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Esta calma lánguida, suspirante, de un rosa pálido hacía recordar el descanso fatigoso y dulce a la vez falto de ensueños, que sigue a los grandes excesos de amor. Ocupaba Claudio un taburete de junco a los pies de Rosaura, la cabeza baja, la frente ceñuda, adivinando 'la próxima explicación, sintiendo miedo y deseo de ella. Fumaban nerviosamente dorados cigarrillos, y una atmósfera con leve perfume de opio ahuyentaba a las mariposas y otros insectos acorazados de colores, quitándoles parte del espacio saturado de miel vegetal, que era suyo el resto del día. Habló ella de pronto, con decisión: —¿Qué piensas?... ¿Qué tienes?... Eres otro desde hace algún tiempo. ¡Habla! Entre nosotros debe existir una franqueza absoluta. Nada nos une que no pueda romperse... ¿Es que te cansas a mi lado? Claudio empezó por balbucir, como si no encontrase palabras apropiadas para el disimulo de su pensamiento, y al fin dijo con voz sorda, sin levantar la cabeza: —¡Tanto tiempo aquí!... Sé bien que no es más que un año, y me parece una vida entera... Nada de ludias; nada de deseos. Todos los días son iguales; todo es lo mismo. Es verdad que mi existencia no conoce el invierno ni las penas, pero tampoco hay para mí primavera, ni regocijo de vivir. Sonrió Rosaura Irónicamente, fijando los ojos en su amante, que continuaba con la cabeza baja, sin atreverse a mirarla. —Ahórrate imágenes y palabras rebuscadas. Di toda la verdad. ¿Te sientes fatigado de mí?... Borja levantó la cabeza, mirándola a su vez directamente. Ya no mostraba la indecisión del que dice mentira. Sus palabras tenían el calor de la sinceridad. —No; te amo como antes, como te amaré siempre, y a mi pasión se une un intenso agradecimiento. Tú me hiciste conocer felicidades que nunca había sospechado, y gracias a tu amor me he creído igual a los dioses. Pudiste escoger entre los hombres 80
más famosos; una de tus miradas habría bastado para hacerlos correr nacía ti en ardiente rivalidad, y, sin embargo, te fijaste misericordiosa en mi persona humilde, elevándola hasta la altura de tu belleza. Calló Borja un momento, y al notar en los ojos de ella una expresión interrogante, no pudiendo sin duda armonizar tales palabras de pasión con el desaliento de sus deseos, continuó, como si se excusase: —Tú eres digna de un dios de un héroe; yo no soy más que un mortal lleno de debilidades, y el corazón del hombre es siempre cambiante. A tu lado hay demasiada felicidad para mí; una paz olímpica. Y tal vez por eso mismo necesito la lucha, el sufrimiento, y te digo como el poeta, en las delicias de la Venusberg: «Diosa, te amo... Déjame partir.» Rosaura volvió a mirarlo con una expresión irónica, y en seguida repuso ásperamente: —Di más bien que te has cansado de mí. He hecho cuanto he sabido por alegrar tu existencia, y tú me lo agradeces con un menosprecio que disimulas bajo hermosas palabras. Está bien... Es el castigo que me impone la suerte por haber sido débil. ¡ Quién me hubiera dicho que un hombre iba a permitirse la insolencia de abandonarme, cuando tantos me buscaron!... Se apresuró Claudio a interrumpirla, no pudiendo aceptar su errónea interpretación: —Siempre será feliz el hombre a quien hagas la regia limosna de tu amor. Conocerá la más ardiente de las embriagueces: transportes voluptuosos que sólo gustaron los inmortales. La felicidad que tú das va más allá de las felicidades que dispensan las otras. Sólo el que tú distingas con tu amor podrá haber apreciado la verdadera potencia de los atractivos de una mujer. Cuantos placeres encuentre yo en la Tierra inmensa durante los años que aún me quedan por vivir no serán nada comparados con los que conocí al lado tuyo. Otra vez cambió de tono añadiendo con un acento triste de excusa: 81
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más famosos; una de tus miradas habría bastado para hacerlos<br />
correr nacía ti en ardiente rivalidad, y, sin embargo, te fijaste<br />
misericordiosa en mi persona humilde, elevándola hasta la altura<br />
de tu belleza.<br />
Calló Borja un momento, y al notar en los ojos de ella una<br />
expresión interrogante, no pudiendo sin duda armonizar tales<br />
palabras de pasión con el desaliento de sus deseos, continuó,<br />
<strong>com</strong>o si se excusase:<br />
—Tú eres digna de un dios de un héroe; yo no soy más que un<br />
mortal lleno de debilidades, y el corazón del hombre es siempre<br />
cambiante. A tu lado hay demasiada felicidad para mí; una paz<br />
olímpica. Y tal vez por eso mismo necesito la lucha, el<br />
sufrimiento, y te digo <strong>com</strong>o el poeta, en las delicias de la<br />
Venusberg: «Diosa, te amo... Déjame partir.»<br />
Rosaura volvió a mirarlo con una expresión irónica, y en<br />
seguida repuso ásperamente:<br />
—Di más bien que te has cansado de mí. He hecho cuanto he<br />
sabido por alegrar tu existencia, y tú me lo agradeces con un<br />
menosprecio que disimulas bajo hermosas palabras. Está bien...<br />
Es el castigo que me impone la suerte por haber sido débil. ¡<br />
Quién me hubiera dicho que un hombre iba a permitirse la<br />
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Se apresuró Claudio a interrumpirla, no pudiendo aceptar su<br />
errónea interpretación:<br />
—Siempre será feliz el hombre a quien hagas la regia limosna<br />
de tu amor. Conocerá la más ardiente de las embriagueces:<br />
transportes voluptuosos que sólo gustaron los inmortales. La<br />
felicidad que tú das va más allá de las felicidades que dispensan<br />
las otras. Sólo el que tú distingas con tu amor podrá haber<br />
apreciado la verdadera potencia de los atractivos de una mujer.<br />
Cuantos placeres encuentre yo en la Tierra inmensa durante los<br />
años que aún me quedan por vivir no serán nada <strong>com</strong>parados con<br />
los que conocí al lado tuyo.<br />
Otra vez cambió de tono añadiendo con un acento triste de<br />
excusa:<br />
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