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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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XI<br />

«YAHVEH-DIOS LE ARROJÓ DEL JARDÍN<br />

DE EDÉN»<br />

(Génesis 3,21-24)<br />

21 Y Yahveh-Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas<br />

de pieles y los vistió. 22 Dijo entonces Yahveh-<br />

Dws: «He aquí que el hombre se ha hecho como uno<br />

de nosotros, por haber conocido el bien y el mal. No<br />

sea que ahora alargue su mano y tome también del árbol<br />

de la vida, coma de él y viva para siempre.» 2} Y<br />

le arrojó Yahveh-Dios del jardín de Edén, para que labrara<br />

la tierra de donde fue tomado. 24 Echó, pues,<br />

fuera al hombre, y apostó al oriente del jardín de Edén<br />

querubines: llameantes espadas para guardar el camino<br />

del árbol de la vida.<br />

«Entonces vi que de las puertas del paraíso arrancaba<br />

una senda con dirección al infierno.» Con estas palabras<br />

concluía el poeta inglés puritano Bunyan su<br />

obra maestra Pilgrim 's progress, expresión perfecta de<br />

la confesión baptista. El hombre sale, con su pecado,<br />

del jardín de la intimidad con Dios, lanzándose por<br />

un camino ilusorio y solitario. Con una frase matizada<br />

de ironía, que recuerda la escena del árbol de la vida,<br />

símbolo clásico de la inmortalidad en todo Oriente, se<br />

sella el juicio de Dios sobre el hombre pecador, un juicio<br />

que ahora entra en la fase de ejecución. Se ha roto<br />

110<br />

de forma irremediable la relación entre Dios y el hombre.<br />

El hombre y el Señor debían construir juntos un<br />

orden de admirable armonía, debían ser, de consuno,<br />

fuerzas constructoras en comunión; pero ahora, en virtud<br />

de la rebelión del hombre, que ha querido alzarse<br />

contra Dios, se encuentran como dos fuerzas opuestas,<br />

El hombre se hace la ilusión de arrancar a la divinidad<br />

sus prerrogativas y considera a Dios como un antagonista<br />

al que hay que combatir.<br />

El resultado es amargo. Dios rechaza al hombre, lo<br />

aleja y se encierra en su mundo, tutelado por querubines,<br />

seres míticos conocidos en el Oriente Antiguo<br />

como espíritus protectores de las áreas sacras (templos<br />

y palacios reales) y representados como esfinges con<br />

cuerpo mitad humano y mitad animal. Las «llameantes<br />

espadas», esto es, el rayo blandido por los querubines,<br />

subrayan la consumación de la fractura: entre<br />

Dios y el hombre se abre una relación de hostilidad.<br />

El pecador es un separado de Dios, la intimidad divina<br />

es sólo un pálido recuerdo y el hombre vaga por los solitarios<br />

páramos de la tierra y de la historia. Al final<br />

se descubre que la falsa «divinidad» del hombre es miseria<br />

y aislamiento. Ante esta desolada pintura podemos<br />

hacer una reflexión sobre el drama de la soledad<br />

del hombre alejado de Dios.<br />

«¡Ay del solo!», es el lamento de Qohélet (Ecl<br />

4,10), altivamente consciente, incluso dentro de su<br />

amargo pesimismo respecto del prójimo, de que estar<br />

solo constituye una tragedia existencial. Y, en efecto,<br />

continúa: «Mejor están dos que uno solo, porque si<br />

caen, el uno levanta al otro. Si dos duermen juntos,<br />

se calientan mutuamente. Si alguien avasalla a uno de<br />

ellos, los dos le hacen frente» (4,9-12). Y pone fin a<br />

esta trilogía de ejemplos con un último y clarísimo<br />

111

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