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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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de los pueblos del entorno bíblico. Pero se la describe<br />

también, y sobre todo, como ausencia del trabajo y de<br />

la presencia del hombre: es la criatura humana la que<br />

especifica el universo. Nos hallamos, una vez más,<br />

frente a la celebración de la grandeza del hombre. Y<br />

no sólo porque su extraordinaria corteza cerebral contenga<br />

decenas de miles de millones de células y al menos<br />

mil billones de conexiones, con infinitas posibilidades<br />

de interacción...<br />

La grandeza del hombre radica en que Dios ha insuflado<br />

en él un particular «aliento de vida» (v. 7). El<br />

autor no emplea aquí el término hebreo genérico<br />

—aplicado también a los animales— con el que se expresa<br />

la energía viviente, el «espíritu» vital, sino que<br />

recurre a una palabra que la Biblia sólo aplica a Dios<br />

y al hombre: nésamah. La posterior tradición cristiana<br />

la quiso identificar con el alma racional y espiritual,<br />

pero esta concepción es más bien de signo griego. La<br />

nésamah es sobre todo autoconciencia, capacidad de<br />

conocer y de juzgar, libertad creadora, poder de introspección<br />

y de intuición o, como dice con expresión<br />

sugerente un pasaje de los Proverbios, «lámpara de<br />

Yahveh es el hálito (nésamah) del hombre que explora<br />

hasta el fondo del mar» (Prov 20,27). Así, pues, entre<br />

Dios y el hombre corre este «hálito» común que se llama<br />

conciencia, espiritualidad, vida interior, en el sentido<br />

más elevado del término.<br />

Una vez más nos ayudan a meditar nuestra grandeza<br />

las palabras de un poeta, en este caso el indio Tagore:<br />

«Señor, me has hecho sin fin según tu voluntad.<br />

Continuamente vacías y continuamente llenas de vida<br />

siempre nueva este frágil vaso. Has llevado esta pequeña<br />

zampona de caña por valles y colinas, has soplado<br />

a través de ella melodías eternamente nuevas. Cuando<br />

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me rozan tus manos inmortales, este pequeño corazón<br />

se pierde en un gozo sin confín y canta melodías inefables.<br />

Sobre estas pequeñas manos descienden tus dones<br />

infinitos. Pasan las edades y tú continúas derramando<br />

y hay siempre espacio que llenar.» Deberíamos<br />

iniciar todos y cada uno de nuestros días con esta maravillada<br />

sensación de ser persona, persona consciente,<br />

abierta al misterio. Este debería ser el fondo de tantas<br />

plegarias y la razón de nuestra gratitud al Creador.<br />

Pero el hombre tiene también un vínculo de unión<br />

con la materia: «Formó al hombre del polvo de la tierra»<br />

(v. 7). Esta imagen estaba muy difundida en todo<br />

el Oriente Antiguo, que se figuraba a Dios plasmando,<br />

como quien modela un vaso, su obra magistral<br />

(léase el cap. 18 de Jeremías). El hombre-Adán es «terreno»<br />

(en hebreo, 'adamah significa justamente «tierra»).<br />

Estamos emparentados con la materia, hay un<br />

auténtico lazo con las cosas que hay que construir. No<br />

somos criaturas angélicas ni espíritus puros, sino seres<br />

conectados con nuestro horizonte concreto. En el<br />

hombre se entrelazan lo infinito del «aliento» divino<br />

y lo finito de la materialidad, el hálito de lo eterno y<br />

el peso de las realidades físicas, el poder de la intuición<br />

y la tensión de los instintos, la nobleza del juicio<br />

y la concreción de la corporeidad orgánica. En su obra<br />

El hombre en rebeldía, el teólogo Emil Brunner observaba:<br />

«El hombre es un ser espiritual que sueña la<br />

eternidad y crea "obras eternas". Pero basta la pérdida<br />

de la pequeña glándula del tiroides para transformarlo<br />

en un imbécil.»<br />

De todas formas, esta materialidad no es negativa,<br />

entre otras cosas porque es fruto de la obra de Dios.<br />

Es signo también de su infinita libertad y de nuestra<br />

dependencia de él, como nos recuerda Pablo: «¿Acaso<br />

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