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Coghlan se quedó perplejo. Pero conocía perfectamente a los habitantes de<br />
Istambul y sabía de qué pie cojeaban. Llamó por señas al commissionaire del<br />
hotel, puso en sus manos exactamente dos veces la tarifa que debía pagar y le<br />
dijo: «Páguele y quédese con la vuelta ». Luego, entró en el hotel. Su modo de<br />
comportarse era <strong>un</strong>a especie de eficacia americana. Ahorraba dinero y<br />
argumentos. La discusión alcanzaba ya limites insospechados cuando Coghlan<br />
entraba en el impresionante vestíbulo del hotel.<br />
Laurie y su padre ya le esperaban. La muchacha estaba tan encantadora que<br />
Coghlan no pudo por menos que murmurar: «Profesor, director y otro cargo por el<br />
estilo », al estrechar sus manos. Era muy difícil evitar el hecho de estar<br />
enamorado de Laurie, a<strong>un</strong>que él hacía todo lo posible por conseguirlo.<br />
- Siento haberme retrasado - dijo al saludarles -, pero al llegar a casa me encontré<br />
con dos de los seres más fantásticos que jamás podría imaginar, los cuales me<br />
refirieron la historia más inverosímil que n<strong>un</strong>ca he oído. Y no tuve más remedio<br />
que escucharles, porque, a pesar mío, me vi prendido en el interés del relato por<br />
irreal que éste pudiese parecer.<br />
De pronto, entró en escena <strong>un</strong> nuevo personaje. Usaba <strong>un</strong>a camisa deslumbrante<br />
y en sus labios se dibujaba <strong>un</strong>a sonrisa acariciadora. Era bajo y fornido y se<br />
llamaba a si mismo Apolonio el Grande. Apenas si llegaba con su cabeza al<br />
hombro de Coghlan, pero le aventajaba, en cambio, en peso, en más de veinte<br />
kilos. Aquel hombre fuerte, bajo y regordete extendió cordialmente hacia Coghlan<br />
<strong>un</strong> brazo corto y grueso y <strong>un</strong>a mano redonda y carnosa. <strong>El</strong> instructor de Física<br />
observó que el lujoso reloj de pulsera de Apolonio, de gran valor intrinseco y<br />
artístico, se incrustaba en la gruesa muñeca del griego.<br />
- Seguramente - dijo en tono de reproche - no encontraría nada tan extraño como<br />
yo...<br />
Coghlan estrechó su mano lo más brevemente posible. Apolonio el Grande era <strong>un</strong><br />
ilusionista - <strong>un</strong> mago de la escena - que acababa de realizar <strong>un</strong>a excursión por las<br />
capitales europeas situadas al oeste del telón de acero, en <strong>un</strong>a temporada que él<br />
calificaba de sorprendente y extraordinaria. Su especialidad - según le pareció<br />
entender a Coglilan - consistía en serrar a <strong>un</strong>a mujer por la mitad a la vista del<br />
público, y luego volverla a presentar entera y resucitada como si nada hubiera<br />
ocurrido. Decía lleno de orgullo que, <strong>un</strong>a vez serrada la mujer, llevaba cada <strong>un</strong>a<br />
de las mitades en que había dividido su cuerpo a <strong>un</strong> extremo opuesto del<br />
escenario. Aquello era algo que ning<strong>un</strong> otro podía hacer con esperanzas de<br />
reintegraría de nuevo.<br />
- Ya conoces a Apolonio... - murmur6 Mannard -. Vamos a cenar.<br />
Con <strong>un</strong> gesto de cortesía, emprendió el canino del comedor delante de sus<br />
invitados con objeto de guiarles. Laurie se cogió del brazo de Coghlan. Lo miraba<br />
y le sonreía.<br />
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