151-25 - Biblioteca Católica Digital
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lencia de la comunión plena y perfecta con Dios, es<br />
aquella tequies aeterna que los cristianos desean a sus<br />
difuntos.<br />
Para comprender esta dimensión positiva debemos<br />
acudir precisamente a nuestro texto, que sitúa el sábado<br />
en el vértice de la creación. En esta misma línea se<br />
mueve el Decálogo, según la versión del cap. 20 del<br />
Éxodo: «Porque en seis días hizo Yahveh los cielos, la<br />
tierra y el mar, y cuanto en ellos se contiene; pero el<br />
día séptimo descansó. Por eso bendijo Yahveh el día<br />
sábado y lo declaró santo» (11). Son importantes los<br />
dos verbos, que aparecen también en la narración del<br />
Génesis, «bendecir» y «consagrar» o «declarar santo».<br />
La bendición puede experimentarse, como sabemos<br />
por la Biblia y por las culturas orientales, sobre todo<br />
en la fecundidad. La vida que se propaga de generación<br />
en generación es el soporte sobre el que Dios<br />
extiende la trama de la salvación. El sábado es, pues,<br />
fecundo en sí mismo, genera una vida que es exquisitamente<br />
interior, que alimenta el existir mismo del<br />
hombre.<br />
Pero, por otra parte, el sábado es también «sacro»,<br />
es un área protegida, como lo es el templo y el altar.<br />
En ella reside el misterio, domina el silencio, se encuentra<br />
lo divino. Hay, pues, una especie de contrapunto<br />
en el sábado bíblico: por un lado es activo, fecundo,<br />
vinculado a la existencia y a la creación; por<br />
otro lado está cerrado en sí, perfecto y separado, no<br />
enturbiado por rumores, no ocupado por las cosas. Y<br />
precisamente a partir de esta duplicidad, que a menudo<br />
se convierte en oposición, debemos recuperar la<br />
autenticidad espiritual del sábado, es decir, de nuestros<br />
domingos, del culto, de la plegaria litúrgica, de<br />
la meditación. Si se pierde esa duplicidad, el séptimo<br />
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día se convierte en una isla sacra, en la que se cumple<br />
fríamente un «precepto», esto es, la asistencia a una liturgia,<br />
o incluso en un día como los demás, frenéticamente<br />
lleno de acciones, de diversiones forzadas, de<br />
rumores y de distracciones parecidas a las que profanan<br />
las calles, las carreteras y las horas de los otros seis<br />
días.<br />
Analicemos ante todo la dimensión de la consagración.<br />
El sábado es el tiempo del templo, es la arquitectura<br />
sacra que sostiene el tiempo profano, es el lugar<br />
en que el hombre encuentra la gloria de Dios. A través<br />
del diálogo orante de la liturgia, el fiel entra en comunión<br />
con lo eterno porque, como dice nuestro texto,<br />
el sábado es el tiempo de Dios: el Señor, que había<br />
«salido» de la eternidad para animar el tiempo y el cosmos<br />
en la creación, «entra» ahora en la perfección de<br />
su eternidad. Pero admite en esta eternidad también<br />
al hombre, vértice de lo creado e «imagen» suya. El<br />
séptimo día hace que todas las cosas callen para que<br />
el hombre encuentre el misterio que lo envuelve. Es<br />
el descubrimiento del silencio «pleno», aquello que,<br />
para Pascal es —cuando se está enamorado— más precioso<br />
y más comunicativo que todas las palabras: a través<br />
del lenguaje del silencio y de sus ojos, dos enamorados<br />
saben transmitirse millares y millares de sensaciones.<br />
Un poco paradójicamente, se dice que Platón<br />
impuso a sus discípulos la obligación de no interrumpir<br />
el silencio más que para decir una cosa más importante<br />
que el silencio mismo.<br />
El silencio «vacío» da miedo: tal vez nuestra civilización<br />
multiplica los rumores, aumenta los decibelios,<br />
prolonga el flujo de la charlatanería porque teme el silencio<br />
y lo considera sólo como ausencia de palabras.<br />
La educación para el silencio es una tarea absoluta-<br />
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