Duras_ Marguerite-El Amante.pdf

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52 Quince años y medio. El asunto se sabe rápidamente en el puesto de Sadec. Tan sólo esa vestimenta implica ya la deshonra. La madre no tiene sentido de nada, ni el de la manera de educar a una niña. La pobre. No crea, ese sombrero no es inocente, ni tampoco el carmín de labios, todo eso significa algo, no es inocente, tiene un significado, es para atraer las miradas, el dinero. Los hermanos, unos golfos. Dicen que es un chino, el hijo de un millonario, la quinta del Mekong, de azulejos azules. En lugar de sentirse honrado, ni siquiera él la quiere para su hijos. Familia de golfos blancos. La llaman la Dama, procede de Savannakhet. Su marido, destinado a Vinhlong. No se la ha visto en Vinhlong durante un año. A causa de ese joven, administrador adjunto en Savannakhet. No pueden seguir amándose. Entonces él se pega un tiro y se mata. La historia llega hasta el nuevo puesto de Vinhlong. Una bala en el corazón, el día de su partida de Savannakhet con destino a Vinhlong. En la plaza del puesto, a pleno sol. La mujer le había dicho que debían terminar, por sus niñas y por su marido destinado a Vinhlong. Eso sucede en el barrio de mala fama de Cholen, cada tarde. Cada tarde esa pequeña viciosa va a hacerse acariciar el cuerpo por su sucio chino millonario. Va también al instituto donde van las niñas blancas, las pequeñas deportistas blancas que aprenden crowl en la piscina del Club Deportivo. Un día les ordenarán que no dirijan la palabra a la hija de la directora de Sadec. Durante el recreo, mira hacia la calle, sola, apoyada en el poste del patio. No dice nada de esto a su madre. Sigue llegando a clase en la limusina negra del chino de Cholen. La ven irse. No habrá ninguna excepción. Ninguna volverá a dirigirle la palabra. Tal aislamiento provoca el recuerdo de la dama de Vinhlong. Acababa, en aquel momento, de cumplir treinta y ocho años. Y, entonces, diez la niña. Y luego, ahora, cuando lo recuerda, dieciséis años. La dama está en la terraza de su habitación, contempla las avenidas que corren a lo largo del Mekong, la veo al regresar del catecismo con mi hermano pequeño. La habitación está en el centro de un gran palacio de terrazas cubiertas, el palacio está en el centro del parque de las adelfas y de las palmeras. Una misma diferencia separa a la dama y a la niña del

53 sombrero de ala plana del resto de la gente del puesto. Así como las dos contemplan las largas avenidas de los ríos, así son las dos. Las dos aisladas. Solas, reinas. Su desgracia es evidente. Abocadas las dos a la difamación debido a la naturaleza del cuerpo que poseen, acariciado por los amantes, besado por sus bocas, entregadas a la infamia del goce hasta morir, dicen, hasta morir de ese amor misterioso de los amantes sin amor. De eso es de lo que se trata, de esas ganas de morir. Eso emana de ellas, de sus habitaciones, esa muerte tan poderosa que la ciudad entera está al corriente, los puestos de la selva, las capitales de provincias, las recepciones, los bailes lentos de las administraciones generales. La dama acaba precisamente de reemprender esas recepciones oficiales, cree que se acabó, que el joven de Savannakhet ha entrado en el olvido. Así pues la dama ha reemprendido esas veladas que considera a propósito para que la gente pueda verse de vez en cuando y para, también de vez en cuando, salir de la espantosa soledad en la que se hallan los puestos de la selva perdidos en las extensiones cuadriláteras de arroz, del miedo, de la locura, de las fiebres, del olvido. Por la tarde, a la salida del instituto, la misma limusina negra, el mismo sombrero insolente e infantil, los mismos zapatos de lame y ella va, va a hacerse descubrir el cuerpo por el millonario chino, que la lavará en la ducha, detenidamente, como la pequeña hacía cada noche en casa de su madre, con el agua fresca de una tinaja que el hombre reserva para ella, y después la llevará mojada a la cama, pondrá el ventilador y la besará una y otra vez por todas partes y ella pedirá más y más, y después regresará al pensionado, y nadie la castiga- rá, ni le pegará, ni la desfigurará, ni la insultará. El se mató al final de la noche, en la gran plaza del puesto resplandeciente de luz. Ella bailaba. Después, amaneció. Había siluetado el cuerpo. Después, transcurrido un tiempo, el sol había deformado la forma. Nadie se había atrevido a acercarse. La policía lo hará. Al mediodía, después de la llegada de las chalupas, ya no habrá nada, la plaza estará limpia.

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sombrero de ala plana del resto de la gente del puesto. Así como las dos contemplan las<br />

largas avenidas de los ríos, así son las dos. Las dos aisladas. Solas, reinas. Su desgracia es<br />

evidente. Abocadas las dos a la difamación debido a la naturaleza del cuerpo que poseen,<br />

acariciado por los amantes, besado por sus bocas, entregadas a la infamia del goce hasta<br />

morir, dicen, hasta morir de ese amor misterioso de los amantes sin amor. De eso es de lo<br />

que se trata, de esas ganas de morir. Eso emana de ellas, de sus habitaciones, esa muerte tan<br />

poderosa que la ciudad entera está al corriente, los puestos de la selva, las capitales de<br />

provincias, las recepciones, los bailes lentos de las administraciones generales.<br />

La dama acaba precisamente de reemprender esas recepciones oficiales, cree que se acabó,<br />

que el joven de Savannakhet ha entrado en el olvido. Así pues la dama ha reemprendido<br />

esas veladas que considera a propósito para que la gente pueda verse de vez en cuando y<br />

para, también de vez en cuando, salir de la espantosa soledad en la que se hallan los puestos<br />

de la selva perdidos en las extensiones cuadriláteras de arroz, del miedo, de la locura, de las<br />

fiebres, del olvido.<br />

Por la tarde, a la salida del instituto, la misma limusina negra, el mismo sombrero insolente<br />

e infantil, los mismos zapatos de lame y ella va, va a hacerse descubrir el cuerpo por el<br />

millonario chino, que la lavará en la ducha, detenidamente, como la pequeña hacía cada<br />

noche en casa de su madre, con el agua fresca de una tinaja que el hombre reserva para ella,<br />

y después la llevará mojada a la cama, pondrá el ventilador y la besará una y otra vez por<br />

todas partes y ella pedirá más y más, y después regresará al pensionado, y nadie la castiga-<br />

rá, ni le pegará, ni la desfigurará, ni la insultará.<br />

<strong>El</strong> se mató al final de la noche, en la gran plaza del puesto resplandeciente de luz. <strong>El</strong>la<br />

bailaba. Después, amaneció. Había siluetado el cuerpo. Después, transcurrido un tiempo, el<br />

sol había deformado la forma. Nadie se había atrevido a acercarse. La policía lo hará. Al<br />

mediodía, después de la llegada de las chalupas, ya no habrá nada, la plaza estará limpia.

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