La hora cero - Juventud Rebelde

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juventud rebelde MARTES 28 DE NOVIEMBRE DE 2006 NACIONAL 05 Recuerdos del viejo por ENRIQUITO NÚÑEZ «RODRÍGUEZ» digital@jrebelde.cip.cu POR estos días de noviembre, desde hace cuatro años, no puedo evitar que se acentúen los recuerdos que guardo de mi padre. Lo que hago entonces es ponerme esos días alguna de las camisas suyas que siempre me gustaron tanto, que a la larga heredé y cuido muchísimo, y tomarme un añejo sentado al atardecer en un balance del balcón, como a él le gustaba. Y recordarlo. El recuerdo más antiguo que tengo del viejo es el sempiterno repiquetear de su máquina Underwood, desde las ocho de la mañana hasta bien entrada la tarde, cada día de mi infancia. Cuando tuve edad para subir sin gatear hasta su despacho, siguiendo la musiquita de las teclas, lo encontraba absorto, escribiendo frenéticamente. Nunca me sintió cuando me colocaba a sus espaldas, pero en un ángulo que me dejaba observar sus manos moviéndose velozmente sobre el teclado, mientras de la máquina brotaba una cuartilla tras otra. Conservo intacto el recuerdo del olor que despedía la multitud de colillas que ya se amontonaban en el cenicero, revelando una adicción que tan caro le costaría casi 50 años después. Pero lo que más me gustaba era cuando el viejo «sonaba». Hacía unos ruiditos a intervalos, como asintiendo para adentro, cuando algo de lo que escribía le gustaba, incluso dejaba escapar una rápida risita gutural, sin abrir la boca: «mjum jmm mjum», tras lograr alguno de los chistes con que divertía a media Cuba en tres programas radiales diarios, luego de un maratón creativo que dudo que alguien haya superado alguna vez. Pero eso lo supe después. Entonces solo me divertía espiándolo cuando trabajaba en su despacho. Años más tarde, cuando ya tenía 11 o 12, subía también sin hacer ruido, mientras el viejo dormía la siesta, y deslizaba la mano en el bolsillo de su pantalón. Mi padre tenía la mala costumbre de andar con todo el salario encima, y cuando aquello el sueldo del viejo era alto, y nunca se daba cuenta cuando yo le cogía 20 o 40 pesos, no más, para que no lo notara, creía yo, porque no hace tantos años, una tarde en que acababa de quitarle algo, y me iba en puntillas, sentí su voz adormilada tras de mí: «Déjame algo…» Entonces sospeché que el viejo siempre supo que yo le cogía dinero, y que no me decía nada. Ya yo cobraba 138 pesos, pero nunca llegaba a fin de mes, y a partir de ese día, decidí que jamás le iba a coger plata, así que empecé a pedírsela. Una, dos, hasta tres veces al mes «¿Viejo, me puedes prestar 20 pesos?» Un día me respondió: «Creo que prefiero que me tumbes 60 de una vez, como antes». De muchacho me gustaba mucho cuando íbamos en el carro y llegábamos a la esquina de casa de mis abuelos. Sin apagar el motor del Buick, se ponía la mano junto a la boca haciendo una bocina, y soltaba un potente chiflido. Aquel chiflido tenía una entonación y un acento muy particulares, era un chiflido que «decía» clarito «¡Queto!», que era el apodo de mi abuela Enriqueta, quien pasados unos segundos se asomaba al balcón con una sonrisa. «¿Quéhubo?» saludaba el viejo, y mi abuela respondía siempre: «¿No vas a subir?» Mi padre era un hombre muy ocupado, y a veces le decía «Luego». Y abuela Queto, sin dejar de sonreír: «Hice frijoles negros». No había terminado de decirlo y ya el viejo había parqueado el carro. Cuando murió mi abuela, los chiflidos de mi padre comenzaron a decir «¡Tito!», el nombre de mi abuelo. «¿Quéhubo?», volvía a gritar mi padre, y abuelo contestaba ladeando la cabeza. El cáncer que mató al viejo, primero le robó la voz, y para mi padre la voz tenía la misma importancia que para Plácido Domingo. La casi totalidad de las anécdotas que publicó, eran cuentos que él hacía siempre, y que simplemente llevó al papel. Todavía hay noches en que creo oír su inconfundible chiflido, con el que en las madrugadas del hospital me llamaba para que lo ayudara en algo. Y vuelvo a sentir el soberbio olor de los frijoles negros de abuela Queto. Cuando niño siempre creí que mi padre era un gran gourmet —bueno, esa palabra la aprendí de grande— pero entonces me encantaba oírlo hablar de las comidas que había disfrutado en El Monseñor, La Torre, El Floridita o el Centro Vasco. Recordaba los nombres en francés de muchos platos y salsas. Se sabía las marcas de los mejores vinos y dulces exóticos, y pronunciaba perfectamente crèpes suzzettes y well done o medium rare, para referirse al punto de cocción del filete mignon. Tenía muchos amigos entre los legendarios maitres y bartenders de La Habana. Más tarde fui descubriendo que, aparte de su innegable cultura culinaria, el viejo era enfermo a la raspa de arroz blanco, o la de harina de maíz, al pan de flauta con la salsa que quedó en la cazuela, al tamal del refrigerador... Mi mamá se espantaba cuando el viejo estaba en casa trabajando, pues era capaz de abrir el frío 97 veces en 4 horas, buscando qué picar, y volver a bajar a las doce en punto para empezar a destapar las ollas, y tragarse, todavía no entiendo cómo, hirvientes cucharadas de potaje, o un tostón a 120 grados centígrados. Y disfrutaba igual de un Chivas Regal que de un cuerazo de Paticruzao. Era de los que después del postre, en la sobremesa, entre un cuento y otro, volvía a pinchar la fuente de papitas fritas. Mi viejo era un gourmet, sí, ¡pero un gourmet glotón! Es imposible precisar cuántas personas conoció en su vida. En cualquier caso, se puede afirmar que es una cifra astronómica. Apreciaba mucho el cariño que la gente le tenía, pero eran tantas que creo que esa puede ser la razón de su incapacidad para recordar cada rostro. Lo curioso es que toda su vida de escritor fue un arduo ejercicio de la memoria, sobre todo porque el género que más le gustaba escribir era el costumbrismo, que requiere una gran memoria. El viejo recordaba el nombre del bedel del Instituto de Sagua, y la totalidad de los apodos de los personajes de Quemado de Güines. Cuando ya estaba enfermo, un día le pedí permiso para usar su segundo apellido para que formara parte de mi nombre artístico. La verdad es que desde hacía muchos años los locutores de radio y animadores de TV me decían Enriquito Núñez «Rodríguez», y yo nunca les rectificaba, pensando, con mentalidad comercial, que no me venía mal un nombre artístico que ya estaba establecido en el medio, y mi apellido materno fue quedando solamente para trámites legales. «¿Me das permiso para usar el Rodríguez como segundo apellido?», le pregunté. Me miró un momento, y respondió con una sonrisa socarrona «Claro… después de todo, creo que eres mi hijo…» Y poniéndose serio «Te doy permiso, pero si usas mis apellidos no puedes dejar de amar jamás a tu Patria y a la Revolución». Hoy voy a firmar por primera vez con sus apellidos. Unos días antes de morir me hizo su último chiste. El viejo no era dado al chiste verde o de doble sentido. El suyo era otro tipo de humor. Aquella noche le comenté que al fin iba a hacer otro disco con mis canciones, y que se iba a llamar Con cierta ternura. Con un susurro me preguntó «¿Y cómo se llamaba el primero?». «Con dulce rabia», le respondí. «¿Y qué tiempo hace que hiciste aquel?» «Más de 12 años», le digo. Y él, «Doce años…. Con dulce rabia… Con cierta ternura… ¿Qué edad tú tienes ahora?». «49», respondí. Entonces abrió aquellos pícaros ojos, y en el mismo tono jodedor de siempre me suelta: «A ese paso el próximo disco tuyo se va a llamar Con la lengua». Cosas del barrio por JUAN MORALES AGÜERO corresp@jrebelde.cip.cu LAS TUNAS.— La mayoría de los tuneros de pura cepa presume de conocer como la palma de su mano la geografía de la ciudad que acaba de cumplir 210 años de fundada. Para muchos de ellos no existe aquí vericueto o callejuela que no sean capaces de localizar, incluso con los ojos cerrados. Pero, ¿dirían lo mismo acerca del origen de los nombres de algunos de sus repartos y barrios? Comenzaré con un caso simpático. Allá por los años 60 del siglo pasado comenzó a poblarse a velocidad de vértigo una barriada conocida aquí por Propulsión. Era tal la rapidez con la que los vecinos construían allí sus viviendas que uno de ellos exclamó una mañana: «Ñoooo, caballeros, esto va más rápido que un propulsión a chorro». La referencia se basaba en que por entonces la Revolución defendía su cielo con ese tipo de aeronaves supersónicas. A partir de ese momento la gente comenzó a llamar al barrio así: Propulsión. Y con Propulsión se quedó. Otro nombrecito de anjá es Cantarrana. Dicen sus pobladores más antiguos que el apelativo data de cuando se estaban edificando por la zona las casas fundacionales. Las lluvias solían anegar los huecos de las cimentaciones, creándose un paraíso para los batracios, cuyo croar llegó a ser tan recurrente que el sector terminó llamándose Cantarrana. Un bloque urbano cuyo mote suele desconcertar a los visitantes es el conocido por Las 40. Realmente, el nombre oficial del reparto es Fernando Betancourt, en honor a un mártir local que murió en Guantánamo mientras cumplía con su deber. Surgió luego del paso por aquí del ciclón Flora, en 1963, cuando construyeron en la zona 40 viviendas para los damnificados. La población se dio entonces en nombrarlo Las 40. ¿Y qué me dicen del muy conocido barrio Marabú? Otrora sus habitantes tuvieron fama de camorristas y conflictivos. Esa imagen cambió con el proceso revolucionario, pero su denominación oficial no ha conseguido imponerse. Según los investigadores, el reparto está asentado en lo que fue en otra época una finca propiedad de Rafael Suárez Cruz, demarcación a la que el Ayuntamiento dio en 1915 el nombre de Santo Domingo. Como por entonces su parte norte estaba plagada de marabú, muchas personas se acostumbraron a llamarlo así, Marabú. En la ciudad abundan también los asentamientos con denominaciones concebidas a partir de los nombres o los apellidos de sus propietarios originales. El reparto Santos, por ejemplo, se localiza en una zona que perteneció al señor José Santos Vargas, quien parceló y vendió el terreno donde más tarde se construyeron viviendas. A partir de 1959, se le cambió el nombre por el de Israel Santos, un hijo del antiguo dueño caído en combate a las órdenes del Che durante la toma de Santa Clara, en diciembre de 1958. Cuando se accede a este asentamiento desde la zona del ferrocarril por la avenida Camilo Cienfuegos, las primeras manzanas son conocidas con el apelativo de Bonachea, apellido de la familia que fundó allí un conocido servicentro que todavía funciona. Existe otro reparto que sigue esa línea onomástica. Se trata del Aurora, cuyas áreas pertenecieron en los años 50 del siglo pasado a la señora Aurora Pérez. Se localiza con rumbo noreste, a partir del ángulo formado por las calles General Menocal y Francisco Varona. Curiosamente, el Aurora incluye a otro reparto con linaje propio. Me refiero a dos manzanas a las que la gente identifica como Reparto Médico, una pequeña comunidad residencial construida por trabajadores de la salud en tiempos de la inauguración del hospital Guevara, en el año 1980. Por el apellido de su antiguo dueño se conoce también al reparto Sosa, próximo a la terminal ferroviaria, que se levantó inicialmente en predios de una finca propiedad de Bautista Sosa. Y a propósito, durante la última etapa de la lucha revolucionaria cayó en combate Carlos Sosa Ballester, nieto de Bautista. En su memoria una calle del reparto fue bautizada con su nombre. Al Sosa pertenece además el barrio llamado La Canoa. Sus vecinos dicen a quien quiera oírlos que recibió tal bautismo porque cuando llovía la zona parecía una canoa rodeada de agua. El reparto Pena tiene su historia. Pertenecía en un inicio a la señora Esperanza León, casada a la sazón con Generoso Pena, conocido fotógrafo de la ciudad. El reparto Velázquez, por su parte, surgió de una propiedad cuyo dueño era José Velázquez. Al aprobarse su existencia por el ayuntamiento en 1950, su dueño cedió una manzana para construir un estadio que se llamó Estadio Municipal Velázquez. Luego del triunfo de la Revolución, adoptó el nombre de Julio Antonio Mella. Podría hablar de otros repartos que le ponen calor y color a la lista onomástica de nuestra ciudad, como son Casa Piedra, Aguilera, Buena Vista, La Loma, La Victoria, Aeropuerto..., pero la muestra es suficiente. Todos conforman el terruño donde vivimos, y reflejan también, como legítima patria chica, la identidad de sus hijos.

juventud rebelde MARTES 28 DE NOVIEMBRE DE 2006 NACIONAL 05<br />

Recuerdos del viejo<br />

por ENRIQUITO NÚÑEZ «RODRÍGUEZ»<br />

digital@jrebelde.cip.cu<br />

POR estos días de noviembre, desde hace cuatro años, no puedo<br />

evitar que se acentúen los recuerdos que guardo de mi padre.<br />

Lo que hago entonces es ponerme esos días alguna de las camisas<br />

suyas que siempre me gustaron tanto, que a la larga heredé<br />

y cuido muchísimo, y tomarme un añejo sentado al atardecer en<br />

un balance del balcón, como a él le gustaba. Y recordarlo.<br />

El recuerdo más antiguo que tengo del viejo es el sempiterno<br />

repiquetear de su máquina Underwood, desde las ocho de la<br />

mañana hasta bien entrada la tarde, cada día de mi infancia.<br />

Cuando tuve edad para subir sin gatear hasta su despacho,<br />

siguiendo la musiquita de las teclas, lo encontraba absorto,<br />

escribiendo frenéticamente. Nunca me sintió cuando me colocaba<br />

a sus espaldas, pero en un ángulo que me dejaba observar<br />

sus manos moviéndose velozmente sobre el teclado, mientras<br />

de la máquina brotaba una cuartilla tras otra. Conservo<br />

intacto el recuerdo del olor que despedía la multitud de colillas<br />

que ya se amontonaban en el ceni<strong>cero</strong>, revelando una adicción<br />

que tan caro le costaría casi 50 años después. Pero lo que más<br />

me gustaba era cuando el viejo «sonaba». Hacía unos ruiditos a<br />

intervalos, como asintiendo para adentro, cuando algo de lo que<br />

escribía le gustaba, incluso dejaba escapar una rápida risita gutural,<br />

sin abrir la boca: «mjum jmm mjum», tras lograr alguno de los<br />

chistes con que divertía a media Cuba en tres programas radiales<br />

diarios, luego de un maratón creativo que dudo que alguien<br />

haya superado alguna vez. Pero eso lo supe después. Entonces<br />

solo me divertía espiándolo cuando trabajaba en su despacho.<br />

Años más tarde, cuando ya tenía 11 o 12, subía también sin<br />

hacer ruido, mientras el viejo dormía la siesta, y deslizaba la<br />

mano en el bolsillo de su pantalón. Mi padre tenía la mala costumbre<br />

de andar con todo el salario encima, y cuando aquello el<br />

sueldo del viejo era alto, y nunca se daba cuenta cuando yo le<br />

cogía 20 o 40 pesos, no más, para que no lo notara, creía yo,<br />

porque no hace tantos años, una tarde en que acababa de quitarle<br />

algo, y me iba en puntillas, sentí su voz adormilada tras de<br />

mí: «Déjame algo…» Entonces sospeché que el viejo siempre<br />

supo que yo le cogía dinero, y que no me decía nada. Ya yo<br />

cobraba 138 pesos, pero nunca llegaba a fin de mes, y a partir<br />

de ese día, decidí que jamás le iba a coger plata, así que empecé<br />

a pedírsela. Una, dos, hasta tres veces al mes «¿Viejo, me<br />

puedes prestar 20 pesos?» Un día me respondió: «Creo que prefiero<br />

que me tumbes 60 de una vez, como antes».<br />

De muchacho me gustaba mucho cuando íbamos en el carro<br />

y llegábamos a la esquina de casa de mis abuelos. Sin apagar<br />

el motor del Buick, se ponía la mano junto a la boca haciendo<br />

una bocina, y soltaba un potente chiflido. Aquel chiflido tenía una<br />

entonación y un acento muy particulares, era un chiflido que<br />

«decía» clarito «¡Queto!», que era el apodo de mi abuela Enriqueta,<br />

quien pasados unos segundos se asomaba al balcón con<br />

una sonrisa. «¿Quéhubo?» saludaba el viejo, y mi abuela respondía<br />

siempre: «¿No vas a subir?» Mi padre era un hombre muy<br />

ocupado, y a veces le decía «Luego». Y abuela Queto, sin dejar<br />

de sonreír: «Hice frijoles negros». No había terminado de decirlo<br />

y ya el viejo había parqueado el carro. Cuando murió mi abuela,<br />

los chiflidos de mi padre comenzaron a decir «¡Tito!», el nombre<br />

de mi abuelo. «¿Quéhubo?», volvía a gritar mi padre, y abuelo contestaba<br />

ladeando la cabeza. El cáncer que mató al viejo, primero<br />

le robó la voz, y para mi padre la voz tenía la misma importancia<br />

que para Plácido Domingo. <strong>La</strong> casi totalidad de las anécdotas<br />

que publicó, eran cuentos que él hacía siempre, y que simplemente<br />

llevó al papel. Todavía hay noches en que creo oír su<br />

inconfundible chiflido, con el que en las madrugadas del hospital<br />

me llamaba para que lo ayudara en algo. Y vuelvo a sentir el<br />

soberbio olor de los frijoles negros de abuela Queto.<br />

Cuando niño siempre creí que mi padre era un gran gourmet<br />

—bueno, esa palabra la aprendí de grande— pero entonces me<br />

encantaba oírlo hablar de las comidas que había disfrutado en<br />

El Monseñor, <strong>La</strong> Torre, El Floridita o el Centro Vasco. Recordaba<br />

los nombres en francés de muchos platos y salsas. Se sabía las<br />

marcas de los mejores vinos y dulces exóticos, y pronunciaba<br />

perfectamente crèpes suzzettes y well done o medium rare, para<br />

referirse al punto de cocción del filete mignon. Tenía muchos amigos<br />

entre los legendarios maitres y bartenders de <strong>La</strong> Habana.<br />

Más tarde fui descubriendo que, aparte de su innegable cultura<br />

culinaria, el viejo era enfermo a la raspa de arroz blanco, o la de<br />

harina de maíz, al pan de flauta con la salsa que quedó en la<br />

cazuela, al tamal del refrigerador... Mi mamá se espantaba cuando<br />

el viejo estaba en casa trabajando, pues era capaz de abrir el<br />

frío 97 veces en 4 <strong>hora</strong>s, buscando qué picar, y volver a bajar a<br />

las doce en punto para empezar a destapar las ollas, y tragarse,<br />

todavía no entiendo cómo, hirvientes cucharadas de potaje, o un<br />

tostón a 120 grados centígrados. Y disfrutaba igual de un Chivas<br />

Regal que de un cuerazo de Paticruzao. Era de los que después<br />

del postre, en la sobremesa, entre un cuento y otro, volvía a pinchar<br />

la fuente de papitas fritas. Mi viejo era un gourmet, sí, ¡pero<br />

un gourmet glotón!<br />

Es imposible precisar cuántas personas conoció en su vida.<br />

En cualquier caso, se puede afirmar que es una cifra astronómica.<br />

Apreciaba mucho el cariño que la gente le tenía, pero eran<br />

tantas que creo que esa puede ser la razón de su incapacidad<br />

para recordar cada<br />

rostro. Lo curioso es<br />

que toda su vida de<br />

escritor fue un arduo<br />

ejercicio de la memoria,<br />

sobre todo porque el<br />

género que más le gustaba<br />

escribir era el costumbrismo,<br />

que requiere<br />

una gran memoria. El viejo<br />

recordaba el nombre del bedel<br />

del Instituto de Sagua, y<br />

la totalidad de los apodos<br />

de los personajes de<br />

Quemado de Güines.<br />

Cuando ya estaba<br />

enfermo, un día le pedí<br />

permiso para usar<br />

su segundo apellido<br />

para que formara<br />

parte de mi<br />

nombre artístico.<br />

<strong>La</strong> verdad es que<br />

desde hacía muchos<br />

años los locutores de radio y animadores<br />

de TV me decían Enriquito Núñez «Rodríguez», y yo nunca<br />

les rectificaba, pensando, con mentalidad comercial, que no<br />

me venía mal un nombre artístico que ya estaba establecido en<br />

el medio, y mi apellido materno fue quedando solamente para trámites<br />

legales. «¿Me das permiso para usar el Rodríguez como segundo<br />

apellido?», le pregunté. Me miró un momento, y respondió<br />

con una sonrisa socarrona «Claro… después de todo, creo que<br />

eres mi hijo…» Y poniéndose serio «Te doy permiso, pero si usas<br />

mis apellidos no puedes dejar de amar jamás a tu Patria y a la<br />

Revolución». Hoy voy a firmar por primera vez con sus apellidos.<br />

Unos días antes de morir me hizo su último chiste. El viejo no<br />

era dado al chiste verde o de doble sentido. El suyo era otro tipo<br />

de humor. Aquella noche le comenté que al fin iba a hacer otro<br />

disco con mis canciones, y que se iba a llamar Con cierta ternura.<br />

Con un susurro me preguntó «¿Y cómo se llamaba el primero?».<br />

«Con dulce rabia», le respondí. «¿Y qué tiempo hace que<br />

hiciste aquel?» «Más de 12 años», le digo. Y él, «Doce años….<br />

Con dulce rabia… Con cierta ternura… ¿Qué edad tú tienes<br />

a<strong>hora</strong>?». «49», respondí. Entonces abrió aquellos pícaros ojos, y<br />

en el mismo tono jodedor de siempre me suelta: «A ese paso el<br />

próximo disco tuyo se va a llamar Con la lengua».<br />

Cosas del barrio<br />

por JUAN MORALES AGÜERO<br />

corresp@jrebelde.cip.cu<br />

LAS TUNAS.— <strong>La</strong> mayoría de los tuneros<br />

de pura cepa presume de<br />

conocer como la palma de su mano<br />

la geografía de la ciudad que acaba<br />

de cumplir 210 años de fundada.<br />

Para muchos de ellos no existe aquí<br />

vericueto o callejuela que no sean<br />

capaces de localizar, incluso con los<br />

ojos cerrados. Pero, ¿dirían lo mismo<br />

acerca del origen de los nombres de<br />

algunos de sus repartos y barrios?<br />

Comenzaré con un caso simpático.<br />

Allá por los años 60 del siglo pasado<br />

comenzó a poblarse a velocidad de vértigo<br />

una barriada conocida aquí por<br />

Propulsión. Era tal la rapidez con la que<br />

los vecinos construían allí sus viviendas<br />

que uno de ellos exclamó una<br />

mañana: «Ñoooo, caballeros, esto va<br />

más rápido que un propulsión a chorro».<br />

<strong>La</strong> referencia se basaba en que<br />

por entonces la Revolución defendía su<br />

cielo con ese tipo de aeronaves supersónicas.<br />

A partir de ese momento la<br />

gente comenzó a llamar al barrio así:<br />

Propulsión. Y con Propulsión se quedó.<br />

Otro nombrecito de anjá es Cantarrana.<br />

Dicen sus pobladores más<br />

antiguos que el apelativo data de<br />

cuando se estaban edificando por la<br />

zona las casas fundacionales. <strong>La</strong>s lluvias<br />

solían anegar los huecos de las<br />

cimentaciones, creándose un paraíso<br />

para los batracios, cuyo croar llegó a<br />

ser tan recurrente que el sector terminó<br />

llamándose Cantarrana.<br />

Un bloque urbano cuyo mote suele<br />

desconcertar a los visitantes es el<br />

conocido por <strong>La</strong>s 40. Realmente, el<br />

nombre oficial del reparto es Fernando<br />

Betancourt, en honor a un mártir<br />

local que murió en Guantánamo<br />

mientras cumplía con su deber. Surgió<br />

luego del paso por aquí del ciclón<br />

Flora, en 1963, cuando construyeron<br />

en la zona 40 viviendas para los damnificados.<br />

<strong>La</strong> población se dio entonces<br />

en nombrarlo <strong>La</strong>s 40.<br />

¿Y qué me dicen del muy conocido<br />

barrio Marabú? Otrora sus habitantes<br />

tuvieron fama de camorristas<br />

y conflictivos. Esa imagen cambió<br />

con el proceso revolucionario, pero<br />

su denominación oficial no ha conseguido<br />

imponerse. Según los investigadores,<br />

el reparto está asentado en<br />

lo que fue en otra época una finca<br />

propiedad de Rafael Suárez Cruz,<br />

demarcación a la que el Ayuntamiento<br />

dio en 1915 el nombre de Santo<br />

Domingo. Como por entonces su parte<br />

norte estaba plagada de marabú,<br />

muchas personas se acostumbraron<br />

a llamarlo así, Marabú.<br />

En la ciudad abundan también los<br />

asentamientos con denominaciones<br />

concebidas a partir de los nombres o<br />

los apellidos de sus propietarios originales.<br />

El reparto Santos, por ejemplo,<br />

se localiza en una zona que perteneció<br />

al señor José Santos Vargas,<br />

quien parceló y vendió el terreno donde<br />

más tarde se construyeron viviendas.<br />

A partir de 1959, se le cambió el<br />

nombre por el de Israel Santos, un<br />

hijo del antiguo dueño caído en combate<br />

a las órdenes del Che durante la<br />

toma de Santa Clara, en diciembre de<br />

1958. Cuando se accede a este<br />

asentamiento desde la zona del ferrocarril<br />

por la avenida Camilo Cienfuegos,<br />

las primeras manzanas son<br />

conocidas con el apelativo de Bonachea,<br />

apellido de la familia que fundó<br />

allí un conocido servicentro que todavía<br />

funciona.<br />

Existe otro reparto que sigue esa<br />

línea onomástica. Se trata del Aurora,<br />

cuyas áreas pertenecieron en los<br />

años 50 del siglo pasado a la señora<br />

Aurora Pérez. Se localiza con rumbo<br />

noreste, a partir del ángulo formado<br />

por las calles General Menocal y Francisco<br />

Varona. Curiosamente, el Aurora<br />

incluye a otro reparto con linaje propio.<br />

Me refiero a dos manzanas a las<br />

que la gente identifica como Reparto<br />

Médico, una pequeña comunidad<br />

residencial construida por trabajadores<br />

de la salud en tiempos de la inauguración<br />

del hospital Guevara, en el<br />

año 1980.<br />

Por el apellido de su antiguo dueño<br />

se conoce también al reparto<br />

Sosa, próximo a la terminal ferroviaria,<br />

que se levantó inicialmente en<br />

predios de una finca propiedad de<br />

Bautista Sosa. Y a propósito, durante<br />

la última etapa de la lucha revolucionaria<br />

cayó en combate Carlos Sosa<br />

Ballester, nieto de Bautista. En su<br />

memoria una calle del reparto fue<br />

bautizada con su nombre. Al Sosa<br />

pertenece además el barrio llamado<br />

<strong>La</strong> Canoa. Sus vecinos dicen a quien<br />

quiera oírlos que recibió tal bautismo<br />

porque cuando llovía la zona parecía<br />

una canoa rodeada de agua.<br />

El reparto Pena tiene su historia.<br />

Pertenecía en un inicio a la señora<br />

Esperanza León, casada a la sazón<br />

con Generoso Pena, conocido fotógrafo<br />

de la ciudad. El reparto Velázquez,<br />

por su parte, surgió de una propiedad<br />

cuyo dueño era José Velázquez.<br />

Al aprobarse su existencia por<br />

el ayuntamiento en 1950, su dueño<br />

cedió una manzana para construir un<br />

estadio que se llamó Estadio Municipal<br />

Velázquez. Luego del triunfo de la<br />

Revolución, adoptó el nombre de Julio<br />

Antonio Mella.<br />

Podría hablar de otros repartos<br />

que le ponen calor y color a la lista<br />

onomástica de nuestra ciudad, como<br />

son Casa Piedra, Aguilera, Buena Vista,<br />

<strong>La</strong> Loma, <strong>La</strong> Victoria, Aeropuerto...,<br />

pero la muestra es suficiente. Todos<br />

conforman el terruño donde vivimos, y<br />

reflejan también, como legítima patria<br />

chica, la identidad de sus hijos.

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