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37<br />
Volvemos al apartamento. Somos amantes. No podemos dejar de amarnos.<br />
A veces no regreso al pensionado, duermo a su lado. No quiero dormir en sus brazos, en su<br />
calor, pero duermo en la misma habitación, en la misma cama. A veces falto al instituto.<br />
Por la noche vamos a cenar a la ciudad. Me ducha, me lava, me enjuaga, adora, me<br />
maquilla y me viste, me adora. Soy la preferida de su vida. Vive en el temor de que<br />
encuentre a otro hombre. Nunca temo algo parecido. También experimenta otro temor, no<br />
por el hecho de que sea blanca sino porque soy tan joven, tan joven que si nuestra historia<br />
se descubriera él podría ir a la cárcel. Me propone seguir mintiendo a mi madre y sobretodo<br />
a mi hermano mayor, no decir nada a nadie. Sigo mintiendo. Me río de su miedo. Le digo<br />
que somos demasiado pobres para que mi madre pueda entablar un proceso, que, por otra<br />
parte, todos los procesos que ha entablado los ha perdido, los entablados contra el catastro,<br />
contra los administradores, contra los directores, contra la ley, no sabe llevarlos a cabo,<br />
conservar la calma, esperar, seguir esperando, no puede, grita y arruina sus oportunidades.<br />
Con esto sucedería lo mismo, no vale la pena tener miedo.<br />
Marie-Claude Carpenter. Era americana, era, creo recordar, de Boston. Los ojos eran muy<br />
claros, de un gris azulado. 1943. Marie-Claude Carpenter era rubia. Apenas marchita. Más<br />
bien hermosa, creo. Con una sonrisa ligeramente breve que se cerraba muy deprisa,<br />
desaparecía como un relámpago. Con una voz que de repente vuelvo a oír, baja, un poco<br />
discordante en los agudos. Tenía cuarenta y cinco años, ya la edad, la edad misma. Vivía en<br />
el sexto, cerca de Alma. <strong>El</strong> apartamento era el último y vasto piso de un edificio que daría<br />
al Sena. Se iba a cenar a su casa en invierno. O a almorzar en verano. Las comidas se<br />
encargaban a los mejores establecimientos especializados de París. Siempre decentes, casi,<br />
a penas, insuficientes. Siempre la vi en su casa, nunca fuera. Había, a veces, un<br />
mallarmeano. Había también, con frecuencia, dos o tres literatos, iban una vez y no se les<br />
volvía a ver. Nunca supe dónde los encontraba, o dónde los había conocido ni por qué los<br />
invitaba. Nunca he oído hablar de ninguno de ellos ni nunca he leído ni he oído hablar de<br />
sus obras. Las comidas duraban poco. Se hablaba mucho de la guerra, Stalingrado, al final