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México Bárbaro! - Webgarden

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descansaban por un momento en la arena de la orilla, donde sus siluetas se destacaban<br />

contra el cielo.<br />

Rodolfo Pardo, el jefe político a quien visitamos después de la cena, resultó ser un hombre<br />

delgado, pulcro, de unos 40 años, bien rasurado; sus ojos penetrantes como flechas aceradas<br />

nos reconocieron de arriba a abajo en un principio; pero la imagen de los millones que<br />

íbamos a invertir, y de los cuales él podría obtener buena parte, lo dulcificó a medida que<br />

nos fuimos conociendo; cuando estrechamos su fría y húmeda mano al despedirnos,<br />

habíamos conseguido todo lo que nos proponíamos. Aún más, don Rodolfo llamó al jefe de<br />

la policía y le dio instrucciones para que nos proporcionara buenos caballos para nuestro<br />

viaje.<br />

La mañana nos encontró ya en el camino de la selva. Antes del mediodía hallamos a<br />

algunos otros viajeros y no perdimos la oportunidad de interrogarlos.<br />

- ¿Escapar? Sí; lo intentan ..., a veces -dijo uno de aquella región, un ganadero mexicano-.<br />

Pero son muchos contra ellos. La única escapatoria es por el río. Tienen que cruzarlo<br />

muchas veces y necesitan pasar por Jacatepec, Chiltepec, Tuxtepec y El Hule. Y deben<br />

ocultarse de toda persona que encuentren en el camino, porque se ofrece una gratificación<br />

de $10 por cada fugitivo capturado. No nos gusta el sistema, pero $10 son mucho dinero y<br />

nadie se los pierde. Además, si uno no se aprovecha, lo hará otro; y aunque el fugitivo<br />

lograse salir del Valle, al llegar a Córdoba encontrará al enganchador Tresgallos<br />

esperándole para hacerlo regresar.<br />

- Una vez -nos dijo otro indígena-, vi a un hombre apoyado en un árbol aliado del camino.<br />

Al acercarme le hablé, pero no se movió. Tenía el brazo doblado contra el tronco del árbol<br />

y sus ojos parecían estar observando la tierra. Lo toqué en el hombro y me di cuenta de que<br />

estaba bien muerto. Lo habían soltado para dejarlo morir lejos y había caminado hasta allí.<br />

Que ¿cómo supe que no era un fugitivo? Ah, señor, fue fácil. Usted lo hubiera sabido<br />

también si hubiera visto sus pies hinchados y los huesos de su cara al descubierto. Ningún<br />

hombre en esa condición podría escaparse.<br />

A la caída de la noche entramos en Jacatepec y allí vimos a la cuadrilla de esclavos. Habían<br />

salido antes y se habían mantenido adelante, andando los 46 km de camino lodoso, a pesar<br />

de que algunos de ellos se debilitaron por el encierro. Estaban tendidos en un espacio verde<br />

delante de la casa de detención.<br />

El cuello blanco de Amado Godínez había desaparecido; el par de zapatos finos, casi<br />

nuevos, que en el tren llevaba puestos, estaban en el suelo a su lado, cubiertos de fango y<br />

humedad; los pies desnudos eran pequeños, tan blancos y suaves como los de una mujer, y<br />

tenían contusiones y rasguños. Desde aquel atardecer en Jacatepec, he pensado muchas<br />

veces en Amado Godínez y me he preguntado -no sin estremecerme- cómo les iría a<br />

aquellos delicados pies entre las moscas tropicales de Valle Nacional. Recuerdo sus

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