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Duras_ Marguerite-El Amante.pdf

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64<br />

Seguíamos yendo cada día al apartamento de Cholen. <strong>El</strong> se comportaba como de<br />

costumbre, durante un tiempo se comportó como de costumbre, me duchaba con el agua de<br />

las tinajas y me llevaba a la cama. Acudía a mi lado, también se tendía pero se había<br />

quedado sin energía alguna, sin potencia alguna. Una vez fijada la fecha de la partida,<br />

incluso lejana aún, y ya no podía hacer nada con mi cuerpo. Llegó brutalmente, sin él<br />

saberlo. Su cuerpo ya no quería saber nada de la que iba a partir, a traicionar. Decía: ya no<br />

puedo hacerlo, creía que aún podría, ya no puedo. Decía que estaba muerto. Tenía una<br />

sonrisa de excusa muy dulce, decía que quizás ya no se recuperaría nunca más. Le<br />

preguntaba si lo hubiera deseado. Reía, casi, decía: no sé, en este momento quizá sí. Su<br />

dulzura sobrevivía entera en el dolor. No hablaba de este dolor, nunca dijo una palabra al<br />

respecto. A veces, su rostro temblaba, cerraba los ojos y apretaba los dientes. Pero nunca<br />

decía nada referente a las imágenes que veía detrás de los ojos cerrados. Hubiérase dicho<br />

que amaba ese dolor, que lo amaba como me había amado, muy intensamente, quizás hasta<br />

morir, y que ahora lo prefería a mí. A veces decía que quería acariciarme porque sabía que<br />

yo deseaba que lo hiciera y que quería mirarme en el momento en que el placer se<br />

produjera. Lo hacía y al mismo tiempo me miraba y me llamaba como a su hija. Se había<br />

decidido no volver a verse pero no era posible, no había sido posible. Cada tarde lo en-<br />

contraba delante del instituto, en su coche negro, la cabeza vuelta de vergüenza.<br />

Cuando la hora de la partida se acercaba, el barco lanzó tres llamadas de sirena, muy largas,<br />

de una intensidad terrible, se propalaron por toda la ciudad y el cielo, por encima del<br />

puerto, se tiñó de negro. Entonces, los remolcadores se acercaron al barco y lo arrastraron<br />

hacia el tramo central del río. Una vez hecho esto, los remolcadores soltaron amarras y<br />

regresaron al puerto. Entonces, el barco, una vez más, dijo adiós, lanzó de nuevo sus<br />

mugidos terribles y tan misteriosamente tristes que hacían llorar a la gente, no sólo a la del<br />

viaje, la que se separaba, sino también a la que había ido a mirar, la que estaba allí sin<br />

ninguna razón precisa y que no tenía a nadie en quien pensar. <strong>El</strong> barco, enseguida, muy<br />

lentamente, con sus propias fuerzas, se internó en el río. Durante mucho rato se vio su alta<br />

silueta avanzar hacia el mar. Mucha gente permanecía allí, mirándolo, haciendo señas cada<br />

vez más ralentizadas, cada vez más desalentadas, con sus chales, sus pañuelos. Y luego, por

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