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que don Baltasar le dio en Niza, apreciaciones sobre los Borgias y el Renacimiento italiano, que despertaron en su voluntad un vivo deseo de volver a visitar la metrópoli papal. Y se instaló en ella pensando que en Roma podría trabajar lo mismo que en Madrid. Lo recibió como un hijo el ilustre Bustamante, en su palacio de la plaza de España. Toda su familia parecía haber pasado la existencia entera en este edificio destinado a los embajadores españoles acreditados cerca del Papa. Doña Nati se movía dentro de él como si estuviese en su casa paterna. Nadie hizo alusión a la vida anterior de Claudio. Jamás surgió en sus conversaciones el nombre de la viuda de Pineda. Como si no la conociesen. Se adivinaba que era cosa convenida entre ellos no hablar ni aludir a lo pasado. La cuñada del embajador fue la única que, en ciertos momentos, por una agresividad irresistible, mostró Intención de recordar a la dama sudamericana, tan aborrecida por ella en otros tiempos. Pero inmediatamente desistía de sus propósitos la viuda de Gamboa, aunque no estuviese presente su ilustre cuñado para llamarla a la prudencia con significativos carraspeos y movimientos de párpados. Estela, por su parte, sentíase tan contenta de ver a Claudio, que para conservar este gozo se abstuvo de preguntarle qué había hecho durante tan largo apartamiento. Guiaba y mantenía el hombre ilustre la prudencia de su familia, dando ejemplo de discreción en sus conversaciones con Borja. Continuaba hablando, como siempre, de las grandes familias hispanoamericanas, todas amigas suyas; pero al mismo tiempo, con la pericia del piloto que presiente la cercanía de un peligro oculto, deslizaba su verbosidad entre tantas personas allegadas a la viuda de Pineda, sin nombrar nunca a ésta. Su propia gloria era el tema ahora de la mayor parte de sus conversa-clones. Mostraba una melancolía de gran hombre, mal comprendido y peor remunerado, al quejarse de que su Gobierno no se daba cuenta de los inmensos servicios que estaba prestando 98
en Roma. Casi todos los representantes diplomáticos de las repúblicas hispanoamericanas eran amigos suyos, y había pasado por Madrid para recibir los homenajes de la Fraternidad Hispanoamericana. Esto le permitía figurar a la cabeza de todos ellos, honor que no habían conseguido nunca, según don Arístides, los otros embajadores. —Soy el cordón umbilical—dijo gravemente a Borja—que une a nuestras hijas de América con la Santa Sede. Todos sus ministros me buscan para que les sirva de intermediario. Habrás notado que esta casa se ve más frecuentada que nunca por la diplomacia de habla española. Y acto seguido, como si hiciese una concesión, añadió con envidia e Ingratitud, sin darse cuenta de ello: —Únicamente Enciso tiene tanta gente en su palacio. Tal vez tenga más, pues convida a todos los cardenales... Pero él es rico, y gracias a su dinero, que le permite dar banquetes casi a diario, puede creerse un gran diplomático y un verdadero escritor. Don Arístides tenía que limitarse a darles, bajo la dirección económica de su cuñada. —No hemos venido aquí a arruinarnos—decía agriamente la viuda de Gamboa—. Nuestro Gobierno da muy poco para gastos de representación. Con un té cada mes hay de sobra. Que vayan todas esas gentes a*-matar el hambre a casa de Enciso, divirtiendo su vanidad de fantasmón. Estos comentarios no impedían que la terrible cuñada de Bustamante fuese la primera en halagar con visitas puntuales y exagerados elogios a la esposa de Enciso y sus numerosas hijas. Era el medio más seguro para que no se olvidasen de invitarla a sus banquetes. Viose Claudio rodeado al poco tiempo de igual ambiente que dos años antes en Madrid. Todos lo consideraban como yerno futuro del embajador de España. Ni siquiera hacían alusiones verbales a su noviazgo con la hija. Era algo sobre lo que resultaban imposibles las dudas. La tía de la joven le había vuelto a tratar como un sobrino 99
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en Roma. Casi todos los representantes diplomáticos de las<br />
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Hispanoamericana. Esto le permitía figurar a la cabeza de todos<br />
ellos, honor que no habían conseguido nunca, según don<br />
Arístides, los otros embajadores.<br />
—Soy el cordón umbilical—dijo gravemente a Borja—que<br />
une a nuestras hijas de América con la Santa Sede. Todos sus<br />
ministros me buscan para que les sirva de intermediario. Habrás<br />
notado que esta casa se ve más frecuentada que nunca por la<br />
diplomacia de habla española.<br />
Y acto seguido, <strong>com</strong>o si hiciese una concesión, añadió con<br />
envidia e Ingratitud, sin darse cuenta de ello:<br />
—Únicamente Enciso tiene tanta gente en su palacio. Tal vez<br />
tenga más, pues convida a todos los cardenales... Pero él es rico,<br />
y gracias a su dinero, que le permite dar banquetes casi a diario,<br />
puede creerse un gran diplomático y un verdadero escritor.<br />
Don Arístides tenía que limitarse a darles, bajo la dirección<br />
económica de su cuñada.<br />
—No hemos venido aquí a arruinarnos—decía agriamente la<br />
viuda de Gamboa—. Nuestro Gobierno da muy poco para gastos<br />
de representación. Con un té cada mes hay de sobra. Que vayan<br />
todas esas gentes a*-matar el hambre a casa de Enciso,<br />
divirtiendo su vanidad de fantasmón.<br />
Estos <strong>com</strong>entarios no impedían que la terrible cuñada de<br />
Bustamante fuese la primera en halagar con visitas puntuales y<br />
exagerados elogios a la esposa de Enciso y sus numerosas hijas.<br />
Era el medio más seguro para que no se olvidasen de invitarla a<br />
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Viose Claudio rodeado al poco tiempo de igual ambiente que<br />
dos años antes en Madrid. Todos lo consideraban <strong>com</strong>o yerno<br />
futuro del embajador de España. Ni siquiera hacían alusiones<br />
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