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del invierno del 42. Marie-Claude Carpenter escuchaba mucho, se informaba mucho,<br />
hablaba poco, a menudo se extrañaba de que se le escapasen tantos acontecimientos, reía.<br />
Muy deprisa al final de las comidas se excusaba por tener que marcharse tan rápidamente<br />
pero tenía que hacer, decía. Jamás decía qué. Cuando éramos muchos permanecíamos allí<br />
una o dos horas más después de su partida. Nos decía: quédense el tiempo que deseen. En<br />
su ausencia, nadie hablaba de ella. Por otra parte, creo que nadie hubiera sido capaz de<br />
hacerlo porque nadie la conocía. Nos marchábamos, regresábamos siempre con la<br />
sensación de haber atravesado una especie de pesadilla blanca, de regresar de haber pasado<br />
unas horas en casa de desconocidos, en presencia de invitados que estaban en el mismo<br />
caso, e igualmente desconocidos, de haber vivido un instante sin mañana alguno, sin<br />
motivación alguna ni humana ni de otra índole. Era como haber atravesado una tercera<br />
frontera, haber hecho un viaje en tren, haber esperado en las salas de espera de médicos, en<br />
hoteles, en aeropuertos. En verano se comía en una gran terraza que miraba al Sena y se<br />
tomaba el café en el jardín que ocupaba todo el tejado del edificio. Había una piscina. Na-<br />
die se bañaba. Contemplábamos París. Las avenidas vacías, el río, las calles. En las calles<br />
vacías, las catalpas en flor. Marie-Claude Carpenter. La observaba mucho, casi todo el<br />
tiempo, a ella le molestaba pero yo no podía evitarlo. La observaba para descubrir,<br />
descubrir quién era, Marie-Claude Carpenter. ¿Por qué estaba allí y no en otra parte, por<br />
qué era de un lugar tan lejano, de Boston, por qué era rica, por qué no se sabía<br />
absolutamente nada de ella, nadie, nada, por qué esas reuniones como forzadas, por qué,<br />
por qué en sus ojos, muy lejos dentro, al fondo de la mirada, esa partícula de muerte, por<br />
qué? Marie-Claude Carpenter. Por qué todos sus vestidos tenían un no sé qué que escapaba,<br />
que hacía que no fueran del todo suyos, que igual hubieran podido cubrir otro cuerpo.<br />
Vestidos neutros, estrictos, muy claros, blancos como el verano en mitad del invierno.<br />
Betty Fernández. <strong>El</strong> recuerdo de los hombres nunca surge con esa deslumbrante<br />
luminosidad que acompaña al de las mujeres. Betty Fernández. Extranjera también. En<br />
cuanto se pronuncia el nombre, aquí está, camina por una calle de París, es miope, ve muy<br />
poco. Frunce los ojos para acabar de reconocer, saluda con una mano liviana. Buenos días,<br />
¿todo bien? Ahora muerta desde hace mucho tiempo. Desde hace treinta años quizá.<br />
Recuerdo su gracia, ahora es demasiado tarde para olvidarla, nada alcanza aún la<br />
perfección, nada alcanzará la perfección, ni las circunstancias, ni la época, ni el frío, ni el