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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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psicológicas. Entra en escena un nuevo personaje, además<br />

del hombre y de la mujer: la serpiente. La tradición<br />

judía y cristiana verá en ella al tentador por excelencia,<br />

a Satanás, que solicita nuestra libertad para<br />

hacer elecciones perversas. En el libro de la Sabiduría<br />

leemos: «Por envidia del diablo entró la muerte en el<br />

mundo y la experimentan los que son de su partido»<br />

(2,24). En el Apocalipsis (caps. 12 y 20), «la serpiente<br />

antigua», el dragón, es «Satanás, el diablo» (20,2).<br />

De todas formas, nuestro texto asigna un valor diferente<br />

a este símbolo, aunque en la práctica coincide<br />

con la imagen del maligno. La serpiente es en el<br />

Oriente Antiguo símbolo de la juventud perenne, de<br />

la inmortalidad, de la fecundidad, debido sobre todo<br />

al fenómeno de su muda de piel. Evoca, por tanto, la<br />

idolatría cananea, tan fascinante para los pueblos agrícolas<br />

y nómadas, que querían concretizar a Dios en algún<br />

dato experimental. En una civilización agrícola y<br />

pastoril, los hijos, los partos de los rebaños y la fertilidad<br />

de los campos eran considerados casi como el semen<br />

de la divinidad difundido en la vida y en la tierra.<br />

El tentador por excelencia es, por tanto, el ídolo.<br />

Y el pecado consiste precisamente en ponerse a sí mismo<br />

en el puesto del Dios vivo y creador. La serpiente<br />

es también, en el Oriente Antiguo, símbolo del caos:<br />

Tiamat, la divinidad negativa de las cosmogonías mesopotámicas,<br />

aparece representada como una serpiente<br />

gigantesca. Además, tal como indica ya el v. 1 de<br />

nuestra narración, se considera también a la serpiente<br />

como signo de la sabiduría.<br />

Se concentran, pues, todos los aspectos del pecado:<br />

es idolatría y rebelión contra el verdadero Dios, es<br />

fractura de la armonía de la creación, es arrogarse la sabiduría<br />

misma de Dios con la pretensión de ser, como<br />

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él, arbitros del bien y del mal. El pecado «original» es,<br />

por tanto, la apostasía del Dios vivo, al poner un objeto<br />

de placer, o simplemente a sí mismos, como centro<br />

de todo. En su novela El caballero y la muerte, Leonardo<br />

Sciascia escribía irónicamente que «el diablo se<br />

siente a menudo tan cansado que está a punto de dejarlo<br />

todo a los hombres, que saben hacerlo mejor que<br />

él». Una vez que ha sucumbido a la tentación, el hombre<br />

se precipita en el abismo de su pecado. Incluso<br />

cuando niega la existencia del mal, se embrolla cada<br />

vez más en el ovillo de su miseria. En el Fausto Goethe<br />

ha escrito: «Han expulsado al Gran Maligno, pero han<br />

quedado todos los pequeños malvados.»<br />

Sigamos el itinerario de la caída del hombre, tipificada<br />

en el relato bíblico a través de un diálogo entre<br />

los tres actores, la serpiente, la mujer y el hombre. La<br />

provocación de la serpiente arranca de una afirmación<br />

falsa, pero muy sugestiva para el hombre: Dios no ha<br />

prohibido todos los árboles del jardín (v. 1), Dios no<br />

ha encadenado todas las potencialidades de la libertad,<br />

sino tan sólo la de los valores morales, es decir,<br />

el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y esto lo sabe<br />

bien la mujer, como atestigua su respuesta (v. 2-3).<br />

Pero, ya franqueado el paso, la serpiente introduce la<br />

sugerencia de romper todo vínculo, de desafiar a Dios<br />

también sobre este único y fundamental precepto. Se<br />

presenta maliciosamente el mandamiento divino<br />

como una absurda y hostil envidia frente a los hombres:<br />

«Dios sabe... que se abrirán vuestros ojos y seréis<br />

como dioses, conocedores del bien y del mal» (v. 5).<br />

Hay aquí una perfecta definición del pecado: es un<br />

acto de rebelión, en el que el hombre sustituye a Dios<br />

y se arroga su sabiduría, su divinidad, su dominio sobre<br />

el bien y el mal.<br />

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