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México Bárbaro! - Webgarden

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vista de sus compañeros. El drama era viejo para todos ellos, tan viejo que los ojos estaban<br />

cansados de verlo tantas veces; pero, a pesar de todo, no podía dejar de impresionarlos.<br />

Cada uno de los peones sabía que le llegaría su hora, si es que no les había llegado ya, y<br />

ninguno tenía suficiente fuerza de ánimo para dar la espalda al espectáculo.<br />

Deliberadamente el mayocol midió la distancia y con igual deliberación alzó en alto el<br />

brazo y lo dejó caer rápidamente; el látigo silbó en el aire y cayó, con un sonido seco sobre<br />

los hombros bronceados del yaqui.<br />

El administrador, un hombre pequeño y nervioso que no cesaba de hacer gestos, aprobó con<br />

un movimiento de cabeza y consultó su reloj; el mayordomo, grandote, impasible, sonrió<br />

levemente; la media docena de capataces se inclinaron en su ansiedad un poco más hacia el<br />

suelo; el pelotón de esclavos se movió como empujado por una fuerza invisible, y dejaron<br />

escapar un segundo suspiro, doloroso y agudo, como aire que se escapa de una garganta<br />

cortada.<br />

Todos los ojos eran atraídos por esa escena a la incierta luz del amanecer: el gigante chino,<br />

ahora un poco inclinado hacia adelante, con el cuerpo desnudo del yaqui sobre sus<br />

hombros; las largas, desiguales y lívidas cicatrices que señalaban los golpes de la cuerda<br />

mojada; el lento, deliberadamente lento mayocol; el administrador con el reloj en la mano,<br />

indicando su aprobación; el sonriente mayordomo; los absortos capataces.<br />

Todos contuvieron la respiración en espera del segundo golpe. Yo contuve la mía, por<br />

momentos que me parecieron años, hasta que creí que la cuerda no caería más. Sólo cuando<br />

vi la señal que el administrador hizo con el dedo, supe que los golpes se medían con reloj y<br />

sólo hasta después de terminado el espectáculo supe que, para prolongar la tortura, el<br />

tiempo señalado entre cada golpe era de seis segundos.<br />

Cayó el segundo latigazo, y el tercero, y el cuarto. Los contaba al caer con intervalos de<br />

siglos. Al cuarto azote, la fuerte piel bronceada se cubrió de pequeños puntos escarlata que<br />

estallaron y dejaron correr la sangre en hilillos. Al sexto, la reluciente espalda perdió su<br />

rigidez y empezó a estremecerse como una jalea. Al noveno azote un gemido nació en las<br />

entrañas del yaqui y encontró salida al aire libre. Pero; ¡que gemido! Aún lo puedo oír<br />

ahora; un gemido duro, tan duro como si su dureza la hubiera adquirido al pasar a través de<br />

un alma de diamante.<br />

Por fin, cesaron los azotes, que fueron quince. El administrador, con un ademán final,<br />

guardó su reloj; el gigante chino soltó las manos con que sujetaba las morenas muñecas del<br />

yaqui y éste cayó al suelo como un costal. Quedó allí por un momento, con la cara entre los<br />

brazos y con su estremecida y ensangrentada carne al descubierto hasta que un capataz se<br />

adelantó y le dio un puntapié en el costado.

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