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15<br />
bungalow está ahí, pura como un trazo, visible desde el camino. Las puertas se abren cada<br />
día para que el viento entre y seque la madera. Y por la noche se cierran a los perros<br />
vagabundos, a los contrabandistas de la montaña.<br />
Así, pues, no es en la cantina de Ream, ya ven, como había escrito, donde conocí al hombre<br />
rico de la limusina negra, es después de dejar la concesión, dos o tres años después, en el<br />
transbordador, el día al que me refiero, bajo esa luz de bruma y de calor.<br />
Un año y medio después de ese encuentro mi madre regresa a Francia. Venderá todos sus<br />
muebles. Y después irá al pantano por última vez. Se sentará a la veranda frente al<br />
poniente, miraremos hacia el Siam una vez más, una última vez, nunca prolongada, porque,<br />
aunque volverá a salir de Francia cuando cambie de opinión y regrese otra vez a Indochina<br />
para retirarse en Saigón, ya nunca más estará delante de esa montaña, de ese cielo amarillo<br />
y verde por encima de esa selva.<br />
Sí, lo que decía, ya tarde en su vida, volvió a empezar. Hizo una escuela de lengua francesa,<br />
la Nueva Escuela Francesa, que le permitirá pagar una parte de mis estudios y mantener a<br />
su hijo mayor mientras ella vivió.<br />
<strong>El</strong> hermano menor murió de una bronconeumonía en tres días, el corazón no resistió. Fue<br />
entonces cuando dejé a mi madre. Durante la ocupación japonesa. Aquel día todo terminó.<br />
Nunca le pregunté nada acerca de nuestra infancia, acerca de ella. Para mí murió de la<br />
muerte de mi hermano pequeño. Igual que mi hermano mayor. No superé el horror que, de<br />
repente, me inspiraron. Ya no me importan. Después de aquel día no supe más de ellos.<br />
Todavía no sé cómo consiguió pagar sus deudas a los chettys. Un día dejaron de venir. Los<br />
veo. Están sentados en la salita de Sadec, vestidos con taparrabos blancos, permanecen allí,<br />
sin una palabra, meses, años. Se oye a mi madre que llora y los insulta, está en su<br />
habitación, no quiere salir, grita que la dejen, están sordos, tranquilos, sonrientes, se<br />
quedan. Y después, un día, se acabó. Ahora la madre y los dos hermanos están muertos.<br />
También para los recuerdos es demasiado tarde. Ahora ya no les quiero. No sé si los quise.<br />
Los abandoné. Ya no guardo en mi mente el perfume de su piel ni en mis ojos el color de<br />
sus ojos. Ya no me acuerdo de la voz, salvo a veces la de la dulzura con la fatiga de la<br />
noche. Ya no oigo la risa, ni la risa ni los gritos. Se acabó, ya no lo recuerdo. Por eso ahora