Duras_ Marguerite-El Amante.pdf
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22 Y llorando, él lo hace. Primero hay dolor. Y después ese dolor se asimila a su vez, se transforma, lentamente arrancado, transportado hacia el goce, abrazado a ella. El mar, informe, simplemente incomparable. La imagen, ya en el transbordador, habría participado de esta imagen, adelantándose. La imagen de la mujer de las medias zurcidas ha cruzado por la habitación. Al final, aparece como niña. Los hijos lo sabían ya. La hija todavía no. Nunca hablarán juntos de la madre, de ese conocimiento que poseen y que les separa de ella, de ese conocimiento decisivo, último, el de la infancia de la madre. La madre no conoció el placer. No sabía que se sangraba. Me pregunta si duele, digo no, dice que se siente feliz. Seca la sangre, me lava. Le miro hacer. Insensiblemente vuelve, se vuelve otra vez deseable. Me pregunto cómo he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido por mi madre. Con esa calma, esa determinación. Cómo he llegado a ir "hasta el final de la idea". Nos miramos. Besa mi cuerpo. Me pregunta por qué he venido. Digo que debía hacerlo, que era como si se tratara de una obligación. Es la primera vez que hablábamos. Le hablo de la existencia de mis dos hermanos. Le digo que no tenemos dinero. Nada más. Conoce al hermano mayor, se lo ha encontrado en los fumaderos del puesto. Digo que ese hermano roba a mi madre para ir a fumar, que roba a los criados, y que a veces los encargados de los fumaderos van a reclamar el dinero a mi madre. Le hablo de las dificultades. Digo que mi madre se va a morir, que eso ya no puede durar. Que la muerte muy próxima de mi madre debe estar también en correlación con lo que hoy me ha sucedido. Descubro que le deseo.
23 Me compadece, le digo que no, que no soy digna de compasión, que nadie lo es, salvo mi madre. Me dice: has venido porque tengo dinero. Digo que le deseo así, con su dinero, que cuando le vi ya estaba en ese coche, en ese dinero, y que no puedo pues saber qué hubiera hecho si hubiese sido de otra manera. Dice: me gustaría llevarte conmigo, que nos marcháramos. Digo que todavía no podría dejar a mi madre sin morirme de pena. Dice que, decididamente, no ha tenido suerte conmigo, pero que al menos me dará dinero, que no tengo por qué preocuparme. Se ha tendido otra vez. Nos callamos de nuevo. El ruido de la ciudad es intenso, en el recuerdo es el sonido de una película pero demasiado alto, que ensordece. Lo recuerdo perfectamente, en la habitación hay poca luz, no se habla, está envuelta por el estrépito continuo de la ciudad, embarcada en la ciudad, en el tren de la ciudad. En las ventanas no hay cristales, hay cortinillas y persianas. En las cortinillas se ven las sombras de la gente que circula al sol de las aceras. Esas multitudes son enormes. Las sombras están regularmente estriadas por las rendijas de las persianas. Los taconeos de los zuecos de madera golpean la cabeza, las voces son estridentes, el chino es una lengua que se grita como siempre imagino las lenguas de los desiertos, es una lengua increíblemente extraña. Afuera el día toca a su fin, se sabe por el rumor de las voces y el ruido de los pasos cada vez más numerosos, cada vez más confusos. Es una ciudad de placer que está en pleno apogeo por la noche. Y la noche empieza ahora con la puesta del sol. La cama está separada de la ciudad por esas persianas de rendija, esa cortinilla de algodón. Ningún material duro nos separa de la gente. Los demás ignoran nuestra existencia. Nosotros percibimos algo de las suyas, el conjunto de sus voces, de sus movimientos, como una sirena que emitiera un clamor entrecortado, triste, sin eco. Los olores de caramelo llegan a nuestra habitación, el de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes asadas, de hierbas, de jazmín, de ceniza, de incienso, de fuego de leña, el fuego se transporta aquí en cestos, se vende en las calles, el aroma de la ciudad es el de los pueblos del campo, de la selva.
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Me compadece, le digo que no, que no soy digna de compasión, que nadie lo es, salvo mi<br />
madre. Me dice: has venido porque tengo dinero. Digo que le deseo así, con su dinero, que<br />
cuando le vi ya estaba en ese coche, en ese dinero, y que no puedo pues saber qué hubiera<br />
hecho si hubiese sido de otra manera. Dice: me gustaría llevarte conmigo, que nos<br />
marcháramos. Digo que todavía no podría dejar a mi madre sin morirme de pena. Dice que,<br />
decididamente, no ha tenido suerte conmigo, pero que al menos me dará dinero, que no<br />
tengo por qué preocuparme. Se ha tendido otra vez. Nos callamos de nuevo.<br />
<strong>El</strong> ruido de la ciudad es intenso, en el recuerdo es el sonido de una película pero demasiado<br />
alto, que ensordece. Lo recuerdo perfectamente, en la habitación hay poca luz, no se habla,<br />
está envuelta por el estrépito continuo de la ciudad, embarcada en la ciudad, en el tren de la<br />
ciudad. En las ventanas no hay cristales, hay cortinillas y persianas. En las cortinillas se ven<br />
las sombras de la gente que circula al sol de las aceras. Esas multitudes son enormes. Las<br />
sombras están regularmente estriadas por las rendijas de las persianas. Los taconeos de los<br />
zuecos de madera golpean la cabeza, las voces son estridentes, el chino es una lengua que<br />
se grita como siempre imagino las lenguas de los desiertos, es una lengua increíblemente<br />
extraña.<br />
Afuera el día toca a su fin, se sabe por el rumor de las voces y el ruido de los pasos cada<br />
vez más numerosos, cada vez más confusos. Es una ciudad de placer que está en pleno<br />
apogeo por la noche. Y la noche empieza ahora con la puesta del sol.<br />
La cama está separada de la ciudad por esas persianas de rendija, esa cortinilla de algodón.<br />
Ningún material duro nos separa de la gente. Los demás ignoran nuestra existencia.<br />
Nosotros percibimos algo de las suyas, el conjunto de sus voces, de sus movimientos, como<br />
una sirena que emitiera un clamor entrecortado, triste, sin eco. Los olores de caramelo<br />
llegan a nuestra habitación, el de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes asadas, de<br />
hierbas, de jazmín, de ceniza, de incienso, de fuego de leña, el fuego se transporta aquí en<br />
cestos, se vende en las calles, el aroma de la ciudad es el de los pueblos del campo, de la<br />
selva.