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VI ¡Y NO LA VERÉ MAS! Llevaba Claudio Borja varios días recluido en su casa, sin otro ejercicio que cortos paseos, apoyado en un bastón, por el jardín del villino. Todas las tardes recibía la visita de sus amigos, instalándose éstos en el estudio, como si fuese una prolongación de aquel café, lugar de sus reuniones, para hacer compañía al que llamaban por antonomasia el herido. Una mañana, cerca ya de mediodía, vino a visitarlo Enciso de las Casas. En días anteriores se había valido del teléfono para preguntar por el estado de Borja, excusando su ausencia y justificándola con las grandes ocupaciones qua le imponía cierta cuestión entre el Gobierno de su país y el Vaticano. Atento siempre a cumplir las reglas del buen trato social, creía faltar a sus deberes no yendo en persona a pedir noticias. Al presentarse ahora, volvió a hablar de sus importantes laborea diplomáticas, celebrando a continuación el buen aspecto del convaleciente —¿Quién diría que tiene usted la pierna atravesada por un balazo? ¡Qué encarnadura vigorosa!... Es usted un verdadero Borja, digno de sus ascendientes. Permaneció indeciso algún tiempo, como si temiese lo que iba a decir y el mal efecto que pudiera causar en su oyente. —Ríñame, amigo mío—dijo de pronto con aire resuelto—. Aunque soy más viejo que usted, tal vez he cometido una chiquillada que le molestará; pero no dude que lo hice con buena intención. ¡Me asusté tanto al verle chorreando sangre en aquel jardín!... Y bajo la mirada interrogativa de Claudio siguió expresándose con tono de excusa: —Los médicos dijeron que la herida no era grave; pero yo juzgué oportuno cumplir mis deberes de amigo avisando al único 326

de sus parientes que conozco. En resumen: necesito decirle que remití un largo telegrama a Valencia anunciando a su tío don Baltasar todo lo ocurrido. Claudio acogió con inquietud las últimas palabras. —Luego envié otro telegrama quitando importancia al suceso; pero, sin duda, creyó el canónigo que mi segundo aviso era simplemente una treta para tranquilizarle, y se atuvo a mis primeras palabras. Total: que don Baltasar llegó anoche a Roma esta mañana vino a verme, y ahora está en la Embajada de España hablando con el señor Bustamante. En el primer momento no ocultó Borja su enfado contra este plenipotenciario tan bondadoso, tan simpático e inoportuno. Pero, al fin, se mostró sereno, acogiendo la noticia con afectada indiferencia. El canónigo Figue-ras ya estaba en Roma y era inevitable el verlo. Escucharía con paciencia su sermoneo, si es que en realidad se interesaba por este episodio de la vida moderna, menos conmovedor para él que los otros que iba descubriendo en documentos antiguos. No podía dudar, sin embargo, del afecto del santo varón. El era, tal vez, el único ser contemporáneo capaz de hacer vibrar su sensibilidad Esto del duelo y el balazo debía de haber sacudido como una catástrofe telúrica e] venerable caserón, envuelto en discreto silencio, allá en la tranquila calle de Caballeros. Según contó Enciso, había preparado Figueras rápidamente su viaje, y al tomar el tren se imaginaba encontrar en Roma moribundo a Claudio. Este tuvo, no obstante, la sospecha de que también debía haber influido en tal resolución el hecho de vivir él en la Ciudad Eterna. ¡Ver una vez más las Estancias de los Borgias, con los restos de la azulejeria de Manises encargada ñor Alejandro VI!... Volvería don Manuel acompañando a Figueras aquella misma tarde. Ya lo había preparado para que no agobiase a su sobrino con inútiles quejas ni reprimendas morales. Era conveniente olvidar lo pasado o pensar sólo en ello para ponerle remedio. Todo lo ocurrido debía apreciarse como una aventura 327

VI<br />

¡Y NO LA VERÉ MAS!<br />

Llevaba Claudio Borja varios días recluido en su casa, sin otro<br />

ejercicio que cortos paseos, apoyado en un bastón, por el jardín<br />

del villino. Todas las tardes recibía la visita de sus amigos,<br />

instalándose éstos en el estudio, <strong>com</strong>o si fuese una prolongación<br />

de aquel café, lugar de sus reuniones, para hacer <strong>com</strong>pañía al que<br />

llamaban por antonomasia el herido.<br />

Una mañana, cerca ya de mediodía, vino a visitarlo Enciso de<br />

las Casas. En días anteriores se había valido del teléfono para<br />

preguntar por el estado de Borja, excusando su ausencia y<br />

justificándola con las grandes ocupaciones qua le imponía cierta<br />

cuestión entre el Gobierno de su país y el Vaticano. Atento<br />

siempre a cumplir las reglas del buen trato social, creía faltar a<br />

sus deberes no yendo en persona a pedir noticias.<br />

Al presentarse ahora, volvió a hablar de sus importantes<br />

laborea diplomáticas, celebrando a continuación el buen aspecto<br />

del convaleciente<br />

—¿Quién diría que tiene usted la pierna atravesada por un<br />

balazo? ¡Qué encarnadura vigorosa!... Es usted un verdadero<br />

Borja, digno de sus ascendientes.<br />

Permaneció indeciso algún tiempo, <strong>com</strong>o si temiese lo que iba<br />

a decir y el mal efecto que pudiera causar en su oyente.<br />

—Ríñame, amigo mío—dijo de pronto con aire resuelto—.<br />

Aunque soy más viejo que usted, tal vez he <strong>com</strong>etido una<br />

chiquillada que le molestará; pero no dude que lo hice con buena<br />

intención. ¡Me asusté tanto al verle chorreando sangre en aquel<br />

jardín!...<br />

Y bajo la mirada interrogativa de Claudio siguió expresándose<br />

con tono de excusa:<br />

—Los médicos dijeron que la herida no era grave; pero yo<br />

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