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últimos meses de su existencia. Vivió en el mismo hotel, visitó a sus amigos antiguos, se mostró discretamente en los lugares donde se reunían estos compañeros de su juventud. Seguían batiéndose y envidiándose entre ellos, lo mismo que antes. Necesitaban verse todos los días, como si la vida les fuese imposible sin este contacto hostil. Otra vez, animados por su presencia, le pidieron dinero, tratándolo con la consideración y el menosprecio de que juzgaban merecedores a todos los ricos aficionados a las Letras. Había escogido a Madrid como término de su fuga, creyendo encontrar en esta ciudad un ambiente refractario a sus melancolías; pero los recuerdos de aquella mujer fueron saliéndole al paso. Un día, en el barrio de Salamanca, vio un edificio habitado en otro tiempo por Bustamante. Personas desconocidas lo ocupaban ahora. Doña Nati había creído prudente levantar la casa imaginando que el alto cargo de su cuñado en Roma sería eterno. Aquí había visto él por primera vez a Rosaura. Evocaba con todo el relieve de las cosas recientes aquella comida en honor de la viuda de Pineda, asi como el amoroso deslumbramiento que parecían sufrir los hombres y la envidiosa admiración de las señoras. Y procuró no pasar más por dicha calle. Era prudente impedir una resurrección molesta del pasado. Nuevas imágenes fueron emergiendo en su memoria, nunca recordadas cuando vivía al lado de ella. Un año antes la había visto en su automóvil por el paseo de la Castellana. Días después, ante los escaparates de una tienda elegante de la carrera de San Jerónimo, se fijó en unos hombres que miraban al Interior, haciendo comentarios admirativos y salaces sobre una dama hermosísima que acababa de entrar, dejando su coche a la puerta. Era la hermosa viuda sudamericana, que no podía mostrarse en las calles sin excitar ávida curiosidad y carnales deseos. «Esto pasará—se dijo Borja—. Mi fuga está todavía muy reciente. Aún no hace un mes que me separé de ella. Cuando 92
trabaje de veras estos recuerdos se disolverán como humo.» Y se dedicó a organizar su trabajo, lo mismo que si preparase un remedio. Alquiló una casa en las afueras de Madrid, llevando a ella libros y muebles que las andanzas de su vida le hacían hecho confiar a la custodia de varios amigos. Con repentino optimismo ideó la producción de varias obras literarias que llegarían a hacerse famosas. Indudablemente, su ruptura con Rosaura tenía algo de providencial. Iba a escribir en seguida la novela poemática del Papa Luna, contando sus aventuras pontificales de mar y tierra. Luego seguiría dedicándose al género novelesco, produciendo nuevas historias de la vida contemporánea. Pensó un momento en escribir una novela sobre el tema de sus amores; las voluptuosidades y las inquietudes de un Tannhauser moderno adormecido a los pies de Venus. Inmediatamente desistió de tal proyecto. Era destapar una herida propia, hundiendo en ella sus dedos, irritándola. Un poeta puede cantar sus dolores. La obra es rápida, un trabajo de horas, que no se prolonga más allá de la impresión momentánea. Al novelista sólo le es dado contar historias ajenas. Su trabajo exige muchos meses. ¡Imposible dedicarse día a día, en un plazo tan largo, a la evocación de penas propias ya casi olvidadas!... Es un suplicio superior a las fuerzas del hombre. Nada de su historia. Contaría las de los otros. De pronto, esta energía productora se vino abajo, y su voluntad desfalleciente buscó excusas. Había llegado el verano, iniciándose la desbandada de los habitantes de Madrid hacia las costas del Norte. Volvería a trabajar en los primeros meses del invierno. Ahora debía hacer lo mismo que los otros. Pero en vez de dirigirse hacia el mar Cantábrico, como los más, buscó el Mediterráneo, y fue a Valencia, por haber recibido una carta de don Baltasar Figueras. Ya estaba el canónigo de regreso en su caserón-archivo, haciéndose lenguas de lo que llevaba visto en Roma, gracias al 93
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Vivió en el mismo hotel, visitó a sus amigos antiguos, se<br />
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entre ellos, lo mismo que antes. Necesitaban verse todos los días,<br />
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la consideración y el menosprecio de que juzgaban merecedores a<br />
todos los ricos aficionados a las Letras.<br />
Había escogido a Madrid <strong>com</strong>o término de su fuga, creyendo<br />
encontrar en esta ciudad un ambiente refractario a sus<br />
melancolías; pero los recuerdos de aquella mujer fueron<br />
saliéndole al paso. Un día, en el barrio de Salamanca, vio un<br />
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desconocidas lo ocupaban ahora. Doña Nati había creído<br />
prudente levantar la casa imaginando que el alto cargo de su<br />
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Aquí había visto él por primera vez a Rosaura. Evocaba con<br />
todo el relieve de las cosas recientes aquella <strong>com</strong>ida en honor de<br />
la viuda de Pineda, asi <strong>com</strong>o el amoroso deslumbramiento que<br />
parecían sufrir los hombres y la envidiosa admiración de las<br />
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Era prudente impedir una resurrección molesta del pasado.<br />
Nuevas imágenes fueron emergiendo en su memoria, nunca<br />
recordadas cuando vivía al lado de ella.<br />
Un año antes la había visto en su automóvil por el paseo de la<br />
Castellana. Días después, ante los escaparates de una tienda<br />
elegante de la carrera de San Jerónimo, se fijó en unos hombres<br />
que miraban al Interior, haciendo <strong>com</strong>entarios admirativos y<br />
salaces sobre una dama hermosísima que acababa de entrar,<br />
dejando su coche a la puerta. Era la hermosa viuda sudamericana,<br />
que no podía mostrarse en las calles sin excitar ávida curiosidad y<br />
carnales deseos.<br />
«Esto pasará—se dijo Borja—. Mi fuga está todavía muy<br />
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