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México Bárbaro! - Webgarden

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- ¡Quítate la camisa! -ordenó ásperamente el administrador. Al oír estas palabras, el jefe y<br />

los capataces rodearon al yaqui. Uno de ellos alargó el brazo para arrancarle la prenda; pero<br />

el yaqui rechazó la mano que se acercaba y con la rapidez de un gato, eludió un palo que<br />

por el otro lado se dirigía a su cabeza. Fue un instante nada más; con el odio reflejado en<br />

sus ojos mantuvo a raya al círculo que lo rodeaba; pero con un movimiento de conformidad<br />

los hizo retirarse un poco y de un solo tirón se quitó la camisa por la cabeza, dejando al<br />

desnudo su bronceado y musculoso torso, descolorido y marcado con cicatrices de<br />

anteriores latigazos. Sumiso, pero digno, se mantuvo allí como un jefe indio cautivo de los<br />

de hace un siglo, esperando con desprecio ser torturado por sus enemigos.<br />

Los esclavos presentes miraban con indiferencia. Era un pelotón de trabajadores, alineados<br />

de seis en fondo, sucios, con calzones de manta que les llegaban apenas a los tobillos y<br />

enrrollados a la altura de la rodilla; camisas del mismo material, con muchos agujeros que<br />

dejaban ver la bronceada piel; piernas desnudas; pies descalzos; deteriorados sombreros de<br />

palma que sostenían respetuosamente en la mano ... Era un grupo zarrapastroso que trataba<br />

de ahuyentar el sueño y parpadeaba ante las débiles linternas. Había allí tres razas: el maya<br />

de aguda faz y alta frente, aborigen de Yucatán; el alto y recto chino y el moreno y fuerte<br />

yaqui de Sonora.<br />

A la tercera orden del administrador salió de entre los esclavos espectadores un gigantesco<br />

chino. Agachándose, cogió de las muñecas al silencioso yaqui y en un instante estaba<br />

derecho con el yaqui sobre sus espaldas, tal como carga a un niño cansado alguno de sus<br />

mayores.<br />

Nadie había en todo aquel grupo que no supiera lo que se preparaba; pero sólo cuando un<br />

capataz alcanzó una cubeta que estaba colgada a la puerta de la tienda se notó cierta tensión<br />

de nervios entre aquellos 700 hombres. El extraordinario verdugo, llamado mayocol, un<br />

bruto peludo de gran pecho, se inclinó sobre la cubeta y metió las manos hasta el fondo en<br />

el agua. Al sacarlas, las sostuvo en alto para que se vieran cuatro cuerdas que chorreaban,<br />

cada una de ellas como de un metro de largo. Las gruesas y retorcidas cuerdas parecían<br />

cuatro hinchadas serpientes a la escasa luz de las lámparas; y a la vista de ellas, las<br />

cansadas espaldas de los 700 andrajosos se irguieron con una sacudida; un involuntario<br />

jadeo se escuchó entre el grupo. La somnolencia desapareció de sus ojos. Por fin estaban<br />

despiertos, bien despiertos.<br />

Las cuerdas eran de henequén trenzado, apretadas, gruesas y pesadas, propias para el fin<br />

especial a que las dedicaban. Una vez mojadas, para hacerlas más pesadas y cortantes,<br />

resultaban admirablemente ajustadas para el trabajo de limpia, como se denomina al castigo<br />

corporal en las haciendas de Yucatán.<br />

El velludo mayocol escogió una de las cuatro, dejó las otras tres y retiró la cubeta, mientras<br />

el enorme chino se colocaba en tal forma que el desnudo cuerpo de la víctima quedase a la

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