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Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o<br />
menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el<br />
precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no<br />
está donde las mujeres creen. Miro a las mujeres por las calles de Saigón, en los puestos de<br />
la selva. Las hay muy hermosas, muy blancas, prestan gran cuidado a su belleza, aquí,<br />
sobre todo en los puestos de la selva. No hacen nada, sólo se reservan, se reservan para<br />
Europa, los amantes, las vacaciones en Italia, los largos permisos de seis meses, cada tres<br />
años, durante los que podrán por fin hablar de lo que sucede aquí, de esta existencia<br />
colonial tan particular, del servicio de esa gente, de los criados, tan perfecto, de la<br />
vegetación, de los bailes, de estas quintas blancas, grandes como para perderse en ellas,<br />
donde habitan los funcionarios durante sus remotos destinos. <strong>El</strong>las esperan. Se visten para<br />
nada. Se contemplan. En la penumbra de esas quintas se contemplan para más tarde, creen<br />
vivir una novela, ya tienen los amplios roperos llenos de vestidos con los que no saben qué<br />
hacer, coleccionados como el tiempo, la larga sucesión de días de espera. Algunas se<br />
vuelven locas. Algunas son abandonadas por una joven criada que se calla. Abandonadas.<br />
Se oye cómo la palabra las alcanza, el ruido que hace, el ruido de la bofetada que da.<br />
Algunas se matan.<br />
Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas mismas siempre lo he considerado<br />
un error.<br />
No se trataba de atraer al deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde<br />
la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación<br />
sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experiment..<br />
Sólo Hélène Lagonelle escapaba a la ley del error. Rezagada en la infancia.