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Saramago, Jose - Ensayo sobre la ceguera

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soñando con días mejores que los presentes, más libres si no más<br />

hartos. Sólo en <strong>la</strong> primera sa<strong>la</strong> del <strong>la</strong>do derecho <strong>la</strong> mujer del médico<br />

estaba en ve<strong>la</strong>. Tumbada en <strong>la</strong> cama, pensaba en lo que le había<br />

contado el marido cuando creyó que entre los ciegos <strong>la</strong>drones había<br />

uno que veía, alguien que podrían utilizar como espía. Era curioso que<br />

no hubieran vuelto a hab<strong>la</strong>r del asunto, como si al médico, lo que hace<br />

el hábito, no se le hubiese ocurrido que su propia mujer seguía viendo.<br />

Lo pensó el<strong>la</strong>, pero se calló, no quiso pronunciar pa<strong>la</strong>bras obvias, Eso<br />

que, irremediablemente, no podrá hacer él, lo podría hacer yo, Qué,<br />

preguntaría el médico, fingiendo no entender. Ahora, con los ojos<br />

c<strong>la</strong>vados en <strong>la</strong>s tijeras colgadas de <strong>la</strong> pared, <strong>la</strong> mujer del médico se<br />

preguntaba a sí misma, De qué me sirve ver. Le servía para saber del<br />

horror más de lo que hubiera podido imaginar alguna vez, le servía<br />

para desear estar ciega, nada más que para eso. Con un movimiento<br />

cauteloso se sentó en <strong>la</strong> cama. Ante el<strong>la</strong> estaban durmiendo <strong>la</strong> chica<br />

de <strong>la</strong>s gafas oscuras y el niño estrábico. Se dio cuenta de que <strong>la</strong>s dos<br />

camas estaban muy próximas, <strong>la</strong> chica había empujado <strong>la</strong> suya, sin<br />

duda para estar más cerca del pequeño si él necesitaba consuelo, o<br />

que le secaran <strong>la</strong>s lágrimas por <strong>la</strong> falta de una madre perdida. Cómo<br />

no se me ocurrió, pensó, podía haber unido ya nuestras camas,<br />

dormiríamos juntos, sin estar con <strong>la</strong> constante preocupación de que él<br />

pueda caerse de <strong>la</strong> cama. Miró al marido, que dormía pesadamente en<br />

un sueño de puro agotamiento. No llegó a decirle que había traído <strong>la</strong>s<br />

tijeras, que un día de éstos le arreg<strong>la</strong>ría <strong>la</strong> barba, es trabajo que hasta<br />

un ciego puede hacer, siempre que no acerque demasiado <strong>la</strong>s láminas<br />

a <strong>la</strong> piel. Se dio a sí misma una buena justificación para no hab<strong>la</strong>rle de<br />

<strong>la</strong> tijera, Después vendrían todos los hombres, no haría otra cosa que<br />

cortar barbas. Rodó el cuerpo hacia fuera, asentó los pies en el suelo,<br />

buscó los zapatos. Cuando iba a calzárselos, se detuvo, los miró<br />

fijamente, después movió <strong>la</strong> cabeza y, sin ruido, los dejó en el suelo.<br />

Pasó al corredor entre <strong>la</strong>s camas y fue andando lentamente en<br />

dirección a <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>. Los pies descalzos sentían <strong>la</strong><br />

inmundicia pegajosa del suelo, pero el<strong>la</strong> sabía que fuera, en los<br />

pasillos, sería mucho peor. Iba mirando a un <strong>la</strong>do y a otro, por si<br />

encontraba algún ciego despierto, aunque hubiera alguno vigi<strong>la</strong>ndo, o<br />

toda <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>, no tenía importancia, con tal de que no hiciese ruido, y<br />

por más que lo hiciese, sabemos a cuánto obligan <strong>la</strong>s necesidades del<br />

cuerpo, que no escogen horas, en fin, lo que no quería es que el<br />

marido se despertara y notase <strong>la</strong> ausencia a tiempo aún de

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