El artilugio tenia un duende.pdf
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- ¡Eso es magnifico...! ¡Refrigeración que produce energía! ¡Potencia de los trópicos! ¡Factorías que toman su energía del calor de la corriente del golfo...! - Pero - dijo Ghalil, con acento preocupado -, ¿no resulta un contrasentido eso de que un « artilugio » tenga un « duende »? - No - repuso Mannard con firmeza ¡Es perfectamente científico y razonable! Yo no lo comprendo..., ¡pero sé que es ciencia pura! Y, además..., Laurie necesita casarse con él. De cualquier modo, ¡conozco perfectamente al muchacho! ¡Y sé que lo conseguirá! El teléfono comenzó a llamar incesantemente en la habitación en que se encontraban Coghlan y Laurie. Oyeron cómo el primero contestaba a la llamada. Luego, llamó: - ¡Teniente!... ¡Es para usted! Ghalil corrió al teléfono. Entró en la estancia sin darse cuenta apenas del nuevo aspecto, confiado y dueño de si, que presentaba Coghlan, ni de la radiante expresión del rostro de Laurie. Habló, en turco. Luego, colgó el auricular. - Voy a la casa de la calle Hosain - dijo brevemente -. Ha ocurrido algo. El pobre monsieur Duval está cada vez más histérico; ha sido preciso enviar a buscar a un médico. No saben lo que ocurre... pero se han producido cambios en aquella casa. - ¡Voy con usted! - dijo Coghlan, impulsivo. Latirle no se quedaba allí tampoco. Y Mannard se unió inmediatamente a la partida, lleno de ansiedad. Los cuatro, pues, se metieron en el coche-policía, que arrancó en dirección al viejo barrio de la gran ciudad en el que habían descubierto aquel misterioso fantasma que parecía dirigir personalmente el « artilugio » de la pared del cuarto interior de la casa. Laurie iba sentada al lado de Coghlan, y la atmósfera que envolvía a ambos era pronunciadamente romántica y sentimental. Ghalil vigilaba las calles por donde el coche circulaba y los edificios que las flanqueaban, las cuales iban siendo cada vez más tortuosas, a medida que se aproximaba a su punto de destino, mientras que las construcciones parecían cada vez más lóbregas amenazando derribarse sobre cl coche. Al fin, habló Ghalil, meditativamente. - ¡Ese Apolonio está en todo! ¡Era tan desesperadamente necesario para él asesinarle a usted, señor Mannard, que sólo le faltó encontrar un pretexto para visitarle en su departamento y matarle allí cara a cara, aunque él esperaba que una bomba callejera hiciera innecesarios el pretexto y la visita! ¡Creo que ya ha habido tiempo para que su cheque falsificado llegue a su banco! Esa carta era una buena excusa también...: haría recaer todas las sospechas sobre los creadores del misterio de ese antiguo libro. 68
Mannard gruñó: - ¿Qué es lo que ocurre en esa casa adonde vamos? ¿Qué clase de cambios se han producido en ella? -Luego añadió, suspicaz -: ¿No habrá algo oculto en todo ello?... - Eso me temo - respondió Ghalil. Había otro coche estacionado en la callejuela. Probablemente, la policía que custodiaba la casa se había ocupado ya de traer al doctor, que debería hallarse todavía en el edificio. Subieron al segundo piso. Habla tres Policías acompañando a un grave y mostachudo ciudadano que tenía todo el aspecto de un médico en cualquier país de Europa... y aun de Asia. Duval ocupaba un catre de lona, proporcionado evidentemente por la policía que ocupaba ahora el edificio. Dormía pesadamente. Su rostro estaba contraído. Su cuello había sido roto por la fuerza en la parte correspondiente a la garganta, como en el paroxismo de un ataque de locura. Sus manos estaban vendadas. El médico le explicó, al fin, a Ghalil, en turco. Ghalil, luego, dirigió algunas preguntas a los policías. Ahora había una linterna eléctrica portátil en el suelo, que alumbraba la habitación aceptablemente. Los ojos de Coghlan recorrieron la estancia. ¿Cambios? No veía cambio alguno, excepto el catre... ¡No!; también había libros, en el suelo, al lado de Duval. Ghalil había dicho que se trataba de narraciones históricas en las cuales Duval trataba de encontrar alguna referencia a aquel misterioso edificio. Y de todos aquellos libros apenas si quedaba... media docena, quizás... El resto, por lo menos tres o cuatro veces más, se había desvanecido. Pero, en su lugar, habla otras cosas. Coghlan estaba mirándolas cuando Ghalil explicó: - La policía le oyó hacer sonidos extraños. Entraron en el cuarto y lo encontraron agitadísimo y en estado de semiinconsciencia, diciendo palabras incoherentes. Sus manos estaban heladas. Por lo visto, había colocado el imán de alnico contra esa apariencia argentina que se formaba a su proximidad en el hueco de la pared y metió en él algunos libros, gritando entretanto hacia la pared. Los libros que había introducido en el hueco de la pared, se desvanecieron. Duval no hablaba turco, pero uno de los policías cree que cuando gritaba hacia la pared lo hacía en griego. Lo sujetaron entre todos y llamaron al médico. Estaba tan agitado que el doctor le puso una inyección para calmarlo. Coghlan exclamó: 69
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trópicos! ¡Factorías que toman su energía del calor de la corriente del golfo...!<br />
- Pero - dijo Ghalil, con acento preocupado -, ¿no resulta <strong>un</strong> contrasentido eso de<br />
que <strong>un</strong> « <strong>artilugio</strong> » tenga <strong>un</strong> « <strong>duende</strong> »?<br />
- No - repuso Mannard con firmeza ¡Es perfectamente científico y razonable! Yo no<br />
lo comprendo..., ¡pero sé que es ciencia pura! Y, además..., Laurie necesita<br />
casarse con él. De cualquier modo, ¡conozco perfectamente al muchacho! ¡Y sé<br />
que lo conseguirá!<br />
<strong>El</strong> teléfono comenzó a llamar incesantemente en la habitación en que se<br />
encontraban Coghlan y Laurie. Oyeron cómo el primero contestaba a la llamada.<br />
Luego, llamó:<br />
- ¡Teniente!... ¡Es para usted!<br />
Ghalil corrió al teléfono. Entró en la estancia sin darse cuenta apenas del nuevo<br />
aspecto, confiado y dueño de si, que presentaba Coghlan, ni de la radiante<br />
expresión del rostro de Laurie. Habló, en turco. Luego, colgó el auricular.<br />
- Voy a la casa de la calle Hosain - dijo brevemente -. Ha ocurrido algo. <strong>El</strong> pobre<br />
monsieur Duval está cada vez más histérico; ha sido preciso enviar a buscar a <strong>un</strong><br />
médico. No saben lo que ocurre... pero se han producido cambios en aquella casa.<br />
- ¡Voy con usted! - dijo Coghlan, impulsivo.<br />
Latirle no se quedaba allí tampoco. Y Mannard se <strong>un</strong>ió inmediatamente a la<br />
partida, lleno de ansiedad. Los cuatro, pues, se metieron en el coche-policía, que<br />
arrancó en dirección al viejo barrio de la gran ciudad en el que habían descubierto<br />
aquel misterioso fantasma que parecía dirigir personalmente el « <strong>artilugio</strong> » de la<br />
pared del cuarto interior de la casa. Laurie iba sentada al lado de Coghlan, y la<br />
atmósfera que envolvía a ambos era pron<strong>un</strong>ciadamente romántica y sentimental.<br />
Ghalil vigilaba las calles por donde el coche circulaba y los edificios que las<br />
flanqueaban, las cuales iban siendo cada vez más tortuosas, a medida que se<br />
aproximaba a su p<strong>un</strong>to de destino, mientras que las construcciones parecían cada<br />
vez más lóbregas amenazando derribarse sobre cl coche. Al fin, habló Ghalil,<br />
meditativamente.<br />
- ¡Ese Apolonio está en todo! ¡Era tan desesperadamente necesario para él<br />
asesinarle a usted, señor Mannard, que sólo le faltó encontrar <strong>un</strong> pretexto para<br />
visitarle en su departamento y matarle allí cara a cara, a<strong>un</strong>que él esperaba que<br />
<strong>un</strong>a bomba callejera hiciera innecesarios el pretexto y la visita! ¡Creo que ya ha<br />
habido tiempo para que su cheque falsificado llegue a su banco! Esa carta era <strong>un</strong>a<br />
buena excusa también...: haría recaer todas las sospechas sobre los creadores<br />
del misterio de ese antiguo libro.<br />
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