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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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la creación por su propio proyecto alternativo, rompe<br />

la armonía del designio divino y provoca desgarros en<br />

el tejido admirable del ser y de la historia. Una vez<br />

más, el autor sagrado busca la raíz última de los desequilibrios<br />

que todos advertimos en las vicisitudes humanas.<br />

Y su respuesta es que estas desarmonías y estos<br />

desgarramientos no surgen de una creación que falle<br />

por incapacidad o por envidia divina, sino que son debidos<br />

a la libre elección del pecado que el hombre lleva<br />

a cabo constantemente.<br />

Dos son los desequilibrios que se analizan en esta<br />

página. Ambos configuran una neta antítesis frente a<br />

las armonías descritas en el cap. 2. Aquí, en efecto,<br />

aparecía el esplendor de la pareja humana en la intacta<br />

belleza de su amor; se describía la convivencia serena<br />

entre el hombre y el cosmos, convivencia hecha realidad<br />

a través del trabajo y del «nombre» impuesto a los<br />

seres vivientes. Pero ahora, este cuadro poco menos<br />

que idílico aparece brutalmente afeado y emborronado.<br />

La sentencia de Dios contra la mujer quiere mostrar,<br />

más que imponer, lo que ahora queda del amor<br />

entre hombre y mujer (v. 16). Para indicar que ha<br />

quedado rota la armonía de la pareja, el autor inspirado<br />

recurre a dos grandes signos simbólicos. El primero<br />

es del parto, la más alta realidad del amor humano,<br />

celebrada sobre todo en el Antiguo Oriente, donde se<br />

la contemplaba como la bendición divina por excelencia.<br />

Un antiguo dicho beréber declara: «Si una mujer<br />

tiene en el vientre un hijo, su cuerpo es como una<br />

tienda que hincha el ghibli del desierto, es como un<br />

oasis para el sediento, como un templo para quien desea<br />

orar.»<br />

Pues bien, también el parto, que es fuente de alegría,<br />

está acompañado de dolores atroces que se han<br />

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convertido en la Biblia en el símbolo de los sufrimientos<br />

más lacerantes. («Como mujer encinta que va a dar<br />

a luz, que se retuerce, grita en sus dolores, así fuimos<br />

nosotros delante de ti, Yahveh»: Is 26,17.) El autor bíblico<br />

ve incluso en estos dolores un signo de la desarmonía<br />

que existe en la relación de la pareja, en la sexualidad<br />

y en el amor. En la óptica semita la joven<br />

alcanza el rango de auténtica mujer cuando da a luz.<br />

Y es precisamente aquí donde se revela el mal, el desequilibrio,<br />

el desgarramiento introducido por el pecado.<br />

No se trata, por supuesto, de que se quiera ver el<br />

parto como un castigo, ni que se pretenda prohibir los<br />

partos sin dolor; es sólo una imagen para representar<br />

de modo realista y plástico este insinuarse el mal incluso<br />

en las más gozosas realidades de la vida. Recordemos<br />

—aunque dichas en otro contexto— las palabras<br />

de esperanza propuestas, sobre este tema, por Jesús en<br />

el testamento de la última cena: «Cuando la mujer va<br />

a dar a luz siente tristeza, porque llegó su hora; pero<br />

apenas da a luz al niño, no se acuerda ya de su angustia,<br />

por la alegría de haber traído un hombre al mundo»<br />

(Jn 16,21).<br />

El otro signo que muestra el desgarramiento de la<br />

armonía entre hombre y mujer se refiere de modo explícito<br />

a la relación de la pareja. Antes del pecado esta<br />

relación se contemplaba como diálogo y unión; era el<br />

continuo y mágico descubrimiento de ser «una sola<br />

carne», de ser y estar el uno en el otro, de hallarse en<br />

profunda comunión de vida. Ahora, en cambio, el<br />

impulso que preside la atracción sexual está acompañado<br />

de la posesión brutal. El verbo hebreo empleado<br />

para indicar el «dominio» del hombre sobre la mujer<br />

se refiere al ejercido por el rey, por el poderoso, por<br />

el tirano. Se perfila, así, aquella larga secuencia de<br />

103

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