo con singular destreza canillas rotas y húmeros desvencijados, reduciendo<br />
lujaciones y extirpando sarcomas, merced a no sé qué ciencia infusa o tradición comunicada<br />
hereditariamente, o recogida de labios de algún compostor viejo a quien el mozo había tomado<br />
los moldes; pero ninguno tan acreditado y consultado en todas partes como el atador de Boán,<br />
que tenía fama de poner la ceniza en la frente a los médicos de Orense y Santiago, habiendo<br />
persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se viajaba en diligencia, a que el<br />
señor Antón le curase una fractura. No desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le<br />
daban pretexto a descuidar la labranza de sus tierras y entregarse a sabrosa vagancia cotidiana<br />
por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano, su montecristo de pardomonte en<br />
invierno, y siempre el pitillo tras la oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas<br />
colorado bajo el brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los senderos<br />
del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble efervescencia del aire puro y vivo de la<br />
montaña y de la libación de mosto o aguardiente hecha a los dioses lares de cada enfermo. La<br />
atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales, las templadas noches, la<br />
borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado como un fruto de cuelga, como esas manzanas<br />
tabardillas cuya piel se arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo<br />
mismo que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor. No había viejo<br />
mejor conservado, más templado y rufo que el señor Antón: asegurábanlo las mozas trocando<br />
maliciosos guiños, y lo confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar<br />
inclinado hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le encontraba que<br />
no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, o del sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar<br />
en las venas la reserva de espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba<br />
sobre todo platicar con los curas o con los aldeanos viejos y duchos, en quienes, a falta de<br />
instrucción, la experiencia de una larga vida ha desarrollado cierta inteligencia práctica,<br />
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haciéndoles depositarios del caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde a trechos<br />
brilla alguna partícula de oro o algún diamante en bruto. El señor Antón tenía su filosofía allá a<br />
su modo, mitad bebida en tres o cuatro librotes viejos, en tomos descabalados de Feijóo, en el<br />
Desiderio y Electo, mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre<br />
naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho y prolongado, verdadero<br />
cráneo céltico, bullían a veces viejas ideas cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y<br />
restos de cultos y creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir muchos y<br />
muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y sentencias que sorprendían al verlos<br />
salir de aquella boca plegada como la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y<br />
subrayadas por la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su nariz y su<br />
barba.<br />
Encontrándolo más alumbrado que de costumbre, moríase Perucho por tirarle de la lengua, y le<br />
seguía, llevando el dedo meñique enganchado en el de Manuela y columpiando el brazo a<br />
compás, por hábito inveterado de contacto cariñoso.<br />
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal manera que, más que con<br />
los labios, parecía aspirar el humo con la laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las<br />
enfermedades, la vejez y la muerte.<br />
- Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene su aquel, ¡carraspo! Lee<br />
uno en libros, a lo mejor, que el hombre es, como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y<br />
replica: - No, gusano, no, que yo tengooo (ahuecó la voz enfáticamente), ¡lo que no tiene un<br />
gusanoooo! Pero llega la enfermedad, maina mainita (y remedaba los movimientos del que se<br />
acerca muy cautelosamente a otro), y ya no se diferencia el verme del hombre... ¡carraspo!<br />
Porque díganme: ¿uso yo una navaja para estripar, con perdón, las tumificaciones de las vacas y<br />
otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que aquí la llevo en el bolsillo (y se<br />
golpeaba con fuerza el pecho). El emplasto o la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? ¡No<br />
señoooor! Y en vista de ello...<br />
-¿Resulta, señor Antón, que a usted no le parece diferente un buey de un cristiano? ¿Eh? ¿Usted<br />
y yo valemos tanto como un jumento?<br />
- No sea tan materialista, señorito, ¡carraspo!... Son poquitos los que se hacen cargo de estas<br />
cosas perfundas... ¡Hay que abrir el ojo! ¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del<br />
pitillo. Estimando la molestia... Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las<br />
bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la botica no hay diferencias de<br />
remedios, y la vida se les viene y se les va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de<br />
chiquillos, porque los perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego a las<br />
personas humanas les llega la de andar tras de las mozas, y andan que tolean, y también los<br />
perros se escapan de casa para perseguir a las perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa<br />
de ellas, y las obsequian como los señoritos a las señoritas... ¡Carraspoo!<br />
Al llegar a este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de Manuela para reír a<br />
carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la risa en la boca con la punta del pañuelo.<br />
- Pero eso ya se sabe, señor Antón... ¡Vaya unas noticias que da! ¡Fresquitas!<br />
- Poco y poco, poco y poco... (se ignora si el algebrista lo decía pensando en que el camino tenía<br />
muchas piedras y él más vino en el estómago, o siguiendo la ilación de su tesis trascendental).<br />
Vamos a la custión... Digo, señorito, y no miento: un hombre valerá, estamos conformes, más<br />
que los animales; pero poder... Vaya, poder, no puede más que un buey; y cuando le llega la de<br />
cerrar el ojo, aunque sepa más que el rey Salimón, lo cierra... y abur. ¿Lo cierra o no, señorito?<br />
- Según y conforme... También los hay que se quedan con él muy abierto - murmuró Pedro para<br />
hacer rabiar al atador.<br />
- Demasiado nos entendemos... - articuló este escupiendo, por el sitio en que algún día tuvo los<br />
colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya proyección cortó limpiándose el agujero de la boca<br />
con el dorso de la mano -. Señorito, escuche y perdone. ¡A lo que me da que pensar, carraspo!<br />
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Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y del beber, ¡atención! (hizo aquí una<br />
ese más arqueada que ninguna), es un... un... un aquel que puede más que los animales y los<br />
hombres juntos, a modo de una endrómena muy grande, muy graaaande...<br />
El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con amplio ademán circular la<br />
profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro de montañas que lo cierra, el río que espumaba<br />
cautivo en la hoz, todo lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado. Pedro y Manuela,<br />
que habían vuelto a enganchar los dedos por instinto, miraban hacia donde apuntaba el viejo,<br />
tratando de comprender la idea rebozada en báquicos vapores que desde el cerebro del señor<br />
Antón descendía trabajosamente hasta su lengua.<br />
- Tan grande - añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar la inmensidad- que me<br />
parece a mí, señorito, con perdón, que es tan grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!<br />
-¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto! - exclamó Pedro, significando que por boca del<br />
algebrista hablaba la borrachera.<br />
- Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo...<br />
¿Tiene otro misto? Disimule.<br />
- Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?<br />
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.<br />
El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar... No se burle, señorito, no se burle... Demasiado<br />
tendrá usted leído lo que llaman el Treato... el Trato...<br />
-¿Alguna comedia?<br />
-¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de esta tierra, con más<br />
sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que<br />
las estrellas del cielo son como nosotros... ¡con perdón!, como este universo mundo de acá... y<br />
que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas...<br />
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si<br />
obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el<br />
sereno espacio.<br />
-¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse! - prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al<br />
oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse del rabo. Por muchas<br />
vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar todo<br />
el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo<br />
me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan<br />
fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y<br />
patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas... ¿me entiende?<br />
-¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? - preguntó Manolita.<br />
- Y ¡juy juy! - relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de<br />
galantería que le entró -. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de<br />
Mayo...<br />
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:<br />
- Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... ¿Qué más tiene volverse chirivía o malva de<br />
olor?, carrás... Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de<br />
vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es<br />
todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo<br />
mismo señorita, todo lo mismísimo... ¡La cosa grande!<br />
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna,<br />
exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar<br />
con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió a su tema, balbuciendo con lengua todavía<br />
más estropajosa:<br />
- La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí, señor, de todo... Allá anda, carraspo... haciendo la<br />
burla a quien nace... y a quien muere... y a los que buscamos las mo... mozas... de rumbo... ¡juy!<br />
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La cosa... g... gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A cada a... ño...<br />
está... más... fres... frescachona... ¡juy!, vivan las rap... rapazas... ¡Arde, cigarro, arde, condenado,<br />
si quieres, que... te... par... to...!<br />
- Echemos por las viñas, Manola - dijo Pedro a su compañera -. El algebrista va hoy como un<br />
templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.<br />
-¿Y si tropieza y cae al río?<br />
-¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así<br />
toda la santa vida.<br />
- IV -<br />
Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y<br />
viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto<br />
creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo<br />
permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el<br />
ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de<br />
pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco y<br />
mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía<br />
más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se<br />
percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y<br />
sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el<br />
mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente<br />
agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de<br />
amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.<br />
-¡Perucho! - murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella<br />
sombra veía pálido y sin contornos.<br />
-¿Qué quieres? - contestó él sacudiéndole el brazo.<br />
-¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!<br />
- Está peneque, y chocho además.<br />
-¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?<br />
- No tienes que volverte... Ya Dios te dio rosa y clavel y cuantas flores hay.<br />
- No empieces a meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande,<br />
que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?<br />
- Muchos ratos también se me pone a mí aquí - murmuró Pedro deteniéndose y señalando a la<br />
frente- que hay una cosa muy grande... ¡y tan grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde,<br />
Manola? ¿A que no lo aciertas?<br />
-¿Yo qué sé? ¿Soy bruja o echo las cartas como la Sabia?<br />
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar<br />
situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.<br />
- Aquí, aquí, aquí - repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y<br />
fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.<br />
- Majadero, brutiño, que me lastimas.<br />
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las<br />
hojas el corretear de una liebre, o resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban<br />
roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del<br />
centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los<br />
carros que volvían cargados de haces de mies a las eras.<br />
- Manola, no corras tanto... - exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le<br />
escapase -. ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?<br />
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- No sé a qué he de tener miedo.<br />
- Pues entonces, anda a modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es<br />
bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, o viendo cómo arreglan las medas;<br />
mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las chiquillas ya<br />
dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.<br />
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El<br />
bosque se hacía más intrincado y oscuro, y a veces un obstáculo, seto de maleza o valla de<br />
renuevos de árboles, les obligaba a soltarse de los dedos, a levantar mucho el pie y tentar con la<br />
mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas.<br />
Pedro se lanzó a sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.<br />
-¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán<br />
de correr. Bien empleado.<br />
- Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.<br />
- Para irte a la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?<br />
- Podías dar un repaso a los libros, haragán.<br />
- Mujer... ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba contigo todo<br />
el año... ¿no te acuerdas? Siempre, siempre andábamos juntos... ¡Qué vida tan buena! Y bien<br />
aprendíamos reunidos, más de lo que aprendo ahora en clase... ¡Apenas tenemos leídos libros de<br />
la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que tiene estampas?<br />
- Pero de la mitad nos quedábamos a oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas,<br />
aquellos monigotes tan descarados.<br />
- Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?<br />
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el<br />
paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.<br />
-¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?<br />
- No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.<br />
- Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los<br />
sembrados?<br />
- Sí, hombre, sí.<br />
-¿Manola?<br />
-¿Quée?<br />
Deslizábase a la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba<br />
espacio a una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse a la linde del bosque. La<br />
niña alzó los ojos, vio la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal<br />
humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos a la cabeza, y con una mezcla<br />
de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretole la frente entre las palmas,<br />
acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:<br />
-¿Me quieres, eh?, ¿me quieres?<br />
- Sí, sí - tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.<br />
-¿Como antes?, ¿como allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Como si yo viviese aquí?<br />
-¡Ay!, me ahogas... me arrancas pelo - murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo<br />
tono que diría: - Apriétame, ahógame más -. No obstante, Pedro la soltó, contentándose con<br />
guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles<br />
distinguieron frente a sí el carrerito que llevaba en derechura a la era de los Pazos. Pero el<br />
mancebo torció a la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en<br />
aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si a la luz del sol un trigal<br />
es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos<br />
y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón<br />
tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida a tomar asiento el florido ribazo<br />
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alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás<br />
se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.<br />
Dejose caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de<br />
ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos o tres<br />
minutos, sin pronunciar palabra.<br />
- Debe de ser muy tarde - articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos<br />
para sacudir las espigas junto a la cara de Pedro.<br />
- Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿O<br />
tienes sed?<br />
- No - contestó lacónicamente.<br />
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de<br />
manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su<br />
compañero.<br />
-¿Qué haces, babeco?<br />
- Te estoy mirando.<br />
-¡Vaya una diversión!<br />
- Ya se ve. Como a ti ahora te ha dado por no mirarme. Parece que te van a enfermar los ojos si<br />
me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.<br />
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más<br />
blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño<br />
dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas<br />
e hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga<br />
madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría<br />
nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una<br />
chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento<br />
compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la<br />
asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y<br />
el mando. Al sentirse investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender<br />
claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar<br />
malhumor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de<br />
él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre<br />
virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando a los oídos<br />
produciéndole deleitoso mareo, al oír la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física.<br />
Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación<br />
de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos<br />
rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza<br />
de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.<br />
-¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea? - decía para sus adentros Manola; y de repente,<br />
cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.<br />
- A casa, a casa enseguida, que son las tantas de la noche - murmuró arrodillándose, como si le<br />
costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran<br />
chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse<br />
descaradamente de sus apuros... Ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo.<br />
Volvieron a tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una<br />
parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se<br />
destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor,<br />
las medas o altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento o la ranchería de<br />
una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la<br />
cosecha del día.<br />
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Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los<br />
ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por<br />
último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando<br />
sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose a cada segundo, los precedió hasta los Pazos de<br />
Ulloa.<br />
- V -<br />
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre. Era la hora<br />
de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los<br />
viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga<br />
suele contentarse con la mitad de uno.<br />
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el<br />
interior, hombro contra hombro del vecino del lado, e incrustadas las piernas en las del frontero,<br />
se acomodaban cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de<br />
un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de<br />
un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo,<br />
implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero<br />
osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de<br />
sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos - cuyo fastidioso enjambre había elegido<br />
allí domicilio - se agolpaban en los pescuezos y labios, chupándolas. No había modo de espantar<br />
a tan impertinentes bichos, porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente<br />
de fuego, soltaban la presa a dos tirones. Al desabrido cosquilleo del polvo en las fosas nasales<br />
se unía el punzante mal olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el<br />
vaho nauseabundo tan peculiar a las diligencias como el olor del carbón de piedra a los vapores.<br />
A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes<br />
no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más<br />
picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la<br />
cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo.<br />
La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena<br />
esposa y madre de familia a suspirar a cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras<br />
abanicaba con un periódico al dormido vástago.<br />
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia;<br />
pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de<br />
Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina<br />
entrevieron con terror, a la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales,<br />
que se aproximaba a la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento.<br />
Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de<br />
gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral - viejo terne<br />
conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas- exclamar,<br />
en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su<br />
oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:<br />
-¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura a bordo? Vuelco tenemos.<br />
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en<br />
el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo a media voz:<br />
- Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no<br />
soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...<br />
Mirole el otro viajero y encogiose de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal<br />
procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil,<br />
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pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro,<br />
y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero<br />
pequeño reía a socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el<br />
rincón. Grande fue su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano a su gorra de viaje,<br />
indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y<br />
después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba<br />
sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase<br />
la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina<br />
y llenándola toda con su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un - Felices días nos<br />
dé Dios.<br />
De soslayo - porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban<br />
estrictamente encajados, prensados como sardina en banasta - el viajero chico insinuó a su<br />
compañero:<br />
-¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el<br />
viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, a ver qué hacía.<br />
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar a paseo a aquel cernícalo o darle<br />
una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:<br />
- Es un viejo y un sacerdote.<br />
El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, a la<br />
pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien<br />
barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes - sin ser lo que se<br />
llama flaco - y vestido de un modo especialmente decoroso y correcto, por lo cual el observador<br />
pensó:<br />
- Este me huele a título o diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que no lo he<br />
visto nunca? - Y después de reflexionar breves instantes - De fijo - decidió - es algún forastero<br />
que va a la finca del marqués de las Cruces o la del de San Rafael... Claro. Allí todo el mundo se<br />
come los santos y les hace el salamelé a los curas... Pues el marqués de las Cruces no es, que a<br />
ese bien le conozco. El de San Rafael, menos... ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus<br />
dichos... señor más ocurrente y más natural... ¿Será alguno de los maridos de las sobrinas? ¡Ca!,<br />
vendría la señora también con él. Pero, ¿quién rayos será?<br />
Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero chico, a quien no en vano<br />
daban amigos y adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, a fuer de temible cacique) el<br />
sobrenombre significativo de Trampeta, queriendo expresar la fertilidad en expedientes y<br />
enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto trampetil se aplicó a<br />
despejar la incógnita del misterioso viajero que cedía el asiento del rincón a los curas. Con más<br />
atención que ningún novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con más<br />
escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicose a estudiar e interpretar a su modo<br />
los actos de su compañero de viaje, a fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia,<br />
el viajero no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con ánimo sin duda de<br />
mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se veían por allí sino los hierros del pescante y<br />
los pies zapatudos del mayoral, volvió a subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente, no<br />
sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas. Transcurrido un cuarto de hora,<br />
cuando ya habían perdido de vista el pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció a<br />
ambos compañeros sin hablar, pero con ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos peludos y<br />
cortos y cogió un cigarrillo diciendo: - Se estima -. El Arcipreste entreabrió un ojo (iba como<br />
aletargado, resoplando y con la cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo<br />
deslizó la incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán, y exhibió una<br />
tabaquera de forma prehistórica, un gran fusique de plata, que arrimó a la nariz, sorbiendo con<br />
notoria complacencia el rapé.<br />
136
- No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no ha reventado ya -<br />
exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo<br />
severamente:<br />
- Mire usted que este señor puede oír lo que usted dice de él.<br />
-¡Ca! Más sordo que una tapia - gritó Trampeta, como para probar su aserto -. Aunque le dispare<br />
un cañón junto a la oreja, ni esto. Siempre fue algo teniente; pero ahora, ¡María Santísima! La<br />
sordera, como usted me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos a ver: ¿dirá<br />
usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fue un remeje que te remejerás de<br />
elecciones, que nos dejaba a todos tamañitos? Hoy no es ni su sombra... En sus tiempos era un<br />
demonio con sotana: no había quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez<br />
dio un puntapié a la urna... Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, la gloriosa, ¿usté me<br />
entiende?, que andaban los carlistas muy alterados, como usté me enseña, por poco entre ese<br />
condenado y otros de su laya me hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al<br />
Marqués de Ulloa contra el candidato del gobierno.<br />
Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como<br />
quien oye llover, y sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun<br />
intentó volverse; pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados, porque el<br />
Arcipreste, reclinando la cabeza en la esquina, y cubriéndose la cara con un pañuelo blanco,<br />
adoptaba postura más cómoda, y ocupaba todavía más sitio.<br />
-¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...<br />
- Sí señor, sí señor... - repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que<br />
interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida -. Por cierto que después...<br />
- El Marqués de Ulloa - interrumpió el viajero- es don Pedro Moscoso, ¿verdad?<br />
- El mismo que viste y calza. Por cierto que...<br />
-¿El yerno del señor de la Lage?<br />
No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante del enguantado, y no<br />
pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el hombro, clavando en Trampeta sus ojos<br />
garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen<br />
mucho o viven aprisa.<br />
- Aajá - articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de cuerpo que<br />
consentía la apretura -: ¡aajá! El mismito. ¿Al parecer usted lo conoce?<br />
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas: - Siga usted -. Trampeta, aunque tan<br />
observador y ladino, no era capaz de darse un punto a la lengua cuando esta le picaba.<br />
-¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para<br />
veinte años... Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del<br />
mayordomo del marqués, que fue una cosa atroz...<br />
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se<br />
posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El<br />
cacique se tranquilizó y prosiguió:<br />
- Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído... ¡Un balazo<br />
limpio, de esos que dejan sequito a un hombre!<br />
- Ese mayordomo... - murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera<br />
preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era<br />
hombre de dejar cojo el cuento.<br />
- Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y<br />
demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía... mal<br />
arreglado, o enredado, o embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que<br />
mataron... ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués<br />
determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...<br />
El enguantado hizo un movimiento.<br />
137
-¿También lo conoció, eh? - preguntó Trampeta.<br />
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:<br />
- Pues, ¿usted me entiende? La boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán del<br />
mayordomo, que tenía más conchas que un galápago, y como no pudo vengarse de otro modo,<br />
fue y, ¿qué hizo? Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba cerca de<br />
triunfar, no sé cómo judas lo amañó...<br />
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.<br />
- En fin, que vendió completamente a su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado,<br />
con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos... Y como usted<br />
me enseña... al vengativo de Barbacana, que es más malo que la quina...<br />
Pausa breve.<br />
-¿Usted no sabrá quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del país; uno de<br />
esos tiranones terribles, como usted me enseña... Ahora ya va de capa caída... los años le pesan...<br />
le tenemos metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted irá a Orense?, ¡pues<br />
pregúntele usted al gobernador qué apunte es Barbacana...!<br />
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, a ver si la referencia al gobernador le<br />
producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo: - No debe de ser diputado, ni cosa así -. Y<br />
añadió:<br />
- En fin, que se cree... ¿Usted me entiende?, que fue Barbacana quien... (Ademán muy expresivo<br />
de despabilar una luz con los dedos.)<br />
-¿Dice usted que mataron a ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa? - preguntó por fin<br />
el viajero de los guantes -. ¿Y dónde, y quién y por qué?<br />
-¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto...<br />
Así que Barbacana tiene una rachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos a<br />
todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En<br />
un monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol ¿Por qué? Pues como dije, en venganza<br />
de que le hizo al marqués perder las elecciones.<br />
- Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella? - interrogó el viajero, acariciándose la barba con<br />
la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.<br />
- Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí a poco?<br />
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase,<br />
ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta a la sazón encendía<br />
dificultosamente el cigarro.<br />
- Enviudó, porque la señorita se puso tisis... Parece que le dio muy mala vida por causa de la<br />
raída de la moza, y que andaba San Benito de Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche...<br />
Pss...<br />
Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos,<br />
que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y<br />
por su frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres o cuatro arrugas bastante<br />
profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad<br />
aún.<br />
- Parece que la historia le toca a este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me<br />
caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.<br />
Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de<br />
los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte a la carretera, los cristales de<br />
las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su<br />
emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no<br />
hostigaba todavía a jacos ni a viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el<br />
sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, a no ser por los ronquidos del<br />
Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias del<br />
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mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones<br />
del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos<br />
cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas,<br />
de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el<br />
cutis. A un lado y a otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una<br />
especie de surco, rojo o amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración<br />
propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas a la reflexión y<br />
aun al ensueño.<br />
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un<br />
rato, y el viajero nada dijo; suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los<br />
quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.<br />
-¡Borrico de mí! - pensó -. Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más<br />
chismes... Aunque don Pedro Moscoso, ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan<br />
decente!<br />
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco<br />
blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.<br />
-¿Gusta usted un trago de vermut? - dijo al cacique.<br />
- No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato<br />
estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir.<br />
Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las<br />
correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió<br />
como unas veinte o treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando a Trampeta como en espera<br />
de que terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba<br />
hablar. Se decidió por fin.<br />
- La hija del mayordomo... - articuló.<br />
¡Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.<br />
- Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con ella... porque<br />
la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le había dado por tomarle un cariño atroz, de<br />
repente... así como a la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y por<br />
cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Ángel, el gaitero<br />
de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero<br />
dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se<br />
casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en<br />
casa, al frente de la labranza... y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito. Y<br />
unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá. Las lenguas, como<br />
usted me enseña, no hay quien las ate, ¿eh?, y usted, un suponer, no va a ponerle un tapón en la<br />
boca a todos.<br />
Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo<br />
reposada y cortésmente:<br />
- Con permiso de usted.<br />
Y tomando a sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso a leer sosegadamente,<br />
aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía, ¡a la cumbre, a la cumbre!<br />
Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad e interés del viajero prometían<br />
plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos<br />
íntimos a los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y<br />
héteme aquí que ahora el compañero se ponía a leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga<br />
al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no<br />
conocía ni aun para servirlo.<br />
¿Hay hablador curioso que se resigne a no chistar, dejando en paz a los que huyen de él<br />
refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer a su vecino y llamarle la<br />
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atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas<br />
palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por<br />
cortesía o porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo<br />
índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las<br />
indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.<br />
Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban a crucificar a<br />
los viajeros, cuando Trampeta tiró repentinamente de la manga al enguantado.<br />
- A bajarse tocan - le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.<br />
-¿Decía usted? - exclamó el viajero sorprendido.<br />
-¿No va a la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. ¡Mayoral! ¡Para, mayoraal!<br />
- No señor. Si no voy allí.<br />
-¡Ah! Pensé. Ha de dispensar.<br />
La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino que conduce a la<br />
soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al enguantado -«¿A<br />
dónde judas va entonces?»- pero con toda su petulante grosería de cacique mimado por<br />
personajes muy conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio gallego, y<br />
por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años juveniles, supo, a fuer de listo, notar en<br />
el semblante, modales y trazas del viajero misterioso cierto no sé qué sumamente difícil de<br />
describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que sin violencia rechazaba<br />
la excesiva curiosidad dejándola burlada.<br />
- VI -<br />
Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver - desde una pradería<br />
fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la<br />
sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio<br />
del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre<br />
jilgueros, pardales y mirlos - cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el<br />
armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces,<br />
sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce<br />
libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta<br />
atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad<br />
amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y<br />
manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno<br />
de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.<br />
No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y<br />
saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar<br />
un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la<br />
imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata<br />
tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como<br />
pechuga de gallo viejo ya desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín,<br />
donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero, enviadas al periódico<br />
por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación».<br />
Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vio Juncal asomar la nube de<br />
polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura<br />
de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose a considerar<br />
atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas,<br />
tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va a paso de caracol. Vio luego<br />
aparecer el macho delantero, y a sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de<br />
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pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa.<br />
Manteníase sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la costumbre de andar así,<br />
pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente,<br />
espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla<br />
escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de<br />
baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros<br />
tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se<br />
estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían<br />
arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.<br />
- Bueno va - pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión -. El tiro campa por su<br />
respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.<br />
En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja<br />
parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca o imperial<br />
agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la<br />
polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de<br />
sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba<br />
atestado de gente, sobresalían cestos con gabinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y<br />
otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada<br />
cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, o que la mole no<br />
se rindiese a su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la<br />
berlina, completó su malicioso regocijo.<br />
- Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es<br />
hoy...<br />
Al pensar esto el médico, llegaba el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un<br />
riachuelo de mezquino caudal - el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la<br />
pradería -. Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado a su propio impulso, la tomó muy en<br />
corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo a más, porque en un santiamén, sin<br />
saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al<br />
sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos,<br />
relinchando de ira y susto, irguiose la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero,<br />
con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo<br />
¡plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien a la diligencia, que la misma<br />
fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde<br />
una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó,<br />
volcada al borde del puente y recostada en él.<br />
Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas, son<br />
capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni<br />
menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada<br />
quisque.<br />
Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose<br />
la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y<br />
despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con<br />
intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con mulas y machos, sin<br />
diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y<br />
portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su<br />
cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se<br />
empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a empellones. La empleada salió<br />
pálida como la cera, apretando silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario,<br />
echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó<br />
Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana,<br />
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descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, a todo correr, al pie de la<br />
diligencia volcada.<br />
-¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? - preguntó Trampeta.<br />
- Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos... - respondió el cacique sin poder hablar del susto -.<br />
Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...<br />
- Qué vena ni qué caracoles... Acudir a los que quedan dentro, hombre... ¿ Queda alguien? A<br />
ver...<br />
Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir<br />
a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a fuerza de patear se empeñaba<br />
en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y entrecortado<br />
ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vio a un viajero de<br />
buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y<br />
empujarla hacia la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más<br />
siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano en particular; pero la vista<br />
del lastimoso cuadro le ablandó las entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un<br />
temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que este liaba con el pañuelo,<br />
acudió en auxilio del viajero enguantado, a quien veía de espaldas, llamando al notario para<br />
refuerzo.<br />
- Empújelo usted hacia acá... Yo tiraré por la pierna... ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí...<br />
coja este pie... así... quietos... ya pasó un muslo... ¡Arráncate nabo! ¡Ey... que me hundo, que me<br />
hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!<br />
Salió en vilo, sostenida por los puños de Juncal y los fuertes brazos del notario, la mole del<br />
desventurado Arcipreste, que dormido durante la catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se<br />
veía con sus compañeros de viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un<br />
costado. Tal fue su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba sordos ronquidos de agonía.<br />
Apareció hecho una lástima, con el rostro amoratado y congestionado, en desorden los<br />
venerables cabellos blancos, la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán<br />
roto. Juncal torció el gesto, y falló para sí:<br />
- A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.<br />
El caritativo viajero salió a su vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y<br />
descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y animado el rostro,<br />
quitándole, como suele decirse, diez años de encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad,<br />
más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele Juncal muy solícito, y al<br />
fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.<br />
- Usted dispense... - pronunció -. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia<br />
de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!<br />
El viajero se sorprendió también.<br />
- Su hermano para servir a usted - contestó -. ¿Tanto me parezco?<br />
- Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida... Conque es<br />
usted...<br />
- Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora<br />
convendría...<br />
- Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y<br />
los asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse... Al mayoral y al zagal les<br />
mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los caballos a la cuadra, que falta<br />
les hace también. A bien que en Cebre ya de todas las maneras tenían que mudar tiro... Hay<br />
herrero que empalme la lanza rota, y carpintero que eche un remiendo a la caja... El coche no ha<br />
sufrido grandes desperfectos... Fue más el ruido que las nueces... El que tenga que curar algo, a<br />
mi casa enseguidita... ¿Usted ha salido ileso, señor de Pardo?<br />
- Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.<br />
142
- Veremos... Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza... Espero en Dios que podrá<br />
usted seguir el viaje.<br />
- Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.<br />
Sonriose al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La caravana se puso en<br />
marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno tenía un chichón en la frente, iban locuaces y<br />
jaraneros, metiendo a barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al fin<br />
había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se abría a puros llantos,<br />
sin que la madre le diese más consuelo que decirle - calla que se lo hemos de contar a papá... a<br />
papaíto -, Trampeta con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la<br />
curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del marqués de Ulloa; el<br />
notario de Cebre, tan arrimadito a la moza chata, como la moza a sus quesos; y el Arcipreste,<br />
cogido del brazo de Juncal, flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y<br />
resoplando.<br />
- VII -<br />
Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón<br />
que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su correligionario el<br />
cacique Barbacana; y al viajero de los guantes, o sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el<br />
médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo, porque desde el primer instante<br />
le había entrado el cuñado del marqués, - y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las<br />
personas el bueno de Juncal.<br />
Agasajó a su huésped lo mejor que pudo y supo, diciéndole a cada rato que su señora estaba<br />
ausente, pero volvería dentro de un ratito, y entonces se sentarían a hacer penitencia. A pesar de<br />
las ideas avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún más en sentido<br />
anticlerical y biliosamente demagógico, guardose bien de informar a don Gabriel de que la<br />
susodicha señora (nombre con que se llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas<br />
del pueblo de Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias, rollizos<br />
mofletes y alegres y churrusqueiros ojos que tenía el país. Por sus muchos pecados, tropezó<br />
Juncal en aquel dulce escollo desde su llegada a Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de<br />
enharinamiento ilícito, un día se fue, como el resto de los mortales, a pedir al párroco la sanción<br />
de lo comenzado sin su venia. Y justo es añadir que a su mujer, tan jovial y sencilla ahora como<br />
antes, se le daba un ardite de la posición social, y solía decir a menudo: - Cuando yo llevaba el<br />
pan a casa de don Fulano, o de don Zutano...-. Hasta por un resto de afición a las cosas del<br />
oficio, había persuadido a su esposo a que adquiriese y explotase un molino, poco distante del<br />
prado en que el médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía o<br />
descansaba, la buena de Catuxa, que así llamaba todo Cebre a la señora de don Máximo, era<br />
dichosa ayudando al molinero a cobrar las maquilas, midiendo el grano, regateando la molienda<br />
a sus antiguas colegas, charlando con ellas a pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en<br />
la atmósfera de fino polvillo vegetal a que sus poros estaban hechos.<br />
Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y<br />
Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo hubiesen recorrido con la borla<br />
impregnada de polvos de arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín<br />
de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y don Gabriel por su parte<br />
empezó a tratarla con tan reverente cortesía como a la más encopetada ricahembra; pero en breve<br />
comprendió que la complacería mudando de tono, y hablole con llaneza festiva, sin renunciar por<br />
eso a mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó Juncal, que no tenía pelo de tonto, y<br />
creció su inclinación hacia el viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.<br />
143
Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las<br />
ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció a cada convidado una rama<br />
de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas.<br />
No hizo ascos a la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos platos muy gustosos,<br />
los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura de<br />
espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en el<br />
escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron a don Gabriel que la señora de Juncal<br />
trataba bien a su marido y le hacía grata la vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por<br />
humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las<br />
mantequillas suaves de Catuxa influían a partes iguales en sosegar las bilis del médico.<br />
Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo<br />
de que menudeasen tanto, de que en no multando a las empresas, estas hacían su gusto, riéndose<br />
de quejas de viajeros y piernas rotas. Informose don Gabriel de los antecedentes de su curioso<br />
compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la<br />
indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó<br />
el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.<br />
-¿Usted no se encuentra bien?<br />
- No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo<br />
moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de<br />
reconocérmelo, a ver qué ha sido.<br />
Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el<br />
médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía<br />
de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fue, como suele<br />
decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó a gustar el rancio<br />
néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad.<br />
Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande<br />
amigo del licor de la Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la ignorante<br />
panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y dándoselo por<br />
alquitara, o en ocasiones muy singulares, como la presente.<br />
Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había<br />
estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro<br />
abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no<br />
pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojose don<br />
Gabriel de su americana de paño gris a cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó<br />
para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó<br />
concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la<br />
lesión. Dos o tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con<br />
seriedad e interés le dijo:<br />
- No repare usted en quejarse... Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.<br />
- Si he de ser franco - respondió sonriendo don Gabriel - me escuece unas miajas. Se conoce que<br />
al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos<br />
cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una dislocación del<br />
hueso.<br />
- No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de<br />
esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si<br />
usted fuese un labriego...<br />
-¿Qué sucedería?<br />
- Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona<br />
que me parece altamente ilustrada...<br />
- Por Dios...<br />
144
- No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que<br />
haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un atador o algebrista, de los<br />
infinitos que hay por aquí...<br />
-¿Curanderos?<br />
- Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca<br />
tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la<br />
Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden<br />
reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la<br />
naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran<br />
maravillas... Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa<br />
raya en admirable...<br />
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de<br />
don Gabriel.<br />
- Creo - respondió el paciente - que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme<br />
competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto...<br />
- Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que persiguen de muerte a los<br />
algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios, - porque los<br />
atadores curan indistintamente a hombres y animales, no reconociendo esta división artificial<br />
creada por nuestro orgullo. ¿Eh?<br />
El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica.<br />
Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.<br />
- Y decir - murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga - que se ha llevado<br />
usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura..., ¡de un parroquidermo!<br />
Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.<br />
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero a espontanearse en<br />
política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco, pues don<br />
Gabriel no se dio por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar: -<br />
Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.<br />
- Ahora - ordenó Máximo - procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas<br />
lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.<br />
-¡Qué diablura! - exclamó don Gabriel incorporándose -. El caso es que para montar a caballo,<br />
tendré sin remedio que usar de él... Porque es el izquierdo.<br />
-¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho,<br />
con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una<br />
hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos... ¿A dónde quería usted ir? Si no es<br />
indiscreción.<br />
- De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de... mi<br />
cuñado.<br />
En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de sobrar o faltar que tanto<br />
acucia a los que llevan mucho tiempo de vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al<br />
fin se determinó, y dijo con cordialidad suma:<br />
- Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía... vamos, yo<br />
soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy<br />
con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco, y lo que<br />
ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco<br />
conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi<br />
pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de<br />
faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la<br />
punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ¡o hasta el cabo<br />
del mundo, si se precisa!<br />
145
No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una<br />
improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:<br />
- Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado el percance.<br />
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la emoción, echó a correr hacia la<br />
puerta, gritando:<br />
-¡Catalina!... ¡Catalina!... ¡Esposa!... ¡Catalina!<br />
Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el<br />
pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.<br />
- Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos hace el favor de se<br />
quedar esta noche.<br />
La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con<br />
el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:<br />
- De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.<br />
- Tray un pañuelo de seda, mujer... - murmuró su esposo -. Hay que hacerle un sostén para el<br />
brazo malo.<br />
Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba a la garganta, que era carmesí con<br />
lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del<br />
todo galiciana:<br />
-¿Queda así a gustiño, señor?<br />
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto<br />
con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde<br />
volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.<br />
- VIII -<br />
El cuarto que dio Juncal a su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla<br />
de salida a una especie de patio o corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas a<br />
la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que<br />
la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo<br />
se encontró en el corral. Sentose en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un<br />
papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó a mirar a la<br />
oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin que la disipase estrella alguna; una de esas<br />
noches como boca de lobo, en que le parece a uno más infinito el espacio, más alto e inaccesible<br />
el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y<br />
colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra<br />
imaginación soñadora.<br />
En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato,<br />
fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno<br />
de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra<br />
en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del<br />
oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero,<br />
rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su<br />
existencia.<br />
Primero se vio niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues<br />
no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella<br />
niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana o<br />
enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y<br />
desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña<br />
pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con<br />
146
menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día - podría tener<br />
entonces Gabriel cinco años -, se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus<br />
hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba a maravilla y a quien<br />
llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar a Rita: sacarlo<br />
de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se pusiese a redoblar y trinar allí. ¡Era tan<br />
gracioso cuando meneaba la cabecita a derecha e izquierda, cuando se sacudía erizando las<br />
plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo<br />
el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y<br />
divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre<br />
los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero a triturar un grano<br />
de alpiste, y vuelta a la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle?<br />
Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi<br />
hecho. Colocarla más o menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que<br />
sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada, no conservó el<br />
equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor!, cuando ya tenía en sus manos el deseado músico,<br />
¡pataplín!, se fue de cabeza al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en<br />
la frente, y quedose breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que<br />
tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: ¿pero el músico? Gabriel miró hacia todas partes,<br />
y al pronto nada vio, o por mejor decir, vio algo que le paralizó de terror: en una esquina, el<br />
gatazo de la casa, tendido en postura de esfinge que acecha, contemplaba inmóvil un punto de la<br />
estancia... Gabriel siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo<br />
anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la<br />
vidriera... El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose a hacer lo más<br />
conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó<br />
un momento, dio contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino a caer sobre la<br />
almohada de la cama de Rita... ¡Horror!... el gato en acecho pega un brinco de tigre... ¡Adiós,<br />
música!<br />
Gabriel, como Caín después de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más<br />
oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al<br />
volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y<br />
sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho... -¡Pícaro, infame!, te he de desollar vivo, ¡muñeco<br />
del demonio!, ¡te he de estirar las orejas hasta que sangren!-. Los oídos de Gabriel apenas<br />
pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y<br />
furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego pasaban a los carrillos,<br />
escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban<br />
gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar<br />
desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta<br />
acardenalarla de veras, y en seguida, sin darle al culpable tiempo ni a gritar, le asieron de las<br />
muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al punto mismo se<br />
oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos... Giró la llave<br />
otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa,<br />
cogió en brazos a su niño, lo arrebató a su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió a besos y a<br />
caricias...<br />
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a<br />
envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele<br />
el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba<br />
despreciativamente el gallinero de sus hermanas!<br />
Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima<br />
gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced a la fuerza y precisión con que se<br />
nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el<br />
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cristal de un claro espejo, al estudiantillo inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con<br />
nerviosa mano a los mechones de pelo que caían sobre la frente, o pintando soldados con fusil al<br />
hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba<br />
la memoria para incrustar en ella, por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda<br />
conjugación, moneo, mones, monere, monui, monitum, avisar... que los compañeros de clase se<br />
apuntaban unos a otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos... Al recordar<br />
semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y<br />
llamado a su hermana!<br />
- Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.<br />
Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de artillería de<br />
Segovia, los días terribles de la novatada, la sujeción al galonista, el llanto de furor<br />
reconcentrado que le abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y embetunarle<br />
las botas... Y siempre el recuerdo de su hermana, para la cual, más bien que para su padre, se<br />
hizo fotografiar apenas vistió, radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual<br />
hablaba a sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y exageración, que alguno de ellos,<br />
sin conocerla, se puso a escribirle cartitas amorosas que leía a Gabriel... Luego, la confusión<br />
abrumadora de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta abstrusidad<br />
como tenían que meterse en la divina chola para los exámenes... Ahora que Gabriel reflexionaba<br />
acerca de tales estudios y mentalmente pasaba lista a sus compañeros de academia,<br />
maravillábase pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta<br />
trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio, no había salido ningún<br />
portentoso geómetra, ningún autor de obras profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico<br />
consumado, y al contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al<br />
terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, o rebasase del nivel de las inteligencias<br />
medianas... Mucho caviló sobre el caso don Gabriel, y vino a dar en que la balumba algebraica,<br />
el cálculo, las geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y carretilla, a<br />
fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los exámenes; que los alumnos salían a la<br />
pizarra como sale el prestidigitador al tablado, a hacer un juego de cubiletes en que no toma<br />
parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin el desarrollo armonioso y<br />
correlativo de la razón, antes que provechosa era funesta, matando en germen las facultades<br />
naturales y apabullando la masa encefálica que venía a quedarse como un higo paso. Todo esto<br />
se le había ocurrido a posteriori. En el colegio estaba lleno su corazón de esa buena fe absoluta<br />
de los primeros años de la vida, y ni soñaba en discutir las opiniones admitidas y las fórmulas<br />
consagradas: creía cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que ciertos<br />
profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo bastante, por encontrarse un tantico<br />
guillados del abuso de las matemáticas... Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago a<br />
repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó a aprender todas aquellas diabluras del programa, y<br />
como su inteligencia era sensible y fresca su retentiva, adelantó, adelantó... Recordaba, no sin<br />
cierta lástima de sí mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los profesores,<br />
despertósele la emulación, no perdió curso...<br />
Sólo hubo una temporada, poco antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a dos<br />
dedos de ser perdigón. Fue al recibir la noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha...<br />
Se la escribió su padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes, pues el<br />
hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel recordaba que en el primer<br />
momento sólo había sentido un asombro muy grande al ver que semejante desgracia no le<br />
producía más efecto. Con la carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista a<br />
todos los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las camas. Hasta<br />
recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la levita de uniforme, faena interrumpida<br />
cuando llegó la carta fatal. Luego, de repente, daba dos o tres pasos vacilantes, sepultaba el<br />
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ostro en la almohada de su lecho, y empezaba a llorar a gotitas menudas, rápidas, que se le<br />
metían entre el naciente bigote y de allí se le colaban a los labios, ¡con un sabor tan amargo!<br />
¡Su pobre mamita! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con qué orgullo había<br />
comprado, de sus economías, una sortija de oro para regalársela en su boda! ¡Qué admiración<br />
gozosa, unida a unos asomos de infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una<br />
chiquilla...! ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora... fría, callada, apagados aquellos<br />
dulces y vagos ojos, metida en un ataúd, muerta, muerta, ¡muerta!<br />
Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los<br />
consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso sí; pero indiscretos,<br />
inoportunos, fuera de sazón, como suelen ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la<br />
adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o a ver una compañía de<br />
zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre<br />
nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su mamita, diciendo que quería irse junto<br />
a ella, al cielo o al infierno, donde estuviese... Pronto convaleció, y quedó más fuerte y más<br />
hombre, como si aquella fiebre hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía,<br />
acaso retrasada por estudios prematuros... Salió a teniente, y recordaba el orgullo de los galones<br />
y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado, que propuso no afeitar nunca.<br />
Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los colegios de carreras<br />
especiales, y señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden,<br />
andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad o cierto instinto crítico, y que sobrevive<br />
aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les<br />
causa hondo hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel<br />
muchacho que salió del colegio tan artillero, tan imbuido de ciertas altaneras niñerías que se<br />
llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa superioridad del arma de artillería sobre<br />
todas las demás del ejército español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado a esa<br />
cosa particular que en el cuerpo llaman la peña, tendencia mixta de orgulloso retraimiento y de<br />
feroz insociabilidad, que en él llegaba al extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle<br />
de Segovia, atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras a quienes su padre le<br />
ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en la portería.<br />
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo! Sentía<br />
un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución, la cual justo es decir que se hallaba en<br />
su más desatentado y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina<br />
maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España histórica condensada en su<br />
cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica y gloriosa, compuesta de grandes<br />
capitanes y monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar.<br />
Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de tizona.<br />
Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma de los tiempos modernos. ¡Qué de<br />
ilusiones y de fermentaciones locas producía en Gabriel el solo nombre de batalla! A la idea de<br />
barrer a cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el pecho, y un frío<br />
sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba por la espina dorsal. En esta disposición de<br />
ánimo le incorporaban a una batería montada y le enviaban a la guerra contra los carlistas en el<br />
Norte...<br />
Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las<br />
marciales funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de Vasconia no faltaban las<br />
fatigas propias de la vida militar, los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta<br />
media pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha<br />
girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en cambio no veía Gabriel el<br />
elemento moral que vigoriza la fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la<br />
patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que entraba vencedor, eran<br />
españolas; aquellas gentes a quienes combatía, españolas también. Se llamaban carlistas, y él<br />
149
amadeísta: única diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni furor; en<br />
los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos enemigos, divididos sólo por el<br />
ancho de una trinchera, se insultaban festivamente, llamándose carcas y guiris; también se<br />
prestaban pequeños servicios, pasándose El Cuartel Real y El Imparcial de campo a campo; y en<br />
los frecuentes ratos de tregua, bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente<br />
de artillería guiri fraternizaba muy gustoso con los oficiales carcas, tan buenos mozos y tan<br />
elegantes y marciales con sus guerreras orladas de astracán, a cuyo lado izquierdo lucía el rojo<br />
corazón del detente, y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le<br />
sucedía a Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá o del lado allá de la trinchera.<br />
A pesar de las burlas con que sus compañeros acogían los pepinillos carlistas, en el campamento<br />
se contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos, organizada en un decir Jesús,<br />
por un par de oficiales que había ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa<br />
que inducía a Gabriel a pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de colegio para<br />
santiguar al enemigo a cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con su obligación; pero sin calor ni fe.<br />
Batirse, corriente, para eso vestía el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de<br />
metralla saltaba los sesos a su asistente, aragonés más cabal que el oro, a quien Gabriel profesaba<br />
entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión de haber presenciado un aleve asesinato,<br />
más bien que un episodio bélico.<br />
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía a la reminiscencia de un recelo que le apretó<br />
mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en medio de las escaramuzas, al conocer que le<br />
hastiaba la guerrilla y la tienda, recordó que se había interrogado a sí mismo con un miedo<br />
atroz... de tener miedo.<br />
-¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?<br />
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por su serenidad,<br />
comprendió que lo que padecía era atrofia del entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo<br />
de artillería por decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme. Y sin<br />
embargo, todavía el espíritu de cuerpo le dominaba. Le cruzó por las mientes irse al campo<br />
carlista, y no lo hizo, porque los compañeros habían determinado «aguardar, estar a ver venir».<br />
Se fue a Madrid, hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de su<br />
madre.<br />
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y<br />
constelaciones, de centelleos misteriosos... Gabriel sentía una impresión, frecuente en las<br />
personas a quienes la viveza de la fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una<br />
existencia relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas. Admirábase del<br />
cambio producido en él por aquellos meses de residencia en Madrid, y al mismo tiempo, se<br />
sorprendía ahora de lo que se había realizado en él entonces, y no creía ser la misma persona,<br />
sino evocar la historia de otro hombre. Él no fue ni pudo ser jamás el brillante y frívolo mancebo<br />
a quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida dispensaron las damas de alto copete, que<br />
le obsequiaban por oficial del cuerpo hostil a la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de<br />
vieja cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le habían sido<br />
disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el guiño semi-altanero y semi-picaresco<br />
de algunos flecheros ojos de rica hembra, a propósito de su afición a la peña, entonces erigida en<br />
sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se sentía muy peñasco, igual<br />
que antes, y abominaba de saraos y visitas de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito<br />
en el ojal, de saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es que iba, iba, iba,<br />
seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya piel suave le causaba mareos deliciosos... Era<br />
una viuda, hermana de la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y<br />
tantos, dotada de ingenio, oro y blasones... Gabriel no había tenido sino aventuras de alojamiento<br />
o de días de salida en Segovia. Volviose loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló<br />
de bodas, para asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual... Se le rieron blandamente, y como<br />
150
insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso. ¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se<br />
admiraba de su juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de menos era no<br />
dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y jugar para aturdirse... ¿Pues no se le<br />
ocurrió cierta mañana mirar con ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?... ¡Aquello<br />
sí que tuvo gracia!, discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las fogosidades del<br />
teniente...<br />
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por entonces,<br />
apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le quedase más rastro que los<br />
buenos modales adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo<br />
recién salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en círculos selectos<br />
- baño permanente cuando se recibe en la primera juventud - empezaron para Gabriel estudios<br />
libres que se impuso a sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin<br />
emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa, dejándole siempre cierta<br />
lucidez dolorosa; de que el fatal tapete verde no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas<br />
mucho, le eran casi indiferentes, se dio a la lectura por recurso, y en ella encontró la deseada<br />
distracción, y la convalecencia de aquella herida al parecer tan profunda, y que en realidad no<br />
pasaba de la epidermis.<br />
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana, unas<br />
traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que<br />
artista, más sediento de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, a la<br />
médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado para las peliagudas<br />
ascensiones de la metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus actuales estudios<br />
lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y removido ya.<br />
La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y<br />
lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus<br />
nuevas aficiones le pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces flamante<br />
y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano a puño cerrado, pero sin aplicar el<br />
método crítico del maestro, como entonces se decía, más que a las cosas de la ciencia; para las de<br />
la vida se agarró con dientes y uñas a la ética de Krause. No sólo renegó de las aventuras, los<br />
naipes y el absintio, sino que empezó a aquilatar con más que monjiles escrúpulos la<br />
trascendencia y móvil de sus menores actos, a tener por grave delito el asistir a una corrida de<br />
toros o a un baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus labios ni siquiera<br />
una mentira oficiosa, en no defraudar a nadie, en vivir de tal manera que sus acciones fuesen<br />
claras como el agua, honradas y serias... ¡La seriedad sobre todo!... Por las noches hacía examen<br />
de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el pensamiento a Dios -¡al Dios<br />
impersonal y sin entrañas!- Reprimidos los impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre<br />
filosófica que le abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, a donde asistía con<br />
frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de llorar, y entonces se creía<br />
íntimo con el ser...<br />
Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la demagogia y el<br />
cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran, pululan, brotan por todas partes con<br />
armamento y municiones; Castelar llama a los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la<br />
perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le<br />
deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin<br />
duda la Analítica, la Crítica del juicio, la Crítica de la razón pura, la Teoría de lo infinito; pero a<br />
la primer marcha forzada, a la primer bocanada de aire montañés, al primer encuentro, a la<br />
primer tertulia en la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su entendimiento<br />
se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma se derrumba, sin saber cómo, un<br />
edificio vasto. Y con el bienestar físico que producen el ejercicio y la actividad después de una<br />
vida contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los temperamentos nerviosos y<br />
151
los caracteres impresionables, a los pocos días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los<br />
Mandamientos de la humanidad, y muy a gusto se deja arrastrar a las distracciones del<br />
compañerismo, a los lances de la campaña y los episodios de alojamiento. La guerra se hace ya<br />
con más empuje, en vista del desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre<br />
con fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras entrañas de los cañones de su<br />
batería; fraterniza con bandidos contraguerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de<br />
acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado a salvar a España... España le<br />
había dado en cambio la efectividad de capitán. Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la<br />
proclamación de don Alfonso, que tanto alegraron a todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del<br />
espíritu a Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces vuelto tarumba por un<br />
orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón. Al otro día de recibir el grado de<br />
comandante, viendo la guerra próxima a su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para<br />
pelear, recordaba haber tomado el camino de la corte.<br />
¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus opiniones<br />
políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin ánimos para volver a sepultarse en los libros<br />
de metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló la mariposa,<br />
sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino<br />
descreimiento y cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la inanidad de sus filosofías?<br />
Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar que hay argucia que eche abajo un<br />
sentimiento. La fe es como el amor - bien lo advertía Gabriel.<br />
¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme? - discurrió entonces. Casualmente<br />
empezaban las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas, de doctrinas basadas<br />
en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso estudiar a fondo alguna ciencia,<br />
como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un<br />
amigo, ex-profesor de geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se<br />
puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a trabajos de pormenor. Hacía unos cortes<br />
en las piedras y luego se desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio año. La<br />
certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado,<br />
leyes impuestas a la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia y conexión en los<br />
fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad<br />
de incognoscible era la misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse a la<br />
severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron disminuyendo sus visitas al<br />
laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra razón?... Pues, a decir verdad...<br />
Muy aficionado a la música, Gabriel estaba abonado a una butaca del Real - tercer turno.<br />
Resplandecía el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya completa y<br />
la restaurada monarquía: y, más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado<br />
de Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa, deidad murciana, de<br />
árabes ojos, que a cada acorde de la música, o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en<br />
los del comandante, deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador<br />
empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando a su esposa bajo la salvaguardia del<br />
subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y cómo lo hizo Dios de confiado! A lo mejor el<br />
brigadier fue destinado a Filipinas, y partió llevándose a su cara mitad. Gabriel, medio loco,<br />
según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado... La hermosa brigadiera se negó,<br />
afirmando que su marido ya tenía sospechas, que el viaje era celosa precaución, y que si se<br />
encontraba con el comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y el<br />
enamorado la vio partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo la humedad más leve... No,<br />
lo que es de esta vez, el comandante no hacía memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó<br />
en misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de<br />
padre y muy señor mío. Destinado a Barcelona... ¡qué temporada la que pasó en la ciudad<br />
condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con vida? A enfrascarse otra vez en los libros:<br />
152
no de filosofía ya, sino de ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias<br />
explosivas que nuestro siglo refina y concentra a cada paso, lo mismo que si el objeto supremo<br />
de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una conflagración universal. A leerse cuanto encontró<br />
sobre el asunto en revistas alemanas e inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo dos o<br />
tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad, publicados en los periódicos y<br />
que le valieron ser citado como una gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fue cuando se<br />
le chamuscó la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la mejilla.<br />
Ocurriole la idea de gestionar que le diesen una comisión para el extranjero; lo consiguió, viajó<br />
por Francia, Alemania, Inglaterra, países que él creía cifra y compendio de la civilización<br />
posible. Al pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas, Alemania un<br />
vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de hipócritas ñoños. Pero al regresar a<br />
España, al notar el dulce temblor que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de<br />
hollar otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos el oxigenado aire<br />
francés, y le pareció entrar en una casa venida a menos, en una comarca semi-salvaje, donde era<br />
postiza y exótica y prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno, donde<br />
el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí tufo de grosería y miseria... Al<br />
acercarse a Madrid y atravesar los páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al<br />
ver las calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al oír el canturrear<br />
de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó encontrarse en uno de esos prehistóricos<br />
poblachones de Castilla, fosilizados desde el tiempo de los moros... ¡Madrid! Ese era Madrid...<br />
esa era España... ¡la España santa de sus ensueños de adolescente!<br />
Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo<br />
una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin<br />
de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie... Un día,<br />
en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.<br />
-¿Y el comandante Pardo? - preguntaba el sofá -. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su<br />
excursión por tierras de extranjis?<br />
- Ayer me le encontré en la Carrera... - respondía la butaca.<br />
-¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?<br />
-¿Entusiasmado? Decidido a que crucen por doquier caminos y canales. Siempre dije yo que se<br />
guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo. Chifladísimo.<br />
- De remate - confirmó el sofá.<br />
No hizo falta más para que el gran reformador entrase a cuentas consigo mismo. -¿Será cierto,<br />
Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que se mete a arreglar lo que no entiende, que todo<br />
lo intenta y de todo se cansa, y que se acerca ya a la madurez sin encontrar ancla donde amarrar<br />
el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado ya? Pero, ¿es culpa tuya<br />
si esos caballos no los montas frescos, sino rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas<br />
gollerías? Verbigracia: ¿qué le pediste al amor? Sinceridad y firmeza. ¡Qué diantre!, tú ibas<br />
derecho al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse a intereses mezquinos...<br />
¿Y a la filosofía, a la ciencia? Certidumbre: una regla moral para seguirla, un Dios en quien<br />
creer, a quien elevar el alma. ¿Y al uniforme que vistes, y a la patria a quien sirves, y las<br />
convicciones políticas que profesas? Un ideal a quien sacrificar todas las energías, todo el calor<br />
que te sobraba... ¡Vive Dios! Que a cada cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener,<br />
y nada más. ¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre pomposo que<br />
disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política farsa más triste y vil que todas?<br />
Al llegar a esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la vista al cielo, como<br />
buscando huellas del poder augusto que rige nuestro destino terrestre. Y eso que él sabía que<br />
aquel gran espacio oscuro que le envolvía por todas partes no era más que el firmamento<br />
astronómico, con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y grandes...<br />
153
¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por ahí? - pensaba, al acordarse de la<br />
muerte de su padre. Por cierto que no la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana,<br />
porque Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban: pertenecían a dos<br />
generaciones muy diversas, y en realidad no se entendían; con todo, vino el dolor natural y justo,<br />
pues siempre hace su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel a Santiago... Y apenas hubo<br />
puesto el pie en el caserón solariego - ya suyo -, de los envejecidos muebles, de los cuadros cuyo<br />
asunto tenía clavado en la memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares,<br />
se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la imagen, no de su padre, sino<br />
de su hermana Marcelina, la mamita, la única mujer que con desinteresado amor le había<br />
querido; y aquellas lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora más<br />
que a los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico rocío. Recorrió toda la<br />
casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un fantasma -¡el del tiempo pasado! El caserón estaba<br />
solitario, triste, sin otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así como<br />
el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba con el alto silencio de los<br />
salones y corredores vacíos. Ninguna de las tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido<br />
allí para acompañarle: todas estaban casadas, la menor mal, con un estudiante de medicina, hoy<br />
médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la montaña; la mayor con un ingeniero<br />
andaluz, con quien residía en una provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones,<br />
tocaba con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por allí andaban<br />
diseminados. En el que fue cuarto de su mamita encontró detrás del tocador horquillas, una caja<br />
de polvos, un alfiler grueso: lo manoseó todo: probablemente sería de ella. Sobre la cabecera del<br />
difundo don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo negro, encerrado en<br />
un marco de madera oscura: abajo decía en letrita cursiva y muy regarabateada: Nucha a su<br />
querido papá. Gabriel pegó los labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia.<br />
Después se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del enorme peso de don<br />
Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron un giro inusitado.<br />
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias fortuitas le arrojaron al<br />
hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible<br />
que se pase un hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y<br />
probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el cumplimiento de la ley natural?<br />
La esposa, el hijo, la familia; arca santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se<br />
regenera y purifica el alma.<br />
Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su imaginación viva, ardorosa<br />
y plástica, a construir, con la vista de un objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero,<br />
un sistema, una teoría vasta y universal, llegando siempre a las últimas y extremas<br />
consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos desengaños sufridos y aquello<br />
que llamaba él caérsele muertos los caballos. Le sucedía también que la experiencia no le<br />
enseñaba a cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y derroche de<br />
ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante la cama de dorado copete donde tal vez<br />
había venido al mundo, comenzó a edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y<br />
lamentando no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo individuo sano e<br />
inteligente, con mediano caudal, buena carrera e hidalgo nombre, está muy obligado a crear una<br />
familia, ayudando a preparar así la nueva generación que ha de sustituir a ésta tan exhausta, tan<br />
sin conciencia ni generosos propósitos.<br />
- Yo no soy un chiflado - pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo por la herida -. Yo soy<br />
víctima de mi época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y nuestro destino corre parejas.<br />
Los mismos desencantos hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas<br />
esperanzas quiméricas nos han agitado. ¿Fue estéril todo? ¿Hemos perdido malamente el<br />
tiempo? ¿Sentenciados vivimos a no producir ni fundar cosa alguna? Cansados, sí, porque el<br />
cansancio sigue a la lucha; pero ¿no hemos aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos,<br />
154
¿soy el mismo que cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde que<br />
frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me curó y preservó de<br />
ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me dieron la certeza, ¿por ventura no me<br />
cultivaron y ensancharon el entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más<br />
reflexivo? Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando menos, para<br />
probarme a mí mismo que aspiro a algo superior, que me intereso por mi raza y por mi patria,<br />
que siento y que vivo? No, Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y a no ser por<br />
tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa, para contribuir en la<br />
medida de tus fuerzas a la regeneración de la sociedad y a la depuración de las costumbres... para<br />
formar a tus hijos... ¡si Dios...!<br />
Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu del comandante, iba el<br />
crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo difumando los objetos y haciendo más<br />
melancólica la soledad del vacío dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba<br />
de ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente a la decrépita servidora, y en<br />
tono festivo, en voz casi humilde, pidiole que trajese luz.<br />
Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse los ojos de Gabriel en el<br />
antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se construyen. La cubierta hacía declive, y<br />
recordaba Gabriel que al abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete<br />
con columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raros herrajes, que ocultaban secretos.<br />
¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía curiosidad rabiosa y una especie de terror...<br />
¡Secretos! Sonriose, sacó del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas... Una servía... Cayó la<br />
cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron a escudriñar los famosos secretos de la<br />
cómoda, cual si en ellos se encerrase algún escondido tesoro... Los buenos de los secretos no<br />
tenían mucho de tales, y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer girar<br />
sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el hueco que existía detrás. Calle...<br />
pues había algo allí. Rollos de dinero... Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y<br />
cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de la refundición... Y allá,<br />
en el fondo, muy en el fondo, un papel amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita<br />
negra... Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de oro con perlas<br />
menudas, y vio Gabriel, cuyo corazón literalmente brincaba contra la carne del pecho, que el<br />
papel era una carta, escrita con tinta ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por<br />
un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada: -«Querido papá, felicito a usted los días; sabe<br />
Dios quién vivirá el año que viene; hágame el favor, si me empeoro, de darle a mi hermano<br />
Gabriel la sortijita adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego a faltar, ahí<br />
queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella: moriré tranquila confiando en eso...».<br />
Una lágrima, una verdadera lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma -<br />
«Su amante hija, Marcelina Pardo».<br />
El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las manos, y se reclinó en la<br />
cómoda, vencido por uno de esos terremotos del corazón que modifican las actitudes y las elevan<br />
a la altura trágica sin que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la<br />
frente, con una firme resolución y una promesa.<br />
La misma que repetía ahora a la majestuosa noche.<br />
- IX -<br />
Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día<br />
siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías<br />
y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco<br />
encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal<br />
155
el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel<br />
dijo que sí, que lo prefería.<br />
Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la<br />
rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el<br />
pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua<br />
serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente<br />
espolvoreados de azúcar.<br />
- Su señora de usted es una gran ama de casa - observó jovialmente don Gabriel al sorber el<br />
último residuo del aromático chocolate -. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que<br />
se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.<br />
Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de<br />
Juncal.<br />
-¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro<br />
diita en mi choza?<br />
- Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere<br />
acompañarme... - murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a<br />
fuer de hombre pulcro.<br />
-¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como<br />
ese... me parece que acabaría por volverme beato.<br />
- No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.<br />
- Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.<br />
- El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos<br />
del cristianismo - replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba<br />
lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas,<br />
el médico había proscrito los fósforos.<br />
- Ríase usted de cuentos... Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos - refunfuñó<br />
Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín- a cuenta de nuestra bobería... Más tocino<br />
tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.<br />
- Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por<br />
ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir<br />
canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le<br />
alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura<br />
de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado:<br />
a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción<br />
y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego... ya usted ve... Esto lo sabrá usted<br />
mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.<br />
-¿Es usted artillero, señor don Gabriel?<br />
- Para servir a usted.<br />
- Por muchísimos años. ¿Grado?<br />
- Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le<br />
podemos exigir tantas cosas.<br />
- Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?<br />
- Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.<br />
- En otras partes, la ilustración, la moralidad...<br />
- Moralidad... Sí... Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra<br />
por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un<br />
hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted<br />
disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa bella, complaciente y hacendosa<br />
mitad, y esta dorada medianía que goza? Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces<br />
156
habrá usted echado en cara a los frailes la afición a chocolatear! ¡Pues lo que es usted... no se<br />
descuida!<br />
Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste<br />
colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces<br />
avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para<br />
disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y<br />
llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había<br />
subyugado desde el primer instante.<br />
- Vamos - pensaba para su capote -, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de<br />
tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé disputar con él, ¡qué rábano! - Echose el<br />
sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo<br />
cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:- Mire usted, así que conozca al<br />
cura de Ulloa y le compare con los demás... Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza<br />
los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio... Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni<br />
derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina,<br />
como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.<br />
- Bien, ese ya es un santo - repuso Gabriel -. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero<br />
en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué<br />
instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa,<br />
porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos... ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la<br />
clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase<br />
media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al<br />
seminario sus hijos... Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento, caminito<br />
del Ministerio, o al menos del destino pingüe... En las clases altas, por milagro aparece una<br />
vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante<br />
para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes,<br />
en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted<br />
que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad... Y nuestro clero parroquial, aunque<br />
algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.<br />
- Es usted... - preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo - es usted... neocatólico, por lo<br />
visto.<br />
- No, nada de eso - respondió apaciblemente Gabriel -. Soy, platónicamente hablando,<br />
avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente... Pero ¡qué<br />
limoneros tan hermosos!<br />
Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.<br />
- Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más poéticos y hermosos que se<br />
pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo<br />
poco que ya he visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo... gente amable y<br />
cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.<br />
-¿Mecha otra vez?<br />
- Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.<br />
- Catalina apreciará tanto... Pero a estas horas... va en el molino, de seguro. Así que alistó el<br />
chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las<br />
parroquianas...<br />
Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a<br />
posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos,<br />
para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con<br />
gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos<br />
estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba<br />
el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura<br />
157
de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar<br />
material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas,<br />
conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando<br />
veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo<br />
poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!<br />
Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin<br />
embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.<br />
- Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo<br />
que hacerle?<br />
- Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir...<br />
- Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él,<br />
temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que<br />
no le sacan a uno de dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la<br />
gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la<br />
cabeza el médico, murmurando -¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado,<br />
Juncal...<br />
Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con<br />
algo atragantado en la nuez, murmuró:<br />
- Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.<br />
- Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme...<br />
Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.<br />
-...Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.<br />
-¿La señorita de Moscoso? - exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa -. ¿Qué me dice,<br />
don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!<br />
- Ya lo creo - repuso Gabriel soltando la risa -. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días<br />
hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.<br />
Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular<br />
varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.<br />
- Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el<br />
mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo -<br />
aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel- allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una...<br />
már... una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo<br />
me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular<br />
hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío... no<br />
está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y<br />
quiere ser mi mujer... Estoy determinado a casarme cuanto antes.<br />
Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si<br />
hablase consigo mismo:<br />
- En efecto... no hay duda que... Realmente, ¿quién mejor? La verdad es...<br />
Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la<br />
confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso,<br />
columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree<br />
nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos<br />
filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como<br />
suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.<br />
- Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé... ¿Cómo es?<br />
- El retrato de su difunta madre, que esté en gloria - respondió muy cristianamente el tremendo<br />
clerófobo Juncal.<br />
-¡De su madre! - repitió el artillero extasiado.<br />
158
- Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita... La madre era... algo bisoja y<br />
delgada... Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras... Alta, carnes apretaditas,<br />
morena con tanto andar al sol... buenas trenzas de pelo negro... y bien constituida. No digamos<br />
que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede<br />
campar en cualquier parte... Vaya si puede.<br />
- Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.<br />
- Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer<br />
en el coche, por su hermana.<br />
- Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted que aún no he<br />
empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted<br />
lo será conmigo?<br />
- No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.<br />
- Diga usted. Mi cuñado...<br />
- X -<br />
Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por<br />
marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:<br />
- No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada<br />
que le dieron... Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder<br />
de aquel tutor tan animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... ¡Y se llamaba<br />
como usted, don Gabriel!<br />
El comandante sonrió.<br />
- Maldito lo que se parecen... Como iba diciendo, yo, hace años, muchos años, que no pongo los<br />
pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro...<br />
Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?<br />
- Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad -<br />
respondió el artillero.<br />
- Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates... pero en fin, yo soy<br />
liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.<br />
-¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi cuñado?<br />
- Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen<br />
que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza<br />
como antes.<br />
- Y... ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa mujer que tiene en casa?<br />
- Mire usted, como yo no voy por allí... con repetirle lo que se cuenta... y unos hablan de un<br />
modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran<br />
ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado;<br />
enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el<br />
dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve<br />
para el caso... Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que<br />
después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano<br />
de quien estaba enamoradísima, y a quien le colgó, ¿usted se entera?, el milagro del rapaz. Este<br />
paisano, que ahora anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el Gallo de apodo,<br />
y nadie le conoce sino por el apodo o por el Gaitero de Naya, porque lo fue; y el remoquete de<br />
Gallo se lo pusieron sin duda por lo bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo<br />
presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha...<br />
-¿No le asesinaron por una cuestión electoral?<br />
- Justo... Según eso ¿está usted en autos?<br />
159
- Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...<br />
-¿Trampeta?<br />
- Pequeño, vivaracho, entrecano...<br />
- El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un<br />
trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la<br />
elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las<br />
primeras... donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de<br />
Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país... Dicen que ese ordenó la ejecución,<br />
aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre a salto de mata, de aquí a<br />
Portugal y de Portugal aquí...<br />
Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.<br />
- Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se<br />
formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su<br />
molino de usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa<br />
excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años... Yo entiendo que se quedó<br />
corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia...<br />
- Hoy en día, a Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a<br />
morir en paz a Orense... Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con<br />
usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba... En fin,<br />
todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron al padre, la muchacha se casó<br />
con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que<br />
se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco...<br />
Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana...<br />
Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.<br />
- No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar<br />
mano de todos los recursos de la ciencia para que...<br />
-¿Usted asistió a mi hermana? - exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi<br />
ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de<br />
subir a empañar la pupila.<br />
- Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a<br />
llamar... La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas<br />
en la garganta...<br />
Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.<br />
- Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? -<br />
pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:<br />
- Sí señor... ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de<br />
Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La<br />
fallé y dije (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo): - No dura medio año<br />
esta señorita -. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel - prosiguió el médico -, ¿qué<br />
le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas...<br />
De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa... Volviendo a la niña, no digamos que su<br />
padre la maltrate, pero apenas le hace caso... Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando<br />
nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades... Al que adora es<br />
al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a<br />
Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera... El muchacho anda lo mismo<br />
que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o<br />
el látigo cuando va a las ferias... y yegua para montar, y dinero en el bolsillo...<br />
Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído<br />
susurró:<br />
- Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...<br />
160
En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz<br />
serena:<br />
- Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero<br />
obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto<br />
les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien están<br />
perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas<br />
menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que<br />
no he de exigir dote... Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor<br />
cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla... ni más ni<br />
menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.<br />
Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta<br />
juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos<br />
sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.<br />
- Si ella no me quiere... y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella... (Juncal hizo con manos<br />
y rostro furiosos signos negativos)... entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de<br />
cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico hijo del<br />
marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna paterna.<br />
-¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.<br />
-¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso<br />
hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.<br />
- De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que regular. Muchas veces no se<br />
diferencia de una costurerita de Cebre... Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.<br />
- A arreglar todo eso venimos - contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar<br />
sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.<br />
- Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? - preguntó muy<br />
solícito.<br />
- He mudado de plan; ya no voy... Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura. Tengo por<br />
usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin<br />
inconveniente alguno.<br />
-¿Le corre tanta prisa?<br />
-¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...<br />
Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía,<br />
la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del<br />
huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa,<br />
con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras de trigo que arrojaba a puñados en<br />
torno suyo chillando agudamente: - Pitos, pitos, pitos... pipí, pipí, pipí...-. Seguíanla los pollos<br />
nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún<br />
conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la<br />
gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A<br />
la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy<br />
púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos<br />
de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el<br />
sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel<br />
cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por<br />
inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y<br />
conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó un momento,<br />
y sintió que se le enfriaban las manos, como sucede en los instantes graves y decisivos.<br />
-¡Fantasía, fantasía! - pensó -. Cuidadito... ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!<br />
161
- XI -<br />
Antes de salir de Cebre a caballo, rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos<br />
momentos Juncal y don Gabriel en el alpendre o cobertizo del patio del mesón donde remudaba<br />
tiro la diligencia. Yacían allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda entablillada, y<br />
no lejos, sobre paja esparcida, cubierto por una manta, temblando aún de la bárbara cura que<br />
acababan de hacerle, el infeliz delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera<br />
(llamémosle así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el algebrista de<br />
Boán. Máximo dio un codazo a don Gabriel, advirtiéndole que reparase en la peregrina catadura<br />
del viejo, el cual no se turbó poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación<br />
de atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó a chuparla, a vueltas de<br />
inauditos esfuerzos de su barba, determinada a juntarse de una vez con la nariz.<br />
Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna<br />
tiesa del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en más de una docena de talas o<br />
astillas de cañas de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le habían<br />
aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor que les chorreaba por la frente,<br />
cansados de ayudar a la operación de la compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota<br />
hasta hacer estallar los huesos, a fin de concertar las articulaciones, mientras el paciente veía<br />
todos los planetas, incluso los telescópicos.<br />
- Mire si tenía razón - murmuró Máximo -. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a<br />
éste de más de tres leguas... Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa<br />
que yo no haría.<br />
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó<br />
al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.<br />
- Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado- indicó al médico.<br />
-¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí... Raro es<br />
que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado...<br />
Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al<br />
atador. Tomolos este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó<br />
el ala del grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de vino que le<br />
brindaba la mesonera.<br />
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y<br />
adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países<br />
templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de<br />
saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que<br />
montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra,<br />
y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de<br />
ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el<br />
exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete;<br />
pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.<br />
Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar intenso, de una embriaguez<br />
espiritual, que ya conocía de antiguo, por haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su<br />
vida un horizonte o un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al<br />
caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas de la existencia futura,<br />
realzadas con toques de poesía, entretejidas con lo mejor y más grato que esa existencia podía<br />
dar de sí, con su expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los objetos y los<br />
sucesos representaban todo cuanto el novelista o el autor dramático pudiese desear para la<br />
creación artística, y por lo mismo que no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro<br />
seguía borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo fantástico, Gabriel<br />
162
solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible<br />
cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus<br />
fracasos - los caballos muertos, que decía él para sí -. Conociéndose, solía proponerse mayor<br />
cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero esta llevaba siempre la mejor parte.<br />
Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su<br />
sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un ser<br />
querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres frases de Juncal, el olor de las flores<br />
silvestres y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el<br />
castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina incesantemente, y se la figuraba<br />
de mil maneras, y discurría, enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y<br />
enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia selvática de su<br />
sobrina, su carácter algo arisco, y el rendimiento y ternura con que, después de las primeras<br />
esquiveces, le caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por qué se veía disipando<br />
poco a poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola en los goces y bienes de la<br />
civilización, y otras veces volvía la torta, y se veía a sí propio hecho un aldeano, y a Manolita,<br />
con los brazos arremangados como Catuxa, dando de comer a las gallinas, o... ¡celeste visión,<br />
espectáculo inefable!, arrimando al blanco y redondo pecho una criaturita medio en pelota, toda<br />
bañada de Sol...?<br />
La naturaleza se asemeja a la música en esto de ajustarse a nuestros pensamientos y estados de<br />
ánimo. No le parecieron a Gabriel tristes y lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se<br />
suspenden sobre el río Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los<br />
montes calvos o poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría espesa bóveda de zarzal.<br />
Al contrario, miraba con interés los pormenores del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al<br />
copudo castaño que le formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:<br />
-¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.<br />
- Cerquita de aquí - advirtió Juncal - mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los<br />
Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón... El chiquillo, el nieto, el<br />
Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras... Se le ha de acordar cada vez<br />
que pase por aquí... si es que tiene valor de pasar.<br />
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que<br />
pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:<br />
-¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia?<br />
¿Hace por malquistarla con mi cuñado?<br />
-¡Él maltratarla! ¡A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado que el de<br />
tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se volvió chocho, lo que se llama chocho, por<br />
ella; la señora y el ama no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía<br />
sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero; ni por pegarle; le digo a<br />
usted que era mucho cuento tal afición. Y después de fallecer la señora, ¡Dios nos libre! El<br />
niñero de la señorita Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por ahí.<br />
¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo magostos, por las viñas picando<br />
uvas, o chapuzando por los pantanos! Y que no sé cómo no se mataron un millón de veces o no<br />
rodaron por los despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y recio! Un<br />
hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le conocí, y verá usted cuál. Cátate que se<br />
le pone en la cabeza al marqués, y otros dicen que al farolón del Gallo, enviar al rapaz a Orense<br />
para que estudie; y quién le dice a usted que el primer año, cuando tocaron a separarse, los dos<br />
chiquillos cayeron malos qué sé yo de qué... de una cosa que aquí llamamos saudades... ¿Usted<br />
comprende el término? Porque usted lleva años de faltar de Galicia...<br />
- Sí, ya sé qué quiere decir saudades. Los catalanes llaman a eso anyoransa. En castellano no hay<br />
modo tan expresivo de decirlo.<br />
163
- Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los<br />
gatos cuando tienen morriña; pero así que volvieron a sus correrías, sanó y se puso otra vez<br />
alegre. Y a cada curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que la<br />
cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas pintan las cerezas y toma las<br />
de Villadiego, otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su...<br />
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy<br />
rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando -¡Ave María!- de esas que<br />
no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo...<br />
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio<br />
pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir<br />
una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:<br />
- Con su hermana.<br />
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.<br />
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba<br />
ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos<br />
conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.<br />
- Yo no paso de aquí, don Gabriel... Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre... y la<br />
verdad, como está uno así... político... no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión<br />
para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la<br />
yegua...<br />
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.<br />
- Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal... A usted y a su<br />
señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas... que no se olvidan.<br />
- Por Dios, don Gabriel... No avergüence a los pobres... Dispensar las faltas que hubiese. La<br />
buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.<br />
- Le digo a usted que no la olvidaré...<br />
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.<br />
-¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! - gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la<br />
palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:- ¡Qué simpático...<br />
qué persona tan decente!... ¡Qué instruido... qué modos finos!...<br />
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su<br />
casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado<br />
al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y<br />
posible advenimiento de la república.<br />
-¿Cómo pensará este señor? - discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los<br />
intestinos -. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible... Tan simpático...<br />
¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera... debe de estar en lo cierto.<br />
- XII -<br />
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos,<br />
picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para<br />
orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el<br />
mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo<br />
recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y<br />
de los bueyes.<br />
Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada más allá<br />
del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del<br />
edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de<br />
164
fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas<br />
saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las<br />
torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las<br />
sangrientas cabezas de lobo.<br />
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los<br />
carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes,<br />
rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada<br />
faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas.<br />
Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le<br />
rompiese el tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y<br />
entró.<br />
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa,<br />
alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda<br />
o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de<br />
gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor, con americana,<br />
cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire; Gabriel pensó que sería el<br />
mayordomo, el Gallo. Sentado en un banquillo hecho de un tablón grueso, cuyas patas eran<br />
cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro puntos cardinales, estaba otro hombre<br />
más corpulento, más obeso, más entrado en edad o más combatido por ella, con barba<br />
aborrascada y ya canosa, y vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca<br />
altura del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver a su padre, don Manuel<br />
Pardo, tal cual era hacía unos quince o veinte años; y con mayor cordialidad de la que traía<br />
premeditada, se fue derecho a saludar al marqués de Ulloa.<br />
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña<br />
oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos<br />
suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies<br />
una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras.<br />
Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.<br />
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol<br />
poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante<br />
se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:<br />
- No me conocerás... Te diré quien soy... Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.<br />
-¿Gabriel Pardo?<br />
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como<br />
el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo<br />
ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró<br />
serenamente:<br />
- Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días... ¿Te parece mal la libertad que me tomo?<br />
¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.<br />
-¡Jesús... hombre! - prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y<br />
contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad -. Seas muy bienvenido: estás<br />
en tu casa. ¡Ángel! - ordenó dirigiéndose al Gallo, - que recojan el caballo del señor, que le den<br />
cebada... ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.<br />
- No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde<br />
estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.<br />
- Como tú dispongas; pero si estás cansado y... ¡Ey, Ángel! - gritó al individuo que ya se<br />
alejaba:- a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! - añadió<br />
volviéndose a Gabriel -. Tú por acá, por este país...<br />
- He llegado ayer - contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su<br />
presencia y razón plausible de su venida -. Estaba en la diligencia que volcó - y al decir así,<br />
165
señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa -. Ha sido preciso<br />
descansar del batacazo.<br />
-¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! - exclamó el hidalgo dirigiéndose a<br />
uno de los gañanes -. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero<br />
estropeados?<br />
- Con perdón - respondió el Sarnoso tocándose una pierna - llevaban esto crebado, dispensando<br />
usted.<br />
- Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura - confirmó Gabriel.<br />
El vuelco de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió<br />
otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos<br />
propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le<br />
examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado<br />
y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan<br />
anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los<br />
labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a<br />
rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el<br />
artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado,<br />
que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto<br />
inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción<br />
de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a<br />
pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella<br />
un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo<br />
harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez<br />
parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo<br />
abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma<br />
cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada<br />
aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que<br />
caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas dirían, al<br />
ver pasar al marqués de Ulloa: -¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.<br />
Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del<br />
esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión<br />
involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas,<br />
cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades -<br />
la muerte.<br />
-¡Yo que le tenía por un castillo! - pensó -. Pero también los castillos se desmoronan.<br />
De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por<br />
saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del<br />
pasado ajustadas ahora por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más<br />
inmediata y práctica, en una discusión referente a las partijas que se hallaban incoadas y<br />
pendientes desde el fallecimiento del señor de la Lage. Por más que el aire abierto y franco que<br />
traía Gabriel decía a voces - no vengo aquí a ocuparme en cuestiones de intereses - el marqués de<br />
Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dio por segura, y empezó a tirar mentalmente sus líneas y<br />
a combinar su estrategia. Con los años, el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los<br />
labriegos viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de pertenencia, un<br />
litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el papel sellado, esté por lo menos en ocasión de<br />
danzar.<br />
Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su<br />
sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento<br />
juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:<br />
166
- Y... ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy deseando verla. Debe ser toda una mujer... ¿estará<br />
guapísima?<br />
El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que<br />
juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:<br />
- Ahora la verás... Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho... como dos cabritos,<br />
triscando. Los pocos años, ya se ve... Cuando vamos viejos se acaba el humor... Más tengo<br />
corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su<br />
San Martín, como dicen... Todos vamos para allá - dijo apoyando su grueso mentón en el puño<br />
de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.<br />
Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por la plenitud<br />
de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de<br />
soberana quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas, y los últimos resplandores<br />
del astro inundaban de rubia claridad la cima de las medas, convertían en cinta de oro bruñido la<br />
atadura de los haces, daban toques clarísimos de esmeralda a la copa de los árboles, mientras las<br />
ramas bajas se oscurecían hasta llegar al completo negror. Se oían los últimos pitíos de los<br />
pájaros, dispuestos ya a recogerse, el canto ritmado del ¡pas-pa-llás! en el barbecho, el arrullo de<br />
las tórtolas, que se dejaban caer por bandadas en los sembrados, en busca del rezago de granos y<br />
espigas que allí había derramado la hoz, y la lamentación interminable del carro cargado, tan<br />
áspera de cerca como melodiosa de lejos. A trechos se escuchaba también otra queja<br />
prolongadísima, pero humana, un ¡ala laaaá! de segadoras, y todo ello formaba una especie de<br />
sinfonía - porque Gabriel no discernía bien los ruidos, ni podía decir cuáles salían de laringe de<br />
pájaro y cuáles de femenina garganta- una sinfonía que inclinaba a la contemplación y en la cual<br />
sólo desafinaba la voz enronquecida del marqués de Ulloa.<br />
Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.<br />
-¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!<br />
-¿En dónde? - preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que<br />
poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.<br />
Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era,<br />
desembocó entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado de<br />
gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que<br />
instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos,<br />
claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para<br />
sujetar la carga, descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de<br />
las ruedas, fijó su atención un objeto más curioso: un grupo que se destacaba en la cúspide del<br />
carro, un mancebo y una mocita, tendidos más que sentados en los haces de mies y hundido el<br />
cuerpo en su blando colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y<br />
salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste donde se acumulaban esas<br />
franjas de arrebol que anuncian un día muy caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja,<br />
que más que carro de mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda<br />
liberalmente, sea a la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al ave en la copa del arbusto.<br />
Gabriel sintió de nuevo una extraña impresión; algo raro e inexplicable que le apretó la garganta<br />
y le nubló la vista.<br />
- XIII -<br />
Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo<br />
por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal<br />
calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se<br />
detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra<br />
167
impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e<br />
indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de<br />
humorismo, el bastardo de Moscoso.<br />
Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo<br />
bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien<br />
señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y<br />
rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta<br />
con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada<br />
alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de<br />
guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro<br />
esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas<br />
modernos no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de bucles, digno de<br />
una testa marmórea, de los cuales dos o tres se emancipaban hasta flotar sobre las cejas y<br />
estorbar a los ojos.<br />
Para Gabriel, más pensador e idealista que artista y pagano, y además hombre moderno en toda<br />
la extensión de la palabra, aficionado a la expresión, prendado sobre todo, en el sexo varonil, de<br />
las cabezas reflexivas, de las frentes anchas en que empieza a escasear el cabello, de las<br />
fisonomías que son una chispa, una llama, una idea hecha carne, que habla por los ojos y se<br />
imprime en cada facción y se acentúa enérgicamente en la ahorquillada o puntiaguda barba, de<br />
los cuerpos en que la disposición atlética y la hermosura de los miembros se disimula hábilmente<br />
bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada; para Gabriel, decimos, fuese por<br />
todas estas razones o por alguna otra que ni él mismo entendía, no solamente resultó<br />
incomprensible la lindeza de Perucho, sino que a pesar de su predisposición a la simpatía, sobre<br />
todo hacia la gente de posición inferior a la suya, le pareció hasta antipática e irritante aquella<br />
cabeza de joven deidad olímpica, aquella frescura campesina y tosca, aquella cara tallada en<br />
alabastro, pero encendida por una sangre moza y ardiente, savia vital grosera y propia de un<br />
labriego (así pensaba Gabriel); y sobre todo aquellos modales aldeanos, aquel vestir lugareño,<br />
aquella extracción evidentemente rústica, revelada hasta en el modo de andar y en el olor a<br />
campo que le había comunicado la mies.<br />
En cambio -¡oh transacciones de la estética!- Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado<br />
de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa. Así como a Perucho se le<br />
estaba despegando la americana y el pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de estopa<br />
de los gañanes que erigían la meda, a Manolita (seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el<br />
pobre vestidillo de lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de<br />
cachemir de corte elegante y sencillo, un sombrero Rubens con plumas negras - que lo llevaría<br />
divinamente -. ¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se parecía, se parecía mucho a la<br />
inolvidable mamita; los mismos ojazos negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro<br />
larguito... pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre mamita no gozó nunca.<br />
Y además, serena e intrépida y despegada y arisca. Al decirle su padre: - Este señor es tu tío<br />
Gabriel Pardo, el hermano de tu mamá -, la montañesa apuntó a boca jarro las pupilas, y<br />
murmuró con desdeñosa gravedad:<br />
- Tenga usted buenas tardes.<br />
Si más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se quedó algo<br />
sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina. Entre los números del programa<br />
trazado por su imaginación, se contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en<br />
el fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado una escena digna<br />
del buril de un grabador inglés: una doncella candorosa aunque algo brava y asustadiza, que se<br />
ruborizase al verle, que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y reverencias,<br />
que luego consultase con tímida mirada a su padre, y autorizada por una seña de este, saliese<br />
precipitadamente, volviendo a poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al<br />
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forastero... Sí, ¡buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le hacía Manolita; y su padre, en<br />
vez de mostrar que extrañaba semejante comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con<br />
Gabriel, informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su padre, al<br />
hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros X? El artillero contestaba; pero de<br />
soslayo observaba atentamente lo que acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí a<br />
Perucho, que en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los bueyes,<br />
ayudaba a descargar el carro, mostrando deleitarse en la actividad muscular, que esparcía su<br />
sangre y la enviaba en olas a enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del<br />
carro estuvo por tierra, llegose a la meda empezada, en cuya cima vio Gabriel alzarse, como<br />
estatua en su pedestal, a Manolita. Cruzáronse entre los dos muchachos frases, risas y una<br />
especie de gracioso reto; y empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dio<br />
principio al juego de levantar con ella un haz y arrojárselo a la chica, que lo recibía en las manos<br />
como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin titubear, y se lo pasaba al punto a un gañán<br />
encaramado también sobre la meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro,<br />
medando hábil y rápidamente.<br />
Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla que te hablarás, en<br />
el tono llano y cansado del hombre para quien pasó la edad de los retozos y no cree que ya le<br />
importen a nadie. Y Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero distraído, con el alma a<br />
cien leguas de la plática. Al fin no pudo contenerse, y se levantó.<br />
-¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?... - interrogó obsequiosamente el marqués,<br />
dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.<br />
- No... Sí... Quisiera... - murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le pareció<br />
ridículo decir: - Lo que estoy deseando, a pesar de mi brazo vendado, es ponerme también a<br />
echar haces a la meda...-. Y no atreviéndose a confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia<br />
la gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante algunos segundos las risas<br />
de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces,<br />
y el impaciente -¡venga otro!- de Manolita cuando tardaban.<br />
- XIV -<br />
Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos<br />
a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos<br />
sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel<br />
se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda;<br />
después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como<br />
era en realidad.<br />
A la escalera salieron a hacerle los honores el Gallo y su esposa, la ex-bella fregatriz Sabel,<br />
causa de tantos disturbios, pecados y tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años<br />
antes, cuando quería hacer prevaricar a los capellanes de la casa, no la conocería ahora. Las<br />
aldeanas, aunque no se dediquen a labrar la tierra, no conservan, pasados los treinta, atractivo<br />
alguno, y en general se ajan y marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su<br />
piel se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como cola de buey, el seno se<br />
esparce y abulta feamente, los labios se secan, en los ojos se descubre, en vez de la chispa de<br />
juguetona travesura propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la máscara<br />
labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los primeros años dura algo más; pero si<br />
se casa, es segura la ruina inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la<br />
balsámica frescura de las hierbas puestas a serenar la víspera de San Juan, y al año de consorcio<br />
no es posible conocerlas ni creer que son las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas<br />
aldeanas, que parecen grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa<br />
169
alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran jamás la belleza en la mujer<br />
después de casada y madre: sus requiebros y ternezas son siempre para las rapazas, las nenas<br />
bunitas.<br />
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún<br />
día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro,<br />
amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los<br />
pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con<br />
energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil<br />
sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».<br />
Con todo, su marido Ángel de Naya, por remoquete Gallo, la tenía no sólo convencida, sino<br />
subyugada y vencida por completo, desde los tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su<br />
puesto y corte de sultana favorita en los Pazos, e irse a cavar la tierra. Era una devoción fanática,<br />
una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis<br />
grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El varón, no<br />
obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en carácter, y hasta en ventajas<br />
físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba su tipo de majo a la gallega y su triunfadora guapeza de<br />
sultán de corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas patillas y la<br />
fachenda en vestir y el empeño de presentarse con cierta dignidad harto cómica. Es de saber que<br />
el Gallo, sin madurar los vastos y mefistofélicos planes de su antecesor y suegro el terrible<br />
Primitivo, no era ajeno a miras de engrandecimiento personal, que delataban indicios evidentes.<br />
El Gallo vestía de señor, lo que se dice de señor; encargaba a Orense camisolas, corbatas,<br />
pañuelos, capa, reloj, botitos, y por nada del mundo se volvería a poner su pintoresco traje de<br />
terciopelo de rizo azul, con botones de filigrana de plata, y la montera con plumas de pavo real,<br />
ni a oprimir bajo el sobaco el fol de la gaita a cuyo sonido habían danzado tantas veces las<br />
mozas. Paisano trasplantado a una capa superior, todo el afán del Gallo era subir más, más aún,<br />
en la escala social. Nadie le obligaría a coger una horquilla o una azada: dirigía la faena agrícola,<br />
nunca tomaba parte activa en ella, porque soñaba con tener las manos blancas y no esclavas,<br />
como él decía. Otra de sus pretensiones era leer óptimamente y escribir con perfección. Como<br />
todos los labriegos que aprenden a leer y escribir de chiquillos, su iniciación en esta maravillosa<br />
clave de los conocimientos humanos era muy relativa: sabe leer y escribir no es conocer los<br />
signos alfabéticos, nombrarlos, trazarlos; es sobre todo poseer las ideas que despiertan esos<br />
signos. Por eso hay quien se ríe oyendo que para civilizar al pueblo conviene que todos sepan<br />
escritura y lectura; pues el pueblo no sabe leer ni escribir jamás, aunque lo aprenda. En<br />
resolución, el Gallo se despepitaba por alardear de lector y pendolista y acostumbraba por las<br />
noches, antes de acostarse, leerle a su mujer, en alta voz, el periódico político a que estaba<br />
suscrito y que proporcionaba una satisfacción profunda a su vanidad, al imprimir en la faja - Sr.<br />
D. Ángel Barbeito-Santiago-Cebre -. Por supuesto que leía de tal manera, que no sólo al caletre<br />
algo obtuso de Sabel, sino al más despierto y agudo, le sería difícil sacar nada en limpio; porque<br />
suprimía radicalmente puntos y comas, se comía preposiciones y conjunciones, se merendaba<br />
pronombres y verbos, casaba sin dispensa palabras y repetía cuatro y seis veces sílabas difíciles,<br />
siendo de ver lo que se volvían en labios suyos las noticias referentes, verbigracia, al Mahdi, a<br />
los nihilistas, al rey Luis de Baviera o a los fenianos y liga agraria. Y todos estos sucesos,<br />
batallas, asolamientos y fieros males, cuanto más lejanos y más inaccesibles, razonablemente<br />
hablando, a su comprensión, más le deleitaban, interesaban y conmovían; y era curioso oírselos<br />
explicar, en tono dogmático, a otros labriegos menos enterados que él de la política exterior<br />
europea en cierta tertulia que solía juntarse en la cocina de los Pazos. Respecto a sus<br />
pretensiones de pendolista, había empezado a satisfacerlas del modo siguiente: encargando a<br />
Orense una resmilla de papel de cartas bien lustroso, de canto dorado, y mandando plantificar en<br />
mitad de cada hoja un A. B. cruzado, tamaño como la circunferencia de un duro; y ya provisto de<br />
papel tan elegante y de escribanía y cabos de pluma en armonía con él, dio en escribir, para<br />
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ejercitar la letra, cartas y más cartas a todo bicho viviente, tomando por pretexto, ya el felicitar<br />
los días, ya cualquier motivo análogo. También era para él gran preocupación el hablar, pues se<br />
esforzaba a que sus labios olvidasen el dialecto a que estaban avezados desde la niñez, y no<br />
pronunciasen sino un castellano que sería muy correcto si salvásemos las innumerables jeadas,<br />
contracciones, diptongos, barbarismos y otros lunarcillos de su parla selecta. ¡Y cuanto más se<br />
empeñaba en sacudirse de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura capa<br />
de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas, en sus patillas cerdosas y<br />
encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus anchos pies, la extracción, la extracción<br />
indeleble, que le retenía en su primitiva esfera social! Si él lo comprendiese sería muy infeliz.<br />
Por fortuna suya creía todo lo contrario.<br />
Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero<br />
heredado de su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en préstamos a un<br />
rédito usurario. El Gallo amaba las fincas rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los<br />
Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vio desde luego lo ventajoso de su situación<br />
para papelonear; y como el Gallo antes pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente<br />
en los gallegos, dígase lo que se quiera, su sueño dorado fue subir como la espuma, no tanto en<br />
caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con Sabel, convertirse en señor y a<br />
ella en señora, y a Perucho en señorito verdadero... Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era<br />
de tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de papá por Perucho y sin razón<br />
alguna para regatearle el título de hijo, la idea de que por las venas del mozo pudiese circular<br />
más hidalga sangre, le ponía tan esponjado, tan hueco, tan fuera de sí de orgullo, que no había<br />
anchura bastante para él en toda el área de los Pazos. Lo pasado, el ayer de Sabel en aquella casa,<br />
lejos de indignarle o disgustarle, era el verdadero atractivo que aún poseía a sus ojos una mujer<br />
marchita y cuadragenaria.<br />
El matrimonio salió a esperar al huésped en la meseta de la escalera, deshaciéndose en<br />
obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los verdaderos dueños de la casa. Aunque<br />
Sabel no guisaba ya, ¡pues no faltaría otra cosa!, se enteró minuciosamente de lo que el huésped<br />
podía apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? ¿Tortilla? ¿Lonjas de carne? ¿Chocolate? Gabriel<br />
repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y en esta porfía me lo iban llevando de<br />
habitación en habitación, a cual más destartalada y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y<br />
según la costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles, presenciando cómo la<br />
cubrían. Gabriel, al comprender que se trataba de cenar, buscó con los ojos algo que no parecía<br />
por el comedor. Y al fin no pudo contenerse.<br />
-¿Y Manolita? - preguntó -. ¿Y Manolita? ¿No cena?<br />
-¿La chiquilla?... ¡Busca! ¿Quién cuenta con ella? - respondió el marqués de Ulloa, como si<br />
dijese la cosa más natural y corriente del mundo -. ¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora<br />
se juntarán en la era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil demonios, y<br />
pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla viene, y habiendo una luna hermosa como<br />
hay, tenemos broma hasta cerca de las diez.<br />
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era<br />
ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y<br />
servilletas. Su impulso era decir: - Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos -, pero<br />
se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su<br />
cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.<br />
Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se<br />
ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla,<br />
sin cortinas ni chimenea; por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y<br />
empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que subían a comérselos, y<br />
otros caprichos de la fantasía del pintor; y en el centro, frente a la vasta mesa de roble y a los<br />
bancos duros, de abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que tenía<br />
171
carácter o cachet, ese no sé qué de arcaico que enamora a las cansadas imaginaciones modernas,<br />
y se confirmó en ello al fijarse en el plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban<br />
emblemas curiosísimos, que le trajeron a la memoria su edad infantil, pues en su casa siendo<br />
niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos docenas de platos traídos por doña<br />
Micaela, la madre del marqués, que debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un<br />
Pardo virrey o magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage dividido en dos<br />
cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos leones rampantes en campo de gules, y en el de<br />
la izquierda otro león y cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de<br />
Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una banderola la divisa: Fortis in<br />
fide et regi fidelis; bajo el escudo, en otra banderola, Per cruces ad triumphos. ¡Resto de algo<br />
glorioso, esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo a Gabriel de la<br />
contemplación del plato, su cuñado que con inmenso cucharón de plata le servía una sopa de pan<br />
humeante, grasienta y doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros<br />
leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se<br />
bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas.<br />
Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella exhibición de<br />
vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa<br />
de veinte años antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al<br />
revés: con la mengua de sus fuerzas físicas, con el paso de la vida nómada de cazador a la más<br />
sedentaria de hidalgo que cultiva sus tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte,<br />
terror que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor indiferencia que<br />
nunca por las finuras y elegancias: en cambio la materia le dominaba, cogiéndole por el flaco de<br />
la gula, y como todos los gotosos, apetecía justamente los platos y vinos que más daño podían<br />
causarle. El ramo de pompas y vanidades corría de cuenta del insigne Gallo, en quien latía la<br />
inclinación más irresistible al fausto y esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la<br />
vajilla y con cuanto pudiese.<br />
Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una<br />
entrevista confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus habitaciones en compañía<br />
de su mujer, la cual acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada<br />
menos que a sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y cucas, con divisiones<br />
nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo lo que antes fue madriguera del zorro<br />
Primitivo, lo había convertido el presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda.<br />
Y cuanto tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba el señor, otro<br />
tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se labraba el mayordomo. Llenitas como un<br />
huevo, nada faltaba en ellas: ni los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las<br />
sillas y sofá de yute, ni el espejo grande en la salita, ni las fotografías harto ridículas, en sus<br />
marcos dorados, ni cromos de frailes y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni<br />
calendario americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso bienestar y el<br />
lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La cama de matrimonio era negra maqueada,<br />
es decir, con unos pecaminosos medallones dorados y unas inicuas guirnaldas de rosas; a cada<br />
viaje que el Gallo hacía a Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una dorada<br />
enteramente, lo cual era a sus ojos el colmo de la ostentación y sibaritismo humano; pero un<br />
vago recelo de lo que podría decir la gente envidiosa y chismosa, le contenía siempre,<br />
reduciendo su vehemente capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo<br />
más seductora.<br />
Las pollitas, o sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina<br />
en banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los pies hacia la cabecera;<br />
dormían con los ojos colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar,<br />
porque querían ir a la era, a oír tocar la pandereta y cantar la encomienda; pero su padre, que<br />
profesaba las más severas ideas respecto al decoro de las señoritas, no se lo había permitido.<br />
172
Sabel empezaba a soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía según la costumbre<br />
aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado de una mesa que sustentaba la lámpara de<br />
petróleo (una lámpara nada menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico<br />
que a la sazón recibía, y era si no mienten las crónicas El Globo, y comenzó a chapucear sueltos,<br />
asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York, y exclamando:<br />
-¡Ave María de gracia!... ¡Dice que están a noventa... y cin... y cin... co farengues... (95º<br />
Fahrenheit se cree que sería), y trin... trienta y ci... cinco y ciento gra... dos! (35º centígrados,<br />
supongo que rezaría la hoja.) Mujer... ¡qué pasmo!<br />
Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de complaciente gruñido, estirándose<br />
gustosa entre las sábanas, pues sin saber cuántos farengues de calor se gastaban por allí, sabía<br />
que había sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del apuro siempre que<br />
su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el grabado, o mejor dicho el borrosísimo cliché<br />
del periódico, para hacerle admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una<br />
fantasía ardiente podía reconocer, ya una Aldea rusa a orillas del Volga, ya la Vista de<br />
Constantinopla tomada desde el Bósforo, con otros primores artísticos de la misma laya. Aquella<br />
noche, después de pagar el imprescindible tributo a la política exterior y al movimiento europeo,<br />
ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la boca del tubo, entre<br />
el silencio y la oscuridad y el bienestar del lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva,<br />
se echaron a indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella venida del<br />
señorito don Gabriel.<br />
- XV -<br />
La primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia,<br />
fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor,<br />
y además... ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!<br />
¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por<br />
junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos<br />
fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!<br />
- No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada - pensaba el comandante -. Parezco<br />
un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura,<br />
mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a<br />
los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.<br />
Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo<br />
sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba<br />
hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que<br />
no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de<br />
la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida<br />
por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se<br />
amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete<br />
figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el<br />
canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se<br />
sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su<br />
devoción, un rosario de azabache con engarce de plata... todo había sido conservado allí, no por<br />
respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran<br />
caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.<br />
Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que<br />
vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes<br />
de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea<br />
173
de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el<br />
hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si<br />
le negaba autorización para hacerse querer de la niña... bien, entonces le asistiría el derecho de<br />
tomársela.<br />
Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en<br />
blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de<br />
Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a<br />
despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del<br />
comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las<br />
quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca,<br />
pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como<br />
incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista<br />
se celebraría dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de Ulloa - archivo que<br />
ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto<br />
capellán.<br />
El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que<br />
fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por<br />
ambas partes. - Me dejas pasmado. - No sé por qué. - Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de<br />
broma? - Nada de eso: con nadie, y menos contigo. -¿En qué quedamos; me pides o no a<br />
Manolita? - No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece<br />
desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. -¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de<br />
tomarla? -¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo<br />
mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces... entonces sí que te la pido. - Sólo<br />
faltaba que tampoco me la pidieras entonces. - Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando<br />
menos falta me hace que me la des tú; pero... yo soy así. - Tú eres por lo visto una buena pieza. -<br />
Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. - Pero... ¿estará<br />
decente que andes tú por ahí acompañando a la chica, después de saber que tienes tales<br />
proyectos? - Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que tu hija anda muy recogida y<br />
pierniquebrada. -¡Hombre... hombre! - La has criado como un marimacho, sin recato ninguno,<br />
¿sabes? Y muy mal, por no decir infernalmente. - Y a ti, ¿quién te da vela?... - Poca cosa: como<br />
que intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre. - Manolita es una chiquilla y,<br />
además... no anda sola. - No, ya sé que la acompaña... el hijo del mayordomo -. (Aquí los ojos de<br />
ambos cuñados cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos). - Siempre<br />
anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos. -¡Bonita razón! En fin, al grano; ¿me<br />
permites, sí o no, que pruebe a agradar a Manolita? -¿Y si no te lo permito? - Lo haré sin tu<br />
permiso; sólo que lo haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir a meterme<br />
en ella para obrar contra tu gusto. - Y si te doy permiso y le agradas, ¿te casarás con ella? -<br />
¡Hombre!, ese es mi propósito: ¿pero y si tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra.<br />
- Me estás proponiendo cosas raras. - Aún voy a proponerte otra más rara que todas las demás. Si<br />
se arregla la boda, no le des un céntimo a tu hija de presente, y dispón tu testamento como te dé<br />
la gana y a favor de quien se te antoje. - Eh... Ni un cént... Quieto, quieto; mi hija no está en la<br />
calle; por de pronto tiene... la legítima materna. -(Por ahí te duele, pensó Gabriel cuando oyó<br />
esto). - La legítima materna de Manolita te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta<br />
dotal, otro tanto como le corresponda por herencia de su madre. - Yo... en realidad de verdad...<br />
así Dios me salve... - He dicho que ni un céntimo de presente, ¿cómo se dicen las cosas?... Y el<br />
día de mañana... lo que te dicte tu conciencia... y nada más. (La cara del marqués se dilataba, su<br />
barba gris temblaba de placer.) -¡Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y cómo ha sido ese<br />
repentón de gustarte la chica? - Tres meses hace que me gusta. -¿Sin verla? -¡Se entiende! Casi<br />
no la he visto aún a estas horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide<br />
sino la aquiescencia y nada más. - Pues... por mí... trato hecho. - Trato hecho... ¡Acabáramos!<br />
174
- Ya tengo - pensó Gabriel al volver a su cuarto - campo libre y carta blanca -. Pasábase el<br />
cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el<br />
corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una<br />
voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:<br />
-¿Hay permiso?<br />
Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de percal color<br />
garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de<br />
seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga<br />
elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha<br />
se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla<br />
y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:<br />
- Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo... bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la<br />
casa toda.<br />
- Gracias, niña... ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?<br />
- Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.<br />
- ¿Te sería igual tutearme... o te parezco demasiado viejo? Di - añadió con unos visos de<br />
melancolía.<br />
- Algo viejo es... y me da vergüenza.<br />
Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará» - pensó para sí; y añadió en voz<br />
alta:<br />
- Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto... Tengo más ganas<br />
de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?<br />
-¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que...<br />
-¿Qué?<br />
- Que si fuésemos por ahí... por montes... le tuviese yo que dar la mano.<br />
- Pues mira... Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios<br />
bonitos... Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.<br />
- Sí; pero a esta horita - notó la muchacha castañeteando los dedos- ¿quién se atreve a pasar más<br />
allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre...<br />
- Pues al bosque ahora, y a la tarde... me llevarás a donde gustes, chiquilla.<br />
Volviose la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya dos veces había<br />
observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de detestable educación, en vez de desalentar<br />
al artillero, le atrajo más. - Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas, zarzales...<br />
¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese... A falta suya, yo desbrozaré esa maleza, a<br />
fuerza de paciencia y de cariño.<br />
La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la seguía, rumiando<br />
aquello del terreno virgen, y observando con gran placer que era aplicable así a lo moral como a<br />
lo físico de la muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica, tenía las dos<br />
planicies delante y detrás, que suelen delatar la inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la<br />
raya que dividía las trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte<br />
moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las más tranquilizadoras,<br />
por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del pelo corto que la sombreaba; su andar era andar de<br />
cervatilla, sin languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente convexa la<br />
hacían semejante a las santas mártires o extáticas que se ven en los museos.<br />
-¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que formar! - reflexionaba Gabriel, muy<br />
encariñado ya con su oficio de preceptor -. Pero hay terreno, hay sujeto... ¡La han descuidado<br />
tanto! Lo que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la<br />
fuerza e influjo del natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es habérselas con esta niña,<br />
entregada a sí misma desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y a<br />
quienes la solicitud y los sabios... o hipócritas consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han<br />
175
cubierto de un barniz tan espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él. -<br />
¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero qué modo de correr! - exclamó en voz alta,<br />
viendo que Manolita atravesaba velozmente las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de<br />
cuatro saltos, y sin aflojar el paso se metía por el huerto.<br />
- Corra también - respondió la niña casi sin volver la cara -: ¡Todo esto de la casa y la huerta es<br />
más cargante! Ya iremos despacio por el soto... Allí da gusto.<br />
Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie<br />
del estanque, los mismos escribanos de agua tenían pereza de echar complicadas firmas con sus<br />
largos zancos, y adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce de beber<br />
sol. Los átomos del aire vibraban, prontos a inflamarse cuando el astro ascendiese a su zenit;<br />
innumerables insectos zumbaban entre la hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros,<br />
seguros de que con aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían de<br />
derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas ejecutaba en el ambiente<br />
de fuego una figura de rigodón, y luego se desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el<br />
hongo, y abanicábase con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vio.<br />
- Va a pillar un soleado... ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de berza y métala en el sombrero,<br />
que si no... mañana a estas horas está en la cama con un mal.<br />
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.<br />
-¿Y tú? - exclamó en seguida -. ¿Por qué no coges un soleado tú? No llevas nada en la cabeza.<br />
-¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.<br />
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto,<br />
como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol<br />
no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo<br />
convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su<br />
sobrina.<br />
-¿Manuela?<br />
Ella se volvió, asaz impaciente.<br />
-¿Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?<br />
- Pues cómalas, y buen provecho - respondió la chica encogiéndose de hombros.<br />
- Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.<br />
-¿Seque no diferencia las verdes de las maduras?<br />
- No... Sé un poco amable. Ayúdame.<br />
Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama,<br />
fue tentando ciruelas... y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel,<br />
amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio,<br />
marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.<br />
- Mil gracias... Ahora...<br />
-¿Ahora qué?<br />
- Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.<br />
- No me da la gana... Estoy harta de ciruelas.<br />
- Pues dispensa... Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un<br />
deber.<br />
-¿De qué? - preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos ariscos.<br />
- El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor<br />
razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.<br />
Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando<br />
el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.<br />
- Chica, chica... - gritó -. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un<br />
gamo... Aguarda un poco.<br />
176
Parose la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con<br />
la punta del pie derecho describía semicírculos sobre la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo<br />
palabra; suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin hacer caso del<br />
forastero.<br />
Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la<br />
flor del castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había impregnado el aire de un<br />
olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de<br />
húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo<br />
en la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más próximo a la casa, había sido<br />
plantado con cierto orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban calles en<br />
todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando sólo relativamente limpia la del<br />
centro, atajo que solían tomar los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los Pazos<br />
más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda, que sólo casualmente le<br />
atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una estrella de oro de visos irisados, trémula<br />
sobre la cortina verde. Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario<br />
recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque. Gabriel emparejó con ella, y<br />
señalándole el repuesto y solitario lugar y la mullida hierba, le dijo:<br />
-¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.<br />
- Bien - contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el<br />
gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.<br />
- XVI -<br />
-¡Cortezuda es la pobrecilla! - pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras<br />
otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó -mucho- pero la<br />
muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.<br />
- Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una<br />
pregunta. ¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme?<br />
Mira, dímelo francamente, porque... no tendrá nada de particular, ¿sabes? Lo que se dice nada.<br />
Un pariente forastero que llega ayer, llovido del cielo; a quien tú no has visto jamás ni<br />
probablemente oído nombrar dos veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres,<br />
ni tú las de él... más viejo... mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te manda que... lo<br />
acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo perfectamente que reniegues de mí.<br />
Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío<br />
primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos,<br />
concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.<br />
- Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo... Lo que te dije antes, cuando te<br />
pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y<br />
cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer<br />
de mí lo que quieras.<br />
-¿Por qué? - preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.<br />
- Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie... y porque aunque fueses un diablillo,<br />
yo... te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero... con toda el alma... ¡con toda el alma!<br />
Fue dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego<br />
profano, que Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz<br />
del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que había allí algo inusitado, algo distinto de lo<br />
que podía decir un tío a una sobrina en el fondo de un bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y<br />
su boca de finos labios adquirió expresión severísima.<br />
177
- Tu madre - añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus palabras- fue mi<br />
hermana del corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría<br />
la tierra que pisas... ¿te ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.<br />
Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió,<br />
llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.<br />
La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino,<br />
tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni<br />
más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo<br />
coro.<br />
-¡Gracias a Dios que te veo reír! - dijo al disiparse el primer alborozo -. ¡Gracias a Dios! Todo lo<br />
que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad se debe reír... es lo<br />
natural. ¡Qué contento me da verte así! Sobrina mía... te declaro solemnemente que eres muy<br />
bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque montañesa, no ignoraba que al reír se le<br />
ahondaba un par de graciosos hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y<br />
parejos afrentaban a los piñones). Por lo demás - siguió Gabriel - a mí, como te quiero, me<br />
pareces siempre muy linda... Sí, sobrinita. Antes de verte ya me gustabas...<br />
-¿Antes de verme? - interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de<br />
los dedos lágrimas de risa.<br />
- Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?<br />
- No... ¡Era yo tan cativa cuando se murió la pobre!<br />
-¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?<br />
-¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.<br />
- Pues... lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos<br />
amigos?<br />
- Sí señor - respondió Manuela entornando los párpados.<br />
-¿No estás disgustada por tener que acompañarme?<br />
- No señor...<br />
- Sí señor, no señor... ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me enfado... te hago reír otra vez.<br />
Ya que no quieres tutearme... al menos, no me digas señor: dime Gabriel, que es mi nombre.<br />
-¿Tío Gabriel?<br />
- Bueno, tío Gabriel, sí así te parece que te podrás ir acostumbrando a llamarme Gabriel a secas.<br />
Y ahora, que ya estamos con más confianza (Gabriel apoyó el codo sano en el suelo y se reclinó<br />
cómodamente), vamos, dime por qué estabas de mal humor conmigo esta mañana.<br />
- Porque... - Manuela iba sin duda a soltar un secreto formidable; pero de pronto sus labios se<br />
cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y murmuró enérgicamente -. Por nada.<br />
-¿Por nada?<br />
- Por... porque hablando francamente, era mejor que papá lo acompañase; yo no soy quien para<br />
entretenerlo ni darle conversación. Bonita diversión la que saca de estar conmigo. ¿De qué le he<br />
de hablar? Por eso me dio rabia que papá discurriese mandarme a papar moscas con usted.<br />
- Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo me distrae tu compañía,<br />
sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca!<br />
Vaya si tenemos: y tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación.<br />
Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre cosas nuevas de qué tratar.<br />
Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se quedó como asombrada<br />
mirando al artillero.<br />
-¿No lo crees? - dijo este, que iba cortando con mucho primor, de una uñada, tallos de<br />
gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar un ramillete.<br />
- No señor... tío Gabriel. Porque... yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos, como<br />
quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y sabe todo... Conmigo se<br />
tiene que aburrir, ¿eh?, aunque por darme jarabe diga eso. Otra le queda.<br />
178
-¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio a medio. Pues si justamente te necesito; si me haces<br />
muchísima falta para explicarme, y enterarme, y ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas<br />
importantísimas, en que eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c...<br />
- Vaya, vaya, vaya - canturreó la niña con su marcado acento del país.<br />
- No hay vaya, vaya, que valga - murmuró Gabriel remedándola tan jovialmente, que no había<br />
modo de enojarse por la parodia -. Sí señora. Se lo digo a usted formalmente, con toda la<br />
formalidad que cabe en un comandante de artillería. Mira, hijita, por lo visto tú eres como Santo<br />
Tomás: ver y creer. Así es que te diré cuáles son esas cosas en que eres una sabia y yo un<br />
borrico. Son... las cosas de por aquí, del campo.<br />
-¿Del campo?<br />
- Cabales... Atiéndeme... Yo me he criado en un pueblo, he estudiado en otro, he vivido en<br />
varios, y no he estado en lo que se llama campo, sino en el campamento, que es muy diferente...<br />
Allí mira uno la tierra desde el punto de vista de cómo podrá, abierta en trincheras, servir para<br />
resguardarse del enemigo... y las montañas que yo he visto y recorrido, ¿sabes lo que buscaba en<br />
ellas? Un punto estratégico en que situar una batería... para santiguar desde allí a cañonazos a los<br />
carlistas.<br />
Inclinose la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes, en su respiración agitada, el<br />
interés con que infaliblemente escucha la mujer toda historia en que juega el valor masculino.<br />
-¿Estuvo en muchas batallas? - preguntó mostrando gran curiosidad.<br />
- En unas pocas... pero no batallas campales y en grande, hija mía, como esas que tú habrás visto<br />
pintadas o te habrás representado en la imaginación; fueron encuentros parciales, tomas de<br />
fortines, asaltos de trincheras, escaramuzas, tiroteos de avanzadas...<br />
-¿Y muere gente en eso como en lo otro?<br />
-¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso... Allí ve uno muy de cerca el<br />
brillo de las bayonetas y los machetes, y la boca de los rewólvers.<br />
-¿Y a usted... lo hirieron? ¿Le hicieron daño?<br />
- Sí, a veces... Rasguños.<br />
-¿En dónde? ¿Aquí? - exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno hasta rozar con él la<br />
mejilla de su tío, el cual se estremeció dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las<br />
delicadas gramíneas que cortaba.<br />
- No... - dijo sin ocultar el estremecimiento -. Esto fue la explosión de un poco de pólvora que se<br />
me quedó embutida debajo de la piel...<br />
-¡Ay!, me ha de contar cómo fue. No..., pero antes las batallas.<br />
Gabriel se incorporó quedándose sentado en la hierba, con las piernas estiradas y el haz de<br />
gramíneas en la mano. Habíalas verdaderamente airosas y elegantes, montadas en tallos como<br />
hilos; sus menudas simientes pajizas temblaban, bailaban, oscilaban, se encrespaban y bullían<br />
como burbujas de aire moreno, como gotas de agua enlodada; algunas semejaban bichitos,<br />
chinches; otras, como la agrostis, tenían la vaporosa tenuidad de esas vegetaciones que la fina<br />
punta del pincel de los acuarelistas toca con trazos casi aéreos, allá al extremo de los países de<br />
abanico: una bruma vegetal, un racimo de menudísimas gotas de rocío cuajadas. Con aquel fino<br />
puñado de hierba, Gabriel acarició la cabeza trigueña de su sobrina, diciendo con una explosión<br />
de alegría casi infantil:<br />
-¡Ah, pícara... pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar... y nos sobra. ¿Lo ves, lo ves? Yo te<br />
cuento guerras o catástrofes como esta de la pólvora que se me metió entre cuero y carne, y<br />
muchas cosas más que me han pasado; y tú...<br />
-¡Bah! No haga burla, no haga burla... Ya se sabe que yo no puedo contar nada que valga dos<br />
nueces.<br />
- Que sí, mujer... Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora y yo un ignorantón.<br />
-¿Con tanto como estudió?<br />
179
- En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y estrafalarias, que andan en libros... y<br />
mira tú, lo bueno es que allí se quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno a encontrar<br />
ni por casualidad una sola vez. Pues sí... ¡tú vas a reírte de mí cuando veas lo tonto que soy! No<br />
diferencio el trigo del centeno...<br />
La montañesa soltó una carcajada fresquísima.<br />
- No he visto nunca moler un molino... El único en que estuve lo tomamos a cañonazos: era un<br />
molino en que se habían hecho fuertes las gentes del cabecilla Radica... Ya te figurarás que no<br />
molía entonces...<br />
Redobló la carcajada de Manuela.<br />
- Tampoco he visto segar... Ayer me enteré de que hacéis unas cosas que se llaman medas, que<br />
son como una pirámide de haces de mies... y eso porque te vi encaramada encima como un loro<br />
en su percha...<br />
Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba a Manuela, obligándola a echarse atrás, a recostarse<br />
en el tronco del castaño para no caer... Con una mano, a la usanza aldeana, se comprimía la<br />
ingle, y con otra se tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban<br />
chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del artillero.<br />
- Ay... ay... que me muero... que no puedo más... - decía la chiquilla -. Ay... por Dios... no diga<br />
tontadas así...<br />
Sonreíase él, contento del efecto producido, y haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo de<br />
una gramínea, que por el volteo apresurado parecía una rueda de dorada niebla. Parose, al ver un<br />
insecto semejante a una media bola de coral pulido, con pintas de esmalte negro, que le había<br />
caído sobre el dorso de la mano y allí permanecía inmóvil.<br />
- Ahí tienes - murmuró dirigiéndose a su sobrina, que pasado el espasmo se había quedado como<br />
aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al canto de los lagrimales -, mira si es verdad lo que<br />
tanto te hace reír, que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha<br />
domiciliado en la mano.<br />
-¿Esa? - balbució la niña como saliendo de un letargo - es una mariquita de Dios.<br />
-¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?<br />
-¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.<br />
-¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no puedo sufrir que se<br />
lastime a ningún animal.<br />
-¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela sólo con hablarle.<br />
Y la niña, acercándose tanto a la mano de su tío que este sintió el húmedo calor y la frescura de<br />
su sano aliento, murmuró misteriosamente:<br />
- Mariquiña, voa, voa, que ch'ei de dar pan è ceboa.<br />
A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; a las segundas removió sus patas, que<br />
parecían hechas de cabitos cortos de seda negra; a las terceras entreabrió las alas de coral,<br />
descubriendo debajo otras de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas<br />
membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo<br />
rápidamente y se perdió en el aire.<br />
- No he visto en los días de la vida animal más bien mandado - observó Gabriel un tanto<br />
sorprendido -. ¿Obedecen así los demás bicharracos?<br />
-¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón... ya vería si obedecen o<br />
no.<br />
-¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?<br />
-¡Uy!, otros son peores. Hay los de cuatro patas... Raposos y lobos; allá en lo más alto de la<br />
sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el miñato, que mata las palomas... Pero a mí<br />
esos animales fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores cuando dan la<br />
batida a los lobos, que debe ser precioso; pero a lo que tengo miedo es a... los perros rabiosos, en<br />
este tiempo del año. Dice que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con<br />
180
un hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba... ¡ih, ih, ihhh! (Manolita se estremeció, subiendo<br />
los hombros como si tuviese frío.)<br />
-¡Qué nerviosa es! - pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la embriaguez que le producía el<br />
ver a la niña tan domesticada ya y entretenida en tan familiar y afectuosa plática, no dejaba de<br />
estudiarla, recordando que tenía que hacer con ella oficio de padre, de maestro, y aun quizás de<br />
médico; tierno protectorado, acaso lo más dulce y atractivo de la obra de caridad que su corazón<br />
emprendía -. Al mismo tiempo - calculó mirando la coloración trigueña, encendida y melada del<br />
rostro de su sobrina - hay sangre, generosa, rica y roja... Me gusta que tenga nervios: ¡por el<br />
camino de los nervios se puede conseguir tanto de la mujer!<br />
Aún charlaron algo más antes de volver a los Pazos a la hora de la comida. Al atravesar el<br />
bosque, pudo ver el comandante que los nervios de su sobrina se estaban quietos en ocasiones<br />
que alborotarían los de una señorita cortesana. Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque,<br />
notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una vara verde; y al punto<br />
mismo vio pasar a dos dedos de sí, con el espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la<br />
plana cabeza erguida, una gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su vientre. Sería<br />
como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y media. Gabriel se quedó fascinado,<br />
sintiendo el frío que causa la presencia de los reptiles. Manolita en cambio se bajó, y<br />
escudriñando entre las hojas caídas y la maleza, blandió triunfalmente un objeto amarillento,<br />
larguirucho, diáfano, que parecía hecho de papel de seda untado con aceite, por encima<br />
imbricado de escamas, por debajo plegado en pliegues horizontales; un andrajo orgánico, que<br />
aún parecía conservar la flexible curvatura del tronco que momentos antes revestía.<br />
-¡La camisa de la culebra! - gritaba entusiasmada Manola -. ¡La ha soltado ahí la bribonaza!<br />
¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! ¡Ah maldita! ¡Si yo tuviese una piedra con que<br />
esmagarte los sesos!... Mire, mire, mire - exclamó metiéndosela a Gabriel casi por los ojos -:<br />
mire la hechura de cabeza, mire la boca, mire los ojos... ¡cómo se conocen los ojos!<br />
-¿La llevas? - preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba a la muñeca.<br />
-¡Toma! Para enseñársela a Perucho.<br />
- XVII -<br />
Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su<br />
puerta, no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con el batir imperioso de<br />
una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto a la persona que busca.<br />
Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo<br />
hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos, había buscado algún alimento del<br />
alma, alguna lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el señor los leía<br />
también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto por la mañana en el archivo un<br />
armario-estantería donde encima de las oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía<br />
algún filete de oro, se fue allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de vidrios,<br />
de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de humedad; cenicientas polillas<br />
huyeron despavoridas de su refugio predilecto. No se arredró: fue sacando volúmenes. Cada libro<br />
que abría era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del insecto<br />
bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su sepulcro, todo comido de gusanos: allí<br />
estaban, calados y alicatados por la polilla con mil pintorescos dibujos, La Enriqueida, El<br />
Contrato Social, la Moral universal, las Confesiones, la Nueva Heloísa: y también las novelas del<br />
género sentimental interminable; Clara Harlowe, Pamela Andrews, a las cuales las ratas, por no<br />
ser menos que los bichos, habían roído los cantos y puesto como una sierra el borde de las hojas.<br />
Lo único que encontró Gabriel en mediano estado fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos<br />
tomos del Viajero universal y un ejemplar de los Nombres de Cristo, así como la traducción del<br />
181
Cantar de los cantares, también del Maestro León. Llevose para su cuarto lo más aceptable, y<br />
recordando sus aficiones filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los<br />
Nombres. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el tiempo había derramado un<br />
baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con<br />
despego primero y con pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oír llamar!<br />
-¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.<br />
-¿Adónde?<br />
- Por ahí. ¿No dijo que quería...?<br />
- Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.<br />
Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante<br />
broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la mañana.<br />
Al salir a campo abierto, sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era fuego, fuego<br />
fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación<br />
de hallarse metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella<br />
temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela sin embargo andaba ligera,<br />
en términos que a su tío siempre le costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días<br />
antes por el movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del manto de<br />
seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan<br />
alegres, que parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de<br />
los surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los haces en desorden como<br />
muertos después de la batalla; entre las cortadas espigas doblaban la cabeza moribundas las<br />
amapolas de tafetán con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las<br />
alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija a la sombra de la mies y vive por ella sola. Aún<br />
queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el<br />
aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha<br />
del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la cortiña segada.<br />
- Después de que siegan ya parece que se escapa el verano- pronunció con cierta pesadumbre,<br />
pensando en alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época en que su compañero,<br />
su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no<br />
comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y miró a su vez los<br />
surcos. Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el<br />
campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran las<br />
cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.<br />
-¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? - preguntó cuando cruzaron el barbecho y<br />
fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.<br />
- Vamos a la represa del molino... le enseñaré cómo muele... porque si subiese por la montaña, se<br />
moriría con el calor que hace...<br />
- No, mujer... ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita... Verás cómo no me canso,<br />
por muy largo que paseemos y por mucho que sea el calor.<br />
Lo cierto es que el artillero pensaba ahogarse. Desde los tiempos en que andaba a la greña con<br />
los carlistas, no había pasado sofocón por el estilo, y el andar rápido de la muchacha le ponía a<br />
prueba. Pero antes mártir que confesor. No quería darse por vencido ante un poco de sol, y, como<br />
todos los enamorados, quería alardear de vigor y salud.<br />
- Vaya, vaya - dijo con graciosa roncería su sobrina - que si yo lo llevase allí (y señaló una<br />
cumbre no muy distante, que herida por el sol brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos<br />
si podía volver por su pie.<br />
- Niña... ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba, hija! Y con la batería,<br />
que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa altura?<br />
- Pico-Medelo. Otro día iremos allá, ya que se hace de tan valiente, a ver quién saca la lengua<br />
primero; pero hay que salir por la fresquita de la mañana y entonces se ve desde allí una vista tan<br />
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preciosa, que no sé: dicen que hasta se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que sople<br />
vendaval, porque con él se ve más lejos que con el nordés. Y allí hay unas piedras viejísimas que<br />
dice que fueron de un castillo del tiempo...<br />
La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.<br />
- Del tiempo de los moros - exclamó al fin muy formal.<br />
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:<br />
-¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en<br />
las hierbas, y ¡pataplún!<br />
Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se<br />
tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible aún. La proximidad del agua y la<br />
sombra de los olmos, en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de<br />
la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen lentejuelas verdegay, y<br />
engañan la vista representando una continuación del prado: Manuela avisó al artillero,<br />
cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la<br />
charca se arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo: daba grima<br />
pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo. Espadañas, gladiolos y juncos elevaban<br />
sus lanzas airosas al borde del agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel,<br />
al posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase, misterioso y grave, el<br />
ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de pronto.<br />
-¿Sabe pescar? - dijo a su tío.<br />
-¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...<br />
-¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda<br />
como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las<br />
hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que<br />
remangarse...<br />
- Vea usted - pensaba para sí el artillero -. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me<br />
convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.<br />
Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual emergían los escobones de las<br />
poas y las flores rosas de la salvia: el agua se precipitaba espumante, pero Manuela vio con<br />
sorpresa paradas las paletas del molino.<br />
- Hoy no muele - dijo meneando la cabeza -. Ya me figuro por qué será; pero venga, que<br />
preguntamos.<br />
Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal,<br />
y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro<br />
de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y<br />
arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel<br />
vigilante con un -¡Quieto, can!- que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al<br />
criado que recibe mal una visita.<br />
- Entren, entren, mi ama y la compañía - suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con<br />
desdentada boca. Gabriel miró a la mujer y la encontró típica. Representaba unos sesenta años: el<br />
sol había curtido su piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y la fisura<br />
de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos grises, incoloros, hacían un guiño<br />
entre malicioso y humilde; su pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color<br />
y la sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado a la usanza<br />
campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos cruzadas encima de la frente, a modo<br />
de orejas de liebre. Llevaba pendientes de prehistórica forma, parecidos a los que tal vez se<br />
encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su pecho dejaba adivinar senos<br />
flojos de hembra cansada de criar numerosa prole. Remangadas las mangas de la camisa, se<br />
ostentaba su brazo - un poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al<br />
escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol, eran gruesos troncos<br />
183
negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve sobre la carne terrosa, parecida a barro<br />
groseramente cocido -. El semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba a<br />
los visitadores hacia su casa como si les fuese a hacer los honores de un palacio.<br />
A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven jugar ante todas las<br />
casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae<br />
hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que respinga por<br />
delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan fascinados de terror en el que llega,<br />
el índice metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con<br />
cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le<br />
dio un pequeño lapo para que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces<br />
y con las mismas palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que a este y a su hermana los<br />
había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con sosiego, que hacía más de dos<br />
horas que pedían bola, aun antes de estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le<br />
bastaba haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.<br />
- Son los chiquillos del molinero - dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la<br />
faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca -. ¿Y, por qué no está<br />
hoy su hijo en el molino, señora Andrea? - preguntó a la vieja.<br />
-¡Ay mi ama... palomiña querida! - exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos,<br />
como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad -. ¿Y no sabe que estos días, con el<br />
cuento de la siega... de la maja... no sabe cómo andan, paloma?<br />
Al entrar en la casa, lo primero que vio Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de<br />
labor, que asomaban casi a flor de suelo, saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado<br />
y otro, haces de hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores habitaciones<br />
de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde treparon todos, y tras ellos, a gatas, el<br />
chicuelo. Arriba encontraron a su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita<br />
de facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondioles la vieja con afable<br />
sonrisa:<br />
- De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...<br />
Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que<br />
un abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda<br />
gruesa, áspera, enrollada a aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía le<br />
sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo paró en echar mano al bolsillo para<br />
darle una moneda de plata; pero se había dejado en los Pazos el portamonedas, y sólo encontró el<br />
pañuelo. Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular blanco, y las<br />
iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello a la chiquilla, que bajaba los ojos<br />
asombrada y dudosa entre reír o llorar.<br />
-¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague - gritó la abuela con mucha severidad; por lo<br />
cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos<br />
minutos: había el leito o cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja fresca<br />
sobre una tarima; desde que se le había muerto su difuntiño, no podía dormir sino allí, porque<br />
tenía miedo en el antiguo leito. Los chiquillos dormirían... sabe Dios dónde: abajo, al calor del<br />
establo de los bueyes, o tal vez en el horno. Dos o tres gatos cachorros correteaban por allí,<br />
magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en el país les curan radicalmente cercenándoles<br />
de un hachazo la punta del rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió a recibir a la gente que<br />
bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras<br />
distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver<br />
al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de<br />
hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda el diablo; ¿pues no se había quedado un día colgado<br />
del primer escalón, sosteniéndose con las uñas y berreando hasta que lo fueron a coger? Esa<br />
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clase de hierba nunca muere... Que pasasen, que verían su bolla... Entraron en la cocina, que<br />
cogía a la derecha tanto trecho como los establos y el sobrado: recibía luz por la puerta de la<br />
división de tablas, que comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el<br />
techado a tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de brasa de unos tallos o<br />
troncos menudos que ardían en el hogar. Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente<br />
un magnífico pan, una soberbia torta de brona, color de castaña madura, bien redonda, bien<br />
cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando un enrejado romboidal.<br />
Alumbró después con su fósforo las profundidades del horno, cuya boca guarnecían ascuas<br />
inflamadas, y allá en el fondo se vieron tres o cuatro torterones enormes, que acababan de<br />
cocerse. En el hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto misterioso, que<br />
sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio. La vieja partió la torta, y alargó un pedazo a<br />
Gabriel y otro a Manolita, rogándoles que no la despreciasen, que probasen su pobreza. Hincaron<br />
el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el cortezón, descubría una masa amarilla,<br />
caliente y sabrosa, que Manuela alabó mucho.<br />
- Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún<br />
secreto... Si parece bizcocho de Vilamorta.<br />
-¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el nuevo por<br />
majar aún... Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola...<br />
- Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta, tío Gabriel?<br />
- Riquísima... La mejor prueba es que he despachado la mía ya... ¿Me das de la tuya?<br />
- Tome, tome, señor - murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo,<br />
el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la<br />
rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no<br />
insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las<br />
puertas de su casa, todas carcomidas.<br />
- Señor - dijo en tono quejumbroso - ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que<br />
nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno... ¿Si<br />
entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama ¿no lo ha de decir en casa,<br />
por el alma de quien la parió, paloma?<br />
- Calle, calle - respondía Manuela -; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero<br />
amañándoles algo.<br />
- Pero mire, santa, mire... - Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen<br />
para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse<br />
entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a<br />
aquella tropa.<br />
- Os he de traer una cosa... - les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz<br />
continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma<br />
severidad de antes:<br />
-¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? - Y arrancando la cobertera de la cabeza de su<br />
nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales:<br />
podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero al<br />
enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había<br />
segado, perdonando ustedes... y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto,<br />
la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del<br />
colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del<br />
vigilante.<br />
- Vaya, ¿se divirtió? - preguntó Manuela muy risueña al salir.<br />
- No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede<br />
ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo.<br />
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¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una<br />
por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan...?<br />
-¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan... A mí y a Perucho nos rompen siempre los oídos<br />
pidiendo... Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha<br />
fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron... El diablo y su madre. Si<br />
uno pudiera... Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito... Son muy pedigüeños; lo que es<br />
eso es la pura verdad. Yo... dar... les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja... pero es poquita.<br />
Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases,<br />
que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró<br />
de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el<br />
seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía<br />
imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en<br />
la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se<br />
pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía<br />
involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas<br />
ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía<br />
enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar<br />
a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas,<br />
haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento<br />
favorable.<br />
Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente,<br />
recordó algo el artillero:<br />
- Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?<br />
- Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.<br />
- XVIII -<br />
La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El<br />
cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que<br />
en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos - en<br />
cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban,<br />
contentándole con poco y malo.<br />
El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de<br />
militares, porque además de una lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reúnen<br />
todas las buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía servir de<br />
modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo, a quien Goros - que así se llamaba<br />
el sirviente - había cuidado y asistido hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel,<br />
con tanto esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar a Goros, el cura de Ulloa resolvió<br />
el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida práctica sin admitir en casa mujeres.<br />
Goros tenía cuidado de levantarse por la mañana muy temprano, y de despertar a su amo, pues<br />
según decía él en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica, el clérigo y<br />
el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo; y cuando el párroco volvía de misar, le aguardaba<br />
ya un chocolate hecho al modo conventual, con una onza de cacao mitad Caracas y mitad<br />
Guayaquil, macho y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía o<br />
asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba a guisar la comida, no sin<br />
haber entregado a medio día la llave de la iglesia al sacristán, para que tocase a las Ave-Marías.<br />
A la una, contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la hora que estaba<br />
al caer, llamaba a su amo y le servía con diligencia la apetitosa aunque frugal refacción: la taza<br />
de caldo de patatas o verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y<br />
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garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el queso en invierno, el vinillo<br />
clarete, con olor a silvestre viola. El cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros<br />
notaba sus inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba jamás de<br />
acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de dorarle la sopa de pan, porque<br />
sabía que le gustaba así. Por la tarde, cuando el cura dormía su breve siesta o recorría el huerto<br />
con las manos a la espalda embelesándose en notar lo que había crecido desde el año pasado un<br />
arbusto, o se iba a visitar a algún feligrés enfermo o a cuidar del ornato de la iglesia y el<br />
cementerio, lidiaba el bueno de Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles,<br />
enviaba al pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego bajaba al río, y<br />
con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda la ropa blanca, que lo hacía<br />
primorosamente, así como aplancharla y estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas,<br />
en forma de corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas las únicas<br />
habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las noches, a la luz de una candileja de<br />
petróleo, provisto de un dedal perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras,<br />
bizcando del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una aguja, apretando<br />
entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes había retorcido y humedecido para aguzarlo;<br />
y cumplida la ardua faena de enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse a<br />
pegar botones a los calzoncillos, echar remiendos a las camisas, poner bolsillos nuevos a los<br />
pantalones y aun zurcir las punteras de los calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero<br />
sí muy firme, como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de invierno, junto a<br />
la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado en el banco, Goros, con sus manos<br />
cansadas de labrar la tierra todo el día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la<br />
palma y los pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y a eso se debían las buenas<br />
medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el señor cura.<br />
Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por los lazos de la sangre o<br />
para la propagación y conservación de la especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en<br />
gracia de Dios y con cierta afectuosa comunicación de intereses y servicios, el cura de Ulloa<br />
había reconstruido con Goros el hogar que perdiera al fallecer su madre. Y en cierto modo, hasta<br />
donde puede aplicarse la frase a dos individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El<br />
criado era para el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela del zapato,<br />
quien le impedía desmayarse de necesidad o perecer transido de frío en invierno. Por Goros tenía<br />
tejas en el tejado, leña de quemar en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el<br />
desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por Goros le quedaban<br />
unos reales para traer de Cebre candela, lienzo, aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba<br />
nada en aquella rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y abastecida<br />
de lo indispensable.<br />
Cuando Goros entró a servir al cura, hacía dos años que este había perdido a su madre y<br />
despabilado las economías de la difunta entre caridades, préstamos sin interés a feligreses<br />
pobres, ropa para la iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el gobierno de la<br />
casa se habían sucedido dos viejas brujas, a cual más holgazana, ávida e impudente, porque el<br />
cura de Ulloa, al tomarlas, no les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas<br />
unas láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era intransigente, y sentía que<br />
no bastaba ser bueno, que era preciso también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las<br />
mejores intenciones se da a veces pasto a la calumnia. Las dos Parcas dejaron la rectoral<br />
desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al principio de su misión restauradora.<br />
El cura casi no le daba un ochavo para sus gobiernos, y el fámulo no sabía a qué santo<br />
encomendarse. Poco a poco fue tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto imperio<br />
sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, a las dádivas impremeditadas, a los<br />
feligreses morosos en el pago de derechos, a los préstamos sin interés, al chorrear continuo de<br />
limosnitas pequeñas que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el<br />
187
presbiterio con qué arrimar el puchero a la lumbre. Y sin que el cura lo notase, ni pudiese<br />
evitarlo, Goros empezó a luchar por la existencia, defendiendo al pastor contra las ovejas que<br />
amenazaban tragárselo, como la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de<br />
Ulloa. Goros se hizo recaudador, y a veces, con el instinto de rapacidad que caracteriza al<br />
aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas cantidades prestadas, e introdujo severo<br />
orden en los gastos equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por no<br />
pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda, diciéndole: - Mira si hay cuartos...<br />
dime si tenemos para esto o para lo otro -. Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho<br />
intendente ya, equilibró el presupuesto, realizando varias combinaciones que traía entre ceja y<br />
ceja desde su llegada a casa del cura. El primer dinero que pudo ahorrar, lo empleó en ganado,<br />
que dio a parcería; fue en persona a las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo a la casa del cura un<br />
bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las potestades, dándose a Dios lo<br />
que es de Dios, y al César lo que es del César; el cura era el espíritu, Goros vino a hacer el oficio<br />
del cuerpo, de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá abajo; y para que<br />
la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban siempre pleiteando, queriéndose llevar<br />
cada uno la mejor parte, pues el cura no hacía sino sonsacarle a su criado metálico y especies<br />
para satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar a todo Dios que llegaba por la puerta, y Goros<br />
por su parte no recelaba mentirle al cura y a ocultarle dinero a fin de que no lo derrochase sin ton<br />
ni son.<br />
Cuando no estaba su amo presente, Goros soltaba la rienda a dos inclinaciones invencibles suyas:<br />
decir irreverencias, y murmurar de los curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas o sátiras<br />
desolladoras ha creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos contra las<br />
compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas saladas, coplas verdes, chascarrillos que<br />
levantan ampolla, y dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos, fiadas y<br />
deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que posee el instinto de la sátira obscena<br />
y del contraste humorístico entre las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de<br />
la naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con gentes de su misma laya,<br />
bien en el atrio de una iglesia, a la salida de misa, bien a la mesa de una taberna, en las ferias<br />
donde chalaneaba y negociaba sus ganados, bien a lo largo de las corredoiras, cuando regresan<br />
juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos a alumbrarse un garrotazo como a reírse<br />
mutuamente las gracias, vaciaba el saco y daba gusto a la lengua, y soltaba todo su repertorio de<br />
irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama, saliendo de aquella boca<br />
sapos y culebras, como de la de los energúmenos al alzarse la hostia.<br />
¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello chispa de la santa indignación<br />
que inflamó a tantos Padres de la Iglesia contra las mujeres que hacen prevaricar a los ordenados<br />
y contra el sexo femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales,<br />
era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo, rancio, con aquella piedad<br />
desahogada y sólida, que ya no se encuentra a dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo;<br />
confesábase dos o tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no fumaba, no bebía, no<br />
comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de propenso a la codicia y a la tacañería; pero<br />
hombre de bien a carta cabal e incapaz de robar una hilacha a su amo. Y en cuanto a su<br />
continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que no hacía, se daba a<br />
suponerlo en los demás, siempre echando la culpa a las hembras; y no sólo las huía por cuenta<br />
propia, sino que no serviría para todos los tesoros del mundo a un cura mujeriego. El exterior de<br />
Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de carácter; recordaba el de<br />
un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo cabello, la barba recia, descañonada a un dedo de la<br />
piel, pues Goros andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían a la<br />
semejanza.<br />
En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los hubiese purificado el<br />
ascua encendida del profeta; bien se guardaría de repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas.<br />
188
Y no influía en este modo de proceder el miedo a ser reprendido o despedido, sino un respeto<br />
misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le cortaba - decía él - la palabra en la boca.<br />
Era un rostro mortificado, de esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido<br />
y la carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los ojos, al parecer, en<br />
busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata en dos líneas severas, jamás modificadas por<br />
la sonrisa. Goros abrigaba la convicción de que su amo era un santo y a ratos un simple. Algunos<br />
hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era supersticioso, y a pesar de<br />
sus irreverentes bravatas, tenía miedo cerval a los muertos y a los aparecidos. ¿Qué manía la del<br />
señor abad, de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos más hundidos<br />
y la boca más contraída que nunca?<br />
Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:<br />
- Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate? - preguntaba Goros partiendo astillas de leña<br />
menuda contra el hueso de la tibia derecha- (es de advertir que el fámulo tenía carne de perro).<br />
¿Parará mucho en el camposanto hoy?<br />
Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba<br />
haciéndose el distraído:<br />
- Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito a la lumbre...<br />
- Se echará de pierda - contestaba Goros que solía tratar con notable desenfado a la lengua<br />
castellana.<br />
- No, hombre... siempre está bueno a cualquier hora.<br />
No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y<br />
obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.<br />
También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso cementerio, y<br />
Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar que le sucediese algo; no sabía explicar<br />
qué, pues ningún riesgo concreto había en el breve camino de la iglesia a la rectoral. La<br />
inquietud le obligaba a situarse de centinela junto a la puerta del huerto por donde solía entrar su<br />
amo. Allí se lo encontraron las dos visitas inesperadas que fueron a turbar el sosiego de la vida<br />
ascética del abad de Ulloa.<br />
La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran<br />
melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras<br />
de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de<br />
tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de<br />
chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.<br />
- De contadito llega el señor abade... - murmuraba este -. Entren, pasen, siéntense... ¿Ven?, ya<br />
viene por allá...<br />
Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y sobrina moverse y<br />
aproximarse una figura negra, y conforme se aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos<br />
angulosos, acusados por la raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos<br />
agujeros de sombra las concavidades de los ojos.<br />
-¡Don Julián, don Julián! - gritó Manuela.<br />
El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su fisonomía, en<br />
el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de<br />
betún sobre las paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado<br />
delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en el pliegue de la boca, semejante a<br />
un candado que cerrase las puertas del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía<br />
en él la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada de calor, de<br />
vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al abad, repentino frío en la espalda, y el<br />
recuerdo de su hermana muerta cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del<br />
sentenciado.<br />
189
Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios.<br />
De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de<br />
sangre... y balbució, clavando los ojos en la tierra:<br />
- Señor... señor...<br />
- Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina...<br />
La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor<br />
agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia<br />
atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del<br />
huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como<br />
fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:<br />
- Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido... Pase, suba; en la sala<br />
estará más cómodo que aquí.<br />
-¿Yo no soy nadie, don Julián? - preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese<br />
contestado a su saludo.<br />
-¿Qué tal, Manolita? - exclamó Julián, y alzando los ojos, miró a la niña con indulgencia, aunque<br />
sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de los párpados volvió a caer, y el cura echó a<br />
andar, señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse en el<br />
huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente a unas coles. La conversación languidecía. El<br />
cura preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un<br />
minuto de silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su<br />
voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese recelo, esa cautela y esa especie de sordina<br />
en el acento, en los movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos cuando<br />
visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo - pensaba Gabriel - puede interesar a este<br />
santo; estamos en dos mundos diferentes: a él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y<br />
lo que es yo, tampoco le entiendo a él. ¡Un creyente a puño cerrado! - Y miraba con atención el<br />
rostro ascético y los ojos bajos -. Un hombre que tiene fe... ¿Qué le importa lo que a mí me<br />
preocupa? ¿Cómo haré para marcharme pronto, sin que parezca descortesía?<br />
Su sobrina le dio el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se<br />
despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo<br />
inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que<br />
algo les pesaba sobre el corazón. Al acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores<br />
y segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que presidía la faena, tomó hacia el campo donde<br />
segaban. Sobre el fondo oscuro de la tierra vio blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y los<br />
pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral descansaba un jarro de barro, y la<br />
cuadrilla, entonando su inevitable ¡ay... le le! se daba prisa a atar los haces, sirviéndose de las<br />
rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos cortados embalsamaba el aire, y el<br />
artillero sintió una ráfaga de alegría y contempló embelesado el cuadro.<br />
Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la<br />
linde del bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los lados, como si<br />
buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida por<br />
el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el<br />
follaje. Al salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que<br />
acudía a la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo a Perucho; mas la risa se<br />
apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus ojos que despedían fuego, su actitud de dolor<br />
sombrío, nueva en él. Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente<br />
algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña sintió en el corazón<br />
dolor agudo.<br />
-¡Pedro! - gritó. Muy rara vez le había llamado así.<br />
190
Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa,<br />
la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las<br />
costillas e interceptándole la respiración. Y pegando la boca a la oreja, tartamudeó:<br />
- Mañana sales conmigo, conmigo nada más.<br />
La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su oído, le<br />
parecía sorda y atronadora como el ruido del Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría<br />
por sus venas, y una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo que sí.<br />
-¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?<br />
- Sí - balbució ella, incapaz de articular otra frase.<br />
- Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!<br />
Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban<br />
suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.<br />
Fin del tomo primero<br />
Tomo II<br />
- XIX -<br />
Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y<br />
apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente el rostro con la toalla y<br />
atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando, oyendo dar<br />
las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de puntillas y bajó la<br />
escalera que comunicaba con la cocina, en aquel momento solitaria. Deslizose por el corredor de<br />
las bodegas, que conducía a las elegantes habitaciones de la familia del Gallo; y apenas dio tres<br />
pasos por él, una mano musculosa, aunque rehenchida y juvenil, asió la suya, y se sintió<br />
arrastrada, en medio de la oscuridad, hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y con deleite<br />
inexplicable, bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.<br />
Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y<br />
reavivado por el copioso orvallo nocturno, la faz casi borrada de la luna, semejante a la huella<br />
que sobre una superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.<br />
Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron<br />
la linde de los trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de<br />
manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a convertirse en escarcha. Cosa de un<br />
cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a<br />
escalonarse los paredones para el cultivo de las vides; y Perucho, en vez de aflojar el paso, lo<br />
apretaba más. A pesar de su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un<br />
instante.<br />
- Anda, mujer, anda - dijo él imperiosamente.<br />
- Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?<br />
191
- Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a<br />
buscar.<br />
-¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para<br />
madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.<br />
- Bien, bien... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya<br />
descansaremos después.<br />
Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y<br />
abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar, los Pazos con su<br />
gran huerto, su vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero, escabroso,<br />
interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre viñedos colgados, por decirlo así,<br />
en el declive de la montaña. En otras ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se<br />
entretenía de mil modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la vid,<br />
por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el pomposo follaje el racimo de<br />
agraz en el cual empieza a asomar el ligero tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya<br />
bombardeando a pedradas los matorrales para espantar a los estorninos; ya rebuscando unas<br />
fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas y son conocidas en el país por<br />
amores. Hoy, con la prisa que llevaba Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por<br />
la recia cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho una brasa (pues<br />
el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo a Manuela por la cintura, o, mejor dicho,<br />
empujándola para que anduviese más veloz. Al llegar a lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la<br />
niña se detuvo.<br />
-¿Qué te pasa?<br />
- No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!<br />
-¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.<br />
- Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico-Medelo? ¿A los Castros?<br />
- Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.<br />
- Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas...<br />
- Bueno, pues a ver si la señora María nos da una cunca de leche. Pero despáchala luego, ¿estás?<br />
No te entretengas en conversación.<br />
Ligera otra vez como una corza, a la idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el<br />
emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya había dejado su<br />
camastro; pero sin duda por acabar de levantarse, o a causa del calor, estaba sin pañuelo ni<br />
justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de rojo: los copos de sus greñas<br />
aborrascadas le cubrían en parte el negro pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera. -¡Leche!<br />
Dios la dé - contestó la sibila mirando de reojo a los dos muchachos. Todas las vacas enfermas;<br />
una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto así de hierba con qué mantenerlas; la fuente<br />
sequita y el prado que daban ganas de llorar... ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata<br />
fina; pero leche... Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de la bruja, iba a<br />
conformarse con un poco de agua y suero, que la hechicera aseguraba ser regalo de un yerno<br />
suyo. Pero Perucho le arrancó de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.<br />
- Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.<br />
Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a la vieja<br />
que se le atravesaba delante. ¡No haber leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo<br />
Suárez, para el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo gordo y<br />
enriqueciendo a aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta piezas de loza estaba viendo en<br />
el vasar que conocía porque en algún tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos... ¡Tenía gracia,<br />
hombre, no haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera que nos<br />
inflama cuando llegamos a la edad adulta contra las personas que hemos tenido que soportar,<br />
siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez. Determinado iba, si las vacas no tenían leche, a<br />
192
sangrarlas. Encendió un fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que<br />
tropezaron sus ojos fue con unas ubres turgentes, unos pezones sonrosados, lubrificados por la<br />
linfa que rezumaba de la odre demasiado repleta. Arrimó el cuenco, echó mano..., calentó con<br />
dos o tres fricciones o golpecitos...¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado, mantecoso!<br />
¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué calientes gotas salpicaban los párpados y<br />
labios de Perucho al ordeñar! ¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco,<br />
rebosando en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de randas sobre<br />
el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello de la vaca, salió con su tazón lleno, y<br />
se lo metió a Manuela en la boca.<br />
-¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios? - gritó -. ¿Que no había leche? Para mí<br />
lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Como vuelva a mentir! ¡Por embustera le ha de dar<br />
el enemigo muchos tizonazos allá en sus calderas!<br />
Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella sangre blanca, que traía en su<br />
temperatura la vida del animal, el calor orgánico a ningún otro comparable. Perucho la miraba<br />
beber con orgullo y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja, dejándose caer sobre el<br />
tallo, fijaba en la niña su mirada siniestra a través de sus cejas hirsutas: beberle la leche de su<br />
vaca era como chuparle a ella por la sangría el propio licor de sus venas.<br />
- Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?<br />
- Que les aproveche bien - murmuró entre dientes la sibila, con el mismo tono con que diría: -<br />
rejalgar se te vuelva.<br />
- Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón, aguarde, aguarde. - Y Perucho<br />
llegose al armario misterioso de la bruja, abriolo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de<br />
estraza, frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima más de su peso<br />
de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en el establo, y salió a poco rato con el<br />
tanque colmado de leche. Manuela podía beberse otra cunca, y a él también era justo que, por el<br />
trabajo de ordeñar, le tocase algo. Fue un golpe mortal para la hechicera. Al pronto se arrimó a la<br />
puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y rogando al señorito que por Dios, por quien<br />
tenía en el otro mundo, no le secase la vaquiña, que de esta hecha se le moría, y el cucho<br />
también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se contó perdida ya, y se<br />
dejó caer en su asiento favorito, hecho de un fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda<br />
por no ver desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos o tres remilgos antes<br />
de reincidir; pero así que llegó el cuenco a los labios, con indecible y goloso deleite lo apuró<br />
enterito, y aún se relamió al verle el fondo. Perucho dio fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco<br />
y medio; y acercándose a la bruja, le descargó una palmada en el hombro.<br />
- Vaya, señora María, abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse... Más que le bebimos<br />
ahora de leche tiene usted bebido de vino en la cocinita de los Pazos... ¿Ya se le fue de la<br />
memoria? Y si me llevo este pedazo de brona - y enseñaba un zoquete que había sacado de la<br />
artesa- bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá a cuenta del padrino... ¡Conservarse!...<br />
Salieron rápidamente, sin oír algo amenazador que rezongaba entre dientes la infernal bruja,<br />
ocupada sin duda en echarles cuantas maldiciones, plagas, conjuros y paulinas contenía su<br />
repertorio. A pocos pasos de la casa rompieron a reír mirándose.<br />
-¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?<br />
- Sabía a poco.<br />
-¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual de la vieja tiene dos paridas,<br />
con leche así, que les revienta por la teta, y nos quería dejar rabiar de sed.<br />
- No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos maldice todo el santo día.<br />
¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que<br />
maldicen a la gente y la gente se muere pronto?<br />
-¡Mal de ojo! ¡Morirse! - y el estudiante se rió -. No, tontiña... Esas son mamarrachadas; bueno<br />
que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito a tal cosa?<br />
193
- Pues a mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De seguro que esta noche<br />
sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio! ¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?<br />
- Dice que de beber el agua que corre a la sombra del nogal o de la higuera.<br />
-¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.<br />
Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones, jilgueros, pardillos y demás<br />
aves, no muy pintadas pero asaz parleras, que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas a la<br />
radiante mañana. La leche bebida parecía habérseles subido a la cabeza, según iban de<br />
alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela competía en agilidad con el<br />
robusto y bien modelado de Perucho. Echaban paso largo por las veredas anchas y practicables;<br />
y por las trochas difíciles subían corriendo, disputándose la prez de llegar más pronto a la meta<br />
señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando en cuando se volvía Perucho y<br />
miraba hacia atrás.<br />
- Ya no se ven los Pazos - exclamaba con satisfacción, como si perder de vista la casa solariega<br />
fuese el objeto único de carrera tan desatinada.<br />
¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que Perucho no había tomado el<br />
camino del crucero, aquel camino para él de recordación tan trágica, sino echado por la parte<br />
opuesta, hacia sitios mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba a la sazón en los<br />
montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante y mugidor, el río Avieiro.<br />
Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo,<br />
de tierno tojo inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama amarguísima,<br />
las orquídeas finas, con olor a almendra, toda la seca y enjuta y balsámica flora montés, que<br />
convida al cuerpo a tenderse y le brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso,<br />
regalado, incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra, ambiente<br />
resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento... Manuela sintió que le pesaban los<br />
párpados, y el cuerpo se le enlanguidecía. ¡La maldita leche!<br />
-¡Qué calor! - balbució -. De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese pino.<br />
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción, pero no quisiese<br />
expresarla, respondió:<br />
- Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.<br />
La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que ella andaba aún a<br />
gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba a su gusto, la llevaba aquí y acullá, era el<br />
encargado de saber dónde se encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía<br />
dirigir el merodeo. Rara vez intentó sublevarse Manuela y apropiarse la dirección del grupo, y<br />
las contadas tentativas de independencia no produjeron más resultado que demostrar la<br />
indiscutible superioridad y maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en<br />
Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía a manejarse solita, y<br />
se encontraba de improviso profesora en topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y<br />
andurriales del valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la montañesa<br />
olvidaba su ciencia y volvía a descansar en su compañero, pasiva y gozosa.<br />
Seguían caminando, apartándose gran trecho de los Pazos y descendiendo la corriente del río<br />
Avieiro por vereditas incultas, aquí encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras,<br />
más adelante un roble ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y siempre matorrales de<br />
madroño y retama, por entre los cuales no el pie del hombre, sino la naturaleza misma había<br />
abierto senderos, análogos a tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al<br />
zenit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba color de ágata a las<br />
simientes de la retama; hacía transparentes como farolillos de papel de seda carmesí las flores del<br />
brezo; convertía en follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba con<br />
matices de venturina las hojas del pino; prestaba a la bellota verde el pulimento del jade; y en las<br />
alas vibrátiles de las mariposas monteses - esas mariposas tan distintas de las que se ven en<br />
terreno cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca -, y en los carapachos<br />
194
de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de las vacas louras, encendía tintas vivas,<br />
reflejos metálicos, esmaltes de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor<br />
arrancaba a los pinos todos sus olores de resina, a las plantas sus balsámicas exhalaciones; y<br />
entre el sol que le requemaba la sangre y el vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la<br />
leche que le aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el estado<br />
inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no es en realidad sino sopor; el<br />
estado en que las manos resbalan sobre el objeto que quieren asir, en que los movimientos del<br />
cuerpo no obedecen a la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos levantamos<br />
y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de la gravedad se ha amortiguado<br />
mucho, y nuestras percepciones son vagas y turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia<br />
de los medios, la densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los objetos en<br />
derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y más que nada nuestro pensamiento.<br />
No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que produce se revelaba en el<br />
rostro de Manuela: sus ojos brillaban y su boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba<br />
ya cosa alguna a su compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra<br />
de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose a su cuerpo con instintiva ternura.<br />
Allá en la pequeña ladera del monte divisó la espadaña del campanario de Naya, que conocía, y<br />
le ocurrió pensar en el cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta a la sombra de<br />
la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era este el propósito de Perucho, pues<br />
tomó otra dirección, volviendo la espalda al campanario y hundiéndose en una trocha que<br />
serpeaba entre pinos, y a cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima,<br />
jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento; respiró; sus potencias<br />
se despejaron un poco al benéfico influjo de la temperatura menos ardorosa: miró en derredor,<br />
para saber dónde estaba. El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.<br />
Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las<br />
montañas, y el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva,<br />
se extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de<br />
los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de<br />
agua serena que los refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más<br />
mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la frieira, la gran cueva<br />
a la sombra del enorme peñasco, en que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no<br />
escandecida por el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino, la presa,<br />
toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce hondo, de país húmedo, que recuerda<br />
las ideas gentílicas, las urnas, las náyades, concepción clásica y encantadora del río como<br />
divinidad.<br />
La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación despabilaron más y más<br />
a la niña.<br />
- Ya sé a dónde vamos -exclamó- a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo<br />
dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?<br />
- Calla... Ya verás.<br />
- Yo pensé que íbamos a Naya.<br />
-¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?<br />
- Pero... es que... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde...<br />
No puedo tal día como hoy faltar de la mesa...<br />
- A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré<br />
delante... La mano... ¡Así!<br />
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de<br />
jabón.<br />
195
- XX -<br />
Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces<br />
inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente, tan<br />
abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida<br />
de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del río, que allí era mucha,<br />
cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o poldras.<br />
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa<br />
por la incesante y envolvedora caricia de la corriente, el río se destrenzaba en madejas de<br />
verdoso cristal, se aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían<br />
brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada a tales aventuras, no dejaba de<br />
ofrecer peligro el paso de las poldras. Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no<br />
eran menos resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un baño<br />
involuntario.<br />
-¿Hemos de pasarlas? - preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba - a ver cuándo<br />
determinas que paremos en alguna parte.<br />
- Las pasamos - ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la<br />
mañana.<br />
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó<br />
caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó<br />
Perucho en hincársele de rodillas delante.<br />
- Yo te descalzo... yo. Como cuando eras una cativa, ¿te acuerdas?, un tapón así... y yo te<br />
descalzaba y vestía... y hasta te tengo peinado mil veces.<br />
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este<br />
hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de<br />
punta contra todas las leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del talón<br />
de la media de algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo tirón dejó el pie<br />
desnudo. Sus palmas se distrajeron y embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la<br />
patita rosada y regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos. Era un pie de montañesa<br />
que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia; no muy grande, algo encallecido<br />
por la planta, pero arqueado de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo<br />
de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien rojizos de la presión de la bota, y un<br />
poco montado el segundo sobre el gordo. El pie transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.<br />
- Enfríate un poco... - murmuró el mancebo -. No puedes meter el pie en el agua estando así; te<br />
va a dar un mal.<br />
- Que me haces cosquillas - exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las<br />
enaguas -. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.<br />
- Déjame verlo... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara, Manola... Pero mucho más<br />
blanco.<br />
-¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando soles y lluvias. ¡Pasmón!<br />
¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida? ¡Soltando!<br />
Soltó el que tenía asido, pero fue para descalzar el otro con el mismo cariño y religiosa devoción,<br />
y abarcar ambos con una mano, uniéndolos por la planta.<br />
- Que me aprietas... que me rompes un dedo... ¡Bruto!<br />
-¡Ay!, perdón - murmuró él; y bajándose, halagó con el rostro, sin besarlos, los pies desnudos. La<br />
montañesa se incorporó pegando un brinco, y echó a correr, y sentó la planta descalza en la<br />
primer pasadera. Su amigo le gritó:<br />
- Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas... Allá voy a darte la mano... Vas a<br />
caerte de cabeza en el río... ¡Loca de atar!<br />
196
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza a cada brinco lo mismo que los pájaros, Manuela salvaba<br />
ya las poldras eligiendo diestramente el trecho seco a fin de caer en él. Dos o tres veces estuvo a<br />
punto de dar la zambullida, y la daría de fijo a no ser tan grande su agilidad: saltaba largo, y era<br />
su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas<br />
al brincar, y su pierna, no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras<br />
apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y granillo algo duro de una pierna acabada de<br />
esculpir en mármol y no pulimentada aún.<br />
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El muchacho, calzado con<br />
duros zapatos de doble suela, desdeñaba descalzarse, habiéndose contentado con remangar los<br />
pantalones.<br />
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja a su compañero, y excitada por el juego, quiso<br />
hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció<br />
en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al<br />
muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de<br />
vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela<br />
salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.<br />
-¿Qué te pasa? - dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.<br />
-¿Qué...? Que no me hagas judiadas... Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no te apartes de mí. ¿Dónde<br />
estabas? No, no sirve esconderse.<br />
- Pues cálzame - exclamó ella sentándose en un peñasco.<br />
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre<br />
el enfado y el susto del escondite.<br />
- Y ahora... - murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal -<br />
¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?<br />
- Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.<br />
Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era más<br />
áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero<br />
siendo muy agria la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible.<br />
Manuela jadeaba siguiendo a Perucho, que parecía llevar un objeto determinado, pues miraba a<br />
un lado y a otro para orientarse. Al fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco<br />
donde aún gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dio un grito de<br />
júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano, armada de una navaja, luego el<br />
brazo todo... y al cabo de unos cuantos minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo,<br />
algo que hizo exhalar a la montañesa clamor alegre.<br />
¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel natural, un millón de veces<br />
más sabrosa que la de colmena, como si el insecto, libre ciudadano de su inocente república,<br />
ajena al protectorado del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un polen<br />
más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente para afianzar la celdilla, y<br />
emplease procedimientos de destilación más delicados para melificar la esencia de las plantas, el<br />
jugo precioso recogido aquí y acullá, en el prado, en la vega, en el castañar, en el monte!<br />
Manuela chillaba, reía de placer.<br />
- Pero tú mucho discurres... Pero ¿de dónde sacaste eso...? Pero tú creo que echas las cartas como<br />
la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había miel?<br />
-¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un<br />
enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo<br />
andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate!, pues los<br />
panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan<br />
los ojos en mirarlo!<br />
-¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor<br />
del castaño? Te comían vivo.<br />
197
-¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen... Hay que meter poco ruido, moverse despacio y<br />
bajarse al suelo cuando le sienten a uno...<br />
-¡A comer, a comer la miel! - gritó la montañesa palmoteando.<br />
- Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!<br />
Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo<br />
estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos<br />
no lastimaban. Además parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente<br />
un asiento, a la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo del<br />
chaquetón hizo surgir el pedazo de brona tomado contra la voluntad de su dueña la Sabia.<br />
Partiolo en dos mitades desiguales, dando la mayor a su compañera; y el panal de miel se<br />
sometió al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga caminata y del calor<br />
sufrido, con esa sensación de bienestar físico que produce el reposo después de un violento<br />
esfuerzo muscular, y la pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace fluir<br />
de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el diente en la miel puesta sobre el<br />
zoquete de pan, tocó en el hombro a su compañero:<br />
- Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita... ¿eh? Ya me parece que dieron las doce<br />
en el campanario de Naya... Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando<br />
por nosotros.<br />
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.<br />
- Hoy no se vuelve - murmuró casi a su oído.<br />
Pegó un respingo la muchacha.<br />
-¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío<br />
Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.<br />
Perucho le tiró de la trenza.<br />
- Hoy no se vuelve... No me repliques, que no puede ser. Hoy no se vuelve... ¿Sabes por qué?<br />
Por lo mismo, por eso... porque está tu tío, tu caballero de tío. Calla, calla, vidiña... Si quieres<br />
volver, vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí... Yo no voy más a los Pazos.<br />
- A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo<br />
Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.<br />
-¿Y qué nos importa, di? - murmuró el mancebo con ardorosa voz -. Tú eres muy mala, Manola:<br />
sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de<br />
querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo<br />
no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una<br />
semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y soñarías conmigo por las noches, y después...<br />
te casarías con el tío Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.<br />
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.<br />
-¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! - exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro<br />
y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.<br />
- O con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el estilo... ¡Malacaste! Oye tú:<br />
aquí en la aldea no se hace uno cargo de ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes...<br />
unos con otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás? Allá... cuando me<br />
preguntaban los compañeros que si tenía novia y que por qué no tomaba una en Orense...<br />
atiende, atiende... les dije así: - Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas<br />
las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa...-. Y ellos a decir: -¿Quién?, ¿la hija del<br />
marqués? - La misma que viste y calza... decid ahora que no es bonita, morrales...-. Y ellos con<br />
muchísima guasa me saltan: - En la vida la vimos... pero esa no es para ti, páparo... Esa es para<br />
un señor, porque es una señorita, hija de otro señor también... y tú eres hijo de una infeliz<br />
paisana... ¿eh?, date tono, date tono...-. Le santigüé las narices al que me lo cantó, pero me quedé<br />
198
pensando que lo acertaba... ¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché a llorar como si<br />
fuese yo el que hubiese atrapado los soplamocos... Mira si sería verdad... que a... aún... aún...<br />
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su amigo tenía como una<br />
niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste. En lo más profundo de su vanidad de hembra,<br />
quizás a medio dedo de las telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa...<br />
más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostola en el hombro de su amigo.<br />
-¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte? - pronunció enfáticamente.<br />
- Porque tenían razón - tartamudeó él.<br />
- No señor. Yo te quiero a ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del verdugo. Valientes tontos, y tú<br />
más tonto por hacerles caso.<br />
- Bien - murmuró él -; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer<br />
que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque... porque uno se crió desde pequeñito junto con<br />
el otro, sin apartarse... y tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy a<br />
aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?<br />
- Hombre... - clamó ella con la boca atarugada de brona - siquiera das tiempo a uno para tragar el<br />
bocado y contestar... Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaar!<br />
- Tú me quieres... como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?<br />
- Mira tú. ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué... - Aquí la<br />
montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla a<br />
la boca -. Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos, siempre, desde que yo era<br />
así... (bajó la mano indicando una estatura inverosímil, menor que la de ningún recién nacido).<br />
Aún hay hermanos que no se crían tan juntos como nosotros.<br />
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire,<br />
que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.<br />
-¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?<br />
- Eso ya lo sabía yo... - exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo<br />
-. ¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí... es... así... por eso,<br />
porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener<br />
aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven a uno los diablos.<br />
Encarose violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con toda su alma y<br />
todo su vigor montañés. Ella dio un chillido.<br />
- Yo te quiero a ti de otra manera, muy diferente... te quiero como a las novias, con amor, con<br />
amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno más de cuatro veces, es por miramientos y<br />
consideraciones y embelecos... Que se vayan a paseo todos ellos juntos... Aguantar que a uno no<br />
le quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea<br />
la novia, le roba todo... Eso ya pasa de raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo...<br />
No, y no, y no lo veré, me iré, me iré, aunque sea a la isla de Cuba.<br />
Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre<br />
todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes<br />
muy a gusto suyo, le salían del corazón.<br />
- Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o un alacrán en el monte... Yo quisiera saber de dónde<br />
sacas tanto disparate... ¿Quién te viene a quitar la novia, ni quién me coge a mí, ni me lleva, ni<br />
todas esas barbaridades que sueñas tú?<br />
- El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.<br />
- Vaya, lo dicho.<br />
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.<br />
- No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime<br />
sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?<br />
-¿Gustar?... ¿Qué sé yo lo que es gustar, como tú dices? El tío Gabriel me parece muy bueno,<br />
muy listo, y un señor así... no sé cómo te diga... muy fino, y que sabe mucho de muchísimas<br />
199
cosas... Un señor diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de Boán,<br />
Javier, de los de Valeiro... de todos.<br />
- Ya lo ves - exclamó con aflicción el mancebo -; ya lo estás viendo... Tu tío... ¡te gusta!<br />
- Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!<br />
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía,<br />
palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus<br />
ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la<br />
Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en<br />
casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto,<br />
pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:<br />
- Tú me gustas más, queridiño.<br />
- A ver, dilo otra vez.<br />
- Te lo daré por escrito. - Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me-gustas-más.<br />
- Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más a mí?<br />
- Más, más.<br />
-¿Te casarás conmigo?<br />
- Contigo.<br />
-¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?<br />
- Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita... como las<br />
demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé.<br />
Más señorito pareces tú que yo.<br />
- Y si tu padre...<br />
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:<br />
- Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú<br />
hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste... Cuando necesitaba dos<br />
cuartos... ¿te acuerdas?, me los prestabas... o me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las<br />
rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y<br />
me quedo sin sombra.<br />
-¡Qué gusto! - exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los<br />
hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de<br />
rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.<br />
- Manola, ruliña, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto podamos. ¿Me la das,<br />
mujer?<br />
- Doy, hombre, doy.<br />
- Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.<br />
-¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.<br />
- Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre<br />
fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.<br />
-¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? - preguntó ella risueña y gozosa, como si la<br />
pregunta estuviese contestada de antemano.<br />
- Andar juntos - respondió él decisivamente -. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos<br />
cerca de Naya.<br />
- XXI -<br />
Para subir a los Castros, había que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y<br />
penetrar en uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos<br />
heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes: caminos<br />
200
generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de profundas zanjas, de indelebles<br />
arrugas; porque a ellos ha arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la<br />
pala tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el agua y se forma<br />
el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin embargo encantadores, poéticos,<br />
abrigados en invierno porque almacenan el calor solar, y protegidos del calor en verano por la<br />
sombra de las plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores porque<br />
están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de flor de zarza, elegancias<br />
airosas de digital, enredadas cabelleras de madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de<br />
fresilla, negruras apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y<br />
caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de lagartos, contradanzas de<br />
mariposas, encajes de telarañas sujetos con broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de<br />
rojas barbas de capuchino, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen ex-votos de<br />
faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una ninfa. Y aquel camino en que penetró la<br />
pareja montañesa añadía a estos méritos, comunes a todas las corredoiras, un misterio especial,<br />
debido a que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y conservaba todo el mullido<br />
suave de su hierba virgen, que literalmente era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas<br />
orquídeas color entre lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde<br />
alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus bordes, viciosa y lozana<br />
como ninguna, se había unido, y sólo a duras penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y<br />
vaga claridad, una luz disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.<br />
Quien estuviese hecho a conocer estos caminos hondos, y el país gallego en general, no se<br />
admiraría de las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su virginidad y<br />
misterio como en ser más honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como<br />
obra donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da a sus<br />
obras proporción y simetría. El nombre de Los Castros que lleva el lugar le explicaría bien, si<br />
antes no se lo dijese su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala del<br />
ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más perfecta.<br />
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada,<br />
facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues<br />
era preciso seguirla y dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la ascensión al<br />
grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de conservación de los dos campamentos era<br />
tan maravilloso; se veían tan claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda<br />
zanja que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada probablemente por<br />
legionarios romanos anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos trabajo de<br />
defensa practicado para sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que las<br />
fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni el agua del cielo, habían<br />
mordido la esbelta cortadura que a modo de verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No;<br />
no habían hecho más que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas lozanísimas; y<br />
allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el ataque del enemigo, se embosca hoy la<br />
ágil sabandija, y teje sus gasas el pardo arañón campesino.<br />
Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado<br />
que desde por la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los dos montañeses<br />
radiantes de alegría, con el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que<br />
sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de delante un estorbo grandísimo,<br />
y ensanchándoseles el corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En especial<br />
el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía a Manuela y la empujaba por la cintura con<br />
la tierna autoridad del que cuida y atiende a una cosa absolutamente propia. Tranquilo y<br />
sosegado, hablaba de las cosas acostumbradas y se entregaba a las ocupaciones y a las<br />
investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los Castros, en las actuales<br />
circunstancias, era para él un descubrimiento. ¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo,<br />
201
amontonábanse allá tesoros que no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que<br />
forma la solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta madurez, y millares<br />
de dulces bolitas negras acribillaban el verde oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra<br />
y humedad, las perfumadas fresillas o amores abundaban, y las delataba su aroma. Nidos, era una<br />
bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba. Porque, desnuda de arbolado la cima de los<br />
Castros desde cerca de veinte siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar<br />
empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa, donde les sobraba pasto de<br />
insectos y caudal de hierbas secas y plantas filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es<br />
que tras cada matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían redondas y<br />
breves camas, unas con huevos, cuatro o seis perlitas verdosas, otras con la cría, medio ciega,<br />
vestida de plumón amarillento. Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto<br />
nupcial, no sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear despavorida a la<br />
lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo, enroscándose al borde de una hoja con sus<br />
innumerables patitas rudimentarias.<br />
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda<br />
remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con<br />
alguna flor que Perucho le había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos,<br />
y su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas aromosas o con las largas<br />
ramas de madreselva. Andando, andando, la carga de fresas desaparecía y el delantal se<br />
aligeraba: picaban por turno los dos enamorados, y al llegar a la cima del Castro pequeño, la<br />
merienda de fruta silvestre había pasado a los estómagos.<br />
La cima del Castro pequeño, donde empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular,<br />
perfectamente nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los jinetes de<br />
la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y heredad,<br />
y a no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se<br />
divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose<br />
claramente y como próximas, pero a vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma<br />
que a cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un árbol, ni una mata alta<br />
en aquella gran planicie del Castro, que rasa, monda, lisa e igual, parecería recién abandonada<br />
por sus belicosos inquilinos de otros días, a no verse en su terreno los golpes del azadón y a no<br />
cubrirla, como velo uniforme, las tiernas plantas del maíz nuevo.<br />
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a su<br />
gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir al Castro mayor, ascensión<br />
difícil para otros, porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba<br />
literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi impracticable hacían la<br />
subida sus ramas entretejidas y espinosas. Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría<br />
arriesgarse llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja larguísimo, y<br />
a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la<br />
entrada del Castro. Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un<br />
senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que serpeaba atrevidamente<br />
por el talud más vertical de la base del Castro, yendo a parar en el matorral que guarnecía la<br />
cúspide.<br />
-¡El camino del zorro! - exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de<br />
la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos -. Por ahí vamos a subir<br />
nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.<br />
Para llevar a cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en las<br />
levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro cuando subía y bajaba a su oculto<br />
asilo, Manuela, que seguía a Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la<br />
americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande en algunos puntos del trayecto, y<br />
grandes también las risas con que celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía<br />
202
con las uñas a la tierra, a las plantas, a todo cuanto podía servirle de asidero, y al avanzar el pie<br />
hincaba la punta de golpe en la montaña, para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin,<br />
sudorosos, encarnados y alegres, llegaron a la última etapa de la jornada, y agarrándose a unos<br />
menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron triunfantes dentro del Castro<br />
Mayor.<br />
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero.<br />
En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía<br />
que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda<br />
trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana,<br />
de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño<br />
y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación<br />
trágica, muy en armonía con su destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte<br />
siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las<br />
empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus<br />
muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y<br />
resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro-galaica. La vegetación, los brezos altísimos<br />
y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la<br />
idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso<br />
circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por<br />
su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un<br />
curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora,<br />
descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?<br />
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy<br />
alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas<br />
partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a<br />
manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían<br />
gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar,<br />
cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida<br />
sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros,<br />
sea porque sólo un árbol - un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas - se alzaba<br />
en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el<br />
monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio<br />
intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único ser viviente que<br />
encontraron los fugitivos.<br />
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la<br />
estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies<br />
como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo<br />
verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los<br />
Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una<br />
especie de terror a la vista.<br />
-¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!<br />
Perucho la tranquilizó riendo.<br />
- No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes<br />
voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?<br />
- Hombre... me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora<br />
sales... Yo ya estaba aguardando a ver si querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí<br />
tan siquiera corre un poquito de aire.<br />
- Pues ven.<br />
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi<br />
impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima<br />
203
y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a<br />
sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie<br />
del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la<br />
formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y<br />
vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero<br />
acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.<br />
- Ahí tienes un sitio precioso - dijo Perucho.<br />
Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.<br />
- La hierba está blandita y huele bien... - exclamó la niña -. No hay tojos... ¡Qué ricura!<br />
-¿A ver? - murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas<br />
de las manos.<br />
-¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay... gracias a Dios! Estaba<br />
muerta... Mira cómo sudo - añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca<br />
húmeda.<br />
-¿Quieres escotar un cachito de siesta? - preguntó el mozo, mirándola con ternura -. Aquí hay un<br />
sitio que ni de encargo... Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada... Yo te echaré la<br />
chaqueta para que acuestes la cabeza...<br />
- Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?<br />
- Duermo también a tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.<br />
Quitose el chaquetón, y extendiolo con precauciones minuciosas, de modo que la cabeza de<br />
Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que formaba una manga bien envuelta con<br />
el cuerpo. Enseguida se tendió al lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris,<br />
para no coger una tortícolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa, fina, menuda, y<br />
entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al lado de la cabeza de Manuela crecía una<br />
gran mata de biznaga, cuyos airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas<br />
con la punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del horizonte, una<br />
transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la posición, le parecían a la montañesa altísimas<br />
aquellas biznagas; más altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del<br />
horizonte lejano. Así se lo dijo a su compañero. Este respondió a la observación con una sonrisa<br />
cariñosa, y dijo:<br />
- Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...<br />
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina,<br />
les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se<br />
convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino<br />
blanco expuesta a la luz... Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos<br />
pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra<br />
rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por<br />
entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al<br />
pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una<br />
aureola, con visos como de venturina.<br />
Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó con<br />
placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan artísticamente colocada por la naturaleza,<br />
tan rica de tono que estaba pidiendo a voces la paleta de un pintor italiano para copiarla, era una<br />
de las cosas que más contribuían a mantener la admiración y el culto que desde la infancia<br />
tributaba a su compañero. Si hermoso era a la vista el pelo de Perucho, no menos dulce al tacto.<br />
¡Con qué elástica suavidad se enroscaban de suyo los bucles alrededor del dedo! ¡Cómo se<br />
deshacían y partían cada uno en innumerables anillos, ligeros y gallardos, y cómo volvían luego<br />
a unirse en grueso y pesado tirabuzón, el bucle estatuario, la cifra de la gracia espiral! ¡Con qué<br />
indisciplina encantadora se esparcían por la frente o se agrupaban en la cima de la cabeza,<br />
haciéndola semejante a las testas marmóreas de los dioses griegos! Claro está que Manuela no se<br />
204
daba cuenta del carácter clásico de las perfecciones de su amigo, mas no por eso le gustaba<br />
menos juguetear con la rizada melena.<br />
Pedro la dejaba a su disposición, cerrando los ojos y sintiendo un bienestar infinito e indecible.<br />
La cortedad penosa experimentada el día en que se habían refugiado en la cantera, se había<br />
disipado con la conversación explícita de amor, las trocadas promesas, el desahogo de la<br />
explicación mutua; y el montañés ni pedía ni soñaba dicha mayor que la de estar allí solos,<br />
próximos, seguros el uno del otro, a razonable distancia de todo lo que fuese gente, habitación,<br />
obstáculos, mundo en suma; allí, en el desierto de la isla del Castro, donde Perucho quisiera<br />
quedarse hasta la consumación de los siglos, con Manuela nada más. Ni el pensamiento de otras<br />
venturas le cruzaba por las mientes, y aunque la respiración de Manuela le calentaba el rostro y<br />
su mano le desordenaba y acariciaba el pelo, no hervía con ímpetu su sangre moza; sólo parecía<br />
correr con mayor regularidad por las venas. Tan feliz se encontraba, que olvidaba el transcurso<br />
del tiempo y lo que pudiesen regañarles al volver al caserón, sumido en una de esas distracciones<br />
profundas propias de los momentos culminantes de la existencia, que rompen la tiranía del<br />
pasado, anulan la memoria, suprimen la preocupación del porvenir, y dejan sólo el momento<br />
presente con su solemnidad, su intensidad, su peso decisivo en la balanza de nuestro destino.<br />
De vez en cuando, a un leve estremecimiento del follaje charolado del roble, a una caricia más<br />
viva, más nerviosa y eléctrica de los dedos de Manuela, Pedro entreabría los párpados, y su<br />
mirada clara y azul se cruzaba con la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas a<br />
la sazón, que lo devoraban. Dos o tres veces retrocedió el montañés, - sintiendo en la conciencia<br />
una especie de punzada, un misterioso aviso, que al cabo, no en balde tenía cuatro o seis años<br />
más que su compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento -; y otras tantas la niña<br />
volvió a acercársele, confiada y arrulladora, redoblando los halagos a los suaves rizos y a las<br />
redondas mejillas, donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber cómo, sin<br />
estudio, sin premeditación, tan impensadamente como se encuentran las mariposas en la<br />
atmósfera primaveral, los rostros se unieron y los labios se juntaron con débil suspiro,<br />
mezclándose en los dos alientos el aroma fragante de las frambuesas y fresillas, y residuos del<br />
sabor delicioso del panal de miel.<br />
- XXII -<br />
Según suele suceder cuando el calor desazona el cuerpo y acontecimientos importantes ocurridos<br />
durante el día perturban el espíritu, Gabriel Pardo había pasado la noche en vigilia casi completa.<br />
Lo bueno fue que se acostara creyendo tener mucho sueño; pesábanle la cabeza y los párpados, y<br />
experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las frescas sábanas de lino y sentir en las<br />
mejillas el contacto de la tersa almohada. Resuelto a consagrar diez minutos a pensamientos<br />
agradables antes de rendirse a la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado derecho, no sin<br />
apagar la luz y dejar sobre una silla, al alcance de la mano (pues en los Pazos sólo conocía el lujo<br />
de las mesas de noche el Gallo, que se había traído de Orense uno de los más feos ejemplares de<br />
la especie, con su tableta de mármol y demás requilorios) la fosforera, la petaca y el pañuelo.<br />
Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados a recordar incidentes de la jornada,<br />
dichos de Manuela, observaciones referentes a ella que conservaba apuntadas en la memoria,<br />
movimientos, actitudes y otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de<br />
la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:<br />
- La chiquilla posee un fondo sorprendente de rectitud; además tiene, como su madre, tierno el<br />
corazón y las entrañas humanas; es fácil, es casi elemental el método para hacerse querer de ella:<br />
no hay más que aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita... lo cual la coge de nuevas,<br />
porque se ha criado en completo abandono, gracias a mi bendito cuñado y a sus líos e historias...<br />
Tenemos aquí lo que se llama un naife, o sea un diamante en bruto... y ¿quién sabe si vale más<br />
205
así? Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor... ¡Ah! Sencillez,<br />
carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con la madre naturaleza, su única maestra y<br />
su única protectora... Cargue el diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas<br />
emperejiladas y vestidas según las cursilerías de La Moda Elegante, juguetes automáticos que<br />
tocan la Rapsodia Húngara entreverada de pifias... Luego dicen que tiene mucha ejecución...<br />
¡Ejecución! ¡Qué más ejecución que la que hacen ellas del arte!... Muñecas que todas ríen como<br />
por resorte... que andan igual que si les tirasen de un hilito... que para fingirse cándidas ponen<br />
cara de tontas en las zarzuelas donde hay frases de doble sentido... que van a misa por rutina y<br />
por ver al novio, y a paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que estrenar... Muñecas a<br />
quienes les han enseñado que es punto de honra no enterrarse con palma, y cargan con el primer<br />
marido que les sale... y después...<br />
Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de<br />
pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.<br />
-¡Qué antipática me es - prosiguió Gabriel haciendo calendarios - la mentira, la convención<br />
social! Convengamos en que hace falta, bueno... ¿Cómo se sostendría sin ella este edificio<br />
caduco, apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá?<br />
¿Esta sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan hibridaciones de<br />
todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes... aquí una portada románica, luego un<br />
frontón dórico, después una techumbre de hierro a la moderna...? Aquí se tropieza usted con una<br />
preocupación procedente de Chindasvinto... más allá una idea general que difundió algún<br />
apólogo traído del Oriente por un cortesano de... ¡sabe Dios!, de un califa cualquiera o del rey<br />
que rabió por gachas... y otra que ya se remontará a los iberos primitivos... y otra que la esparció<br />
ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político... Y ajústese usted a esta... y a<br />
aquella... y a la otra... y a la de más allá... Verdad es que todo hace falta para reprimir la<br />
bestialidad humana... A no ser por eso... ¡crac!<br />
Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda<br />
este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:<br />
-¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita...<br />
Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró<br />
metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:<br />
- Paciencia, Gabriel... Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es<br />
que algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar siempre el mismo peñasco,<br />
nosotros y los que vengan detrás... Calculemos que todo se lo lleva Pateta; ¿y qué ponemos allí,<br />
en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en pelillos, no habría adelanto ni<br />
progreso desde que el mundo es mundo... No habría evolución... ¿O sí la habría; qué diablo? La<br />
evolución es fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla... ¿Puedo yo impedir que<br />
ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy<br />
hecho un pedante; si me oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en<br />
resumen; la niña es una perla sin engarce... y yo debo tratar de dormirme.<br />
Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto<br />
venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.<br />
- La evolución sin lucha... Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate de todos<br />
contra todos, es la única clave del misterio... Lo que dice muy bien Darwin en...<br />
El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el<br />
pensador, a quien creía dormido... Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron<br />
como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas,<br />
acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más<br />
insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente<br />
la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y<br />
despachurró al músico chupón.<br />
206
Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso<br />
filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil<br />
tiernos pensamientos relativos a su sobrina.<br />
-¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago<br />
conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la<br />
restituyo a su verdadera clase social..., al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una<br />
fregona... y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo<br />
ella de la diferencia de edades... que la hay, que la hay, no vale decir que no... y menuda... Si<br />
juego con ella como con una chiquilla... si le otorgo mi confianza, como a una compañera...<br />
Me... me querrá del modo que... La sentiré palpitar... así... azorada... turbada... embriagada... con<br />
esa mezcla de vergüenza y transporte... que... ¡Cosa más dulce!<br />
Aquí los recuerdos acudieron en tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente<br />
con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte del cínife. Gabriel se volvió<br />
dos o tres veces de babor a estribor en la cama, al mismo tiempo que se le incrustaba en la mente<br />
esta idea desconsoladora:<br />
- Adiós... Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.<br />
Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. - A dormir, a dormir - dijo casi en alto, con la<br />
resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada,<br />
y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo<br />
pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante<br />
produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.<br />
Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la<br />
tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las percepciones de tres sentidos<br />
corporales: el oído, el olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos<br />
microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas que roían el<br />
entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones allá muy alto, sobre las vigas del techo;<br />
chasquidos de la madera de los muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de<br />
moscones; y por último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel; del<br />
torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de los pulsos. Al olfato llegaba el<br />
olor de resina seca del antiguo barniz del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada;<br />
el vago aroma de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la atmósfera<br />
había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de la vela; y un perfume general de<br />
campo, de mentas, de mies segada, de brona caliente, un olor a montañesa joven, que lejos de ser<br />
sedante para Gabriel, le atirantaba más los nervios. El tacto... ¿Quién no conoce esa desazón de<br />
la epidermis, primero imperceptible cosquilleo superficial, luego sensación insoportable de que<br />
nos corren por encima mil insectos, y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su cuerpo<br />
menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo...? Para producir esta molestia feroz sobra en<br />
verano la inflamación de la sangre que el calor ocasiona; si a ella se añaden las travesuras de<br />
algún parásito real y efectivo, de las cuales no preserva a veces ni la mayor pulcritud y aseo, es<br />
cosa de volverse loco.<br />
Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las incomodidades, y todo se<br />
abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le parecía el de una rata<br />
gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas de caballería a galope tendido. Los concertantes de<br />
mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos<br />
del maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia respiración, el<br />
movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de torrente<br />
aprisionado entre dos montañas, o ímpetu atronador de huracán encajonado en algún ventisquero<br />
de los Alpes... Los olores también por su persistencia en seguir flotando en la atmósfera,<br />
llegaban a pasar de la nariz a las últimas celdillas cerebrales, ocasionando mareo indecible y<br />
ganas de estornudar, y verdadera inquietud nerviosa. Las carreras de la piel y la fermentación de<br />
207
la sangre crecían, y no pensaba Gabriel sino que un ejército de pulgas caninas y chinches<br />
sanguinarias le andaba recorriendo, con la mayor desvergüenza, el cuerpo todo. Notaba además<br />
una sensación rara, muy propia del insomnio; y era que unas veces se le figuraba ser muy<br />
chiquirritito, y otras inmenso, hasta el punto de no caber en el espacio; y correlativamente con<br />
estas singulares imaginaciones, notaba que los objetos, ya se le venían encima, ya se retiraban a<br />
distancias tan inverosímiles que era imposible alcanzarlos... Le parecía haberse vuelto de goma<br />
elástica, y que una mano negra, sin consistencia ni forma, como el espacio hacia el cual miraba<br />
con los ojos muy abiertos, le encogía o le estiraba a su sabor... Y en aquel mismo espacio<br />
tenebroso empezaba la vista a distinguir claridades y luces espectrales, unas azules y como<br />
fosfóricas, otras amarillas o más bien color de azufre, que partiendo de un núcleo central<br />
brillante, se extendían, trémulas y vibradoras, y formaban poco a poco un nimbo violáceo, que<br />
irradiaba y se extinguía y volvía a irradiar y a extinguirse, a semejanza de esas ruedas llamadas<br />
cromátropas con que remata el espectáculo de los cuadros disolventes...<br />
- Esto ya no se puede aguantar - exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la<br />
cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de los fósforos y encendió la vela. El<br />
aposento quedó débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al arder la<br />
luz, la impresión desapacible de un hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale<br />
antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento<br />
de saltar de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio adormecido, y a dos<br />
dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se echó otra vez y apoyó el rostro en la<br />
almohada sin apagar la luz y con un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo<br />
se halló perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac e irse a un baile, o<br />
salir para una cazata. Y claro está que los ruidos habían cesado, los olores también, y la picazón<br />
de la epidermis desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar, sin que<br />
ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte enemiga.<br />
Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.<br />
-¿Qué demonios voy a beber ahora? - pensó -. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni<br />
cosa que lo valga.<br />
Levantose y se dirigió al lavabo, resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la<br />
jarra; pero la había gastado toda en sus abluciones matinales, y como en las aldeas no se<br />
sospecha ni remotamente que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la<br />
mañana, pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver a chapotear otra vez por la tarde o la<br />
noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal humor con este incidente regresó Gabriel al<br />
lecho; la saliva le sabía a acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto a secar en un horno,<br />
tal era la calentura que empezaba a abrasarle.<br />
-¡Noche toledana! - exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas -. Daría cinco<br />
duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! - añadió riéndose<br />
a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas -.<br />
Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.<br />
Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en<br />
la biblioteca del caserón. Levantose y tomó uno de ellos, el que estaba encima, Los Nombres de<br />
Cristo. Al abrirlo y descifrar la portada, lo soltó murmurando:<br />
-¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?<br />
El otro era una edición de Salamanca de 1798; Traducción literal y declaración del libro de los<br />
Cantares de Salomón. Al lado de la portada se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y<br />
melancólica, la espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un árbol<br />
con el hacha al pie y la leyenda siguiente: ab ipso ferro. La polilla se había ensañado en el<br />
volumen, recortando caprichosos calados al través de las hojas.<br />
- Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor - pensó el comandante -.<br />
Veremos si a mí me trae el sueño.<br />
208
Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó<br />
la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un<br />
niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la<br />
lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la<br />
sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su<br />
cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las<br />
comunicaba a sí mismo en interior monólogo.<br />
-¡Demonio... qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han<br />
perdido... ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua... Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y<br />
aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas<br />
metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría<br />
explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas... ¡Qué lindo! Este deseo de<br />
cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y<br />
en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda... ¡Mire usted que es<br />
bonito, y endiablado, y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah... pues no digo nada los<br />
detalles de... ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro... Luego se andan escandalizando<br />
de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta<br />
hermosura, ni esta... ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y...<br />
qué diabluras para libro piadoso...!<br />
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del<br />
admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y<br />
creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires,<br />
que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme<br />
por guarda de viñas: la mi viña no guardé...». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el<br />
artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y en<br />
proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la<br />
lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y<br />
continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas<br />
y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba<br />
al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura<br />
de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en<br />
la mano... Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía... ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante<br />
y deliciosa!<br />
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las<br />
ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.<br />
- XXIII -<br />
Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita<br />
frescachona, rubia, de buenas carnes - que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el<br />
negociado de los pucheros - le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y<br />
media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo<br />
del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su<br />
consagración a las faenas agrícolas.<br />
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron<br />
sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra<br />
jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al<br />
mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero<br />
quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo<br />
209
los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor.<br />
Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase con<br />
mediana gracia la cabeza (aunque sin recurrir a artificios de tocador, indignos de tan varonil y<br />
discreta persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos en la puerta.<br />
Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces el aposento, lo recorrió y examinó<br />
todo, abrió la ventana, asomose a ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la<br />
temperatura senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían a posársele<br />
críticamente en el hueco de las orejas o en la comisura de los labios - donde más podían<br />
fastidiarle -, sonrió ante las ingenuas pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj...<br />
Nada. La incertidumbre le freía la sangre. Se determinó a salir, buscando el camino de la<br />
habitación de su cuñado. Recorrió salones, más o menos destartalados, y durante la caminata<br />
observó algún hermoso vargueño con incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto,<br />
abandonado y estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era imposible<br />
adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las tierras, y tan resquebrajado se<br />
hallaba por falta de barniz; vio, en suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella<br />
señorial morada, que inspiraba a Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica. Sólo que entonces<br />
no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría metido todo el mundo? Porque tampoco el<br />
hidalgo de Ulloa parecía por ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel a la vieja<br />
perra de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido de los pasos del<br />
artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el hocico que recostaba en las patas de delante, y<br />
azotó el suelo con el muñón del rabo, como dando los buenos días.<br />
En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel<br />
bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo.<br />
Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el<br />
centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos<br />
años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la<br />
media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.<br />
- Le está en la era... ¡con los que majan! - exclamó al fin asombrada de la pregunta.<br />
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la<br />
maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena<br />
que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos<br />
días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano<br />
por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:<br />
-¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!<br />
A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él<br />
novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de<br />
un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de<br />
dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla<br />
barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre<br />
la arena y el -93- polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el<br />
mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas,<br />
mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos<br />
gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a<br />
compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse,<br />
con el menor pretexto, del estuche bruñido que las contiene. El sol, implacable, metálico, se<br />
bebía el sudor de los trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la faena<br />
seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre camada y camada, los jarros de<br />
vino corriendo de mano en mano. Las jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza<br />
desteñida, que les señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros grandes,<br />
preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie, apoyado en el mallo, ebrio de sol,<br />
210
despechugado, con la camisa de estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el espeque o cigarro, y<br />
ya se escupe en la palma de las manos para volver a blandir el instrumento cuando suene la hora<br />
del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan energía y vigor suficientes para vivir un mes! La<br />
luz deslumbra y ciega; el ambiente es de boca de horno, no corre ni el soplo de aire suficiente a<br />
inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las higueras que rodean la era de los<br />
Pazos permanecen inmóviles, como recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, a modo<br />
de pencas de metal: a veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el pico<br />
desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más cercano, la víbora saca su cabeza<br />
chata, enciende su ojillo de azabache, resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros,<br />
aturdidos, no aciertan a salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa... ¡Y en el desmayo<br />
general de la naturaleza, que desfallece y expira de calor, sólo el hombre reconoce su condición<br />
servil y cumple el precepto del Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!<br />
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos,<br />
permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a<br />
saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre,<br />
leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.<br />
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada,<br />
demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de<br />
aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de<br />
oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de<br />
aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de<br />
aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios<br />
erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos<br />
señoriales; de aquellos Moscosos... en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en<br />
sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española... cuando el<br />
descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una... a las dos... a las<br />
tres... se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los<br />
malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y<br />
pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más<br />
alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco,<br />
saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien<br />
agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de<br />
carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo<br />
por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero<br />
con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz -<br />
¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!- ya no era<br />
murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede<br />
decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la<br />
fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la<br />
paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada<br />
esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los<br />
hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros<br />
trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.<br />
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre.<br />
Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no<br />
se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más<br />
limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde<br />
los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón.<br />
Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había<br />
exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los<br />
211
azos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente<br />
Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana<br />
a toda prisa, se remangaba...<br />
-¿Qué barbaridad irá a hacer este? - pensó Pardo.<br />
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor<br />
de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los<br />
pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la<br />
frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le<br />
volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: -¡Alto, rapaces!- y los diez<br />
y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo,<br />
mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el<br />
vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente<br />
húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:<br />
- Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.<br />
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no<br />
sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en<br />
los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba<br />
demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su<br />
intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez<br />
se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la<br />
espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso<br />
en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o<br />
pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.<br />
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi<br />
a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose<br />
impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho,<br />
llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura,<br />
asistía a la faena.<br />
-¡Ángel! ¡Ángel!<br />
- Señor...<br />
- Busca al señorito Perucho... Tráelo volando aquí... De mi parte, ¡que venga a majar la camada!<br />
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan<br />
extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa.<br />
Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si<br />
alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de<br />
Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era<br />
lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: - Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.<br />
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen<br />
mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta<br />
importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda<br />
pupila, y respondió con tono victorioso:<br />
- Se hará conforme al gusto de Usía.<br />
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y<br />
hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.<br />
-¿Quién sabe de ella? - respondió el padre -. Andará por ahí... ¿Has visto la maja? - añadió<br />
revelando sumo interés en la pregunta.<br />
- Sí, te he visto hecho un valiente...<br />
-¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del<br />
abono... A cada cerdo le llega su San Martín... Ya verás a Perucho majar la camada, que será la<br />
gloria del mundo... Ey, Ángel... ¿Viene o no viene? ¿Qué... no está?<br />
212
- Dice que no... que salió tempranito con Manola... Que no voltaron aún.<br />
-¡Por vida de...! ¡Mal rayo!<br />
Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.<br />
- XXIV -<br />
Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por<br />
la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la<br />
respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas<br />
horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar<br />
la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo<br />
de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor, así<br />
como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los<br />
días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras,<br />
también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.<br />
Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y<br />
el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en<br />
la mesa; lo preparaba don Pedro - único modo de que saliese a su gusto - en una maquinilla de<br />
hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su<br />
cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a<br />
semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se<br />
filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático,<br />
exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel<br />
burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo<br />
que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el<br />
conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera,<br />
de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie<br />
conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que<br />
no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía<br />
decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al<br />
árabe apreciar armas y caballos.<br />
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura<br />
encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:<br />
- Oye tú... ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?<br />
- Va con Perucho - respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la<br />
villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.<br />
- Perucho... - murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre - Perucho... es un<br />
muchacho de muy poca edad.<br />
- Poca edad... ¡Quién me diera en la suya! - exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su<br />
decadencia física -. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A<br />
esa edad... salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba<br />
allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de<br />
perdices... Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda<br />
la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más<br />
caso que a este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el<br />
pedrisco, y los demonios que me lleven... A veces no me contentaba con las horas del día...<br />
¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban<br />
pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo... los dos escondiditos tras de un pino...<br />
tendidos boca abajo... con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no<br />
213
olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del tiempo de Perucho... que me<br />
diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de<br />
mosto, que me sabía todo a gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para<br />
sentarse en una silla... o para que le tiren al basurero.<br />
- Pues yo - declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café - no estoy tan tranquilo como<br />
tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco<br />
más o menos hacia qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.<br />
-¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el Pico-<br />
Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como<br />
para Levante.<br />
Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier<br />
cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en<br />
derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de<br />
vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a<br />
otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de<br />
un modo indirecto.<br />
- Y... ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?<br />
- Pocas... ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso.<br />
Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos<br />
un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura<br />
de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura más templado! Se<br />
defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para<br />
el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena... ¡Era<br />
más perro!<br />
- Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca - insistió con firmeza Gabriel -. Manuela no se habrá<br />
ido a comer a casa de nadie.<br />
- Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy<br />
se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.<br />
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a<br />
la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:<br />
- Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por<br />
los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y<br />
hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.<br />
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de<br />
caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó<br />
casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:<br />
-¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!...<br />
Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos,<br />
que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de<br />
la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay<br />
por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas... más vale callar.<br />
Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro<br />
maulas!...<br />
Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el<br />
temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le<br />
crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente,<br />
le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su<br />
hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués,<br />
alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad<br />
214
vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa<br />
en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.<br />
- Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya<br />
para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan<br />
desatinado como tú... La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído?<br />
Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes<br />
pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar... Eso quisieras.<br />
¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque<br />
aquel para tundir el trigo... No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no<br />
puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo... y ya que tú no cuidas,<br />
como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de<br />
la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!<br />
- XXV -<br />
Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que lleva el diablo, por no oír<br />
la retahíla de palabrotas y berridos con que don Pedro contestó a su arenga, no sabía el<br />
comandante ni hacia dónde dirigirse ni a qué santo encomendarse para cumplir el programa de<br />
encontrar a su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan intolerable, que sólo estando a<br />
mal con la vida podía nadie echarse a andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las<br />
dos de la tarde, el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de los Pazos<br />
se aprestaban a gozar las delicias de la siesta, tendiéndose cuál panza arriba, cuál de costado para<br />
roncar; despatarrados los gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad<br />
los perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima importuna mosca.<br />
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir a descubierta en momentos<br />
semejantes, e instintivamente buscó una sombra donde guarecerse y consultar consigo mismo.<br />
Dio consigo en la linde del soto, al pie de un castaño, si no de los más altos, de los más acopados<br />
y frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz de manzanilla y<br />
grama, encontró buen recostadero.<br />
. . . - No hay remedio... - comenzó a devanar Gabriel -. Yo corto por lo sano... El animal de mi<br />
cuñado, tengo que reconocerlo, no ve esto que veo yo... Es que si lo viese y viéndolo lo<br />
consintiese... nada, cuatro tiros.<br />
. . .<br />
- Y yo, ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base esta idea? ¡No, y<br />
renó! Aquí no hay más que una cuestión de conveniencias desatendidas... impremeditaciones e<br />
ignorancias de una montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un hombre<br />
zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio ambiente...<br />
. . . - No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono en que está la niña,<br />
hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar<br />
años sin tomarme la molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo a<br />
los japoneses...<br />
. . . Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le sofocaba era, más<br />
que la temperatura, la reacción del reciente acceso de cólera. El café que acababa de paladear le<br />
había dejado en la lengua un amargor agradable, y le producía ese ligero eretismo cerebral tan<br />
propicio a la creación artística y a la fácil emisión de la palabra. La naturaleza desfallecía, y el<br />
rumoroso silencio del bosque, el ronco quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño,<br />
ayudaban a exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, a echarse por esos<br />
trigos.<br />
215
. . . -¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en libros, pero me costaba mis<br />
trabajos creerlo... ¡Esto de que, porque uno vea cuatro montañas y media docena de nubes, se<br />
ponga a meditar sobre orígenes, causas, el ser, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil cosazas<br />
que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene voces, y voces que dicen algo<br />
misterioso y grande! ¡Ay... a esto sí que se le puede llamar chifladura! ¡Voces... Voces! ¡Unas<br />
voces que están hablando hace miles y miles de años, y a cada cual le dicen su cosa diferente!<br />
Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa, y que nosotros las interpretamos a nuestra manera...<br />
Lo que pasa con las campanas: enseguida cantan lo que a uno se le antoja... Las voces están<br />
dentro... A mi cuñado le suena la naturaleza así -¡Buen día de maja!- Y al creyente le murmura<br />
que hay Dios...<br />
. . . -¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf! Idealismo trascendental...<br />
Váyase a paseo este afán de escudriñar el fondo de todas las cosas...<br />
. . . Un saltón verde, muy zanquilargo, vino a posarse en la mano del pensador. Gabriel le cogió<br />
por las zancas traseras y le sujetó algún tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para<br />
soltarse. Al fin aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.<br />
. . . - Y a Manuela, ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha conocido?<br />
. . .<br />
En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron a revivir fragmentos de la<br />
lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles un sentido y dándoles un alcance nuevo de<br />
respuesta a la última pregunta.<br />
. . . -«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen a tu venida y ayudan<br />
a nuestro amor, y parece que la naturaleza nos adereza y adorna el aposento... Voz de mi amado<br />
se oye: veislo viene atravesando por los montes y saltando por los collados... La izquierda suya<br />
debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará... Hablado ha mi amado y díjome: levántate,<br />
amiga mía, galana mía, y vente... Ya ves, pasó la lluvia y el invierno fuese. Los capullos de las<br />
flores se demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la voz de la tórtola<br />
en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las pequeñas uvas dan olor: por ende, levántate,<br />
amiga mía, hermosa mía y ven».<br />
. . .<br />
- Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su... ¡lo que sea!, aprendieron a leer<br />
por ese libro... Tiene algo de simbólico... La más negra no es el texto, sino los comentarios...<br />
Cuidado con aquello que dice de que el jugar a esconderse burlando es regalo y juego<br />
graciosísimo del amor... Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre los árboles... Pues ¿y el<br />
enseñarles a que se fijen y reparen en los arrullos de las palomas y en los amoríos de los<br />
avechuchos?<br />
. . . - Lo más tremendo es la manía de llamarla hermana. «Robaste mi corazón, hermana mía<br />
esposa, robaste mi corazón con uno de los tus ojos en un sartal de tu cuello... Panal que destila<br />
tus labios, esposa, miel y leche están en tu lengua; y el olor de tus vestidos, como el olor del<br />
incienso. Huerto cerrado, hermana mía, esposa...».<br />
. . . - Este lenguaje oriental...<br />
. . .<br />
-«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre? Hallarteía fuera,<br />
besaríate, y ya nadie me despreciaría».<br />
. . . - Con permiso de Fray Luis de León: lo que es sus comentarios a este pasaje, son una<br />
confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No me negará nadie que es bonita escuela<br />
para las señoritas lo que dice a propósito de los amores desiguales... Cosa más disolvente que<br />
estos místicos y contempladores... ¡y el pasaje está más claro que el agua!<br />
. . . -«Porque se ha de entender que entre dos personas (aunque las demás calidades o que se<br />
adquieren por ejercicio o que vienen por caso de fortuna o que se nace con ellas) puede haber y<br />
hay grandes y notables diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad, porque esta es<br />
216
señora y libre así como en todo es libre y señora; así todos en ella son iguales, sin conocer<br />
ventaja del uno al otro, por diferentes estados y condiciones que sean».<br />
. . . -¡Caracoles con Fray Luis!<br />
. . . - Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de cultura, como si<br />
toda tu vida no te hubieses esforzado en ser racional... racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería<br />
de niña, cuando deletreaba; y a fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo entendió entonces,<br />
ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y te da en qué pensar a ti, por lo mismo que<br />
estás muy civilizado y muy saturado de libros y muy harto de meterte en honduras. Lo que es a<br />
ellos... No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.<br />
. . . - Se me figura que la naturaleza se encara conmigo y me dice: Necio, pon a una pareja linda,<br />
salida apenas de la adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando libremente, como<br />
Adán y Eva en los días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación<br />
apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida hierba capaces de tentar<br />
a un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide? Una enteramente ilusoria, ideal, valla que mis<br />
leyes, únicas a que ellos se sujetan, no reconocen, pues yo jamás he vedado a dos pájaros nacidos<br />
en el mismo nido que aniden juntos a su vez en la primavera próxima... Y yo, única, madre y<br />
doctora de esa pareja, soy su cómplice también, porque la palabra que les susurro y el himno que<br />
les canto, son la verdadera palabra y el himno verdadero, y en esa palabra sola me cifro, y por<br />
esa palabra me conservo, y esa palabra es la clave de la creación, y yo la repito sin cesar, pues<br />
todo es en mí canto epitalámico, y para entenderlo, simple, ¿qué falta hacen libros ni filosofías?<br />
. . . - Pero es cosa que eriza los pelos... La hija de mi hermana, la esperanza de mi corazón, caída<br />
en ese abismo... ¡Qué monstruosidad horrible!, y no hay duda... Soy un idiota en no haberlo<br />
comprendido desde luego... Presentimiento sí que lo tenía... Algo me dio el corazón ya en casa<br />
de Máximo Juncal... Ay, Nucha, pobre mamita, y qué bien hiciste en morirte... Todo el día solos,<br />
campando por su respeto a una o dos leguas de la casa... ¿Qué hacen a estas horas? ¿En qué clase<br />
de juego entretienen la siesta? De seguro...<br />
. . . - Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo... ¿Y qué hago ahora aquí,<br />
cavilando y lamentándome? Tocan a moverse... a buscarla, ¡voto a sanes!, y a deshacer este<br />
enredo horrible, y a sacarla de la abyección, y a cortar de raíz...<br />
. . . -¿Hacia dónde tomarían?<br />
- XXVI -<br />
Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel<br />
como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los<br />
Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No<br />
había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?<br />
Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por<br />
entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con frutales y costeó eras donde resonaba el<br />
cadencioso golpe del mallo; en suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia<br />
torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como cuerdas de guitarra. El<br />
ejercicio le hizo provecho; andando y andando, empezó a sentirse con la cabeza más despejada y<br />
el corazón más tranquilo.<br />
Contribuía a ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De<br />
la sombra que iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una<br />
pirámide de claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de<br />
un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas tenían las nubes, hacía verdear<br />
el azul celeste, y unas cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas<br />
y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil, de esas que dejan<br />
217
quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles<br />
más abandonados ya de la luz diurna, se desplegaba, a manera de leve cortinilla plomiza, el<br />
humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas, donde se conservaba<br />
archivado el enervante calor de todo el día, se alzaban compactas huestes de mosquitos.<br />
De pronto levantó Gabriel la cabeza... Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de<br />
música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien<br />
que se armonizaba con los saudosos ay... le... le... que segadoras y majadores entonaban desde<br />
los campos y las eras, se dejó oír repetidas veces, a intervalos iguales... El comandante se paró, y<br />
una especie de escalofrío recorrió su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de<br />
esas que no corren, que vuelven al punto de sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar de la<br />
poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle,<br />
por tanto artículo sentimental... Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo<br />
más inefable el misterioso tañido.<br />
- El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden... ¡Cáspita!<br />
¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido<br />
que Naya se encuentra a la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del<br />
valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe<br />
duda.<br />
Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba<br />
mil vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de perderse. Caía la<br />
noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del<br />
lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta estar<br />
tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en<br />
la tragona tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas sobresalir, como<br />
mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del crucero del atrio. La puerta del vallado que<br />
rodeaba a este, bien fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero<br />
Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino por acercarse a algo que él<br />
sabía estar allí, y que le pesaba con remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el<br />
momento mismo de su arribo a los Pazos...<br />
Cosa de broma saltar la cerca del atrio; mas no así penetrar en el cementerio de Ulloa. Parecía<br />
como si se hubiese defendido su acceso con esmero especial, nada común en las aldeas, donde<br />
los camposantos suelen andar mal preservados de la contingencia, remotísima en verdad, de una<br />
profanación. El muro que lo rodeaba era alto, bien recebado, y en el caballete se incrustaban<br />
recios cascotes de botella; la verja de la cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un<br />
corpulento olivo, se componía de maderos fuertes, recién pintados, terminados en unos pinchos<br />
de hierro. Asegurábanla sólida cerradura y grueso cerrojo.<br />
Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta que comunicase<br />
directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era de dos hojas, y no menos sólida y maciza<br />
en su género que la cancilla. No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso;<br />
en cuanto a llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar las oraciones, se habría<br />
retirado a su casa, dejando solos a los muertos y a la pobrecilla iglesia.<br />
Intentó al menos el comandante distinguir, al través de la verja, la traza del cementerio,<br />
acostumbrando la vista a las tinieblas de la estrellada noche. Después de mirar fijamente y largo<br />
rato, adquirieron algún relieve las formas confusas. El cementerio parecía muy bien cuidado: las<br />
cruces, no derrengadas como suelen andar en sitios tales, sino derechas y puestas con simetría y<br />
decoro; la vegetación y los arbustos ostentando el no sé qué de los jardines, la gentil lozanía de la<br />
planta regada y dirigida por mano cariñosa. Sobre el fondo sombrío del follaje se destacaban<br />
irregulares manchones claros, que debían ser flores. Flores eran, y ya los ojos de Gabriel,<br />
familiarizados con la oscuridad, podían hasta darles su nombre propio: las manchas redondas,<br />
218
hortensias; las largas, varas de azucenas blanquísimas. Lograba también, sin esfuerzo, contar los<br />
senderitos abiertos entre las cruces, y los montecillos que estas coronaban.<br />
A su izquierda distinguió claramente una especie de nicho abultado, con pretensiones de<br />
mausoleo, y sobre cuya blancura se perfilaban, a modo de columnas de mármol negro, los<br />
troncos de dos cipreses muy tiernos aún, recién plantados sin duda. La mirada se le quedó fija en<br />
el mezquino monumento... Era allí... Se agarró con ambas manos a la verja, quedándose<br />
abismado en la contemplación que producen los objetos en los cuales, como en cifra, vemos<br />
representado nuestro destino. ¡Allí, allí estaba el cariño santo de su vida, la que al cabo de tantos<br />
años, desde el fondo de la tumba, le había atraído a aquel ignorado valle!<br />
En el espíritu de Gabriel batallaban siempre dos tendencias opuestas: la de su imaginación<br />
propensa a caldearse y deducir de cada objeto o de cada suceso todo el elemento poético que<br />
pueda encerrar, y la de su entendimiento a analizar y calar a fondo todo ese mundo fantástico,<br />
destruyéndolo con implacable lucidez. Ante la cancilla de aquel cementerio de aldea, triunfaba<br />
momentáneamente la imaginación; de buen grado ofrecía treguas el entendimiento, y todo lo que<br />
en lugares semejantes evocan, sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los nerviosos y los<br />
alucinados, tuvo el comandate Pardo la dicha suprema de evocarlo, soñarlo y forjarlo por espacio<br />
de unos cuantos minutos. Apariciones, aspectos fantasmagóricos, formas que puede tomar el ser<br />
querido que ya no pertenece a este mundo para presentarse a los que todavía permanecen en él, y<br />
esa sensación indefinible de la presencia de un muerto, ese soplo sutil de lo invisible e<br />
impalpable, que cuaja la sangre e interrumpe los latidos del corazón. Cuando se produce este<br />
género de exaltación, nadie la saborea con más extraño placer que los espíritus fuertes, los<br />
incrédulos: es el gozo de la mujer estéril que se siente madre; ¡es un deleite parecido al que causa<br />
la lectura de una novela de visiones y espectros a las altas horas de la noche, en la solitaria<br />
alcoba, con la persuasión de que no hay palabra de verdad en todo ello, y a la vez con<br />
involuntario recelo de mirar hacia los rincones adonde no llega la luz de la lámpara, por si allí<br />
está acechando la cosa sin nombre, el elemento sobrenatural que teme y anhela nuestro espíritu,<br />
ansioso de romper la pesada envoltura material y el insufrible encadenamiento lógico de las<br />
realidades!<br />
Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas a Gabriel; las azucenas, flotantes<br />
pedazos de sudario; los cipreses, figuras humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el<br />
acceso del lugar donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión esta tan<br />
viva, tan fuerte, tan invencible!, sale un murmullo humilde y quejoso, como de rezo, un suspiro<br />
lento y arrancado de las entrañas... ¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes<br />
alucinaciones? No hay duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento recorre<br />
las vértebras del comandante.<br />
Estas treguas del entendimiento duran poco, y en el cerebro de Gabriel, que no poseía la frescura<br />
plástica de la ignorancia y de la juventud, la razón recobró al punto sus fueros. En un segundo, el<br />
apacible cementerio perdió su prestigio todo: lo vio lindo y alegre, como debía de ser a la luz<br />
solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo... residuos orgánicos... ¡Materia! Y trató de<br />
figurarse cómo estaría aquella materia inerte, qué aspecto tendrían, entre las podridas tablas del<br />
ataúd y la húmeda frialdad del nicho, los huesecillos de aquellos brazos tan amantes, en que se<br />
había reclinado de niño. Se le oprimió el corazón: por instinto alzó la frente y miró al cielo.<br />
- Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas tan hermosas.<br />
El firmamento parecía vestido de gala, como para rechazar toda idea de muerte y podredumbre, y<br />
confirmar las de inmortalidad y gloria. Compensando la falta de la luna que no asomaría hasta<br />
mucho más tarde, los astros resplandecían con tal magnificencia, que inducían a creer si toda la<br />
pedrería celestial acababa de salir del taller del joyero divino. Más que azul, semejaba negra la<br />
bóveda; las constelaciones la rasgaban con rúbricas de luz; algunos luceros titilaban vivos y<br />
próximos, otros se perdían en la insondable profundidad; la vía láctea derramaba un mar de<br />
cristalina leche, y Sirio, el gran brillante solitario, centelleaba más espléndido que nunca.<br />
219
También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche le envolvía en un<br />
hálito de amor: las sombras eran densas y vagas a la vez: los horizontes lejanos se disfumaban en<br />
azuladas nieblas: a pesar de la mucha calma no había silencio, sino murmurios imperceptibles,<br />
estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de parar su curso y<br />
retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel minuto de plenitud del verano para<br />
saturar por completo el organismo vegetal, y lo que era acres aromas en el monte, en el valle<br />
atmósfera verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los farolillos<br />
venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas, insectos en quienes arde visiblemente<br />
el fuego amoroso...<br />
No podía Gabriel confundir el verdoso y fosforescente reflejo de los gusanos con la pequeña<br />
llama azul que se alzó de las profundidades del cementerio, y que revoloteando suavemente le<br />
pasó a dos dedos del rostro. Bien conoció el fuego fatuo, arrancado por el calor a aquel sitio bajo<br />
y húmedo y relleno de cadáveres humanos... Con todo, sintió que otra vez se le exaltaba la<br />
fantasía, y pegó el rostro a la verja escudriñando con avidez el interior del camposanto, por si<br />
tras el fuego surgía alguna forma blanca, ni más ni menos que en Roberto el Diablo... Y en<br />
efecto... ¡Chifladura, ilusión de óptica! Calle... Pues no, que bien claro lo está viendo... Algo se<br />
alza detrás del nicho, junto a los cipreses... Algo que se inclina, vuelve a alzarse, se mueve...<br />
¡Una forma humana...! ¡Un hombre!<br />
Sólo tiene tiempo el artillero para adosarse al muro, al amparo de la sombra que proyecta el<br />
olivo. Rechina el cerrojo, gira la llave, se abre la verja, y sale la persona que momentos antes<br />
rezaba al pie del mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente la verja, hace<br />
por última vez la señal de la cruz volviéndose hacia el cementerio, y pasa rozando con Gabriel y<br />
sin verle, con la cabeza baja, cabeza blanquecina y cuerpo encorvado y humilde.<br />
-¡El cura de Ulloa!<br />
Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse cuenta del porqué<br />
semejante persona, en tal sitio y entregada a tal ocupación, le parecía la clave de algún misterio,<br />
uno de esos cabos sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias viejas que<br />
nos importan o que despiertan novelesco interés.<br />
-¡Ahí están los suspiros y los rezos que yo oía! - pensó, encogiéndose de hombros -. Si no acierta<br />
a salir ahora este buen señor, yo tendría una cosa rara que contar... y creería honradamente en<br />
una pamplina... inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni rastro...<br />
Verdad es que he visitado a la pobre mamita... ¡Adiós, adiós! (Volviéndose hacia la verja.) Y en<br />
realidad la caminata me ha calmado. Se me figura que esta tarde pensé mil delirios y ofendí<br />
mortalmente con la imaginación a mi sobrina. ¿Cómo ha de estar profanada, depravada, una niña<br />
que tiene aquel aire franco y sencillo y honesto a la vez, el aire y los ojos de su madre? Sé<br />
sincero, Gabriel, contigo mismo. (Deteniéndose y mirando a las estrellas.) Lo que te sucedió, que<br />
te encelaste, porque estás interesado por la muchacha... Pues amigo, eso no vale. ¿A qué viniste<br />
aquí? ¿A salvarla, verdad? Entonces, piensa en ella sobre todo. A un lado egoísmos; si no te<br />
quiere, que no te quiera; mírala como la debió haber mirado su padre. A pedirle mañana una<br />
entrevista; a hablarle como nadie le ha hablado nunca a la criatura infeliz. Lo que tú has estado<br />
pensado allí al pie del castaño, es una monstruosidad; pero con todo, bueno es prevenir hasta el<br />
que a otros se les ocurra la misma sospecha atroz. A ti, al hermano de su madre, corresponde de<br />
derecho el intervenir. Y caiga quien caiga, y así sea preciso prender fuego a los Pazos y llevarte a<br />
la muchacha en el arzón de la silla... Digo, no; esto de raptos es niñería romántica... Pero es<br />
decir, que tengas ánimo y que no se te ponga por delante ni el Sursumcorda, ¡qué diablos! Y<br />
cuidadito cómo le hablas a la montañesa... No hay que abrirle los ojos, ni lastimarla, que después<br />
de todo... reparo deberías tener en tocarla siquiera con el aliento... y morirte deberías de<br />
vergüenza por las cosas que se te han ocurrido. ¡Pobre chiquilla! (Pausa.) ¡Qué noche tan<br />
hermosa! ¿Iré camino de los Pazos... o lo estaré desandando? Por allí suena la presa del molino...<br />
220
De noche se oye muy bien... Parece el sollozo de una persona inconsolable... Sí, hacia esa parte<br />
están los Pazos; en llegando al molino, ya los veo.<br />
El sollozo del agua le guió a una corredoira, no tan honda ni tan cubierta de vegetación como la<br />
de los Castros, pero perfumada y misteriosa cual ninguna deja de serlo en el verano, y alumbrada<br />
a la sazón por la luz suave y espectral de las luciolas, que a centenares se escondían en las zarzas<br />
o se perseguían arrastrándose por la hierba. Tan lindo aspecto daban a las plantas las linternas de<br />
aquellos bichejos, que el artillero, al salir del túnel, se detuvo y miró hacia atrás, para gozar del<br />
fantástico espectáculo. Una línea fría le cruzó el rostro: era un tenuísimo hilo de la Virgen, y<br />
Gabriel alzó la vista hacia el matorral, queriendo adivinar de dónde salía la sutil hebra. Cuando<br />
bajó los ojos, se le figuró que al otro extremo del túnel se movía un bulto confuso y grande. El<br />
pálido resplandor de los gusanos, semejante al destello de una sarta de aguamarinas y perlas, no<br />
le consintió al pronto discernir si eran bueyes o personas, y cuántas, lo que se iba aproximando<br />
en silencio. Gabriel, sin reflexionar, se emboscó tras las plantas con el corazón en prensa; si<br />
alguien le hubiese preguntado entonces ¿por qué te escondes y por qué te azoras así?, no le sería<br />
posible dar contestación satisfactoria. El bulto se acercó... Era doble: se componía de dos<br />
cuerpos tan pegados el uno al otro como la goma al árbol; no hablaban; ¿para qué? Él la sostenía<br />
por la cintura, y ella se recostaba en su hombro y le pasaba el brazo izquierdo alrededor del<br />
cuello. Marchaban con el paso elástico y perezoso a la vez, propio de la juventud y de la dicha<br />
avara, que regatea los minutos.<br />
Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía estaba el artillero<br />
quieto, con los puños y los labios apretados, los ojos abiertos de par en par, el cuerpo<br />
tembloroso, los pies clavados en tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la<br />
última visión de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para respirar; estiró los<br />
brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando enhoramala sus filosofías, su pulcritud de<br />
lenguaje y de educación, su cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria<br />
cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:<br />
-¡Qué vergüenza... qué barbaridad!<br />
- XXVII -<br />
No vayan ustedes a figurarse que desde el entronizamiento del Gallo y sus útiles reformas<br />
encaminadas a acrecentar el decoro y representación de los Pazos, o al menos de la mayordomía,<br />
se hubiese suprimido el tertulión de la cocina por las noches. Suprimir, no; depurar, es otra cosa.<br />
La autoridad del buen ex-gaitero se empleaba en alejar mañosa o explícitamente de allí a la<br />
gentuza, como las nietas de la Sabia y otras lambonas que sólo andaban tras la intriga y a la<br />
socaliña del pedazo de pan hoy, y mañana del de cerdo, si a mano viene. Para semejantes brujas,<br />
chismosas y zurcidoras de voluntades, desde el primer día significó el Gallo con toda su<br />
autoridad de sultán y marido, la orden de expulsión; ¡si conocería él el paño! Y Sabel, aunque<br />
muy dada a comadrear, hubo de conformarse - como se conformaría a andar a cuatro patas, si<br />
tales fuesen los deseos del insigne rey del corral.<br />
Escogido ya el número de tertulianos, se redujo a los notables de Ulloa y Naya, al pedáneo, a los<br />
labriegos cabezas de familia y colonos de los Pazos, al criado del cura, al sacristán, al peón<br />
caminero, y demás personas de suposición que por allí podían encontrarse; de suerte que varió<br />
muchísimo el carácter de aquel sarao, y no se parecía en lo más mínimo a lo que fue en otros<br />
días, bajo la dominación de Primitivo el Terrible. Antaño, predominando el sexo femenino, se<br />
pagaba tributo muy crecido a la superstición: se refería el paso de la Compaña con su procesión<br />
de luces; se contaban las tribulaciones de la mocita a quien le había dado sombra de gato negro o<br />
atacádola el ramo cativo; se ofrecían recetas y medicinas para todos los males; se gastaba una<br />
noche en comentar el robo de una gallina o el feliz alumbramiento de una vaca; un viejo chusco<br />
221
efería cuentos, y las mozas, en ratos de buen humor, se tiroteaban a coplas, improvisándolas<br />
nuevas cuando se les acababan las antiguas. Toda esta diversión populachera era incompatible<br />
con los adelantos de la civilización que pretendía introducir allí el Gallo. Bajo su influjo, la<br />
tertulia, compuesta de sesudos y doctos varones, se convirtió en una especie de ateneo o<br />
academia, donde se ventilaban diariamente cuestiones arduas más o menos enlazadas con las<br />
ciencias políticas y morales. El Gallo se encargaba de la lectura de periódicos, que realizaba con<br />
aquel garabato y chiste que sabemos; y excusado me parece advertir lo bien informado que<br />
quedaba el público, y las exactísimas nociones que adquiría sobre cuanto Dios crió. Así es que el<br />
debate era de lo más luminoso, y mal año para los gobernantes y repúblicos que no viniesen allí a<br />
ver resueltos por encanto los problemas que tanto les dan en qué entender. Había en la asamblea<br />
especialistas, profundo cada cual en la materia a que consagraba sus desvelos: Goros, el criado<br />
del cura de Ulloa, se dedicaba a la controversia teológica y a la exégesis religiosa, soltando cada<br />
herejía que temblaba el misterio; el señor pedáneo tenía a su cargo la política interior, cortaba<br />
sayos y daba atinadísimos consejos a Castelar y a Sagasta, hablaba de ellos como si fuesen sus<br />
compinches, y vaticinaba cuanto infaliblemente iba a producirse en el seno del gabinete: un<br />
labriego machucho, el tío Pepe de Naya, antes encargado del ramo de chascarrillos, corría ahora<br />
con el de hacienda, y exponía las más atrevidas teorías de los socialistas y comunistas<br />
revolucionarios, sin necesidad de haber leído a Proudhon ni cosa que lo valga; y el atador de<br />
Boán, cuando llamado por deberes profesionales o alumbrado más de la cuenta se veía obligado<br />
a pasar la noche en Ulloa, dedicábase a la propaganda filosófica, y ponía cátedra de panteísmo,<br />
explicando cómo los hombres y las lechugas son una sola esencia en diferentes posiciones... o<br />
para decirlo en sus propias palabras, lo mismito, carraspo, perdonando vusté.<br />
Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y aturdir con su ciencia a<br />
los ignorantuelos, a los criados de escalera abajo, o sea de establo y labranza, haciéndoles<br />
preguntas capciosas y divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces<br />
llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución bajo Primitivo y era<br />
ahora un tagarote medio idiota; y excitando su vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar<br />
peregrinos despropósitos. Generalmente lo examinaban de teología.<br />
- Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.<br />
- Sé, sé - contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.<br />
- Pues gomítalo.<br />
- Es un ángel rebelde, que por su...<br />
Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.<br />
- A ver - exclamaba Goros -; ¿para qué es el Sacramento del Orden?<br />
- Si me pregunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar sastifación.<br />
- Soo... ¡mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para... ¡criar hijos para el cielo!<br />
- Bien, ya estamos en eso - contestaba muy serio el gañán, entre la algazara y regocijo del ateneo<br />
de Ulloa.<br />
Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es de saber que en tiempo<br />
de verano, y más si el calor arreciaba, y con doble motivo si era en días de maja y siega, el<br />
ateneo trasladaba el local de sus sesiones de la cocina, a la parte del huerto lindante con la era:<br />
colocábanse allí bancos, tallos, cestas volcadas panza arriba, y sin derrochar más candela que la<br />
que los astros o la luna ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio y<br />
el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban yescas para el cigarro, y<br />
la conversación giraba sobre temas de actualidad, agrícolas y rurales.<br />
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí Gabriel Pardo, que<br />
regresaba de su tremendo viaje a través del valle de Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan<br />
viva y refulgente, no bastaba a descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien se<br />
podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el primer ateneísta que le salió<br />
al paso:<br />
222
-¿Dónde está Perucho?<br />
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más selecta que pudo<br />
encontrar, respondió lo que sigue:<br />
- Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú... Quizásmente que aún no tendrá voltado,<br />
en atención a que no se ha visto por aquí su comparecencia...<br />
-¡Falso! Es usted un embustero - gritó brutalmente el comandante, ciego de dolor y necesitado,<br />
con necesidad física, de desahogar en alguien y de hacer daño... de pegar fuego a los Pazos, si<br />
pudiese -. ¡Ea! -añadió- a decirme dónde está su hijo de usted o lo que sea... ¡Aquí no vale<br />
encubrir!<br />
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar la cresta, estirar el cuello, y<br />
exhalar este sonoro quiquiriquí!:<br />
- Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas son palabras muy<br />
mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir, no me permiten...<br />
- Eh... ¿quién le cuenta a usted nada? ¿Qué se me importa por usted? - vociferó Gabriel<br />
nuevamente -. A quien necesito es a Perucho... Llámenle ustedes, pero en seguida.<br />
- Ha de estar en la era - indicó tímidamente el pastor.<br />
Gabriel no quiso oír más, y desapareció como un rehilete en dirección de la era. Encontrola<br />
brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y mozos bailaba el contrapás, al son de la<br />
pandereta y la flauta; la tañedora de pandero cantaba esta copla:<br />
A lua vay encuberta...<br />
a min pouco se me dá:<br />
a lua que a min m'alumbra<br />
dentro do meu peito está.<br />
Oíala como en sueños el comandante, detenido a la entrada y presa entonces de un paroxismo de<br />
ira que le hacía temblar como la vara verde. Calma... sosiego... voy a echarlo todo a perder...<br />
decía consigo mismo; y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y<br />
presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera llamarse la insurgente, le tenía<br />
entre sus uñas de fierecilla desencadenada, y le soplaba al oído: - Qué gusto coger un palo...<br />
entrar en la era... deslomar a estacazos a todo el mundo... arrimar un fósforo a las medas... armar<br />
el revólver, y en un santiamén... pun, pun, a este quiero, a este no quiero...<br />
A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres del vecindario: y<br />
delante, en pie, algo ensimismado, a Perucho en persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la<br />
mano en el hombro; y al tenemos que hablar del comandante, estremeciose el montañés, pero<br />
respondió con súbita firmeza:<br />
- Cuando usted guste.<br />
- Ahora mismo.<br />
- Bueno, ya voy.<br />
Echó delante el mozo, y siguiole Pardo, sin añadir palabra. Alejándose de la gente, atravesaron el<br />
huerto, entraron en el corredor, llegaron a la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con<br />
cuchara de palo, algo que olía a fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse, tomó una<br />
candileja de petróleo encendida, y guió a las habitaciones de la familia del Gallo, entre las cuales<br />
se contaba cierta salita, orgullo y prez del mayordomo, porque en seis leguas a la redonda, sin<br />
exceptuar las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme a las exigencias<br />
del gusto moderno, sin que le faltase siquiera -¡lujo inaudito, refinamiento increíble! - un<br />
entredós en vez de consola; un entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de<br />
un metal que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente a este mueble, en que el Gallo<br />
tenía puesto su corazón, un soberbio diván de repis amarillo canario convidaba al reposo, y<br />
Perucho, dejando la candileja sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si<br />
223
gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza erguida, resuelto el ademán,<br />
algo pálidas, contra lo acostumbrado, las mejillas, y pronunciando en tono que a Gabriel le sonó<br />
provocativo:<br />
- Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?<br />
El comandante midió de alto a bajo al bastardo, frunciendo la boca, con el gesto de desprecio<br />
más claro y más enérgico que pudo; acercose luego a la puerta, y dio vuelta a la llave, que halló<br />
puesta por dentro; y volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:<br />
-¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy a darte tu merecido, canalla!<br />
¡A ti y a la perra que te parió! ¡Mamarracho indecente!<br />
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra persona; y allá en el<br />
fondo de su ser, las comentaba una voz, susurrando: - Es demasiado, ese hombre habla como un<br />
loco -. Y no podía, no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética. Por lo que<br />
hace a Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó lo mismo que si le hincasen en<br />
la carne un alfiler candente; desvió y echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como<br />
para arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba a sus facciones<br />
correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un rostro de Apolo flechero.<br />
- No... no me tutee usted - balbuceó reprimiéndose todavía - no me tutee ni me insulte... porque<br />
tan cierto como que Dios está en el cielo y nos oye...<br />
-¿Qué harás, bergante?<br />
- Lo va usted a saber ahora mismo - gritó el montañés, cuyos ojos eran dos llamas oscuras en una<br />
máscara trágica de alabastro. Un segundo duró para Gabriel la visión de aquel rostro admirable,<br />
porque instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes se le adaptaban al<br />
cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la respiración. Intentó defenderse lo mejor<br />
posible, tenía los brazos en alto y libres y podía herir a su contrario en el rostro, arañarle, tirarle<br />
del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña<br />
cosa!, al verse cogido en la formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo a quien<br />
venía a confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal e instintivo de su sangre se<br />
calmaron como por obra de un conjuro, y hasta le pareció que experimentaba simpatía por el<br />
brioso mozo. Todo fue como un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el<br />
montañés tenía a su rival a dos dedos del suelo, aprestándose a ponerle en el pecho la rodilla.<br />
Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera<br />
pasado su enemigo, a no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba<br />
acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que hacía la felicidad del<br />
Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de seis leguas en contorno acertaba a sentarse en<br />
ella sino después de reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de los dos<br />
combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el grupo vino a tierra, haciendo<br />
la dichosa mecedora el oficio de Beltrán Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que<br />
estaba encima, se halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio que el de su propio peso y corpulencia,<br />
con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de conservación, le sujetó y contuvo,<br />
teniéndole cogidas las muñecas e hincándole la rodilla en el estómago.<br />
-¡Máteme, ya que puede! - tartamudeaba el montañés -. Máteme o suélteme, para que yo... le...<br />
ahog...<br />
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando sobre su pecho, le<br />
impedía respirar. Terminó la frase con un ¡z!, ¡z!, ¡z! cada vez más fatigoso... Vio en el espacio<br />
unas lucecitas amarillentas y moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que<br />
decía:<br />
- Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.<br />
Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dio dos o tres pasos sin objeto; se pasó la<br />
diestra por los ojos, y miró al artillero fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy<br />
distinta de la furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los puños, y bajando la<br />
224
cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó... Gabriel adelantó las manos para parar el<br />
golpe, con calma desdeñosa; entonces, el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dio media<br />
vuelta, y encogiéndose de hombros, exclamó:<br />
- Yo no pego a quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos jugando, o qué?<br />
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción, dueño de sí y capaz de<br />
regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me he comportado como un bruto; he hablado<br />
como un demente. A bien que en mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como<br />
me da, yo me dejaría atrás a todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo... Pero ahora se<br />
me figura que ya lo tengo de sobra.<br />
- Oiga usted... - dijo a Perucho, tosiendo para afianzar la voz -. Le he maltratado a usted hace un<br />
instante; hice mal, y lo reconozco. Es decir: no me faltan motivos de hablarle a usted con toda la<br />
dureza posible; pero con razones, no con injurias... Debí empezar por ahí.<br />
- Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.<br />
- Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le tuteo, ni le ofendo en lo<br />
más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente y ajustar cuentas, de las cuales no he de<br />
perdonarle a usted un céntimo si sale alcanzado... Vuelvo a rogarle que se siente.<br />
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco además, arreglándose maquinalmente el cuello y la<br />
corbata, que ya no tenía muy en orden antes y que con la refriega se habían insubordinado por<br />
completo. Ocupó Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó a mecerse con movimiento<br />
automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fue un trabucazo.<br />
-¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).<br />
-¿Y a qué viene eso? - contestó el mozo -.¿No está usted cansado de conocer a mis padres?<br />
Déjeme usted en paz.<br />
-¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se ha atrevido usted... a<br />
poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba<br />
de enojo aún) a levantarse hasta donde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil<br />
(acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza ajena para... apoderarse<br />
de... una señorita... y... abusar de ella, cuando come el pan de su casa!<br />
Perucho contenía los bramidos que se le venían a la laringe, y oía royéndose la uña del pulgar<br />
con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre. Al fin pudo formar voz humana en la garganta.<br />
- Quien... quien abusa es usted, señor de Pardo... Sí, señor, abusa usted de mi posición, de verme<br />
un infeliz, un hijo de pobres, un desdichado que no se puede reponer contra usted como<br />
corresponde... Pero me repondré, caramba si me repondré... que tampoco no es uno ningún sapo,<br />
para dejarse patear sin volverse a quien lo patea... Y nos veremos las caras donde usted guste,<br />
que aunque me ve sin pelo en ella, soy hombre para cualquier hombre, y a mí no me espantan<br />
palabras ni obras... Y si a obras vamos... si se trata de romperse el alma por Manuela, porque<br />
usted la quiere para sí y ha venido a hacerle los cocos... ¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en<br />
paz... También le puedo contar algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo<br />
otra vez... Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y que tumba y que<br />
dale... De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho; porque, según le oí a mi madre, más<br />
dinero le debía a mi abuelo la casa de los Pazos que mi abuelo a ella... De ser Manola mi<br />
señorita... cierto que ella es hija de un señor... pero maldito si se conoció nunca que lo fuese...<br />
Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni de señoríos; y nadie nos recordó<br />
nuestra condición desigual, hasta que cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de<br />
la Lage... Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la quisiese más que<br />
yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se acordase de ella, no señor, ni su padre,<br />
¿usted lo oye?, ni su padre... Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé a<br />
andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando llovía, le di las sopas, le<br />
guardé el sueño, y le discurrí los juguetes y las diversiones... Yo le enseñé lo poco que sabe de<br />
leer y escribir, que si no, ahora estaría firmando con una cruz... Yo la defendí una vez de un<br />
225
perro de rabia... ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No, que en los pueblos eso no se ve<br />
nunca! Pues al perro, con aquellos ojos encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no<br />
de lejos, sino desde cerquita, así, echándome a él, machacándole la cabeza con una piedra<br />
grande, mientras la chiquilla lloraba muerta de miedo... ¡Si no estoy yo allí, a tales horas Manola<br />
es ánima del purgatorio! En el brazo y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era<br />
fuerte, y allí se quedó la baba... Otra vez la cogí a la orillita de un barranco, que si me descuido,<br />
al Avieiro se me larga... Yo me quemé la mano en el horno por sacarle una bolla caliente, que se<br />
le había antojado... ¿ve usted...?, aquí anda todavía la señal... Y yo por ella me echaría de cabeza<br />
al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo... Ni ella tiene sino a mí, ni yo sino a ella. ¿Que<br />
es usted su tío? ¿Y qué? ¿Se ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba<br />
usted por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella siempre... ¡hasta<br />
morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como usted... ¡ni el mismo Dios del cielo que<br />
bajase con toda la corte celestial!, me la quitan. ¡Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que verla<br />
casada con usted!<br />
El montañés hablaba con presteza, accionando mucho, como escupiendo palabras y<br />
pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su gallarda persona y su acción<br />
fogosa y expresiva parecían no caber en la ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra<br />
espacio en un escenario estrecho; y a cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en inminente<br />
peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de perritos y gatitos de loza, las figuras de<br />
yeso teñidas con purpurina imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus<br />
excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la ciencia suntuaria de<br />
nuestra época, que hasta cultivaba el bibelot. Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo<br />
y meditabundo; a veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan<br />
juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve la escena de un drama<br />
magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en<br />
proporciones y rayase en horrenda e invencible catástrofe... Viendo callado al artillero, Perucho<br />
se persuadió de que lo convencía, y continuó con más calor aún:<br />
- Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro y me refutro en ellas...<br />
Que el padrino gaste su dinero en lo que se le antoje; que lo gaste en cohetes, o lo dé a los pobres<br />
de la parroquia. Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera o sin ella...<br />
yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la hija de un labriego; no necesita lujos<br />
ni sedas; yo menos todavía. Mi madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me<br />
dará... Y si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá en el monte,<br />
frente a las Poldras, vivimos como unos reyes, sin acordarnos del mundo y sus engañifas...<br />
Casualmente lo único para que sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano<br />
nací y paisano he de morir, con la tierra pegada a las manos... Una casita y una heredad y una<br />
pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan infelices que eso nos falte..., y en<br />
teniendo eso, que se ría el mundo de mí, que yo me reiré del mundo... y estaré como en el cielo,<br />
y Manola también... mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le quiere, no le<br />
quiere y no le quiere.<br />
Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo definitivamente vencido y arrastrado<br />
por la corriente de simpatía que empezaba a ablandarle desde que había jadeado entre los brazos<br />
fuertes del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo a impulso irresistible, tendió la mano<br />
para darle una palmada en el hombro; hízose atrás Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que<br />
no era sino halago.<br />
-¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué! - exclamó el artillero, cuya noble fisonomía<br />
respiraba ya concordia y bondad al par que dolor y pena -. Tan no hay de qué, que se va usted a<br />
pasmar... Deme usted esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí... He<br />
procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted supiese cómo me estaba<br />
doliendo el alma, y cómo me duele aún... No conserve usted nada contra mí: deme la mano...<br />
226
Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.<br />
- Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con esos desprecios de<br />
antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza es de todo el mundo.<br />
- Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago día... Motivo me ha sobrado<br />
para ello. ¡Óigame usted, por lo que más quiera! Por... por mi sobrina. Deme usted su palabra de<br />
que hará lo que voy a rogarle.<br />
- No señor, no; yo no prometo nada tocante a Manola. ¿Y a qué viene mentir? Mejor es<br />
desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo prometa. Ahora prometería, pongo por<br />
caso, no arrimarme a ella en jamás, y de contado me volvería a pegar a sus faldas. Imposibles no<br />
se han de pedir a nadie.<br />
- No es eso... ¡Si usted no me oye...!<br />
-¿No es nada de dejar a Manoliña?<br />
- No... Es que me prometa usted que de lo que vamos a hablar no dirá usted palabra a nadie... ¡a<br />
nadie de este mundo!<br />
- Corriente. Si no es más que eso...<br />
- No más.<br />
- Pues venga.<br />
- No... - replicó Gabriel bajando la voz -. Aquí no... Acompáñeme usted a mi cuarto... Tengo<br />
excelente oído... y juraría que anda gente en el corredor.<br />
- XXVIII -<br />
Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la puerta, estuvieron a punto<br />
de aplastar entre hoja y pared la nariz del Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al<br />
impensado portazo, lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé qué<br />
fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba a mostrarse atento con las personas que<br />
visitaban su domicilio. Pero Gabriel y Perucho cruzaron por delante de él como sombras<br />
chinescas, y no le hicieron maldito el caso. Lo cual, unido a otros singulares incidentes, la ira de<br />
Gabriel, su afán por encontrar a Perucho, lo extraño de la entrevista, la encerrona, le puso en<br />
alarma y despertó su aguda suspicacia labriega. Rascose primero detrás de la oreja, luego al<br />
través de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente a deliberar y a dar desde luego<br />
no muy lejos del hito.<br />
Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de este, se encontraron a oscuras: el montañés rascó<br />
un fósforo contra el pantalón, y encendió la bujía; el artillero acudió a echar la llave, prevención<br />
contra importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercose a la ventana, bastante desviada de<br />
la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse. Recostado en la pared, con la izquierda metida<br />
en el seno, al modo de los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído a lo largo del muslo,<br />
una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta del pie, Perucho aguardaba,<br />
animoso y resuelto, como el que no ha de transigir ni renunciar por más que hagan y digan. Con<br />
las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola un poco<br />
de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente, Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres<br />
pasitos arriba, tres abajo. Al fin hizo un movimiento de hombros como diciendo - pecho al agua -<br />
y, súbitamente, se enderezó, encarose con el montañés y articuló lo que sigue:<br />
- Vamos claros... ¿Usted sabe o no sabe que es hermano de Manuela?<br />
Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le salió el cálculo fallido. El<br />
montañés abrió los brazos, la boca, los ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y<br />
el espanto; enarcó las cejas, ensanchó la nariz... fue, por breves momentos, una estatua clásica; el<br />
escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo, que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar<br />
la exclamación que ya se asomaba a los labios, poco a poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó<br />
227
los ojos, y se vio claramente en su fisonomía el paso del tropel de ideas que se agolpan de<br />
improviso a un cerebro, la asociación de reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz,<br />
extirpan una ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación, la que el<br />
enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la virtud de la adorada hija, se<br />
resisten, se niegan a recibir, hasta que les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un<br />
mazazo en el cráneo.<br />
-¡No! - balbuceó en ronca voz -. No, Jesús, Señor, no, no puede ser... usted... vamos a ver... ¿ha<br />
venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear...<br />
¡No se divierta conmigo! Jesús... ¡ay Dios!<br />
Llevose ambas manos a los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con uno de esos ademanes<br />
primitivos que suele tener la mujer del pueblo a vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo<br />
tiempo quebrantaba un gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose a poco, se<br />
cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.<br />
- Mire usted, a mí no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado aquí traído por el<br />
diablo, para engañarme y engañar a todo el mundo... Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo<br />
jure el Espíritu Santo... Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque...<br />
porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser... ¡Madre mía del Corpiño! No<br />
puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me<br />
mate, confiéseme que mintió... para quitarme a Manola...!<br />
Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el hombro; después le miró<br />
de hito en hito, poniendo en los ojos y en la expresión de la cara el alma desnuda.<br />
- La mitad de mi vida daría yo - dijo con inmensa nobleza - por tener la seguridad de que en sus<br />
venas de usted no corre una gota de la sangre de Moscoso. Créame... ¿No me cree? Sí, lo estoy<br />
viendo; me cree usted... Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos... yo,<br />
Gabriel Pardo de la Lage, que soy... ¡qué diablos!, ¡un hombre de bien...!, me comprometía a<br />
casarlo a usted con mi sobrina. Porque he visto lo que usted la quiere... y porque... porque sería<br />
lo mejor para todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?<br />
Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de aquiescencia. Gabriel<br />
prosiguió:<br />
- No solamente mi cuñado le tiene a usted por hijo suyo, sino que le quiere entrañablemente,<br />
todo cuanto él es capaz de querer... más que a Manuela, ¡cien veces más!, y hoy, si se descuida,<br />
delante de todos los majadores le llama a usted... lo que usted es. Su propósito es reconocerle, y<br />
después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que pueda... Su padrastro de usted lo sabe;<br />
su madre... ¡figúrese usted!, y... ¡es inconcebible que no haya llegado a conocimiento de usted<br />
jamás!<br />
- Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho las mujeres en la feria y los estudiantes en Orense...<br />
Pero pensé que era guasa, por reírse de mí, y porque el... padrino... me daba carrera... ¡Estuve<br />
ciego, ciego! ¡Ay Dios mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! ¡Lo que me sucede... lo que<br />
me sucede! ¡Pobre, infeliz Manola!<br />
Gimió esto cubriendo y abofeteando a la vez el rostro con las palmas; y a pasos inciertos, como<br />
los que se dan en el primer período de la embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor,<br />
sobre la cama de Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel acudió y<br />
le obligó a levantarse, luchando a brazo partido con aquella desesperación juvenil que no quería<br />
consuelo.<br />
- Vamos, serénese usted... ¿Qué hace usted, qué remedia con ponerse así? Serenidad... un poco<br />
de reflexión... Venga usted, criatura, venga a sentarse en el sofá... ¡Calma... calma! Con esos<br />
extremos lo echa usted más a perder... Venga usted... ¡Respire un poco!<br />
En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió a dejar caer la cabeza sobre los<br />
brazos, y a esconder la cara, con el mismo movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira a<br />
228
agonizar sola y oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera nerviosa,<br />
que ya les tiene incapaces de ver, de oír, ni de atender a las caricias que les hacen.<br />
- Sosiéguese usted - repetía el artillero -. ¿Quiere usted un sorbo de agua? Ea, ánimo, ¡qué<br />
vergüenza! Sea usted hombre.<br />
Se volvió rugiendo.<br />
- Soy hombre, aunque parezco chiquillo... Hombre para cualquiera, ¡repuño! Pero soy el hombre<br />
más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa del cielo... y un infame... sí, un infame, el infame de<br />
los infames... Hoy mismo, hoy - y se retorcía las manos - he perdido a... a una santa de Dios, a<br />
Manola, malpocado... Debían quemarme como la Inquisición a las brujas... Que no quemase a la<br />
condenada que nos echó esta mañana la paulina... y nos hizo mal de ojo, ¡por fuerza! Maldito de<br />
mí, maldito... Pero qué más casti...<br />
Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al empuje del dolor, se recostó<br />
en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras<br />
penas graves de la vida, lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo su<br />
cauce, van a caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de infinita piedad, Gabriel<br />
instintivamente le alisó los bucles de crespa seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la<br />
última cena de Jesús; y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor<br />
encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.<br />
- Que llore, que llore... Le conviene.<br />
Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés temblor nervioso, y un ¡ay!<br />
entrecortado y plañidero, del todo infantil, infundía a Gabriel tentaciones de estrecharle y<br />
acariciarle como a un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los puños en los<br />
ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo con ancha aspiración de aire. Pardo le<br />
cogió, le sujetó, temeroso de algún acceso de rabia.<br />
- No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También es fuerte cosa! ¡Le<br />
matan a uno, y luego ni le dejan menearse!<br />
-¿Es que quiere usted matar... por su parte... a Manuela? ¿Eh? ¿Se trata de eso? Le leo a usted en<br />
la cara... ¡y le sujeto para que no dé la última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no<br />
ha de saber ni esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?<br />
- Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la llevarán los demonios como a<br />
mí!<br />
- No se entregue usted a la desesperación... La desgracia que aflige a usted... ¡que nos aflige a<br />
todos!, es enorme... pero todavía hay algo que, bien mirado, le puede a usted servir de consuelo.<br />
-¿Algo? ¿Qué algo? - preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza.<br />
- Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación, locura, desatino, ¡infamia no!<br />
Usted tiene el alma derecha; aquí lo que está torcido son los acontecimientos... y la intención de<br />
ciertas gentes... Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la sangre moza... En<br />
fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la mano; pero el montañés la retira con<br />
violencia.) Sí, comprendo que no le soy a usted demasiado simpático; en cambio usted a mí me<br />
ha interesado por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me<br />
animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder que deshaga lo que ya ha<br />
sucedido: a remediar en lo posible el daño... A eso estamos y eso es lo único que importa...<br />
¡Escuche, hombre! Usted se tiene que marchar inmediatamente de esta casa... y no volver en<br />
mucho tiempo, al menos mientras que Manuela no... no cambie de situación, o... ¡En fin, mucho<br />
tiempo! A estudiar a Barcelona o a Madrid... Yo le proporcionaré a usted fondos... colocación...<br />
Todo cuanto le haga falta.<br />
Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.<br />
- Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay que marcharse.<br />
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-¿No volveré ya en mi vida a ver a Manuela? - lloró el mozo, cayendo en el sofá e hincándose las<br />
uñas en la cabeza -. Pues entonces, el Avieiro, que es bien hondo... Así como así tendré mi<br />
merecido.<br />
- Vamos... ¡que estoy apelando a su razón de usted! No me responda con delirios... ¿No ha dicho<br />
usted allá cuando empezamos a reñir (Gabriel se sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye?<br />
¿Cree usted lo que dijo? ¿Lo cree?<br />
-¿Soy algún perro para no creer en Dios?<br />
- Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está ofendiendo!<br />
Perucho asió de una muñeca a Gabriel, y se la oprimió con toda su fuerza, que no era poca; y<br />
acercándole mucho la cara, arrojó:<br />
- Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es a Manola... soltar no la suelto!<br />
Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar, dominado, vencido. En la<br />
encarnizada batalla llevaba, desde el principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral<br />
que sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le apegaba cada vez más al<br />
antes detestado bastardo de Ulloa.<br />
Viendo callado a Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica humilde, murmuró:<br />
- Me iré, me iré... haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el Seminario de Santiago y<br />
seré cura... cualquier cosa... pero respóndame, señor, dígame la verdad... ¿Se va usted a casar con<br />
Manola cuando... después que... falte yo?<br />
Gabriel alzó la vista y le miró cara a cara. Tardó bastante, bastante en responder: sus ojos<br />
brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión elevada y generosa que era su única<br />
hermosura, y respondió serenamente:<br />
- Yo no le he de salvar a usted mintiéndole... Hoy más que nunca estoy dispuesto a casarme con<br />
mi sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no se enfurezca, por todos los santos... oiga, oiga!<br />
Cuando ella, por su voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño o...<br />
porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier causa, se resuelva a casarse<br />
conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y valgo, de ella es... Pero jamás ¡jamás!, si ella no quiere...<br />
Y ella no querrá - fíese usted en mí, que tengo experiencia - ni en mucho tiempo, ni tal vez en su<br />
vida... Es aún más montañesa y más porfiada que usted... Sobre todo, ¡como no le hemos de<br />
soltar el tiro de decirle lo que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar... ¡con<br />
resolución!, ¡con heroísmo!, que ella le olvide, que ella no piense en usted... sino como se piensa<br />
en el compañero querido de la niñez... ¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al<br />
principio... cariñosamente... pero... con cariño... fraternal... Luego escasean las cartas... Luego<br />
cesan... Luego... tiene usted novia, ¡novia!, y ella lo averigua... Si es verdad que usted quiere a<br />
Manuela, usted hará todo eso... ¡y mucho más!<br />
El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los rincones del aposento,<br />
repasando, probablemente sin verlas, las molduras barrocas de la cama, las pinturas del biombo,<br />
los remates de época del Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus<br />
pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y baja que dice<br />
clarísimamente: - Plazo... espera... - y se dirigió a la puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso,<br />
estorbándole la salida.<br />
- No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).<br />
- Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y sentiría cometer una<br />
barbaridad.<br />
- En serio (con mucha energía), no le dejo a usted pasar sin que me diga adónde. De evitarle la<br />
barbaridad se trata.<br />
- Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal... (gesto grosero). No me da la<br />
gana de creer, por su honrada palabra de usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere a<br />
Manola... yo le estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún páparo...<br />
230
¿eh?, no me mete usted el dedo en la boca... Voy a la fuente limpia... a saber la verdad, ¡la<br />
verdad!<br />
-¿Cómo, cómo?, ¿a quién se la va usted a preguntar? ¡Cuidado... a mi sobrina nada!<br />
-¡Eh!... ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con Manola? ¡Repuño, que ya<br />
me cargó a mí esto! La verdad se la voy a sacar de las mismísimas entrañas a don Pedro<br />
Moscoso... y apartarse, ¡y dejarme de una vez!<br />
Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó a dos varas de distancia. Luego<br />
se precipitó hacia fuera.<br />
- XXIX -<br />
Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa a la científica tertulia de su cocina, sobre todo en<br />
invierno, cuando los vastos salones estaban convertidos en una nevera, y el lar con su alegre<br />
chisporroteo convidaba a acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo de las<br />
discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas, prefería don Pedro el corro al<br />
aire libre de los jornaleros y jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos<br />
incidentes del día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas estaciones,<br />
podía asegurarse que el hidalgo, a las diez y media, estaba retirado ya en su dormitorio.<br />
No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo, y aunque no de las<br />
mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por lo grueso de las paredes. Parecía un nido de<br />
urraca, tal revoltillo de cachivaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y a ese otro tufillo<br />
llamado de hombre, siendo cosa segura que no lo despide ningún hombre aseado, y sí el tabaco<br />
frío, la ropa mal cuidada y el sudor rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de<br />
distintas formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos de pólvora,<br />
mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz, conservadas por su tamaño,<br />
chaquetones de somonte, pantalones con perneras de cuero, yacían amontonados por los<br />
rincones, cubiertos con una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el dedo,<br />
sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de la habitación era la cama, de<br />
testero salomónico y fondo de red, y la vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de<br />
Córdoba que lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los rojos y azules que<br />
suelen prevalecer en tan hermoso producto de la industria nacional. En el centro, sobre un<br />
medallón de damasco carmesí rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los<br />
Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía la mesa para toda clase<br />
de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba cigarrillos; allí amontonaba su escasa<br />
correspondencia, haciendo oficio de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía<br />
libros de cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y otras de acero<br />
comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por las orillas ya, aunque su virginidad<br />
estuviese intacta; allí rodaba la cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos<br />
habanos, el rollo de bramante y la navaja mohosa; y cuando venía el tiempo de las perdices y don<br />
Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí se cargaban a mano los cartuchos y allí se<br />
limpiaban y atersaban a fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.<br />
Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia próxima, el hidalgo,<br />
recogido ya a la suya, entreteníase en contar las rayitas que durante la jornada había hecho en<br />
una caña con el cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este<br />
procedimiento sabía a punto fijo la cantidad de gavillas majadas. Abierta estaba la ventana, a<br />
causa del mucho calor, y por ella entraban las falenas enamoradas de la luz a girar dementes<br />
sobre el tubo del quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando<br />
torpemente, a caer sobre la mesa o a batir contra un rincón del cuarto. En el cielo asomaba ya la<br />
luna, triste e indiferente.<br />
231
La puerta se abrió con fragor y estruendo; el hidalgo soltó su caña y miró... Casi en el mismo<br />
instante se deslizaba en el corredor una sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la<br />
plausible razón de que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las aldeas<br />
- con mayor perfección que en los palacios, o con mayor descaro por lo menos - es el espionaje,<br />
y difícilmente hará un señor que vive rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben,<br />
siempre que el atisbarla convenga a sus miras o importe a su curiosidad. Este dato se refiere<br />
sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto soñoliento y las trazas cariñosas y humildes<br />
del aldeano gallego, se esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables,<br />
pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el aire, si no tan aprisa,<br />
quizás con mayor destreza que el gitano más ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la<br />
paciencia; y si tuviese también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en el<br />
mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea mejor que el zorro rastrea el<br />
ave descarriada. Primero se dejaría nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir a pegar el<br />
oído a la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose a la ignominia de la<br />
descalces, rondó el cuarto del comandante; pero, ¡oh dolor!, nada se oía: el salón era extenso, y<br />
Gabriel precavido en cerrar y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del<br />
marqués era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al Gallo.<br />
Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante a cogerle con las manos en la masa? Se arrimó a<br />
la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y abajo, con paso acelerado, indicio de agitación... -<br />
¡No sale! - dedujo el sultán -: ¡aguarda ahí por el otro!-. Así era en efecto. Gabriel no quería<br />
meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero esperaba. - Mis<br />
atribuciones no llegan a tanto... - decía para sí -: allá se las hayan padre e hijo... Que se<br />
desengañe, que se convenza... Ya veremos después.<br />
Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le estorbaba una vieja mampara,<br />
que reforzando la puerta, apagaba el ruido de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien<br />
distintas, y él no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.<br />
Acalorado, muy acalorado... Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba explicaciones en tono<br />
brusco, a manera de persona que confirma una verdad sabida y conocida hace tiempo... ¡Calle!,<br />
aquí empieza el asombro del Gallo... el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un<br />
potro bravo... ¡Un genio tan maino como gasta siempre, y ahora qué fantesía! ¡Dios nos libre!<br />
Está diciéndole trescientas al señor... Si este lo toma por malas, se va a armar la de saquinte... Le<br />
echa en cara que no lo reconoció desde pequeñito... ¡Se insolenta! Hoy hay aquí un terremoto...<br />
El señor... no se oye cuasimente... de indinado que está, parece que le sale la voz de dentro de<br />
una olla... ¿Y el rapaz? Ese berra bien... ¡ay lo que está diciendo...! Que se va y que se va y que<br />
se va de esta casa arrenegada... Que se larga aunque tenga que pedir limosna por el mundo<br />
adelante... Que más que se esté muriendo el señor y lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino<br />
que lo amarren con cordeles y lo traigan así codo con codo atado... Que se cisca en lo que le deje<br />
por testamento, y que no quiere de él ni la hostia... Ojo... habla el señor... ¡No se oye miga...!,<br />
todo lo entrapalla con toser y con la rabia que tiene... ¡El rapaz!... Que bueno, que si le mandan<br />
la Guardia Civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá a la fuerza pero que se ahorcará<br />
con la faja o se tirará al Avieiro... Que de lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que<br />
gastó con él, y que después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer a su gusto... Ahora el señor<br />
alborota... Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo deshace... que le tira a la cabeza un<br />
demonio... Que maldito y condenado sea... ¡Arre!<br />
Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo a punto de ser aplastado<br />
segunda vez por la puerta, que el montañés empujó furioso para salir, al mismo tiempo que<br />
voceaba, volviendo el rostro hacia el interior del cuarto:<br />
- Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la eternidad, amén. ¡Que no esté yo<br />
solo en el infierno!<br />
232
Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona arrimada a la puerta.<br />
Corriendo se volvió a la habitación del comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus<br />
investigaciones el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó a sus oídos: si se hablaba allí, debía<br />
ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las gentes.<br />
- XXX -<br />
¡Bueno venía el Motín aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de las más chistosas; como<br />
que representaba a don Antonio con una lira, coronado de rosas y rodeado de angelitos; y luego,<br />
en la sección de sueltos picantes, cada hazaña de los parroquidermos y clericerontes. Aquello sí<br />
que era ponerles las peras a cuarto. ¡Habrase visto sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos<br />
desbocados si no hubiese un Motín encargado de velar por la moral pública y delatar<br />
inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con Motín y todo...!<br />
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según<br />
lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo<br />
acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa,<br />
frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:<br />
-¿Que no ciertas quién tay viene?<br />
El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto, y saltó<br />
en la silla dando al Motín un papirotazo solemne y exclamando:<br />
-¿Don Gabriel Pardo?<br />
-¡El mismo!<br />
- Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo también... ¿Qué mómara!<br />
¡Menéate!<br />
- Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un<br />
loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!<br />
Máximo, sin querer oír más, bajó a paso de carga la escalera, salió al patio, y como la llave del<br />
portón acostumbraba hacerse de pencas para girar, la emprendió a puñadas con la cerradura; a<br />
bien que la médica le sacó del paso, que si no, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un siglo.<br />
Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fue a apearse el comandante, Juncal no se<br />
dio por contento sino recibiéndole en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en<br />
los hombros, carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de entrar bajo<br />
techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de manjares y bebidas, insistiendo en<br />
saber qué tomaría, hasta no dejarle respirar. La respuesta de Pardo le llenó a la amable médica<br />
las medidas del deseo:<br />
- De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de molestia... Ahora recuerdo que he<br />
salido de los Pazos en ayunas.<br />
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico que le miraba embelesado de<br />
gratitud y regocijo:<br />
- No me agradezca usted la visita; vengo a reclamar sus servicios profesionales.<br />
-¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y venidas... No, y está usted<br />
algo... desmejorado, vamos; el semblante... y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo,<br />
¡caramba!<br />
-¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo mienta ahora... ¡Hay en los Pazos gente<br />
enferma...!<br />
-¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las elecciones...<br />
- Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.<br />
- Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde no me llaman...<br />
- Pierda usted cuidado.<br />
233
-¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?<br />
- Y su hija.<br />
-¿Los dos?<br />
Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo, acariciándose la barba.<br />
Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero le quedaba el aire de viril resolución que tan<br />
simpático le hacía.<br />
- Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí algo que le pidiese? ¡No es<br />
cosa muy difícil!<br />
-¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por usted...! ¿Quiere... que organice<br />
un comité conservador en Cebre?<br />
-¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada a Catalina. Que sepa que va<br />
usted a los Pazos, bien; que va usted por la enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de<br />
mi sobrina, ni esto. ¿Conformes?<br />
- Hasta la pared de enfrente.<br />
- Además... que nos marchemos cuanto antes.<br />
-¿Y el chocolate?<br />
- Pretexto para quitarnos de encima a la pobre Catalina. No haga usted caso. Diga que es urgente<br />
echar a andar, y que en vez de chocolate, me contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche,<br />
supongamos?<br />
- Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el chocolate listo.<br />
-¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!<br />
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra, dando al rapazuelo que<br />
curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A los tres minutos volvía junto a Gabriel.<br />
- Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de mal es la que anda por los<br />
Pazos, y no sé qué he de llevar de medicamentos, instrumentos...<br />
- Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos... Pero muy fuertes...<br />
Convulsiones, lloreras..., soponcios... Desvaría un poco... yo creo que hay delirio.<br />
-¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por suerte lo tengo recién<br />
preparadito. ¿Y el... marqués?<br />
- Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre arrebatada a la cabeza...<br />
-¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para un año... Le han<br />
acostumbrado desde muchacho a la sangría, y aunque yo las proscribo severamente, uniendo mi<br />
humilde opinión a la de los más ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso<br />
particular, me declaro empírico. El hábito es...<br />
- Por Dios... Despachemos - exclamó Gabriel, que parecía también necesitar bromuro, según la<br />
agitación, no por reprimida menos honda, que se observaba en su rostro y movimientos.<br />
Conviene decir, en abono de la excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías<br />
médicas se preparó más brevemente que para aquélla. Ni tampoco, desde que el mundo es<br />
mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de chocolate que la presentada por<br />
Catuxa a Pardo... y cuidado que venía para abrir el apetito a un difunto, por lo espumosa y<br />
aromática.<br />
-¡Tan siquiera un bizcochito, señor! - suplicaba Catuxa -. Mire que están fresquitos de ahora, que<br />
cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay, que el agua sola mata a un cristiano! Señor... ¿y las<br />
tostadas?<br />
- Cállate la boca ya - gritó Juncal severamente -; cuando hay apuro, hay apuro... El marqués de<br />
Ulloa se encuentra mal... y vamos allá a escape.<br />
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel, ladeándose en la silla,<br />
preguntó a Juncal:<br />
-¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?<br />
234
- Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña Marcelina, que en gloria esté -<br />
masculló con gran compunción el impío clerófobo - era nerviosísima y algo débil, y aunque la<br />
señorita Manuela salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es la cosa<br />
más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase susto, que ese no es mal de cuidado.<br />
Enmudeció el artillero, y por algunos minutos no se oyó más que el trote de las dos yeguas sobre<br />
la carretera polvorosa. Gabriel callaba reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de<br />
aquellas reflexiones salió para volverse a Juncal y decirle con tono suplicante y persuasivo:<br />
- Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me pruebe que<br />
efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se tropieza uno por el mundo adelante: un<br />
amigo verdadero, de corazón.<br />
-¡Señor de Pardo! - exclamó el médico, a quien semejantes palabras cogían por su lado flaco-<br />
¡Bien puede usted estar satisfecho - aunque la cosa no lo merece - de que ni a mi padre le tuve<br />
más respeto, ni a mis hermanos los quise más que a usted! Desde que le vi me entró una simpatía<br />
de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos lleven si la sé explicar yo mismo. A mi<br />
señora se lo tengo dicho: mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres<br />
médico, que no sea el mismo día que me necesite don Gabriel... ¿Y luego, qué pensaba? Pero si<br />
no me pide otra cosa de más importancia que darle bromuro a la sobrina... para eso, maldito si...<br />
- Las circunstancias - dijo Gabriel titubeando aún - son tales, que yo necesito creer a pie juntillas<br />
lo que usted me asegura para no perder el tino y desorientarme completamente. Voy a hablarle a<br />
usted con franqueza, como hablaría yo también a mi hermano...<br />
-¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá - preguntó Juncal, que oía con toda su alma.<br />
- Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos los dos.<br />
- Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca no saldría una palabra.<br />
- Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz sobrina está desde ayer<br />
tarde en un estado de exaltación alarmantísimo. Yo creo que su razón se oscurece algunas veces.<br />
Y entonces grita, llora, habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oír, ¿lo entiende<br />
usted?, ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que repetirlas!<br />
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:<br />
-¡Entendido!<br />
- Los accesos - prosiguió el artillero - le dan con bastante intervalo, y del uno al otro se queda<br />
como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido dos, uno a las cinco de la tarde y otro a las diez de la<br />
noche; dormitó unas horas, y a las tres de la madrugada, el acceso más fuerte, acompañado de<br />
una copiosa hemorragia por las narices; a las siete, se repitió la función, sin hemorragia; y así<br />
que la dejé algo tranquila, suponiendo que tendríamos al menos tres o cuatro horas de plazo, me<br />
vine reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré a reventar, para llegar antes<br />
de que el acceso se produzca. ¿Qué opina usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?<br />
- Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé. Según lo que usted me va<br />
contando, la neurosis de la señorita tiene carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al<br />
desvarío... Bien, ya puede hablar, que es como si se lo dijese a un agujero abierto en la pared.<br />
Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan repentino?<br />
Enderezose Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución inevitable.<br />
- Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted a los Pazos se enterará de que allí han ocurrido<br />
ayer y anteayer sucesos gravísimos... Basta para imponerle a usted el primero que encuentre, el<br />
mozo de cuadra que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado terrible<br />
con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...<br />
- Bien, bien... Ya estamos al cabo... - indicó Juncal guiñando el ojo -. Pero ¡qué milagro<br />
enfadarse con él! Si lo quería por los quereres.<br />
- Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche? Pues... a consecuencia<br />
de la escena espantosa que se armó entre los dos, el muchacho, que es testarudo y resuelto,<br />
235
arregló ayer mañana su maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta la<br />
fecha no se ha vuelto a saber de él.<br />
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de Juncal. Aunque este procuraba<br />
no dejar salir a él más pensamientos que los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no<br />
podía ocultar la luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa. La<br />
prueba es que exclamó como involuntariamente:<br />
- Ah... ya.<br />
- Sí - añadió Pardo con resignación -: desde que Manuela supo la marcha de su... amigo...<br />
-¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo... con todas las exageraciones?<br />
-¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...<br />
- Que es una vaca...<br />
- Se fue a abrazar con ella, llorando a gritos...<br />
- A berridos, que es como lloran semejantes bestias...<br />
- Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido a embarcarse para<br />
América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le diese por tomar arsénico...<br />
- Séneca, que le llaman así.<br />
- En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?<br />
-¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja! Bueno, señor de Pardo; no<br />
añada más, no se moleste, sosiéguese; ya estamos enterados de lo que conviene ahora.<br />
Tranquilizarle a la niña el pensamiento... ¡todo lo posible...!<br />
- Y en especial...<br />
-¡Basta, basta! En especial, silencio... y que los curiosos se queden a la puerta... La curiosidad,<br />
para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?<br />
- Al galope, que es cuesta arriba.<br />
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.<br />
- XXXI -<br />
El sol había salido, y también el cura de Ulloa a celebrar el santo sacrificio de la misa. Goros,<br />
medio en cuclillas ante la piedra del hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el<br />
cuerpo inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo embudo, soplaba el<br />
fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y a decir verdad, no se necesitaba tanto aparato para que<br />
ardiesen cuatro ramas bien secas.<br />
Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que indica que el vigilante<br />
conoce muy bien a la persona que llega, y ladra por llenar una fórmula. En efecto, cansado<br />
estaba el Fiel de contar en el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que,<br />
siendo aquel todavía cachorro, este se había encargado de la cruenta operación de cercenarle la<br />
punta del rabo y la extremidad de las orejas.<br />
Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de dejar la camada de<br />
paja fresca con que aquella noche le había obsequiado el pedáneo; y si esta narración ha de ser<br />
del todo verídica y puntual, conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la<br />
cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al tanto de las costumbres<br />
severas y espartanas del incomparable Goros, incapaz de tener, como otros muchos de su clase,<br />
el frasquete del aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por cortesía<br />
ofreció un tente-en-pie, un taco de pan y algo de comida de la víspera, y se contentó con<br />
responder secamente: - Felices nos los dé Dios - al saludo del algebrista. La razón de esta<br />
sequedad era una razón profunda, seria y digna del temple del alma de Goros. Allá en su<br />
conciencia de creyente a macha martillo y de persona bien informada en lo que respecta al<br />
dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado hereje, acusándole de que, merced al<br />
236
trato con las bestias, no diferenciaba a un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza, y<br />
para él era lo mismo una ristra de ajos, con perdón, que el alma de una persona humana. En las<br />
discusiones del ateneo de los Pazos, Goros tenía siempre pedida la palabra en contra, así que el<br />
algebrista se descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura hecho martillo<br />
de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que el alcohol y el atavismo ponían en los<br />
sumidos labios del componedor de Boán.<br />
-¿Vienes a ver a los animales? - preguntole aquella mañana desapaciblemente -. Están bien<br />
lucidos. San Antón por delante. No tienen falta de médico.<br />
- Vengo a me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y a las veces cánsase también.<br />
- Bueno, ahí está el banco.<br />
-¡Quién como tú! - suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa alta y poniéndolo entre<br />
las rodillas -. ¡Hecho un canónigo, carraspo! Así te engordan los cachetes, que pareces fuera el<br />
alma el marrano del pedáneo cuando lo van a matar.<br />
- Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros curas diferentes, de todos<br />
los más que hay por el mundo adelante, que revientan de gordos y de ricos... a cuenta de los<br />
malpocados de los feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya ha<br />
entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y pobrezas, y si el criado fuese como<br />
los vagos a la chupandina del jarro y del pisquis de caña... ¡ya le quiero yo un recadito!<br />
-¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.<br />
- Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la gente...<br />
Echose a reír el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase por tan poco. De oírse<br />
llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas menudencias no lastimaban su dignidad. Al<br />
contrario, dábanle pretexto para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.<br />
- Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus aficiones... quiérese<br />
decir, sus perfirencias. Y si no, ¿para qué venimos a este mundo recondenado? A la presente<br />
estamos aquí platicando los dos; pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el<br />
caruncho sea contigo, y acabose; ya puede el señor cura plantarse aquellos riquilorios negros con<br />
la cinta dorada. Que pasa un can con la lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada... pues<br />
como no te acudan con el hierro ardiendo, o no te pongan la cabeza de un conejo en vez de la<br />
tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la rabia...<br />
- Vaya a contar mentiras al infierno - exclamó Goros furioso, destrozando en menudos<br />
fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en la chocolatera -. No sé cómo Dios<br />
no manda un rayo que te parta, cuando dices esos pecados de confundirnos con las bestias, ¡Jesús<br />
mil veces!<br />
-¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.<br />
- Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los papeles, más malvados aún<br />
que las amas de los clérigos.<br />
- Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco. Lo que se quiere decir,<br />
es que para cuatro días que tenemos de vida, no debe un hombre privarse de lo que le gusta, en<br />
no haciendo daño a sus desemejantes.<br />
- Como los cerdos, con perdón, ¿eh? - vociferó Goros en el colmo de la indignación, mientras<br />
buscaba por la espetera el molinillo -. ¿Como los marranos? Comer, dormir, castizar, ¿y luego a<br />
podrirse en tierra? Calle, calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.<br />
Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del molinillo en la chocolatera. El<br />
cura de Ulloa padecía debilidad, y necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le<br />
metiesen en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros acostumbraba<br />
tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo detestable.<br />
- Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres, carraspo - blasfemó el algebrista -.<br />
Tras de lo mismo andan; el comer, el beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...<br />
-¡No sé cómo Dios aguanta a este empío en el mundo!<br />
237
-¿Y yo qué mal le hago a Dios, por si es caso? ¡De quien se ríe Dios es de los bobos que están<br />
ayunando y con flatos y pasando mala vida! ¿Para quién hizo Dios - vamos a ver, responde,<br />
cristiano - para quién hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las muchachas<br />
de salero? ¿Las hizo Dios, sí o no? Pues si las hizo, no será para que nadie las escupa. Y si<br />
alguien las escupe, se ríe Dios de él, ¡carraspo y carraspiche!<br />
- Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.<br />
-¿No va en los Pazos el señor abad? - preguntó el algebrista, mudando de tono, y como quien<br />
pregunta algo serio.<br />
-¿En los Pazos? No, va en misa.<br />
- Pues dice que lo van a llamar de los Pazos.<br />
-¡Milagro! ¿Para qué será?<br />
- Para echarle los desconjuros y los asperges a la señorita Manola, que tiene el ramo cativo, y<br />
para darle la esterminación a don Pedro, que está en los últimos.<br />
-¿Quién le dijo todo eso?<br />
- El estanquero de Naya. Allá estive de noche.<br />
- Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fui a los Pazos a ver qué sucedía. También me lo<br />
encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola está endemoniada, ni el marqués tan malo.<br />
- El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay o no?<br />
- Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es tanto.<br />
-¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el hijo de la Sabel? Por Naya<br />
anda el cuento más corrido, ¡que no sé!<br />
- Largó de casa, y no se sabe a derechas el motivo. Ese es el caso.<br />
La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se contrajo y arrugó con el<br />
más malicioso gesto posible.<br />
- El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros de la otra, y tú vete a<br />
saber la verdá...<br />
- La verdá sólo Dios - sentenció Goros...<br />
- O el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la señorita tuvo un disgusto<br />
grandísimo con el padre, a que había de echar de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no<br />
paró. Otros que ese señor que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!<br />
- Ya sé. El hermano de la difunta señora.<br />
- Que fue quien porfió por echar a Perucho, porque quiere casarse con la señorita... y así supo<br />
que don Pedro le dejaba cuartos por testamento, amenazó a Perucho de matarlo y por poco lo<br />
mata... hasta que se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se hizo más<br />
malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la Manola y el otro y todos... ¡El diablo<br />
y más su madre! El cuento es que juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando...<br />
y que tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de las eleuciones...<br />
Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los dos hervores de rúbrica; y<br />
meneando la cabeza con aire filosófico, pronunció:<br />
- Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por poca edá... ni por sabiduría... Cuando llega la de pagar<br />
la gabela de las enfermedades y de las desgracias y de la muerte negra...<br />
El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra vez, y picaba con la uña,<br />
de una gruesa tagarnina, cantidad bastante para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se<br />
encasquetó la monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo insinuante:<br />
-¿Conque no das ni una pinga?<br />
- No gasto - respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.<br />
- Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre, sarnoso.<br />
Goros le alargó el tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto de la boca, salió<br />
rezongando un<br />
-¡Conservarse!<br />
238
Creyose el perro en el compromiso de soltar un ladrido de alarma al ver salir al señor Antón; mas<br />
de allí a dos minutos, rompió a ladrar con verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico,<br />
que es aviso y reto a la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, a la puerta del patio, con el señor de<br />
los cuatro ojos.<br />
- XXXII -<br />
-¿El señor cura? ¿Está en casa?<br />
-¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.<br />
-¿Tardará mucho?<br />
-¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que después, si le da la<br />
gana de ir a rezar al camposanto... lo mismo puede tardar media hora que una. Si quiere, voy a<br />
buscarlo en un instante.<br />
- Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.<br />
-¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, entre, haga el favor de subir.<br />
Pasábase por la cocina para llegar a la sala del cura, sala que hacía oficio de comedor, y se<br />
reducía a cuatro paredes enyesadas, una mesa vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen<br />
de bulto, encerrada en su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y<br />
apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía buscando y ofreciendo la<br />
menos desvencijada y vieja.<br />
- Gracias, estoy muy bien - afirmó el artillero después de tomar asiento -; no deje usted sus<br />
quehaceres, amigo; váyase a trabajar.<br />
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias.<br />
Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se<br />
aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y<br />
apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando<br />
algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué,<br />
después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa,<br />
le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche<br />
y volverse a Santiago, a Madrid...<br />
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y<br />
abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran<br />
como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A<br />
fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más<br />
tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el<br />
desbarajuste de su criterio le amedrentaba. - Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía<br />
aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado<br />
la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen<br />
reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo<br />
tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que<br />
lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si<br />
en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló<br />
el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido<br />
moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro<br />
y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el<br />
agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece<br />
hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica;<br />
así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador<br />
miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que<br />
239
tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones,<br />
indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me<br />
casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto.<br />
Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó<br />
varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se<br />
figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de<br />
Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben<br />
acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la<br />
razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera<br />
tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con<br />
espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha<br />
inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo<br />
me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos,<br />
que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún<br />
perro para no creer en Dios?<br />
Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y golpeándose, incansable en<br />
su empeño de romper un vidrio con la cabeza para salir al aire y a la libertad que desde fuera le<br />
estaban convidando. Levantose Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la tortura de<br />
aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose a pasear de arriba abajo por la sala,<br />
escuchando el crujido de sus botas nuevas, unas botas de becerro blanco encargadas para la<br />
expedición al valle de Ulloa. Se paró ante la urna de la Virgen del Carmen, y la miró<br />
atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los ojos del niño, en la forma<br />
del escapulario... ¡De veras que ya iba tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de<br />
movimiento que entretiene la impaciencia. Salió a la cocina, donde Goros mondaba patatas; y<br />
abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El criado del cura se puso de pie, sonrió<br />
complacientemente y se rascó el cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando<br />
delibera para entre sí. Gabriel adivinó.<br />
-¿No fuma usted?<br />
- No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la Virgen Santísima y de hoy en<br />
un año me dé otro.<br />
-¡Pues si no le he dado a usted ninguno!<br />
- La intención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su permiso, cumple avisar al<br />
señor abad.<br />
- No, hombre; si ya no es posible que tarde mucho. Tiene el abad una casita muy mona...<br />
¿Produce mucho el huerto?<br />
- No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?<br />
- Si usted no tiene ocupación precisa...<br />
- Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una poquita cosa que yo la<br />
trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de hombros con aire resignado.) Porque el señor<br />
abad... ¡mi alma como la suya!, no mete un triste jornalero, y yo a veces me levanto antes de ser<br />
día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el verme...<br />
Obligaba la cortesía a Gabriel a fijarse en un repollo comido de orugas, un tomate que rojeaba,<br />
un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y un peral muy cargado ya. Luego entraron en<br />
la corraliza donde se ofrecía a los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana<br />
soberbia en medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden verse. La<br />
madre vino a frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver a Gabriel gruñó con recelo y echó<br />
al trote, seguida de sus críos, hacia la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos,<br />
diminutivos y onomatopeyas, para sosegarla.<br />
- Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...<br />
-¡Qué grande es y qué hermosa! - observó Gabriel para lisonjear la vanidad de Goros.<br />
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- Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando se cebe tendrá con<br />
perdón unas carnes y unos tocinos... como los del Arcipreste de Boán. ¿Le conoce, señorito? -<br />
exclamó el criado, que ya estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.<br />
- Algo - respondió Gabriel sonriendo.<br />
-¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de ama? - añadió Goros señalando<br />
a la puerca. Como Gabriel no celebró mucho el chiste, Goros mudó de estilo.<br />
-¿Ve los que tiene? - dijo enseñando los cochinillos -. Pues a todos los ha criado... Es el segundo<br />
año que cría... Aquel ya es hijo suyo - añadió mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo<br />
corpulento, pero con un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés -. Matamos el cerdo<br />
viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.<br />
Mientras Gabriel consideraba a aquel Edipo de la raza porcuna, un gracioso animal vino a<br />
enredársele entre los pies: era una paloma calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde<br />
reverberaban los más lindos colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y<br />
voluptuosa a la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho, se limitó a<br />
desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.<br />
-¿Hay palomar? - preguntó Pardo.<br />
- No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como indicando que no sobraba dinero<br />
para meterse en aventuras.) Pero el señor abad... como Dios lo dio tan blando de corazón... y<br />
como las palomas le gustan... mantiene a las de todos los palomares de por ahí, y siempre<br />
tenemos la casa llena de estas bribonas... Siquiera sacamos un par de pichones para asarlos; aquí<br />
no vienen sino a llenar el papo y marcharse... ¡Largo, galopinas! - añadió dirigiéndose a varias<br />
que desde el tejado descendían a la corraliza volando corto -. ¡Ay señor! - añadió el criado<br />
tristemente -: es mucho gusto servir a un santo... ¡pero también... los trabajos que se pasan para ir<br />
viviendo acaban con uno! Aquí no se cobran derechos... aquí los feligreses se ríen del señor, y no<br />
traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... Aquí la fiesta del Patrón, como si no la hubiera...<br />
¡Aquí se guarda el tocino y la carne para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con<br />
berzas y unto!<br />
Latió el perro de alegría; abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció<br />
el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con<br />
una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de<br />
saludarle inclinose y le estampó un gran beso en la mano.<br />
- XXXIII -<br />
Para hablar a su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto sorprendiese la conversación, se<br />
encerraron en el dormitorio del cura, que parecía celda. Como no había más que una silla,<br />
Gabriel se sentó en el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y aliviando<br />
su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia ocurrida en la casa señorial. El cura le<br />
oía sin levantar los ojos del suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose a veces la<br />
barba como para reflexionar, y a veces moviendo los labios lo mismo que si hablase, pero sin<br />
pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de<br />
todos los que han ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al decir<br />
las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente: jamás recordaba haber tenido tal<br />
satisfacción y tan provechoso desahogo en confiarse y desnudarse el alma.<br />
-¿Y dice usted - interrogó el cura - que ese desdichado está ya bien lejos de aquí? La separación<br />
es lo primero que importa.<br />
- Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe; yo le acompañé hasta la<br />
diligencia, y le di carta para una persona de Madrid que inmediatamente que llegue le colocará<br />
de dependiente en una tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las<br />
241
cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me considero obligado a eso<br />
y además ¡me ha dado tanta lástima! Le aseguro a usted que iba cobrándole cariño.<br />
-¿Y usted... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita Manuela?<br />
- Quiere confesarse, o cosa semejante; quiere... ¿Qué ha de querer la pobrecilla? Imagínese<br />
usted... Consejo, luz; ¡que la ayuden a salir del pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha<br />
cedido; bien lo decía el médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se<br />
vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra la pared, ni aquello de<br />
llamar a gritos a Perucho y acusarse en voz alta de los más horribles delitos... Figúrese usted que<br />
hasta dijo que ella había matado a su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir que<br />
en el cuarto entrase nadie... ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí, desde que Perucho se<br />
marchó! Entonces no le hubieran contado... ¿No le parece a usted una fatalidad que supiese el<br />
parentesco que la une a aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han<br />
torturado con remordimientos que pudieron ahorrársele del todo... ¡la han colocado a dos dedos<br />
de la locura!<br />
- Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel - respondió lentamente el cura de<br />
Ulloa -. Si la niña ignorase que hay entre ella y el hijo de Sabel un obstáculo eterno e invencible,<br />
le seguiría amando y no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan<br />
terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos a tiempo: ¡tremenda<br />
responsabilidad para los que estaban obligados a velar por ella! Dios se lo perdone en su infinita<br />
misericordia.<br />
- Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes a conocer a la hija de mi<br />
pobre hermana, a saber cómo vivía, cómo la educaban. Nada de eso hice, y será un<br />
remordimiento que me ha de durar tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo...<br />
- Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable pecador.<br />
- Bien, pues usted... ¡que es un malvado! - exclamó sonriendo cariñosamente el artillero -, ¿no<br />
tuvo ocasión de insinuarle... no se confesaba la niña con usted?<br />
- Algún año por el Precepto... Confesiones a escape, en que no es posible echarle la sonda a un<br />
alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes<br />
religiosos, y si hay en ella bondad y honradez...<br />
-¡Ya lo creo que la hay...! - protestó Gabriel con viveza.<br />
- Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han enseñado; la han dejado vivir<br />
entregada a sí misma, por montes y breñas como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo<br />
no había de caer? ¡Al borde del abismo la empujaban!<br />
-¿Cómo es que no la veía usted más a menudo? ¿Usted que tanto quiso a su madre?<br />
La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había observado desde un principio,<br />
y notado que el cura de Ulloa, ahora como en la primera entrevista, parecía llevar sobre las<br />
facciones una máscara, una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que le<br />
daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que andan por las sacristías.<br />
La expresión se había recogido al interior, por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo<br />
párpado, miraban positivamente para adentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la<br />
vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse en una especie de<br />
mística indiferencia por las cosas exteriores, que no es egoísmo porque no impide la continua<br />
disposición del ánimo al bien, sino que parece coraza que protege a un corazón excesivamente<br />
blando contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica. Pero ante la directa<br />
pregunta de Gabriel, quebrantose la tranquilidad del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas,<br />
y brillaron sus apagados ojos. No debía de ser tan flemático, en el fondo, el bueno del abad.<br />
- No señor - pronunció más aprisa y en tono algo agitado -. Le hablaré a usted con franqueza<br />
absoluta, por ser usted quien es y por el caso extraordinario en que estamos... Hace muchos años<br />
que yo no frecuento la casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el<br />
carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros defectos, nuestras<br />
242
arezas), parte porque me traían aquellas paredes recuerdos... bastante tristes. De esto no<br />
necesitamos hablar más. Respecto a la niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse<br />
que recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un cariño que no sé: muy grande podrá ser el<br />
amor de los padres para sus hijos, pero lo que es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa<br />
que no se puede explicar con palabras. Como luego me fui de aquí y tardé bastante tiempo en<br />
volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y considerar las cosas de otro<br />
modo, con más calma; y entonces evité ver mucho a la niña, por no poner el corazón en cosas del<br />
mundo y en las criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy grandes<br />
del espíritu... El que se casa, bien está y justo es que quiera a sus hijos sobre todas las cosas,<br />
después de Dios; pero el sacerdote, y en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas,<br />
pues tal es su oficio... y no amar mucho en particular a nadie, para poder amar a todos, y amarlos<br />
no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así he creído que debía hacer, señor de Pardo...<br />
En cuanto al motivo, no pienso haber errado; pero, a poder prever los acontecimientos y el<br />
peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca, soy muchísimo más<br />
delincuente y reo de descuido que usted que estaba lejísimos y no podía razonablemente suponer<br />
que corriese Manuela ningún riesgo teniendo al lado a su padre.<br />
- Pues ahora - exclamó Gabriel - se me figura que nada remediamos con andar volviendo la vista<br />
atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es espantoso; a hacerle cara, y a reparar en lo posible<br />
(hablo por mí) el delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo que<br />
necesita ahora mi sobrina es rehabilitarse a sus propios ojos; es volver a estimarse a sí misma; es<br />
reconciliarse con su propia conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto<br />
de su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos crímenes horribles que la<br />
hacen acreedora a que caiga sobre su cabeza el fuego del cielo, que abrasó a los habitantes de las<br />
cinco ciudades aquellas... Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea exacta de<br />
la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de responsabilidad que nos toca en<br />
ellos; así es que la pobre chica, no le quiero a usted decir ni cómo se trata a sí misma, ni las cosas<br />
que se llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre el tema de que se<br />
quiere morir, de que no estará tranquila hasta que le canten el responso, y otras mil cosas<br />
análogas. Desde que ha pasado el acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara a la<br />
pared, y sólo se le saca de cuando en cuando un -¡Ay Jesús, ay Jesús, yo me quiero confesar...!-<br />
pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y ahora es el mismo, y aquí no hay más<br />
que una solución: tranquilizar, calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los<br />
medios; pero a mí no me oye ni me atiende, mientras que a usted le llama... Su sagrado prestigio<br />
de usted lo puede todo en esta ocasión.<br />
- Cuanto de mí dependa...<br />
Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted comprender que nada ha<br />
perdido, que no está ni infamada ni maldita, una vez que su tío, persona decente por los cuatro<br />
costados, la pide por mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto a ser para ella cuanto<br />
le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano, protector, esposo amantísimo... que con<br />
todos estos cariños diferentes la sabré querer yo.<br />
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión tranquila; reflexionaba.<br />
Por último, interrogó:<br />
-¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?<br />
- Sin reparar en lo sucedido.<br />
- Y nunca...<br />
- Y nunca se lo había de traer a la memoria.<br />
- Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?<br />
- No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero; y además pago una<br />
deuda.<br />
243
- No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel... Alguien le estará a usted dando las<br />
gracias y pidiendo por usted desde el cielo.<br />
- No - respondió Gabriel levantándose- si aquí quien ha de hacer el milagro es usted... Mi destino<br />
y el de Manuela están en sus manos.<br />
- En las de Dios - respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto, se levantó, volvió la<br />
vista hacia una detestable litografía del Corazón de Jesús, que tenía colgada a la cabecera de la<br />
cama, y movió los labios aprisa; aquello sí era rezar.<br />
- XXXIV -<br />
A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos salones tan poblados<br />
para él de memorias y de diabólicas insidias y asechanzas contra su reposo, Juncal salía del<br />
cuarto de la enferma. A la pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dio respuesta sumamente<br />
satisfactoria:<br />
- Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda entera... Se bebió un vaso de<br />
tostado...<br />
-¿Por su voluntad?<br />
- No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba sin repugnancia. A esa<br />
edad, la naturaleza ayuda... Señor abad; ¡felices!<br />
- Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en entrar junto a ella?<br />
- Al contrario... tiene afán por verle a usted.<br />
- Pues señores... hasta luego.<br />
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó el brazo derecho en el del<br />
comandante, y le llevó hacia el claustro, diciendo afectuosamente:<br />
- Véngase, véngase a tomar un poco el aire... usted va a salir de esta batalla con una enfermedad.<br />
Duerme y come tan poco como la enferma, y eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la<br />
excitación nerviosa; usted está en diferente caso.<br />
- Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo cuando me ve... ¡La<br />
manía de que yo he venido a traer la desgracia a esta casa!<br />
- Mire, seguir no le sigue peor; mañana o pasado se levantará, y parecerá muy fuerte; pero...<br />
confieso que me ha dado un chasco. Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha<br />
hecho la cosa más eco que a la muchacha... Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que no se<br />
acostumbra a que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del monte quieren a sus<br />
cachorros; esto lo prueba.<br />
- Bonita está esta casa. Dígole a usted, Máximo, que arde en un candil. No hablemos de<br />
Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de abajo, que me arman cada gazapera y<br />
cada red... Porque ahora sus baterías se dirigen a que don Pedro reconozca... Piensan que va a<br />
liárselas, y... a lo que estamos, tuerta.<br />
- Bueno es que usted se impuso desde el primer instante... Si no, ¿quién pararía aquí?<br />
- Me impuse; no quiero que molesten a un enfermo; pero lo del reconocimiento lo considero muy<br />
justo. Si ese cernícalo me quisiese oír, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños se hubieran evitado, con<br />
hacerlo al tiempo debido!<br />
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos siguieron paseando por el<br />
claustro, o mejor dicho por la solana, sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso,<br />
que formaba el cuerpo superior del claustro. El liquen, a la luz del sol, estriaba de oro la piedra; y<br />
bajo los aleros del tejado se oía el pitío alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la<br />
popular creencia de que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían en<br />
sus nidos, con vuelo airoso.<br />
244
- Don Gabriel, usted está alterado - exclamó el médico notando la irregularidad del andar y los<br />
movimientos del comandante. Todo el cuerpo de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de<br />
vapor a tensión muy alta -. ¿No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su<br />
sobrina?<br />
- No es eso, no es eso... - exclamó con vehemencia el comandante, soltando el brazo de su amigo<br />
y reclinándose en una de las pilastras -. Es... que ahora, en este mismo instante, se decide el<br />
destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo mío...<br />
-¡Mi madre querida! - exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con las manos la cabeza -.<br />
¡Ha puesto usted su destino en manos de un clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de<br />
aquí va a salir una falcatrúa... Verá, verá, verá.<br />
-¡Hombre! - repuso Gabriel sin poder evitar la risa -. Yo pensé que hacía usted una excepción<br />
honrosísima en favor del cura de Ulloa.<br />
- Entendámonos, entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo siempre es clérigo!<br />
Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de Judas. ¿Usted piensa que a mí me hizo gracia el<br />
que la chica llamase por él y quisiera verlo a toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo a<br />
sanarla, y el clérigo... ¡ya lo verá usted!, a enfermarla otra vez, y de más cuidado que la primera.<br />
Mucho será que hoy no tengamos la convulsión y la llorerita... ¡Mecachis en los que vienen ahí a<br />
alborotar a la gente!<br />
- Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted pudiese, al cura de Ulloa me lo<br />
metía en el buque con los demás, y con los demás me lo enviaba a tierra de salvajes?<br />
-¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir a los infieles? Pues así habría un<br />
apóstol entre muchos pillos... Y nos quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya<br />
estamos convertidos hace rato.<br />
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era fácil atajarle; y como Gabriel se reía<br />
a veces de sus extravagantes dichos, el médico sacaba todo su repertorio. Mientras el<br />
comandante apuraba el cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del<br />
contorno, más o menos recargada de arabescos y viñetas.<br />
- El de Boán... a ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron veinte facinerosos en su<br />
casa, y les probó que servía mejor que ellos para el oficio: si se descuidan, me los escabecha a<br />
todos... Mire qué mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da a mí con su carita<br />
complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y gaudeamus... Si le<br />
estuviesen dando la consagración de obispo y oyese que al lado se iban a disparar unos cohetes y<br />
a hinchar un globo, tira con la mitra y echa mano al tizón... El arcipreste de Loiro... dice que se<br />
come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia por el queso abajo, hasta el<br />
ombligo... ¡Pues no digo nada del nuevo que nos han mandado a Cebre! Más bruto no lo hace<br />
Dios aunque se empeñe... y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le dieron<br />
una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el sermón del Encuentro, al aire<br />
libre, y por la tarde el de la Agonía: total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de<br />
él los estudiantes. Y lo más célebre fue que en el sermón del Encuentro llevaba una pelliz, eso sí,<br />
muy planchada y muy rizadita; y cuando para enternecer al público hizo ademán de abrazar a la<br />
Virgen para consolarla de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así que<br />
se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase más... Aquí cuando echa la<br />
plática aturde la iglesia... Según dicen; que yo, ya imaginará usted que no asisto a semejante<br />
iniquidad... Usted está distraído, vamos; no le cuento a usted más cuentos de esa gente.<br />
- No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable. Porque sepa usted que a mí lo<br />
único que me saca de quicio y me desata los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para<br />
las desgracias verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta resistencia; y eso<br />
que no la doy de estoico.<br />
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Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la conversación iba<br />
languideciendo mucho. Gabriel, de cuando en cuando, entraba en el salón, recorría dos o tres<br />
habitaciones, y salía siempre diciendo:<br />
-¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!<br />
- Ya verá usted - respondía Juncal - cómo el bueno del cura le mete escrúpulos en la cabeza a la<br />
señorita.<br />
- XXXV -<br />
- Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana, Dios mediante,<br />
recibirá al Señor - respondió el cura de Ulloa, fijando los ojos en un nudo de la madera del piso,<br />
pues aquella habitación de Gabriel Pardo era la misma, la de su hermana, y tender la vista<br />
alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.<br />
- Y...<br />
- Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera posible y apoyándolo con<br />
cuantas razones me sugirió mi pobre inteligencia. Le he dicho que usted le dispensaba una honra<br />
y le daba una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya, después de<br />
que...<br />
-¡Ay Dios mío! - exclamó Gabriel tristemente -. Si se lo ha presentado usted como un favor, de<br />
fijo que se ha resentido su orgullo... y por altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...<br />
- No señor, no...<br />
-¿Ha dicho que sí?, ¿ha dicho que sí? - preguntó Gabriel afanosamente.<br />
- Se ha negado...<br />
-¡Ya!<br />
- Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.<br />
-¿Otras causas?<br />
- Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el golpe que ha recibido le<br />
han abierto mucho los ojos del alma. No desea más que expiar y llorar su culpa...<br />
-¡Su culpa! - exclamó Gabriel, con acento de protesta -. ¡Su culpa, pobre criatura abandonada,<br />
sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno a<br />
mí mismo por mi detestable propensión a la indulgencia; porque creo que se me han roto todos<br />
los resortes morales; pero ahora... ¡quisiera tener en esta mano todo el perdón y todo el amor del<br />
mundo... para derramarlo sobre la cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente... otros, otros somos<br />
los culpables!<br />
- Otros - replicó con mansa firmeza el cura - son acaso más culpables que ella; pero ella tampoco<br />
es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga<br />
bueno, retirarse a un convento de Santiago.<br />
-¡Monja! - exclamó Pardo -. Monja... ¡Quiere ser monja!<br />
- Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le daría el consejo de que<br />
desconfiase de una vocación repentina, dictada por sinsabores o desengaños del mundo. Lo que<br />
Manuela quiere es retiro y descanso que le cure las heridas y sitio en que hacer penitencia de su<br />
pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha respondido celda y llanto. En<br />
mí no estaba desviarla de ese propósito, desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio<br />
a aquella cabecera.<br />
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,<br />
- Sí, padre - exclamó -; sí, sí, usted es el único que podía apartarla de ese triste cautiverio en que<br />
va a caer voluntariamente... Entrará allí ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el<br />
mundo y que ha delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo que le<br />
pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá a salir, y se creerá en el<br />
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compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá<br />
desesperada... Don Julián, ¡usted que tanto ha querido a su madre...!<br />
Pardo sintió temblar en la suya la mano del cura de Ulloa, y creyó que el argumento había hecho<br />
fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre<br />
entornados y los paseó por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con<br />
expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y tranquila que tenía<br />
siempre, gritó:<br />
-¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama a la hija... ¡Que vaya!<br />
¡Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela, sosténla, quítala del mundo!<br />
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel hombre que poseía a sus<br />
ojos la aureola y el prestigio del santo, o - para emplear con más exactitud el lenguaje interno de<br />
Gabriel - del hombre honrado que ajusta a sus convicciones su vida, y no tiene para sus<br />
semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó rudamente:<br />
-¡Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme desacierto! Manuela puede ser<br />
en el mundo feliz, buena y honrada... y es un horror que vaya a sacrificarse, a enterrarse y a<br />
consumirse entre cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... ¿por qué? Por<br />
una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo alcance ella no ha podido<br />
comprender, y cuya raíz y origen están, al fin y al cabo, en lo más sagrado y respetable que<br />
existe... ¡en la naturaleza!<br />
- Señor de Pardo - respondió el cura, que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre- lo<br />
que la naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su<br />
sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros padres y<br />
sanar a la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros<br />
invocamos otra más alta... Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él. Dejemos<br />
esto; yo desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influido directamente en el<br />
ánimo de la señorita. Vaya usted junto a ella, pregúntele, ínstele... haga usted su oficio, que la<br />
Virgen Santísima no ha de descuidarse en hacer el suyo... Yo me vuelvo a mi casa, si no tiene<br />
usted nada que mandar a este humilde servidor y capellán.<br />
- Voy junto a mi sobrina ahora mismo - respondió Gabriel retando al cura con su decisión y con<br />
su cólera.<br />
- XXXVI -<br />
Entró medio a tientas, porque el cuarto estaba casi a oscuras, a causa de que la jaqueca de la niña<br />
no le consentía ver luz. No tardaron sin embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse a<br />
aquella penumbra lo bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las sábanas y<br />
la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al acercarse el comandante,<br />
levantose Juncal y se retiró discretamente. La montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y<br />
de la cama se alzaba ese olor especial que los enfermeros llaman olor a calentura, y que se nota<br />
por más ligera que sea la fiebre.<br />
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había dejado; pero Gabriel la<br />
separó, e hincando una rodilla en tierra, puso la mano derecha sobre el embozo de la sábana.<br />
- Manuela - cuchicheó.<br />
La enferma abrió los ojos, sin responder.<br />
-¿Qué tal te encuentras?<br />
- Muy bien... algo cansada.<br />
-¿Te incomodo?<br />
- No señor... Siéntese, por Dios.<br />
- Quiero estar así. ¿Me das la mano?<br />
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Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la pedían. Gabriel la<br />
tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña hizo un movimiento para retirarla. Gabriel<br />
silabeó en tono suplicante:<br />
- No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oír hablar?<br />
- Bajito, no.<br />
-¿Y podrás responderme?<br />
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.<br />
- Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?<br />
- Ya sé los favores que le merezco - articuló la montañesa.<br />
- Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura estoy. Pues figúrate que<br />
en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo;<br />
no tengo a nadie, a nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de eso. De<br />
otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo niegues. ¿Verdad que no? Si es<br />
facilísimo; si no te cuesta trabajo ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué<br />
poco, y qué sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si estás triste, te<br />
acompaño; si enferma, te cuido; verás cómo discurrimos maneras de distraerte. Y de aquello que<br />
te pedí primero, no se habla nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿a que<br />
así me crees?<br />
Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida y porfiada, daba el no<br />
más redondo del mundo.<br />
-¿No quieres? ¿Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y traerte a buenas? Terquita<br />
de mi alma... ¡pobrecita!, respóndeme con la boca, dime... ¿qué hago, cómo te conquisto?<br />
Pídeme tú algo... muy grande... ¡muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto...<br />
Te me has vuelto muy mala.<br />
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el oscuro cerco que los<br />
rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de su tío, y dejó salir con afán:<br />
-¿De veras me hará lo que yo le pida?<br />
- Oro molido que fuese, monina... Di, di.<br />
-¿Me da palabra?<br />
- De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.<br />
- Que se vaya por Dios, que se vaya a Madrid corriendo... antes que aquel que está allí solito... ¡y<br />
desesperado!, se desespere de vez, y... y... - No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le<br />
nublaron las pupilas y le trabaron la voz en la garganta.<br />
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió el golpe como honrado<br />
y valiente, presentando el pecho y con animoso espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su<br />
conciencia, se alzó una voz que gritaba:<br />
- Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es... el rey...<br />
¡No, el tirano del mundo!<br />
- Así se hará, hija mía - dijo en alta voz -. ¿Quieres que me marche hoy mismo?<br />
- Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche... - silabeó acercando tanto su boca al oído<br />
de Gabriel, que este sentía en la mejilla un aliento enfermizo y volcánico -. Haga usted para que<br />
no se desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi<br />
padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.<br />
- Adiós - respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo, se inclinó sobre la<br />
montañesa y le dio un beso a bulto, hacia la sien.<br />
. . . Quiso ir a pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en acompañarle. En lo alto de<br />
la cuesta, donde se domina a vista de pájaro el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho<br />
con los brazos cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el estanque del<br />
huerto que destellaba fuego a los últimos rayos del sol, en los lejanos picos y azuladas crestas<br />
que servían de corona al valle. Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un<br />
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suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo que había venido a<br />
buscar allí diez días antes, pensó, con humorística tristeza:<br />
- Otro caballo muerto.<br />
Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio y<br />
esperanza de frescura, y acaso de agua las nubes redondas y los finos rabos de gallo que<br />
salpicaban caprichosamente el cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de<br />
humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros cargados de mies, y las ranas y<br />
los grillos empezaban a elevar su sinfonía vespertina, saludando a la lluvia y al viento antes de<br />
que hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo era vida, vida<br />
indiferente, rítmica y serena.<br />
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la mirada en el valle, con una<br />
extraña mezcla de atracción y rencor, mientras pensaba:<br />
- Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.<br />
Fin del tomo segundo y último<br />
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