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Saramago, Jose - Ensayo sobre la ceguera

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Unos por indolencia, otros por tener el estómago delicado, a<br />

nadie le apeteció ejercer el oficio de enterrador después de comer.<br />

Cuando el médico, que por su profesión se consideraba más obligado<br />

que los otros, dijo de ma<strong>la</strong> gana, Bueno, vamos a enterrar a éstos, no<br />

se presentó ni un solo voluntario. Tendidos en <strong>la</strong>s camas, los ciegos<br />

sólo querían que les dejasen hacer tranqui<strong>la</strong>mente <strong>la</strong> breve digestión,<br />

algunos se quedaron dormidos inmediatamente, cosa que no era de<br />

extrañar, después de los sustos y <strong>sobre</strong>saltos por los que habían<br />

pasado, y el cuerpo, pese a estar tan parcamente alimentado, se<br />

abandonaba al re<strong>la</strong>jamiento de <strong>la</strong> química digestiva. Más tarde, cerca<br />

ya del crepúsculo, cuando <strong>la</strong>s lámparas mortecinas parecieron ganar<br />

alguna fuerza por <strong>la</strong> progresiva disminución de <strong>la</strong> luz natural,<br />

mostrando así también lo débiles que eran y lo poco que servían, el<br />

médico, acompañado de su mujer, convenció a dos hombres de su<br />

sa<strong>la</strong> para que los acompañaran al cercado, aunque sólo fuera, dijo,<br />

para hacer ba<strong>la</strong>nce del trabajo que debería ser hecho y para separar<br />

los cuerpos ya rígidos, una vez decidido que cada sa<strong>la</strong> enterraría a los<br />

suyos. La ventaja de que gozaban estos ciegos era <strong>la</strong> de algo que<br />

podría l<strong>la</strong>marse ilusión de <strong>la</strong> luz. Realmente, igual les daba que fuera<br />

de día o de noche, crepúsculo matutino o vespertino, silente<br />

madrugada o rumorosa hora meridiana, los ciegos siempre estaban<br />

rodeados de una b<strong>la</strong>ncura resp<strong>la</strong>ndeciente, como el sol dentro de <strong>la</strong><br />

nieb<strong>la</strong>. Para éstos, <strong>la</strong> <strong>ceguera</strong> no era vivir banalmente rodeado de<br />

tinieb<strong>la</strong>s; sino en el interior de una gloria luminosa. Cuando el médico<br />

cometió el desliz de decir que iban a separar los cuerpos, el primer<br />

ciego, que era uno de los que concordaran ayudarle, quiso que le<br />

explicase cómo iban a reconocerlos, pregunta lógica <strong>la</strong> del ciego, que<br />

desconcertó al doctor. Esta vez <strong>la</strong> mujer pensó que no tenía que<br />

acudir en su auxilio, porque se denunciaría si lo hiciese. El médico<br />

salió airosamente de <strong>la</strong> dificultad, por el método radical del paso<br />

ade<strong>la</strong>nte, es decir, reconociendo el error, Uno, dijo en el tono de quien<br />

se ríe de sí mismo, se acostumbra tanto a tener ojos que cree que los<br />

puede utilizar incluso cuando no le sirven para nada, de hecho sólo<br />

sabemos que hay aquí cuatro de los nuestros, el taxista, los dos<br />

policías y otro que estaba también con nosotros, <strong>la</strong> solución es, por<br />

tanto, coger al azar cuatro de estos cuerpos, enterrarlos como se<br />

debe, y así cumplimos con nuestra obligación. El primer ciego se<br />

mostró de acuerdo, su compañero también, y de nuevo, relevándose,<br />

empezaron a cavar <strong>la</strong>s tumbas. No sabrían estos auxiliares, como

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