El artilugio tenia un duende.pdf

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Se hallaba en un estado mental que no le permitía coordinar sus pensamientos. Los cuales, por otra parte, eran demasiado inexplicables, demasiado incomprensibles, aun para una persona en sus cabales. Desde la imposibilidad de aquel cuento de que Coghlan había escrito su mensaje en aquel endemoniado libro - que Mannard acababa de ver hacía apenas unos minutos hasta aquel absurdo disparo que pulverizó su taza de café para evitar que bebiera una poción increíblemente envenenada y aquel fenómeno - también increíble - de la refrigeración de una parte de la pared, con su aspecto argentino, totalmente inexplicable... Mannard era ingeniero. Era astuto y testarudo. Estaba preparado para enfrentarse con cualesquiera fenómenos por complicados que fuesen. Pero no era capaz de concebir tantos hechos simultáneos, al parecer perfectamente hilvanados entre sí, y, sin embargo, tan disparatadamente contradictorios que se oponían unos a otros en esencia y en teoría hasta parecer poco menos que inexistentes. Mannard estaba a la vez irritado, perplejo y hasta un poco espantado de todo aquel mare mágnum. - ¡Cuando pienso en todo esto que está ocurriendo, apenas si puedo creer en lo que me dicen ni siquiera en lo que yo mismo veo! - dijo, con un acento de desesperación -. ¡Ocurren hechos en los que no tengo más remedio que creer, porque su existencia es innegable, pero luego se esfuman y de ellos no queda ni la huella más sutil...! Salió de la habitación. Desde dentro se le oyó telefonear pidiendo cena para cuatro y rogando que la enviasen inmediatamente a su departamento. Luego, se le oyó decir: -Sí; eso es todo. ¿Qué? Sí; está en..., ¿quién la llama? ¿Quién? ¡Ah! Dígale que suba... Regresó al departamento. - ¿Para qué demonio necesitará verte, Apolonio, Laurie? Estaba abajo, preguntando sí podía verte, cuando yo telefoneé. Va a subir. - Luego, volvió a su tema primitivo, todavía malhumorado -: ¡Hay algo que no comprendo tampoco en este asunto! Parece que hay alguien que trata de asesinarme. ¡No comprendo por qué, pero si realmente desean hacerlo, yo creo que debe de ser una tarea sumamente fácil! ¡No me explico para qué necesitan darle tantas vueltas a un asunto tan sencillo! ¡A nadie se le ocurre, para asesinar a alguien, echar mano de todas esas zarandajas de un libro que tiene siete siglos de antigüedad, de las huellas dactilares de Tomrny, de un «artilugio» con un «duende» y todo 10 demás...! No me lo explico, a no ser que... Sonó el zumbador de la puerta del departamento. Coghlan fue a ver quién era. Apolonio el Grande se quedó perplejo al ver ante él al instructor del colegio Americano, pero dijo con gran dignidad: 60

- Tenía una nota para la señorita Mannard. Me rogó que la protegiese en este desagradable asunto... La voz de Mannard resonó detrás de Coghlan: - ¡Estamos dándole vueltas a este asunto y cada vez lo complicamos más! ¡Maldita sea!, ¡no sé adónde vamos a parar! Apolonio apenas pudo exclamar: -¡Es que..., señor Mannard! Se oyó un ruido extraño que parecía tener su origen en los dientes de Apolonio el Grande. Éste se apoyó contra la puerta y dijo: - ¡Perdón! ¡Déjenme recobrar! No quisiera desmayarme... ¡Es... increíble! Coghlan esperaba, impaciente. La cara del pequeño y voluminoso griego estaba pálida. Respiraba trabajosamente y trataba de tomar aliento. Al fin, pudo hablar de nuevo: - Creo... creo que puedo ya actuar con naturalidad... Se enderezó y Coghlan cerró la puerta, mientras Apolonio penetraba en el salón del departamento, andando con su contoneo usual..., pero sin que su habitual sonrisa asomase a sus labios. Se inclinó ceremoniosamente ante Mannard y ante Laurie, con la frente salpicada de gotitas de sudor. Y Mannard habló así: - Apolonio, le presento al teniente Ghalil, de la policía turca. Cree que estoy en peligro... Apolonio el Grande apenas podía respirar, pero, entrecortadamente, dijo a Mannard: - Vine... porque... porque creí que... estaba usted... muerto... Siguió un silencio pesado y torturante, en el que todos parecían pensar en lo que acaban de escuchar de los titubeantes labios del rollizo griego. Luego, el teniente Ghalil aclaró su garganta para preguntar algo trivial y rutinario, mientras Apolonio introducía su mano gordezuela en el bolsillo de la chaqueta... Extrajo solamente un sobre. Un sobre del hotel Petra. Y de él, con mano temblorosa extrajo Apolonio una hoja de papel y se la entregó al señor Mannard. Éste la leyó, enrojeciendo de ira, y, sin pronunciar palabra, se la entregó a Ghalil. Ghalil la leyó a su vez y dijo, lentamente; 61

Se hallaba en <strong>un</strong> estado mental que no le permitía coordinar sus pensamientos.<br />

Los cuales, por otra parte, eran demasiado inexplicables, demasiado<br />

incomprensibles, a<strong>un</strong> para <strong>un</strong>a persona en sus cabales. Desde la imposibilidad de<br />

aquel cuento de que Coghlan había escrito su mensaje en aquel endemoniado<br />

libro - que Mannard acababa de ver hacía apenas <strong>un</strong>os minutos hasta aquel<br />

absurdo disparo que pulverizó su taza de café para evitar que bebiera <strong>un</strong>a poción<br />

increíblemente envenenada y aquel fenómeno - también increíble - de la<br />

refrigeración de <strong>un</strong>a parte de la pared, con su aspecto argentino, totalmente<br />

inexplicable...<br />

Mannard era ingeniero. Era astuto y testarudo. Estaba preparado para enfrentarse<br />

con cualesquiera fenómenos por complicados que fuesen. Pero no era capaz de<br />

concebir tantos hechos simultáneos, al parecer perfectamente hilvanados entre sí,<br />

y, sin embargo, tan disparatadamente contradictorios que se oponían <strong>un</strong>os a otros<br />

en esencia y en teoría hasta parecer poco menos que inexistentes. Mannard<br />

estaba a la vez irritado, perplejo y hasta <strong>un</strong> poco espantado de todo aquel mare<br />

mágnum.<br />

- ¡Cuando pienso en todo esto que está ocurriendo, apenas si puedo creer en lo<br />

que me dicen ni siquiera en lo que yo mismo veo! - dijo, con <strong>un</strong> acento de<br />

desesperación -. ¡Ocurren hechos en los que no tengo más remedio que creer,<br />

porque su existencia es innegable, pero luego se esfuman y de ellos no queda ni<br />

la huella más sutil...!<br />

Salió de la habitación. Desde dentro se le oyó telefonear pidiendo cena para<br />

cuatro y rogando que la enviasen inmediatamente a su departamento. Luego, se le<br />

oyó decir:<br />

-Sí; eso es todo. ¿Qué? Sí; está en..., ¿quién la llama? ¿Quién? ¡Ah! Dígale que<br />

suba...<br />

Regresó al departamento.<br />

- ¿Para qué demonio necesitará verte, Apolonio, Laurie? Estaba abajo,<br />

preg<strong>un</strong>tando sí podía verte, cuando yo telefoneé. Va a subir. - Luego, volvió a su<br />

tema primitivo, todavía malhumorado -: ¡Hay algo que no comprendo tampoco en<br />

este as<strong>un</strong>to! Parece que hay alguien que trata de asesinarme. ¡No comprendo por<br />

qué, pero si realmente desean hacerlo, yo creo que debe de ser <strong>un</strong>a tarea<br />

sumamente fácil! ¡No me explico para qué necesitan darle tantas vueltas a <strong>un</strong><br />

as<strong>un</strong>to tan sencillo! ¡A nadie se le ocurre, para asesinar a alguien, echar mano de<br />

todas esas zarandajas de <strong>un</strong> libro que tiene siete siglos de antigüedad, de las<br />

huellas dactilares de Tomrny, de <strong>un</strong> «<strong>artilugio</strong>» con <strong>un</strong> «<strong>duende</strong>» y todo 10<br />

demás...! No me lo explico, a no ser que...<br />

Sonó el zumbador de la puerta del departamento. Coghlan fue a ver quién era.<br />

Apolonio el Grande se quedó perplejo al ver ante él al instructor del colegio<br />

Americano, pero dijo con gran dignidad:<br />

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