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Duras_ Marguerite-El Amante.pdf

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hambre, ni la derrota alemana, ni la evidencia del Crimen. <strong>El</strong>la siempre cruza la calle por<br />

encima de la Historia de esas cosas, por terribles que sean. Aquí los ojos también son<br />

claros. <strong>El</strong> vestido rosa es viejo, y polvorienta la capelina negra al sol de la calle. Es delgada,<br />

alta, perfilada en tinta china, un grabado. La gente se detiene y contempla maravillada la<br />

elegancia de esta extranjera que pasa sin ver. Majestuosa. De entrada nunca se sabe de<br />

dónde procede y luego uno se dice que sólo puede proceder de otra parte, de allá. Es<br />

hermosa, hermosa de esta incidencia. Va vestida con viejos pingos de Europa, con restos de<br />

brocados, con viejos trajes pasados de moda, con viejas cortinas, con viejas ruinas, con<br />

viejos retales, con viejos andrajos de alta costura, con viejos zorros apolillados, con viejas<br />

nutrias, su belleza es así, desgarrada, trémula, sollozante, y de exilio, nada le sienta bien,<br />

todo es demasiado grande para ella, y es hermoso, flota, demasiado delgada, no casa con<br />

nada, y sin embargo es hermoso. Está hecha así, su cabeza y su cuerpo, cualquier cosa que<br />

la toca participa en el acto, indefectiblemente, de esta hermosura.<br />

<strong>El</strong>la, Betty Fernández, recibía, tenía un "día". Allá fuimos alguna vez. En una ocasión<br />

estaba Drieu la Rochelle. Padecía visiblemente de orgullo, hablaba poco para no<br />

condescender, con una voz forzada, en una lengua como traducida, penosa. Quizá también<br />

estuviera Brasillach pero no lo recuerdo, lo lamento. Sartre nunca estaba. Había poetas de<br />

Montparnasse pero ya no recuerdo ningún nombre, nada. No había alemanes. No se hablaba<br />

de política. Se hablaba de literatura. Ramón Fernández hablaba de Balzac. Le habríamos<br />

escuchado hasta el final de las noches. Hablaba con un saber casi olvidado por completo del<br />

que no debía quedar casi nada verificable. Daba pocos datos, más bien opiniones. Hablaba<br />

de Balzac como hubiera podido hacerlo de sí mismo, como si alguna vez hubiera intentado<br />

ser eso, Balzac. Ramón Fernández poseía una cortesía sublime incluso en la cultura, una<br />

manera esencial y a la vez transparente de servirse del conocimiento sin nunca hacer sentir<br />

su obligación, su peso. Era una persona sincera. Encontrarle por la calle, en un café,<br />

siempre era una fiesta, se sentía feliz de verte, y era verdad, le saludaba a uno con placer.<br />

Buenos días ¿todo bien? Así, a la inglesa, sin coma, riendo y mientras duraba esa risa la<br />

broma se convertía en la guerra misma, al igual que todo el sufrimiento necesario que se<br />

derivaba de ella, tanto la Resistencia como el Colaboracionismo, tanto el hambre como el<br />

frío, tanto el martirio como la infamia. Betty Fernández sólo hablaba de la gente, de quienes<br />

veía por la calle o de quienes conocía, de cómo iban, de cosas que quedan por vender en los

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