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En las historias de mis libros que se remontan a la infancia, de repente ya no sé de qué he<br />
evitado hablar, de qué he hablado, creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra<br />
madre pero no sé si he hablado del odio que también le teníamos y del amor que nos<br />
teníamos unos a otros y también del odio, terrible, en esta historia común de ruina y de<br />
muerte que era la de nuestra familia, de todos modos, tanto en la del amor como en la del<br />
odio, y que aún escapa a mi entendimiento, me es inaccesible, oculta en lo más profundo de<br />
mi piel, ciega como un recién nacido. Es el ámbito en cuyo seno empieza el silencio. Lo<br />
que ahí ocurre es precisamente el silencio, ese lento trabajo de toda mi vida. Aún estoy ahí,<br />
ante esos niños posesos, a la misma distancia del misterio. Nunca he escrito, creyendo<br />
hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la<br />
puerta cerrada.<br />
Cuando estoy en el transbordador del Mekong, ese día de la limusina negra, mi madre aún<br />
no ha dejado la concesión del embalse. De vez en cuando, aún hacemos el camino, como<br />
antes, por la noche, aún vamos allí los tres, vamos a pasar unos días. Nos quedamos allá, en<br />
la veranda del bungalow, frente a la montaña de Siam. Y después regresamos. <strong>El</strong>la no tiene<br />
nada que hacer allí, pero regresa al lugar. Mi hermano menor y yo estamos a su lado, en la<br />
veranda, frente a la selva. Ahora somos demasiado mayores, ya no nos bañamos en el río,<br />
no vamos a la caza de la pantera negra en las ciénagas de las desembocaduras, ya no vamos<br />
a la selva ni a los pueblos de los pimentales. Todo ha crecido a nuestro alrededor. Ya no<br />
hay niños ni en búfalos ni en ninguna otra parte. La extrañeza nos ha alcanzado también a<br />
nosotros, y la misma lentitud que se ha apoderado de mi madre también se ha apoderado de<br />
nosotros. Hemos aprendido nada, a mirar la selva, a esperar, a llorar. Las tierras de la parte<br />
baja están definitivamente perdidas, los criados cultivan las parcelas de la parte alta, les<br />
dejamos el arroz, permanecen allí sin sueldo, aprovechan las chozas de paja que mi madre<br />
ha hecho construir. Nos quieren como si fuésemos miembros de sus familias, hacen como si<br />
conservaran el bungalow y lo conservan. A la pobre vajilla no le falta nada. La techumbre<br />
podrida por la lluvia sigue desapareciendo. Pero los muebles están limpios. Y la silueta del