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México Bárbaro! - Webgarden

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norteamericana. Las camas consistían en petates extendidos sobre bancas de madera. Había<br />

cuatro bancas, dos a cada lado, una encima de otra, situadas a todo lo largo del aposento.<br />

Las camas estaban tan juntas que se tocaban. Las dimensiones del recinto eran de 23 por<br />

5.5 mts., y en este reducido alojamiento dormían 150 hombres, mujeres y niños. Los<br />

hacendados de Valle Nacional no tienen la decencia de los esclavistas de hace 50 años; en<br />

ninguna de las haciendas visitadas encontré un dormitorio separado para las mujeres.<br />

Varias veces me dijeron que las que entran en esos antros llegan a ser comunes para todos<br />

los esclavos, no porque así lo quieran ellas, sino porque los capataces no las protegen<br />

contra los indeseados ataques de los hombres.<br />

En la hacienda Santa Fe, el mandador o superintendente duerme en una pieza situada en un<br />

extremo del dormitorio de los esclavos; los cabos o capataces duermen en el extremo<br />

opuesto. La única puerta que hay se cierra con candado, y un vigilante pasea toda la noche,<br />

de arriba abajo, por el espacio que queda entre las dos hileras de bancas. Cada media hora,<br />

éste toca un sonoro gong. A una pregunta mía, el señor Rodríguez aseguró que el gong no<br />

molestaba a los esclavos que dormían; pero, aunque así fuera, ese procedimiento era<br />

necesario para impedir que el centinela se quedara dormido, lo que permitiría que todos los<br />

esclavos se escaparan.<br />

Al observar de cerca a las cuadrillas en el campo, me asombré de ver tantos niños entre los<br />

trabajadores; por lo menos, un 50% de ellos tenían menos de 20 años y no menos del 25%<br />

eran menores de 14 años.<br />

- Para plantar son tan buenos los muchachos como los hombres -comentó el presidente,<br />

quien nos acompañó-. También duran más y cuestan la mitad. Sí, todos los propietarios<br />

prefieren muchachos mejor que hombres.<br />

Durante mi recorrido a caballo por los campos y por los caminos, me preguntaba por qué<br />

ninguna de aquellas famélicas y fatigadas criaturas no nos gritaba al paso: ¡Auxilio! ¡Por<br />

amor de Dios, ayúdenos! ¡Nos están asesinando! Después recordé que para ellos todos los<br />

hombres que pasan por estos caminos son como sus amos, y que en respuesta a un grito no<br />

podían esperar nada más que una risa burlona, o tal vez un golpe también.<br />

Nuestra segunda noche en Valle Nacional, la pasamos en la hacienda del presidente<br />

municipal. Cuando nos aproximábamos a ella nos retrasamos un poco con la intención de<br />

observar a una cuadrilla de 150 hombres y muchachos que plantaban tabaco en la finca<br />

vecina, llamada El Mirador. Había unos seis capataces entre ellos; al aproximarnos, los<br />

vimos saltar de aquí para allá entre los esclavos, gritando, maldiciendo y dejando caer de<br />

cuando en vez sus largas y flexibles varas. ¡Zas! ¡Zas!, sonaban los varazos en las espaldas,<br />

en los hombros, en las piernas y en las cabezas. Y no es que azotaran a los esclavos, sino<br />

sólo los acicateaban un poco, posiblemente en honor nuestro.

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