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ealizarla. Esto le pareció asombroso. Luego se dio cuenta de la continua relación que existe entre el mundo invernal agrupado en torno a Niza y la sociedad diplomática y cosmopolita establecida en Roma. Siempre hay gente que circula entre ambos núcleos, transmitiendo noticias y murmuraciones. Esta especie de policía voluntarla había llevado la nueva de la desaparición del joven, último béguin de la rica viuda argentina. Sólo estuvo en Valencia unos días. Volvió otra vez a Madrid, no queriendo seguir el vial e en ferrocarril hasta Barcelona, Peñíscola estaba en el camino. Además, saliendo de España por la estación de Port-Bou caería en Aviñón, y esto le pareció equivalente a volcar con un pie la colmena de sus recuerdos, que, como abejas irritadas le perseguirían en su fuga. Permaneció una semana en San Sebastián, aburriéndose. Pasó a Biarritz, y el fastidio fue pisando sus huellas. Al principio de su fuga había creído conveniente enviar a Rosaura algunas cartas y tarjetas postales con saludos cosieses, para hacerle saber dónde se hallaba. Ninguna respuesta. Tal silencio le pareció natural. Luego fue espaciando dichos recuerdos epistolares, y, finalmente, se abstuvo de ellos. Durante el verano sintió repetidas veces la necesidad de escribirle de nuevo: pero ahora fueron cartas largas, con evocaciones melancólicas del pasado, apuntando su deseo de implorar perdón v reteniéndose en seguida por miedo a la humildad del mencionado gesto. No envió ninguna de las cartas. Después de escritas durante la noche, las dejaba sobre una mesa para echarlas al correo a la mañana siguiente..., y lo primero que hacia al levantarse era romperlas. «Mejor es así—pensaba—. No Intentemos reformar lo que ya está hecho. Debo mantener mi libertad.» Y se preguntaba vanidosamente sí ella habría procedido lo mismo, escribiendo apasionados llamamientos para que volviese a su lado, y rompiéndolos horas después, bajo la rabiosa sugestión del orgullo. 96
A pesar de que Claudio se juró a sí mismo muchas veces que Rosaura empezaba a serle indiferente, y según transcurría el tiempo su imagen se iba esfumando un poco en su memoria, procuró averiguar dónde vivía. Estando en París a principios del otoño, hizo preguntas a muchos conocidos suyos, pertenecientes a la sociedad cosmopolita que cambia ae domicilio a cada estación del año, según las exigencias de la moda. Todos acogían sus preguntas con un gesto igual: primero de asombro; luego, de duda. —¿Madame Pineda?... Hace mucho tiempo que no la veo... Es cierto; nada se sabe de ella. ¿Dónde estará? Los que presumían de mejor enterados daban noticias contradictorias. Afirmaron algunos haberla visto en Deauville durante el verano; otros, en Venecia. Uno hasta dijo que la había saludado en Biarritz; pero Claudio estaba allá en la misma época. En realidad, nadie sabía con certeza qué era de ella después del invierno anterior pasado en la Costa Azul. Pensó Claudio que tal vez vivía en Londres, cerca de sus hijos. Las decepciones amorosas iban seguidas en esa mujer de un recrudecimiento del cariño maternal. Sin saber cómo, al principio del invierno se vio Borja en Roma. El señor Bustamante le había escrito a París con tono de padre bondadoso, después de un año de frialdad epistolar; pero no fue esta carta ni el deseo de ver al solemne personaje lo que le impulsó a ir a dicha capital. Cuando en su reflexiva soledad se preguntaba el motivo de tal viaje, atribuíalo a no existir en el presente momento ningún lugar de la Tierra que pudiese ejercer sobre él mayor atracción. Había vuelto a pensar en aquella novela suya cuyo protagonista era el Papa Luna, varón tenaz, empeñado en la conquista de Roma, y que nunca I llegó a pisar su suelo. \ «Yo iré por él—se dijo el joven—. Tal vez en esa ciudad, meta de todas sus ambiciones, vea yo al personaje bajo una nueva luz.» Además, llevaba leídos los manuscritos y artículos de revista 97
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continua relación que existe entre el mundo invernal agrupado en<br />
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en Roma. Siempre hay gente que circula entre ambos núcleos,<br />
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Sólo estuvo en Valencia unos días. Volvió otra vez a Madrid,<br />
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Peñíscola estaba en el camino. Además, saliendo de España por<br />
la estación de Port-Bou caería en Aviñón, y esto le pareció<br />
equivalente a volcar con un pie la colmena de sus recuerdos, que,<br />
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Permaneció una semana en San Sebastián, aburriéndose. Pasó<br />
a Biarritz, y el fastidio fue pisando sus huellas.<br />
Al principio de su fuga había creído conveniente enviar a<br />
Rosaura algunas cartas y tarjetas postales con saludos cosieses,<br />
para hacerle saber dónde se hallaba. Ninguna respuesta. Tal<br />
silencio le pareció natural. Luego fue espaciando dichos<br />
recuerdos epistolares, y, finalmente, se abstuvo de ellos.<br />
Durante el verano sintió repetidas veces la necesidad de<br />
escribirle de nuevo: pero ahora fueron cartas largas, con<br />
evocaciones melancólicas del pasado, apuntando su deseo de<br />
implorar perdón v reteniéndose en seguida por miedo a la<br />
humildad del mencionado gesto.<br />
No envió ninguna de las cartas. Después de escritas durante la<br />
noche, las dejaba sobre una mesa para echarlas al correo a la<br />
mañana siguiente..., y lo primero que hacia al levantarse era<br />
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«Mejor es así—pensaba—. No Intentemos reformar lo que ya<br />
está hecho. Debo mantener mi libertad.»<br />
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